MUNDO II. EL MUNDO EN LA SAGRADA ESCRITURA Y EN LA TEOLOGIA. A. ENSEÑANZAS BÍBLICAS SOBRE EL MUNDO
1. Precisión terminológica. En la lengua hebrea no existe una palabra
equivalente a la castellana mundo, es decir, un vocablo que sirva para designar
el universo con todos los seres que lo integran. Para indicar esa idea los
hebreos usaban expresiones como «cielos y tierra» (Gen 1,1; 2,1; Ex 31,17; Ier
51,15; 1 Mach 2,37) o «el todo» (Ps 8,7; Is 44,24; Eccli 36,1).
La expresión «cielo y tierra», que es la más usada, presupone la
cosmología comúnmente admitida por el pueblo hebreo, así como por otras muchas
naciones vecinas. Según esa cosmología, el universo se encuentra dispuesto en
varios estratos: de una parte la tierra rodeada de agua sobre la que descansa;
por encima de la tierra el firmamento o cielo, considerado como una cúpula
sólida sobre la cual se extienden de nuevo las aguas. Desde el punto de vista
genético esta cosmología presupone un primer estado en el que las aguas lo
cubrían todo, y una obra de diferenciación en tres momentos fundamentales: a) la
formación del cielo que separa las aguas superiores de las inferiores y da
origen al espacio aéreo que permitirá el desarrollo de la tierra; b) el emerger
de la tierra al desaparecer las aguas que la cubrían; y c) la aparición de las
estrellas y astros del firmamento y el surgir de la vida vegetal y animal
poblando así la tierra y las aguas.
Los autores inspirados, al usar la expresión «cielo y tierra» (o, en
ocasiones, «cielo, tierra y mar»: Ex 20,11; Idt 9,17), no pretenden, obviamente,
consagrar esa cosmología, sino sencillamente indicar, sirviéndose del modo
normal de hablar de sus contemporáneos, la totalidad del universo visible, a fin
de trasmitir el mensaje de índole religiosa y metafísica que habían recibido: la
distinción entre Dios y el mundo, y la absoluta dependencia del mundo con
respecto a Dios.
Señalemos, por otra parte, que según la mayor parte de los exegetas la
locución «cielos y tierra», tal y como se encuentra en el capítulo primero del
Génesis, y en los lugares que emparentan directamente con él, designa al
universo terreno o material, mencionando sus partes principales, y no indica,
pues, de manera directa e inmediata la distinción entre seres espirituales y
materiales. En numerosos textos, sin embargo, la palabra cielo recibe una
significación espiritual, siendo considerado como el trono de Dios (1 Reg 8,30;
Is 66,1; Ps 2,4); y como la morada o lugar propio de los ángeles (Gen 21,17; 1
Reg 22,19; Tob 12,15). Este es el sentido que recoge S. Pablo cuando, para
afirmar la primacía de Cristo sobre todo lo creado y concretamente sobre los
ángeles, habla de que le están sometidos todos los seres del cielo y de la
tierra (Phil 2,5-11; Eph 1,9-10; Col 1,15-20; cfr. Heb 1,3-2,18).
Los autores de la versión de los Setenta conservaron las expresiones antes
mencionadas, traduciéndolas literalmente: no se sirvieron, pues, del sustantivo
griego cosmos, que, por influencia de la filosofía, se usaba desde el s. VI a.
C. en la literatura helénica para designar el universo; el mismo criterio
siguieron otros traductores, de modo que sólo en una traducción tardía como la
de Símaco es empleado para traducir el vocablo «tierra». Ese sustantivo aparece
en cambio con frecuencia en los libros del A. T. escritos originariamente en
griego (Sap 7,17; 2 Mach 7,9). Los autores del N. T. mantuvieron ambas formas de
hablar, empleando indistintamente unasu otras expresiones (cfr.,p. ej., Mi
24,35; loh 1,3.10; Act 17,24; Apc 14,7).
La palabra cosmos, en los escritos del N. T. tiene de hecho cuatro
acepciones principales:
a) El universo o conjunto de las criaturas visibles. Esta acepción, que es
equivalente a la que el vocablo tenía en el griego ordinario, traduce la
locución «cielo y tierra», cuya significación y valor recoge: en efecto es
empleada de ordinario para poner al m. en relación con el acto creador o el
poder soberano de Dios (Mt 24,21; Le 11,50; lo 1,10; 1 Cor 3,22; Eph 1,4; Heb
4,3; 1 Pet 1,20). Por su especial importancia recordemos las frases en las que
Dios es calificado como hacedor del m. (o peiesas ton cosmon: Act 17,24) o
creador del m. (o ton cosmon ctistes: Rom 1,20; cfr. 2 Mach 7,23).
b) La tierra en la que habita el hombre y, en general,el ambiente en que
se desarrolla la vida humana. Se habla así de «todos los reinos del mundo» (Mt
4,8), de que para evitar el contacto con los pecadores sería necesario «salir
del mundo» (1 Cor 5,10), etc. Este concepto es expresado en otras ocasiones con
la expresión «tierra habitada» (la oicomene griega; Mt 24,14; Lc 4,5; Heb 1,6;
Apc 3,10).
