MUERTE VI. TEOLOGÍA DOGMÁTICA.


Interrogarnos teológicamente sobre la m. es considerarla desde Dios - y en Dios y, por tanto, analizarla no sólo según lo que la hace posible (la estructura del existente humano por la que es capaz de morir), sino también según lo que la dota de sentido: sobre el porqué y el para qué de la muerte. La consideración teológica de la m. presupone así el entero plan divino (v. SALVACIÓN), ya es como uno de los momentos a través de los que Dios va conduciendo al hombre hacia el destino para el que lo ha creado y al que le llama con su gracia.
      «Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte». Estas palabras del Conc. Vaticano II (Const. Gaudium et spes, 18), resumen la fe cristiana sobre el misterio de la m.; analizaremos a continuación las diversas enseñanzas o determinaciones teológicas en las que cabe estructurarla.
      1. La muerte, fin del estado de peregrinación. «Está establecido que los hombres mueran una sola vez, y después de esto el juicio», dice con frase tajante la Carta a los hebreos (9,27), resumiendo así la predicación bíblica sobre la muerte. «Mientras estamos en este mundo -escribe un texto cristiano que data de mediados del s. II-, hagamos penitencia de todo corazón por los pecados que hemos cometido en nuestra vida carnal, para que seamos salvados por Dios mientras tenemos tiempo de penitencia. Después que hayamos salido de este mundo, no podremos ya arrepentirnos o hacer penitencia» (Secunda clementis, en Funk, Patres apostolici, 1,192194).
      Las verdades implicadas en esas frases son las siguientes:a. el hombre está destinado a un estado definitivo en el que, unido a Dios, encontrará la plenitud de la felicidad, o en el que, separado de Dios por el pecado, se verá condenado a la infelicidad y el aislamiento supremos;b. ese estado definitivo está en dependencia de la vida presente, del comportamiento del hombre durante su existencia terrestre o en la carne, por emplear las palabras de la Secunda clementis, que no son más que un eco de anteriores expresiones de S. Pablo (2 Cor 5,10).
      c. el curso de la vida terrestre es único curso de nuestra vida terrestre», dice el Conc. Vaticano II (Const. Lumen gentium, 48), de modo que el juicio divino que al final de él se pronuncia es inapelable y definitivo: en él se decide la suerte del hombre para toda la eternidad (cfr. Sínodo constantinopolitano, a. 543, Denz.Sch. 203, 211; Conc. II de Lyon, a. 1274, Denz.Sch. 856-859; Benedicto XII, Const. Benedictus Deus, a. 1336, Denz. Sch. 1000-1002; Conc. de Florencia, a. 1439, Denz.Sch. 1305-1306) (V. JUICIO UNIVERSAL Y PARTICULAR; METEMPSÍCROSIS).
      La m. es, pues, el momento divisorio de las etapas en que de manera radical se divide la vida humana: la del tiempo y la de la eternidad; la del cambio para crecer o decrecer, y la del permanecer en el bien alcanzado o en la lejanía del bien perdido. La m. señala la entrada en un estado en el que ya no caben decisiones nuevas, y que se caracteriza de esa forma por el permanecer del hombre en la decisión que se consumó precisamente con la muerte. Con la m. se acaba el tiempo de la peregrinación (status viatoris), del mérito (v.) o del demérito, y comienza el estado de la consumación, del premio o el castigo (v. CIELO; PURGATORIO; INFIERNO).
      De ahí la dramaticidad de la enseñanza cristiana sobre la m., que si, en cierto modo priva a la m. de su misterio, puesto que nos revela lo que a ella le sigue, es para poner más de relieve su trascendentalidad: lo que sigue a la m. es precisamente un estado de eterna felicidad o de eterna condenación. El pensamiento de la m. debe gravitar así sobre toda la vida del cristiano, como luz que ponga de relieve la seriedad del acontecer: las repetidas llamadas evangélicas a la vigilancia no dejan lugar a dudas (cfr. Mt 24,42-44; 25-13; Mc 13,35-37; Lc 12,40, etc.). Es necesario, no obstante, hacer tres observaciones para precisar el sentido exacto que la memoria de la m. tiene en el vivir cristiano:a) En primer lugar, que no es tanto la m. en sí misma cuanto lo que le sigue, lo que el Evangelio invita a recordar al cristiano. El hombre no es tanto un ser para la m. cuanto un ser para la vida pasando a través de la m.; y es de esa vida, que el hombre ya conoce y entrevé al conocerse a sí mismo como espíritu y, por tanto, como ser destinado a sobrevivir y hecho para la felicidad (v. INMORTALIDAD; FELICIDAD I; HOMBRE III), de lo que habla la revelación evangélica dando a conocer su plena fisonomía: la unión filial con Dios y la comunión con los ángeles y santos (v. CIELO). El Evangelio lleva al cristiano a reconocerse como ser hecho a imagen de Dios y llamado de hecho a la participación de la vida divina misma; de modo que la revelación del infierno tiene valor de contrapunto, ya que no es, en modo alguno, un fin intentado por Dios, sino el abismo en que puede precipitarse el hombre si rechaza la llamada divina.
