MUERTE VII. LITURGIA Y PASTORAL


1. La muerte del cristiano a la luz de la liturgia. La vida del hombre es un peregrinar hacia el fin, hacia la meta. Una meta para gran parte de la humanidad, carente de la luz sobrenatural de la fe, envuelta entre celajes de incertidumbre y de duda; para el cristiano, empero, iluminado por la luz de la Revelación divina, encuentro definitivo con Dios. El cristiano se sabe peregrino sobre la tierra; sabe que camina hacia la «casa del Padre», donde ha de realizarse la revelación plena y perfecta de su condición de Hijo de Dios. Y sabe también que la puerta que ha de franquearle el acceso es la muerte. Por esta razón, la m. para el cristiano, aun sin quedar totalmente desposeída de su carácter trágico y penoso, aparece envuelta en esa atmósfera «pascual» de tránsito de este mundo al Padre, al igual que lo fue para Cristo (lo 13,1). La liturgia ha captado admirablemente esta doble vertiente, dolorosa y pascual, de la muerte.
      Siempre en el cristianismo se ha rodeado el momento de la m. de una atmósfera sagrada, indicadora del encuentro definitivo del alma con Dios. La liturgia que prepara o acompaña la m. del cristiano comienza con la administración del sacramento de la unción de enfermos (v.), que n.o es necesario reservar para el último extremo, sino que puede administrarse en enfermedades graves, para con la eficacia del sacramento ayudar al cristiano a permanecer unido a Cristo en el dolor, borrando las reliquias de sus pecados, y pidiendo a Dios una buena muerte o la curación si es conveniente.
      Además de la administración de la Eucaristía (v. VIÁTICO), con la que la Iglesia conforta espiritualmente a sus hijos en el peligro de m., la liturgia prevé unas oraciones para ser recitadas junto al moribundo a fin de encomendarle a la misericordia de Dios, es la Recomendación del alma (v. DIFUNTOS III). Después de la m., las muestras de piedad para con el difunto y para con Dios, a quien se encomienda su alma, continúan con la cristiana sepultura y con los funerales (v. DIFUNTOS II; CEMENTERIO II; FUNERAL). Aquí se expondrá el contenido y sentido de las oraciones litúrgicas, que se aplican por los difuntos, principalmente las del Oficio y de las Misas por los difuntos, de forma que este artículo se complementa con los otros a los que acabamos de remitir.
      2. Aspecto doloroso de la muerte. En los libros litúrgicos promulgados a raíz del Conc. de Trento hay diversos textos que presentan la m. en toda su desagradable realidad: un hecho ineluctable que señala el término de la vida presente y del que nadie puede escapar, porque pesa sobre nuestra condición humana como una deuda fatal e inaplazable, cuya perspectiva, no por conocida, deja de ser angustiosa y temible. Así sucede de modo particular en el Oficio de Maitines que hace suyas las dramáticas preguntas de Job acerca del destino del hombre, reflejando de modo profundo el estado del alma que se siente sobrecogida ante lo inexorable de la m. y la inseguridad del destino futuro; y expresando así con fuerza desgarrada el sentimiento del pecado y lo que él implica como alejamiento de Dios: «¿Por qué me sacaste del seno de mi madre? Muriera yo sin que ojos me vieran. Fuera como si nunca hubiera existido, llevado del vientre al sepulcro. ¿No son pocos los días de mi existencia? Retírate de mí para que pueda alegrarme un poco antes de que me vaya para no volver a la tierra de las tinieblas y de la sombra, tierra de negrura y desorden, en la que la claridad es como la oscuridad» (lob 10,18-22; 3 Noct., lec. 9), o también. « ¡Ay de mí! Señor, que tanto he pecado en mi vida ¿qué haré desgraciado? ¿A dónde huiré, sino hacia ti, Dios mío?» (2 Noct., Resp. 2).
      La Iglesia aunque vive de la esperanza en la vida eterna, sabe que el temor ante la m. no es infundado, ya que «nadie es justo ante Dios»; y procura con su oración propiciatoria invocar la misericordia que vige la justicia divina: «No seas severo, Señor, en tu juicio con tu siervo, puesto que nadie puede ser declarado justo en tu presencia, si tú mismo no le perdonas todos sus pecados. Te pedimos que no aflijas con una sentencia rigurosa a quien te recomiendan las sinceras súplicas de la fe cristiana; antes bien, con la ayuda de tu gracia, pueda escapar del castigo este que en vida estuvo marcado con el sello de la Santa Trinidad» (Oración inicial de la absolución sobre el cadáver).