c) El género humano que habita la tierra. Este significado está
intimamente relacionado con el anterior, hasta el punto de que ambos pueden ser
en realidad considerados como dos matices de una única significación. En
ocasiones, resulta de hecho difícil distinguirlos; nos encontramos, sin embargo,
claramente en presencia de este tercer significado en pasajes como aquellos en
los que Dios es presentado como juez del m. (Rom 3,6), o en los que los
apóstoles son considerados luz del m. (Mt 5,14; Phil 2,15), o en los que se dice
que el pecado entró o está presente en el m. (Rom 5,12; lo 1,29), o finalmente,
en los que se afirma que el m. ha sido reconciliado con Dios en Cristo (2 Cor
5,19). A veces la palabra se emplea con un valor restringido para designar a los
habitantes de una región determinada (lo 7,4).
d) La humanidad caída y esclavizada por las potencias demoníacas, es
decir, los hombres en cuanto sometidos al pecado y al diablo, por contraposición
con la humanidad regenerada y los ángeles buenos que tienen a Cristo por Cabeza.
De este significado, que es predominante en los escritos de S. Juan y S. Pablo,
deberemos ocuparnos a continuación; limitémonos ahora a señalar que está
relacionado con el anterior, sólo que se sitüa en una perspectiva soteriológica
y no meramente descriptiva, con todas las consecuencias y la riqueza semántica,
que eso trae consigo.
2. Visión general de la doctrina bíblica sobre el mundo. La simple
catalogación terminológica que acabamos de hacer pone ya de relieve algunas de
las perspectivas centrales de la doctrina bíblica sobre el mundo. Intentemos
desarrollarla en sus líneas generales.
Dios, señor del universo. El punto de partida del mensaje bíblico es, como
hemos dicho, la afirmación de Dios como autor y señor de todas las cosas: el m.,
en otras palabras, viene de Dios y se encamina hacia El (Rom 1,36; 1 Cor 8,6).
Estas expresiones deben ser entendidas según el estricto monoteísmo bíblico
(v.): Dios es, en efecto, el absolutamente incausado, no recibe su ser de otro,
ni deviene, ni es el producto de una evolución, ni evoluciona con el mundo. En
la S. E. la cosmogonía no es nunca presentada como la prolongación de una
teogonía, sino como el fruto de la libertad de un Dios pleno en sí mismo que con
su sola palabra hace surgir las cosas de la nada dando así origen al m. y, con
él, al tiempo (Ps 33,6-9; 2 Mach 7,28; v. CREACIÓN).
El m. tiene, pues, una historia: ha tenido un principio (Lc 11,50; Rom
1,20) y se dirige hacia un fin (Mt 13,40). Y esa historia trascurre bajo el
cuidado y la providencia de Dios: Él es en efecto el señor del m. (2 Mach 7,9),
que gobierna el desplegarse de las leyes de la naturaleza y el curso de los
acontecimientos de la vida humana (Gen 8,22; Ps 132; Ps 139), sin que nada pueda
resistir a su poder. Todo cuanto existe ha sido dispuesto por Dios con sabiduría
(Prv 8,22-31; Sap 8,1), y refleja su gloria y su magnanimidad (Ps 18,1-7; v.
GLORIA DE pros). El universo entero es creatura de Dios, y tiene sentido en
función del designio divino que lo ordena hacia su destino final (v. ELECCIÓN
DIVINA; SALVACIÓN II).
El hombre, señor del mundo. Ese destino final del m. está vinculado al
destino del hombre. Dios en efecto ha distinguido al hombre por encima de sus
otras obras, dándole el dominio sobre la tierra y el mar y cuanto habita en
ellos (Gen 1,28-30). Dios se ha fijado en el hombre, mirándole con benevolencia
a pesar de su pequeñez (Ps 8,4; lob 7,17). El hombre puede, pues, a su vez mirar
a cuanto le rodea con confianza, reconociendo en todo ello un signo de la bondad
divina (v. MISERICORDIA I). Ciertamente la naturaleza está sujeta a leyes, y
sigue ordenadamente el ritmo constante de sus ciclos y en ocasiones se presenta
hostil y amenazadora, pero esa fuerza impersonal no constituye la explicación
última, sino que es necesario remontarse hasta Dios que gobierna el acontecer y
que se sirve de las mismas calamidades para bien del hombre, ya que a través de
ellas le castiga por sus pecados a fin de excitarle a la fidelidad a las
promesas de las que depende su felicidad, o le impulsa a profundizar en el
sentido de esas promesas para reconocer así dónde están los verdaderos bienes (Dt
28,1-68; Jer 30,1-33,26; Ez 20,1-44; Sap 10, 1-11,14). Por eso, aunque algunos
acontecimientos sean ambivalentes y ambiguos, y el hombre no esté en condiciones
de captar plenamente su sentido, debe mantener su fe en Dios, sabiendo que es el
Omnipotente, el que ha hecho cielo y tierra, capaz, por tanto, de ordenar todas
las cosas hacia el bien de aquéllos a quienes ama (Dt 4,32-40; Rom 8,28).
El destino del hombre trasciende al mundo. Ese bien al que Dios ordena y
llama al hombre trasciende de modo absoluto las condiciones de su existencia
presente y las relaciones del hombre con el cosmos material y el mundo político.
A lo largo de todo el A. T. se va produciendo una progresiva explicitación y
clarificación de estas perspectivas: los autores inspirados (especialmente la
literatura profética y sapiencial), tomando ocasión de incidencias de la
historia de Israel o de experiencias básicas de toda vida humana, recuerdan
constantemente la necesidad de trascender un horizonte terreno inmediato, para
abrirse a una comprensión más adecuada de las promesas divinas. Sentido
meta-histórico del Reino de Dios, esperanza de la consumación escatológica,
inmortalidad y vida ultra-terrena, culto espiritual, sentido del pecado, son
algunos de los temas que se entrelazan en esa profundización a la que Dios va
conduciendo al pueblo judío, y que culmina en la revelación neotestamentaria
sobre la unión íntima con Dios a que está llamado el hombre.
Por eso si bien el hombre, confiando en la benevolencia divina, puede
enfrentarse audazmente con el universo que le rodea, más aún si debe incluso
hacerlo cumpliendo el mandato divino de dominar la tierra (Gen 1,28), debe a la
vez mantener viva la conciencia de la trascendencia de los bienes mesiánicos y
saberse situado bajo el juicio de Dios que, con su palabra soberana, revelará el
verdadero valor de los hombres, de las cosas y de la historia.
Esas perspectivas, centrales en el texto bíblico, no implican, tal y como
las mismas S. E. las enseñan, una separación del hombre con respecto al cosmos,
sino más bien la revelación del auténtico sentido de esas relaciones. En efecto,
aunque el hombre, por su corporeidad, hunde sus raíces en la creación material
(Gen 2,7; 3,19), no está, en última instancia, sometido a los procesos cósmicos
de modo que resulte asumido y dominado por ellos; sino que, al contrario, es el
cosmos entero el que está vinculado al hombre y a su destino. Así el texto
bíblico, al describir los inicios de la historia de la humanidad, subraya cómo
la intimidad del hombre con Dios estaba acompañada de la sujeción de la
naturalezaal hombre y de una plena armonía cósmica (Gen 1,2930; 2,4-17);
explicando a continuación que fue el pecado lo que, al desvincular al hombre de
Dios, rompió esa armonía e hizo que la naturaleza se presentara como enemiga de
la humanidad (Gen 3,16-19). Y paralelamente, el juicio final, que es descrito en
ocasiones como un cataclismo que destruirá la actual fisonomía del universo, la
destruye en cuanto que es fruto del pecado, y por eso tendrá como resultado
último no la desaparición del cosmos material, sino «unos nuevos cielos y una
nueva tierra» (Is 65,17; 66,22), que son descritos por la literatura profética y
apocalíptica con expresiones que evocan la- armonía del paraíso primitivo. La
acción divina que consumará la historia, borrará y arrasará el pecado,
reestableciendo definitivamente la amistad del hombre con Dios y renovando
profundamente toda la realidad: puede ser por eso concebida como una nueva
creación. En otras palabras, el universo material no es un puro escenario de una
historia humana ajena a él, sino que está incorporado a la historia de la
salvación y recibe su influjo.
El mundo juzgado y redimido por Cristo. La nueva creación, el reino
escatológico, ha comenzado ya en Cristo: tal es el anuncio que cruza de un
extremo a otro el N. T. Pero ese cumplimiento de las promesas divinas, trae
consigo una profundización en las perspectivas señaladas, que es oportuno
comentar. Dos temas se deben analizar: la manifestación del pecado del m. y la
destrucción de ese pecado con la consiguiente renovación de la realidad toda
entera.
a) Manifestación del pecado. La venida del Hijo de Dios a la tierra revela
la plenitud de comunicación con Él a la que Dios ha destinado al hombre, y por
contraste manifiesta con absoluta claridad el abismo que implica la lejanía de
Dios causada por el pecado (v.). Las dimensiones radicales de la historia quedan
así de manifiesto. El m. al que Cristo viene es un mundo sometido no sólo a la
caducidad o precariedad, sino situado bajo el signo del pecado. Por Adán, primer
hombre, entró el pecado en el mundo, y con él la muerte, que se extiende a toda
la humanidad (Rom 5,12-14). Detrás del pecado se advierte además la presencia de
fuerzas que van más allá del hombre: las potencias demoniacas, Satán, príncipe
de este mundo (lo 12,31) y dios de este siglo (2 Cor 4,4). Este m., es decir, el
m. posterior a Adán, es un m. de pecado y tinieblas (Eph 6,2; lo 1,5), reo ante
Dios (Rom 3,19), incapaz de dar una paz verdadera (lo 14,27). Mundo
caracterizado por una sabiduría, por unos afanes, por un espíritu que son
incapaces de conocer y gustar las cosas de Dios (1 Cor 2,12), y que, por eso, se
opone a Dios y engaña al hombre conduciéndolo a la tristeza y a la muerte (2 Cor
7,10).