      En la Liturgia de las Horas publicada en 1971 hay menos textos de Job, se conservan dos: uno como responsorio del Oficio de lecturas, y otro como Lectura a Tertia. En su lugar aparecen para la primera lectura tres perícopas de las Cartas de S. Pablo, de las que debe, elegirse una: 1 Cor 15,12-34, que nos presente la resurrección de Cristo como esperanza de los creyentes; 1 Cor 15,35-57, que desarrolla el tema de la resurrección de los muertos y de la segunda venida del Señor; y 2 Cor 4,16-5,10, que pone de relieve el sentido doloroso de la muerte, pero al mismo tiempo lo ve con la luz esperanzadora de poder «adquirir una mansión eterna en el cielo», como canta la Iglesia en uno de los prefacios de difuntos, inspirado precisamente en este pasaje paulino. Para la segunda lectura se han escogido un trozo de un sermón de S. Atanasio sobre la Resurrección de Cristo (PG 89, 1358-1359 y 1361-1362), en el que se comenta que Cristo trasformará nuestra condición humana, y otro de una carta de S. Braulio, obispo de Zaragoza, en el que se nos presente a Cristo como esperanza de todos los creyentes (cfr. PL 80,665-666). En suma se conserva, en la liturgia todo el sentido trágico y doloroso de la muerte, aunque subrayando más el aspecto pascual.
      3. Aspecto pascual de la muerte. La fe y la esperanza iluminan las perspectivas de la dura realidad de la condición mortal humana: si el hombre no puede evadirse del dominio de la m., Dios que es el Señor de la vida y de la m. puede librarlo de su tiránica potestad. «Creo que mi Redentor vive, y que en el último día resucitaré de la tierra, y que en mi carne verá a mi Salvador» (1 Noct., Resp. 1). La m. es la condición necesariá para llegar a la inmortalidad. Los textos litúrgicos insisten en que para el cristiano la m. es una llamada de Dios, una vocación divina, efecto del amor de Padre. Por eso pierde su carácter terrible y se considera como una liberación del peso de la carne y como un amable retorno a la casa del Padre. después del destierro. La m. no es un fin, es un cambio: «La vida no termina, se transforma» (Pref. 1° de difuntos); no es un término, sino un comienzo; «al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo» (ib.).
      Y lo propio del misterio cristiano de la m. es que tal cambio, tal comienzo, tal enriquecimiento, no se realiza a pesar de la m., sino, en cierto sentido, por la misma muerte. Éste es el profundo sentido de la palabra transitus (pascua) tan frecuentemente empleada por la liturgia para designar la m. del cristiano. La m., en efecto, no es un término infranqueable, sino un «paso», un «tránsito» a una vida mejor: «La liturgia de Difuntos de todos los tiempos nos ofrece multitud de testimonio en este sentido como lo muestran las veces que aparece en ellos los verbos «migrare», «transire», etc. Así, p. ej., en el Misal publicado en 1970 se dice en la poscomunión de la misa exequial durante el tiempo pascual: «Te pedimos, Dios todopoderoso, que nuestro hermano N. por cuya salvación hemos celebrado el misterio pascual, pueda llegar (transeat) a la mansión de la luz y de la paz». Y en el Ofertorio de la Misa de difuntos del Misal de S. Pío V se lee: «Te ofrecemos, Señor, sacrificios y oraciones de alabanza; recíbelos en sufragio por aquellas almas de las que ahora hacemos memoria; hazlas, Señor, «pasar» de la muerte a la vida que en otro tiempo prometiste a Abraham y a su descendencia». Es ésta una idea directamente inspirada en las palabras de Jesús: «Quien escucha mi palabra y cree en el que me envió, tiene la vida eterna y no cae en la condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida» (lo 5,24).
      No se puede, sin embargo, ver toda la profundidad del misterio de la m. del cristiano si no se pone en relación con el misterio de la muerte de Cristo (v. PASIóN Y MUERTE DE CRISTO). Por una parte, los méritos de la cruz de Cristo son lo que dan valor a la m. del cristiano, y por otra es ésta el medio más eficaz de identificación del cristiano con el amor de Cristo. El cristiano, al morir, comparte el cáliz del Señor y es bautizado con su mismo bautismo (Me 10,39); su m. es un momento del gran sacrificio espiritual que, comenzando en el Calvario, continúa hasta que todos hayamos llegado al estado del hombre perfecto, según la estatura y medida perfectas de Cristo (Col 1,24; Eph' 4,13). A decir verdad, no se halla en la liturgia de difuntos ningún texto que relacione directa y explícitamente la m. del cristiano con la m. de Cristo, en el sentido de que el cristiano al morir se configure con la m. de Cristo. Pero, se puede afirmar que todo el ambiente de la liturgia fúnebre se presta para hacer tal aproximación. En la mentalidad litúrgica la m. de Cristo es lo que da a la m. del cristiano el poder ser instrumento de vida; y, al mismo tiempo, la m. para el cristiano es el medio más poderoso para llegar a la identificación completa con Cristo. Desde que Cristo murió y resucitó por nosotros, el cristiano no teme a la muerte. Se ha convertido para él, en virtud de la obra de Cristo, en el paso a la verdadera vida, en la condición necesaria para llegar a la verdadera inmortalidad, tanto para el alma como para el cuerpo. La muerte y la resurrección de Cristo cambian el signo de nuestra m., convirtiéndola de problema pavoroso en misterio de vida: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Oficio de difuntos, Ant. del Benedictus).