Tal y como aparecen en los escritos de S. Juan y S. Pablo la expresión
«este mundo» (o cosmos autos), o, su equivalente, «este siglo» (o aion outos)
tienen no una connotación cosmológica o sociológica, sino soteriológica,
teológica y moral: significan en efecto la humanidad en cuanto sometida al
diablo y, por tanto, apartada de Dios y necesitada de salvación. Designan un
periodo o momento de la historia de la salvación, o también una dimensión de
todo hombre en cuanto que, nacido de Adán, pertenece a «este mundo» y debe ser
redimido o sacado de él. Se ha de advertir además que estas expresiones son
ajenas, más aún opuestas, a todo dualismo de tipo gnóstico (v. GNOSTICISMO), con
su consiguiente presentación del principio del mal como coeterno a Dios y la
consideración de la materia como mala en sí misma. El universo, en cuanto
creatura de Dios, jamás es considerado como malo: es la voluntad pecadora de
ángeles y hombres la que introduce el mal en el universo, haciendo de él un m.
de pecado. Precisamente por eso la intervención salvadora divina, no es una
pugna entre Dios y la materia, sino la redención del hombre, a la que acompaña
la restauración total de la creación.
b) Cristo, cabeza de la creación. La Redención ha tenido lugar: «porque
tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él
no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado su Hijo al
mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (lo
3,16-17). El m. del pecado es ciertamente reo ante Dios, pero Dios no busca la
aniquilación de su criatura, sino su salvación librándola de la esclavitud del
pecado. Y el pecado ha sido vencido. Jesús sobre el que el «príncipe de este
mundo» no tenía poder alguno, ya que en Él no había pecado (lo 8,23; 14,30; 2
Cor 5,21; 1 Pet 2,22) asumió sobre sí la condición humana a fin de traer luz y
vida a los hombres (lo 6,33; 8,12; 9,15). Por eso el m. lo odió y procuró su
muerte (1 Cor 2,7-8), pero esa muerte se reveló fuente de vida: en ella
pronunció Dios su juicio de condenación sobre el m. y proclamó la victoria de
Cristo sobre el pecado. Jesús ha dado su carne para «vida del mundo» (lo 6,51),
y Dios Padre, aceptando la muerte de Cristo, reconcilia al m. consigo (1 Cor
5,19; Col 1,20).
Por su Muerte y su Resurrección, Jesucristo ha sido establecido cabeza de
la nueva creación (Eph 1,3-23; Col 1,15-20; Apc 22,13). El siglo futuro, la vida
eterna, ha comenzado ya, y por eso «este mundo», es decir, el m. del pecado es
un mundo que pasa, un mundo condenado a la desaparición (1 Cor 7,31; 1 lo 2,17).
Pero la victoria de Cristo sobre la muerte y el diablo aún no ha manifestado
todas sus implicaciones. La historia es el despliegue de esa victoria de Cristo,
hasta que llegue el día en que, sometidas todas las cosas a Él, las entregue a
su Padre (lo 12,32; 1 Cor 15,25-28): o también -lo que es lo mismo, pero desde
otra perspectiva-, el crecimiento y desarrollo del Cuerpo de Cristo, que es la
Iglesia (1 Cor 6,15; 12,12-13; Rom 12,4-5; Eph 1,2223; 4,4-13; 5,23; Col
1,18-24; 3,15).
El tiempo que trascurre entre la primera y la segunda venida de Cristo,
es, pues, el tiempo de la lucha entre la Iglesia y el m., o más exactamente el
tiempo en el que la Iglesia anuncia a Cristo a un universo que conoce aún el
pecado, y con él el dolor y la muerte, para que, por la fe y la conversión, se
incorpore a ella y participe de la vida que viene de Cristo. La Iglesia es, como
ha escrito S. Agustín resumiendo certeramente el pensamiento apostólico, «mundus
quem Deus in Christo reconciliat sibi» (In Ioannis evangehum tractatus, 87,3: PL
35).
Situación del cristiano en el mundo. Quizá no quepa mejor resumen que el
que nos ofrecen dos frases del Evangelio de S. Juan: «Yo ya no estoy en el
mundo, pero éstos están en el mundo... No son del mundo, como yo tampoco soy del
mundo. No te ruego que los quites del mundo, sino que los libres del mal» (lo
17,11.14-15). El cristiano, unido a Cristo por la fe y la caridad, ya no es del
m., sino nueva creatura (Gal 6,15). Vive de la vida misma de Cristo (lo 15,1-10;
Rom 5,10; 2 Cor 4,10-11; Gal 2,20), que es vida eterna (lo 4,14; 5,24; 6,40; Rom
6,23; 1 Pet 3,33). No pertenece ya a esa etapa superada de la historia de la
salvación que es el m. del pecado. Y, sin embargo, está en el m., y debe
permanecer en él, más aún experimentar sus ataques.
Esta tensión la advierte el cristiano en primer lugar en sí mismo, ya que
su vida está oculta con Cristo en Dios y aún no se manifiesta en plenitud de
gloria (Col 3,3). Debe, pues, reconocerse a la vez libre del pecado y amenazado
por él (1 lo 1,6-10). El «cuerpo de pecado» ha sido destruido (Rom 6,6; cfr. 1
lo 3,6.9), pero las reliquias del pecado permanecen y con ellas la pugna entre
el espíritu y la carne (Gal 5,11-24; Rom 7,14-25). En esa lucha el cristiano
puede vencer, ya que también él, en Cristo, es vencedor del mundo (1 lo 5,6),
puesto que el espíritu que ha recibido es más fuerte que la carne (2 Cor
12,7-10), pero esa victoria ha de realizarse día a día en la probación, en la
fidelidad y en la perseverancia (Rom 5,4-5; Heb 10,32-39; 1 Pet 1,7; v. ESPÍRlTU
III; HOMBRE II, 3).
Esa tensión se manifiesta también con respecto a cuanto rodea al
cristiano. Situado ante un m. corrompido y corruptor, vencido, pero aún no
destruido, el cristiano debe conservarse fiel al espíritu de Cristo, y evitar la
contaminación con el espíritu del m., porque la amistad con el m. es enemistad
con Dios (Iac 1,27; 4,4; Rom 12,2; 1 lo 2,16). Si la incredulidad, el egoísmo,
la envidia, la ira, son características del espíritu del m., el cristiano debe,
en cambio, actuar en todo movido por el amor, en el que se resume la ley (lo
13,34; 1 lo 2,8-11; Rom 13,10; 1 Cor 13,1-13; Col 3,14).
Consciente de la dignidad de la vocación recibida (1 Pet 1,3-5; Rom 1,7; 1
Cor 1,2), debe vivir en libertad, sin atemorizarse ante los juicios mundanos,
puesto que de nada vale el juicio de los hombres sino el de Dios, y al
cristiano, amado de Dios, le pertenecen todas las cosas: «el mundo, la vida, la
muerte, el presente, el futuro, todo es vuestro; y vosotros, de Cristo y Cristo,
de Dios» (1 Cor 3,22). Por eso mismo ha de buscar no los bienes perecederos,
sino el reino indestructible (Heb 12, 38), el siglo futuro (Heb 2,5; 6,5), es
decir, las cosas, de arriba, donde Cristo está junto a Dios Padre, y no las de
la tierra (Col 3,1-2), que deben ser para él como estiércol; ya que, en efecto,
¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde la vida del alma? (Mt
16,26).
Manifestando la victoria sobre el pecado mediante la fidelidad y la lucha,
el cristiano es testigo de Cristo ante el mundo. Así como Jesús vino para dar
testimonio de la verdad, así el cristiano es enviado para continuar ese
testimonio dado por Cristo mismo (lo 17,18; 1 lo 4,17). El m., al igual que hizo
con Jesús, se alzará contra él, rechazando su palabra y tratando de ahogar su
testimonio (lo 15,18; 16,4), pero él debe perseverar confiado en la acción de la
gracia, y seguro de la eficacia de la palabra divina. Viviendo así -considerando
al m. como crucificado para él, así como él está crucificado para el m. (Gal
6,14)- el cristiano revela a los hombres el amor de Dios y, al hacerles conocer
la verdadera vida, les muestra el camino de la salvación. En él y a través de él
la vida nueva se anuncia y comunica, a fin de que la Iglesia, anticipo de la
nueva creación, crezca y se edifique.
Nuevos cielos y nueva tierra. «Resucitó en Él (Cristo) el mundo, resucitó
en Él el cielo, resucitó en Él la tierra. Habrá nuevos cielos y nueva tierra»
(S. Ambrosio, De excessu fratris Satyri, 2,102: PL 16,1344). La victoria de
Cristo es universal y absoluta: se manifiesta ya ahora en la resurrección de la
gracia, por la que somos librados de la esclavitud del pecado, culminará en la
consumación total de la historia cuando los cuerpos sean resucitados (1 Cor
15,12-28), y la misma creación material sea sacada de la esclavitud a la que la
condenó el pecado humano para participar de la gloria de los hijos de Dios (Rom
8,18-24).
El término de la esperanza del cristiano es un estado de unión plena con
Cristo (1 Thes 4,17; Phil 1,23), y, en Él y por Él, de visión facial y directa
de Dios (1 lo 3,2-3; 1 Cor 13,12). Y a esa plenitud de comunión con Dios, le
seguirán unos nuevos cielos y una nueva tierra en los que habite la justicia (2
Pet 3,13; Apc 21,1.27).