      La naturaleza pascual de la m. convierte a ésta, de un hecho con apariencias de fracaso, en un acontecimiento triunfal. La liturgia fúnebre que, como ya hemos visto, no olvida el aspecto doloroso de la m., se inspira fundamentalmente en dos ideas radiantes: el triunfo definitivo del cristiano y el tema del paraíso. Dos ideas que aparecen siempre en íntima relación. La m. «de los que mueren en el Señor», de los que mueren en la gracia de Dios, ya no es sólo el simple tránsito a mejor vida; es el tránsito triunfal a un estado de glorificación en el cielo. Una auténtica «apoteosis», primero del alma, y más tarde, en el día de la resurrección de la carne, también del cuerpo: «Oí una voz que me decía: bienaventurados los muertos que mueren en el Señor» (Apc 14,13; lectura de la Misa ordinaria de difuntos).
      El salmo 117 se ha incorporado desde muy antiguo a los ritos cristianos para el momento de la agonía. Es un cántico pascual de victoria y de triunfo que, aplicado a los difuntos, se convierte en el cántico de la liberación y del solemne ingreso en la eternidad bienaventurada: «Éste es el día que ha hecho el Señor; alegrémonos y regocijémonos en él». Para la Iglesia, la m. es el dies natalis, el día en que el cristiano nace a la verdadera vida que no tiene fin. La entrada del alma en el Paraíso es vista como la entrada de un rey en su reino. Varios textos litúrgicos nos describen con un profundo lirismo el cortejo triunfal que acompaña al alma a su eterna morada. En el momento mismo en que el enfermo acaba de expirar canta la liturgia: «Venid en su ayuda, santos de Dios; salid a su encuentro, ángeles del Señor recibid su alma y presentadla ante el Altísimo. Cristo que te llamó te reciba, y los ángeles te conduzcan al regazo de Abraham». Y al iniciarse la procesión hacia el cementerio, se hace bajo los augurios de esta antífona admirable: «Al paraíso te lleven los ángeles, a tu llegada te reciban los mártires y te introduzcan en la ciudad santa de Jerusalén. El coro de los ángeles te reciba y, junto con Lázaro, pobre en esta vida, tengas descanso eterno».
      La visión de la m. que ofrece la liturgia es, pues, una visión llena de gozosa confianza. Se comprende aquella exclamación del Apóstol: «Deseo morir para estar con Cristo» (Philp 1,23). Y se comprende por qué para el cristiano, si bien «la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad» (Pref. 1° de difuntos). La inquietante incertidumbre de la humanidad precristiana, y de los muchos que después de la venida de Cristo carecen de la luz de su mensaje, cuya voz parece resonar en esos tremendos interrogantes del libro de Job, ha encontrado su respuesta definitiva en estas palabras del Apóstol: «Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que han muerto. Pues, al igual que hay muerte por un hombre, también por un hombre hay resurrección de entre los muertos: igual que por Adán mueren todos, así también por Cristo todos serán llevados a la vida... La muerte ha sido absorbida en la victoria» (1 Cor 15,20-21,55).
     
     

BIBL.: VARIOS, El misterio de la muerte y su celebración, Bilbao-Buenos Aires 1957; íD, La celebración cristiana de la muerte, Barcelona 1961; A. PIOLANTI (dir.), El más allá, Barcelona 1959; M. GARRIDO, Curso de Liturgia romana, Madrid 1961, 420-426; íD, La doctrina cristiana de la muerte según la Liturgia, «Liturgia», 239 (1967); TH. MAERTENs, L. HEUSCHEN, Doctrine et pastorale de la liturgie de la mort, Brujas 1957; P. M. GY, La muerte del cristiano, en A. G. MARTIMORT (dir.), La Iglesia en oración, 2 ed. Barcelona 1967, 677-691; M. RIGUETTI, Historia de la liturgia, I, Madrid 1955, 968-1008; I. LLOPIs, La Sagrada Escritura fuente de inspiración de la liturgia de difuntos del antiguo rito hispano, Barcelona 1965; 1. NTEDIKA, L'évolution de l'au-delá dans la priére pour les morts. Etude patristique et des liturgies latines, IV-VIII siécles, Lovaina 1971.

 

R. ARRIETA GONZÁLEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991