3. Definición de mundo a partir de las enseñanzas bíblicas. Resumiendo las
amplias perspectivas que se han apuntado y limitándonos a la noción de m. que
implican, se pueden establecer los siguientes puntos: a) por m., tomando la
palabra en toda su generalidad, se entiende en la S. E. la totalidad de los
seres creados, es decir, lo que no es Dios, y que, por tanto, se sitúa con
respecto a Él en relación de dependencia. El m. es, por tanto, en primer lugar,
el conjunto de todo lo creado por Dios, ordenado y gobernado por su providencia
en orden a los fines por Él mismo fijados; b) el m. así entendido, es decir, la
creación en su conjunto, forma una unidad que tiene su culmen en las criaturas
espirituales. Por eso la creación material debe, en última instancia, ser vista
como incorporada a una historia, la historia de la salvación del hombre, que es
la que da su sentido radical a todo el acontecer.
Se puede afirmar por eso que las enseñanzas bíblicas trascienden toda
cosmología, no sólo en cuanto que, obviamente, no pretenden imponer una teoría
de tipo científico (sino que, como se ha dicho, se sirven del lenguaje ordinario
en que los libros fueron redactados), sino más radicalmente por denunciar todo
intento de considerar la historia de la humanidad como un simple proceso en el
interior de la evolución del cosmos. En otras palabras, desde una perspectiva
bíblica cabe ciertamente una cosmología filosófica, pero a condición de situarse
en el interior de una soteriología teológica, es decir, de una explicación del
designio divino sobre el hombre y su destino eterno.
El desarrollo de estas ideas, que, obligaría a entrar de lleno en_ la
teología dogmática, se hará en el artículo siguiente (v. 11, 8). A continuación
comentaremos brevemente algunos puntos que pueden ayudar a comprender mejor
determinados aspectos de la terminología bíblica; concretamente: la relación
entre m. y siglo, y la distinción entre cielos y tierra.
4. Mundo y siglo. La palabra cosmos significaba prevalentemente en la
cultura griega lo mismo que orden, organización o disciplina, o también cosa
ordenada y armónica. Según la visión helénica de la belleza como armonía en el
orden, pasó a significar también lo bello, y de modo particular el adorno
femenino (significado que se encuentra también en algunos lugares del N. T.: 1
Tim 2,9; 1 Pet 3,3). En los ambientes filosóficos se aplicó la palabra cosmos al
universo, para expresar la belleza, la armonía y el orden que reinan en él. Por
cosmos se entiende, pues en griego al universo concebido como un todo ordenado e
interiormente trabado, dotado de leyes inmanentes a las que debe su armonía y su
uniformidad.
Las diferencias de acento entre la perspectiva griega y la bíblica son, en
este sentido, claras: el pensamiento griego marca preferentemente la regularidad
y uniformidad del cosmos, mientras que el texto bíblico subraya ante todo el
aspecto histórico, hablándonos de un m. que ha tenido un comienzo y se encamina
hacia una consumación y en el que Dios interviene con absoluta soberanía
causando así lo nuevo y lo inesperado. Esas diferencias, sin embargo, no deben
ser exageradas -comotienden a hacer algunas escuelas exegéticas influidas en
esto por la idea romántica del «espíritu de los pueblos»-, ya que no sólo en el
texto veterotestamentario hay múltiples referencias al tema del orden y la
armonía de la naturaleza -más aún, como veremos, ese punto constituye un factor
importante de la noción bíblica sobre el cielo-, sino que sería fácil mostrar la
presencia en la cultura griega de filones de pensamiento que se aproximan a una
idea del curso histórico relativamente cercana a la Biblia. Pero sobre todo
importa no equivocarse sobre la raíz de esas diferencias, que se encuentra no a
nivel de la imagen de la historia y del m., sino más profundamente, al de la
percepción de la distinción radical entre Creador y criatura.
En la filosofía griega, que no llegó nunca a una afirmación absolutamente
neta de la trascendencia divina, la división de la belleza y orden del mundo no
se prolonga en una comprensión del universo como hecho para la gloria de Dios
(en la línea del bíblico «los cielos narran la gloria de Dios»: Ps 18,2; 99,3-5;
Eccli 16, 24; 17,8) y está, por tanto, expuesta a caer en una consideración del
m. como realidad cerrada y completa en sí misma, de la que forma parte la propia
divinidad, que queda reducida así a una función puramente cosmológica, es decir,
a fuerza o logos inmanente a un cosmos que, desarrollándose según la ley de un
eterno retorno, da razón de todas las cosas. En la S. E., en cambio, a partir de
la clara afirmación de Dios trascendente, se desarrollan las nociones de
creación y de historia, expresando la primera la distinción entre Dios y el m. y
la dependencia de éste con respecto a Aquél, y la segunda, el proceder del m.,
bajo la providencia divina, hacia la consumación o plenitud escatológica a que
Dios lo ha destinado.
Ni que decir tiene que al asumir los hebreos la palabra cosmos,
incorporándola a su vocabulario, la situaron en un contexto creacionista, como
lo manifiesta claramente el hecho -ya señalado- de que la casi totalidad de las
veces que aparece el término en la S. E. para designar sin más al universo, es
con la intención de subrayar el dominio de Dios sobre la totalidad de las cosas
producidas por su palabra creadora.
Es interesante anotar, por otra parte, que la introducción de la palabra
cosmos, es decir, el disponer de un vocablo capaz de designar la totalidad de lo
creado, hizo factible exponer algunas de las ideas bíblicas con una fuerza
dramática que las expresiones «cielos y tierra» o «el todo» tal vez no hubieran
permitido. Pero para mostrar esto es necesario referirse a las relaciones
semánticas que se establecieron entre la palabra cosmos y el vocablo siglo,
trazando brevemente su historia.
Entre los vocablos hebreos que se refieren al m. se encuentra la palabra 'ólám,
que proviene probablemente de una raíz que significa «estar oculto» o «estar
escondido», y que servía primitivamente para expresar la idea de un pasado
lejano, oculto en la noche de los tiempos y, por extensión, una duración larga,
indefinida, tanto en el pasado como en el porvenir; dada la relación que existe
entre la duración y lo que dura, en el hebreo rabínico y en arameo, esta palabra
se usó también para significar el m. en cuanto sujeto a duración. Los Setenta la
tradujeron por aion (y posteriormente la Vulgata por saeculum, y el castellano
por siglo). La palabra aion indicaba en el griego clásico la duración a que
tiende la vida humana (que se apreciaba en setenta años) y, por extensión,
cualquier duración, con tal de que fuera prolongada (de ahí expresiones como
ap'aionos, eis aiona, que en latín se traducirían por ab aeterno o in aeternum,
y en castellano por desde toda la eternidad, indefinidamente, etc.).
Al ser usada por los Setenta, la palabra griega aion asumió lógicamente la
carga semántica implicada en la hebraica 'ólám, acercándose así a la
significación del vocablo cosmos y dando lugar a un intercambio de sentido entre
ambos. Por cosmos se puede así entender el m. en la historia, es decir, el
universo en cuanto que incorporado y arrastrado por la historia de las
relaciones entre el hombre y Dios. Mientras que por aion o siglo se puede
significar un periodo de la historia de la salvación, cuya duración está
determinada por Dios, señor de los tiempos (Kairoí), y en el cual rige una
determinada configuración de las relaciones del hombre con Dios y, por tanto,
con el mundo (V. TIEMPO TV).
Ese valor ético-religioso de las palabras m. y siglo es, como veíamos, el
que se encuentra en la apocalíptica judía y posteriormente en el N. T. y sobre
todo en los escritos de S. Juan y S. Pablo. En ambos las expresiones «este
mundo» y «este siglo» (o cosmos autos, o aion autos) son intercambiables y
significan la condición actual del universo en cuanto sometido al pecado, es
decir, entregado, como consecuencia del pecado del hombre, al poder del diablo,
y necesitado, por tanto, de redención; frente a la cual se sitúa el siglo futuro
o plenitud del reino de los cielos, dado ya en Cristo y participado, aunque sólo
en arras y en esperanza, en la vida cristiana y en la Iglesia.
Añadamos, para cerrar este excursus semántico y terminológico, que la
expresión creación o criatura (ctisis), que se refiere al universo en cuanto
venido de Dios, en la S. E. tiene siempre sentido positivo -y esto muestra y
confirma la absoluta oposición de los escritores inspirados al dualismo o al
panteísmo gnósticos-, mientras que la palabra cosmos, que evoca en cambio el m.
en cuanto realidad vinculada a la historia humana, puede ser objeto de la
valoración ética negativa ya señalada. Quizá sea también por eso mismo -es
decir, por esa capacidad para significar la pecaminosidad y la caducidad
adquirida por la palabra cosmos-, por lo que la situación escatológica, el reino
de los cielos en su etapa futura definitiva no es nunca llamado cosmos futuro,
sino siglo futuro o nueva creación y nuevos cielos y nueva tierra, expresiones
todas que, teniendo una significación igualmente cósmica y universal, son más
genéricas o hacen referencia a la omnipotencia creadora de Dios y son, por
tanto, especialmente aptas para referirse a la acción soberana por la que Dios,
completando la obra de la Redención ya participada en la gracia, recapitulará
todas las cosas en Cristo, llevándolas al cumplimiento al que las había
destinado su decreto creador y salvador, consumando así el curso de la historia
presente.
5. Cielos y tierra. Se ha advertido ya que la palabra cielos, si bien
indica directamente la bóveda del firmamento, está en la S. E. coloreada de un
sentido teológico, significando la morada o ámbito propio de Dios y de sus
ángeles. Los textos en los que se habla en este sentido del cielo (o de «los
cielos», como se dice también tanto por razones de énfasis literario, como por
influencia de las ideas antiguas sobre la existencia de diversas esferas
celestes superpuestas) son muy numerosos: Dios habita en el cielo (o en los
cielos) (Ps 2,4; 14.2); en los cielos está situado el trono de Dios (Ps 11,4;
Sap 18,15; Heb 8,1); es en ellos donde se formulan los secretos designios de la
providencia divina (Job 1,6-12); se emplea por metonimia, y en señal de respeto,
la palabra cielo (o cielos) para referirse a Dios (Dan 4,23;1 Mach 3,18; lo
3,27); desde el cielo vienen los ángeles que bajan a la tierra (1 Reg 22,19; Dan
9,21; Mt 28,2; Gal 1,8; Apc 10,1); el Hijo del hombre vendrá sobre las nubes del
cielo (Dan 7,13), etc.
Importa comprender bien el sentido teológico de esos enunciados bíblicos
sobre el cielo, ya que sería un grave error ver en ellos un antropomorfismo
ingenuo, o -peor aún- una forma infantil de expresarse o de concebir a la
divinidad. Se trata en realidad de un lenguaje poético-religioso de gran hondura
y riqueza, que se basa sobre un dato fundamental: el reconocimiento de la
creación como reflejo o vestigio de la gloria de Dios.
El cielo se ofrece a la mirada humana como un espectáculo que provoca la
admiración: su extensión y elevación, la armonía del movimiento de las estrellas
que lo llenan, su inabarcabilidad, excitan en el hombre el sentimiento de lo
bello y de lo profundo. La mirada de fe del israelita descubre en ese
espectáculo un eco de la sabiduría y del poder de Dios (Is 40,26; lob 38,
31-38); y, por eso, manteniendo claramente la distinción entre el cielo físico y
Dios (al que nada puede contener, aunque sean «los cielos y los cielos de los
cielos»: 1 Reg 8,27), la S. E. no vacila en establecer una relación entre la
actitud que el hombre adopta ante el espectáculo de los cielos y la que debe
adoptar ante la majestad de Dios. El cielo puede evocar en efecto la grandeza de
Dios, su trascendencia e inaccesibilidad; y, a la vez, su presencia, ya que así
como el cielo envuelve a la tierra y al hombre, así Dios lo penetra todo con su
mirada (Ps 11,4; 139). Es esa realidad de cercanía y lejanía de Dios, de
intimidad del hombre con Dios en la distinción y en la trascendencia, lo que
expresa la metáfora de los cielos: porque ese Dios, del que, para manifestar su
majestad, decimos que habita en los cielos, se ha acercado al hombre haciendo de
la tierra el escabel de sus pies (Is 66,1; Mt 5,34-35; Act 7,49).
El cielo es símbolo no sólo de la presencia amorosa de Dios, sino también,
y por consecuencia, de la acción salvadora por la que reconcilia a los hombres
con Él. El israelita fiado en la promesa, acude a Dios en espera de su
cumplimiento definitivo, y esa alianza que no conocerá ya vuelta atrás, y que es
en ocasiones expresada mediante la metáfora de un corazón nuevo (Ez 11, 19) o de
una ley escrita en el interior del hombre (ler 31,33), en otras es presentada en
cambio mediante la imagen del abrirse y rasgarse del cielo como signo de la
comunicación de Dios a los hombres (Is 64,1).
En Jesús esa promesa se realiza. Él ha venido del cielo (lo 3,13; 6,33), y
viviendo y muriendo en la tierra, ha reconciliado entre sí y con Dios todas las
cosas, tanto las del cielo como las de la tierra (Col 1,20; Heb 9,25). Con Él se
han abierto los cielos (Mt 3,16), y el hombre tiene ya acceso a la amistad con
Dios. Jesús, muerto y resucitado, goza de todo poder en el cielo y en la tierra
(Mt 28,18), y, subido a los cielos y sentado a la derecha de Dios Padre, envía a
los suyos el Espíritu Santo.
El cristiano es hecho así ciudadano del cielo (Philp 3,20), donde
encontrará su herencia (1 Pet 1,4), la morada que Cristo le ha preparado (lo
14,2-3; 2 Cor 5,1) y debe vivir, por tanto, amando las cosas de arriba, no las
de la tierra (Col 3,1-2). A lo largo de su vida terrena le sostiene la esperanza
de la segunda venida de Cristo que, bajando de nuevo del cielo, atraerá a los
suyos para llevarlos consigo a los cielos (1 Thes 4,17); los justos estarán así
eternamente ante el trono de Dios (Apc 7,9), sentado con Cristo en los cielos (Eph
2,6; Apc 3,21).
El término «cielo» (o «los cielos») significa, pues, el designio divino en
cuanto que ordenado a establecer la comunión con Él de hombres y ángeles, y
viene a ser, por tanto, el vocablo adecuado para indicar el sentido último de la
historia de la salvación, su incoación en la gracia y su consumación
escatológica. No, ciertamente, porque esa consumación implique la desaparición
de la tierra y de los cuerpos (idea absolutamente ajena al mensaje bíblico),
sino porque consistirá en la plena reconciliación entre. cielos y tierra, o, lo
que es lo mismo, en la superación de la distinción entre cielos y tierra por la
plena comunicación de Sí mismo que Dios concederá al pueblo de los santos,
constituyendo así esa Jerusalén celeste, que el Apocalipsis describe como
bajando de los cielos a la tierra para establecer en ella la morada de Dios (Apc
21,1-22,15). Dios será entonces «todo en todas las cosas» (1 Cor 15,28), y los
justos entrarán en la tierra prometida, es decir, en «el descanso de Dios» (Heb
3,7-4,11; V. PLENITUD; ESCATOLOGÍA II).
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J. L. ILLANES MAESTRE.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991