      b) En segundo lugar, y en dependencia de lo que acabamos de decir, que si bien el pensamiento de la m. conserva en la vida cristiana su carácter sobrecogedor, lo tiene no porque connote de algún modo una perplejidad sobre los designios divinos (su voluntad salvífica nos consta con certeza absoluta), sino porque connota el reconocimiento de la propia libertad, y, por tanto, de la posibilidad de cerrarse a la gracia cayendo con ello en la condenación. La angustia ante la m. es por eso en el cristiano no un estado permanente, sino una situación de tránsito, un momento dialéctico en el que es necesario fijar la atención, para advertir la seriedad de la vida, pero que debe ser trascendido en seguida para dar paso al reconocimiento de la propia debilidad y, por tanto, a la humildad, a la fe y a la esperanza, es decir, al abandono en la providencia paternal de Dios.
      c) Finalmente, y por consecuencia, que el pensamiento de la m. no crispa al cristiano sobre ella misma, sino que lo remite a la vida, cuya profundidad nos da a conocer. La visión cristiana de la muerte como tránsito al estado definitivo o vida eterna (status patriae), implica en efecto reconocer que la vida presente tiene carácter de peregrinación o camino, pero eso no la desvaloriza en modo alguno, sino que al contrario la afirma y funda de una manera suma, ya que la ancla en la eternidad. La m. no es, pues, negación del vivir o invitación al escepticismo o a la inactividad, sino al contrario revelación del valor eterno de la persona humana e invitación a vivir la propia vida cumpliendo en ella el designio de Dios. «A los otros, la muerte les para y sobrecoge. A nosotros, la muerte -la Vida- nos anima y nos impulsa. Para ellos es el fin: para nosotros, el principio» (J. Escrivá de Balaguer, Camino, 23 ed. Madrid 1965, n° 738). El cristiano debe vivir enfrentándose con el ahora, con el momento presente, sin perderse en el recuerdo del pasado o en la imaginación del futuro. Como dice la oración del Avemaría sólo hay dos momentos a los que debemos prestar nuestra atención: el ahora y el de la muerte (nunc et in hora mortis nostrae); el de la m. en el que todo se consumará, y cuya dramaticidad nos hace advertir el valor de la vida; el ahora en el que esa vida se realiza y en el que, por tanto, podemos abrirnos a la eternidad superando y venciendo así a la caducidad y a la muerte.
      2. Muerte, pecado y Redención. Las perspectivas que hemos examinado, necesitan ser completadas para acabar de situar a la m. como momento clave en la historia de la vida y la salvación del hombre.
      a. La muerte, castigo del pecado. La fe cristiana tiene a este respecto una afirmación fundamental: la m. se introdujo en la historia humana como consecuencia del pecado; la m. no es, pues, un puro hecho natural en la vida del hombre sino que tiene sentido de pena y de castigo. Los textos de la S. E. son claros y explícitos: lo afirma ya la narración del Génesis sobre el pecado de Adán y Eva (3,19), y lo confirman y explican diversos textos posteriores, entre los que sobresalen los de S. Pablo: «por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom 5,12; cfr. 1 Cor 15,21-22). Esa doctrina ha sido reiteradamente recogida por el Magisterio de la Iglesia al exponer la realidad y las consecuencias del pecado original: cfr. Conc.
      de Cartago (Denz.Sch. 222), Conc. de Orange (Denz.Sch. 371-372), Conc. de Trento (Denz.Sch. 1511-1512), Conc. Vaticano 11 (el ya citado texto de la Gaudium et spes), etc. (V. PECADO 111).
      La m. aparece en el mundo como resultado de una historia, que implica dos momentos fundamentales:a) El estado primitivo del hombre: Dios creó a nuestros primeros padres dotándolos del don de la inmortalidad, de modo que hubieran pasado de esta vida a la otra (ya que el Paraíso no era el estado definitivo de la humanidad), sin atravesar la dura prueba de la m. (v. PARAÍSO TERRENAL).
      6) Adán, al pecar, perdió para sí y para su descendencia el don de la inmortalidad que había recibido de Dios: la m., con todo lo que la acompaña o dice de algún modo relación de analogía con ella (dolor, miseria, sufrimiento...), son expresión y signo del estado en que nace la humanidad.
      S. Agustín ha resumido esa historia (explicitando además lo que implica con respecto a la naturaleza humana), diciendo que el hombre, que por su naturaleza podía morir, recibió en el Paraíso el don del poder vo morir (posse non mori), para quedar sujeto después del pecado a la necesidad de la m. (non posse non mori), a través de la cual, si ha sido fiel a la gracia, llegará a la gloria en la que recibirá de modo definitivo el don de la inmortalidad (non posse mori), al participar de la vida de Dios sobre el que la m. no tiene imperio alguno. S. Tomás de Aquino expresa sintéticamente la misma idea diciendo que la m. proviene partim ex natura,partim ex peccato, en parte de la naturaleza, en parte del pecado (In III sent., d. 16,1,1; Sum. Th. 2-2 8164 al adl; Q de malo, 5,5 ad17). Ya que como dice también, en fórmula aún más precisa, al ser herido por el pecado «el alma perdió la virtud por la que hubiera podido mantener al cuerpo inmune de corrupción» (Q. de malo, 4,3 ad4).
      La m. se nos aparece así como acontecimiento al que el hombre por su naturaleza está expuesto, ya que es el más imperfecto de los seres espirituales, y por eso su alma debe informar un cuerpo para operar y desarrollarse: como todo ser compuesto está de esa forma sujeto a la posibilidad de la ruptura y de la corrupción. El don concedido por Dios a Adán implicaba que, manteniéndose la estructura metafísica del hombre, esa posibilidad de corrupción no llegará a verificarse, puesto que el alma, vivificada por la gracia, vivificaba a su vez al cuerpo de manera acabada y estaba en condiciones de mantenerlo constantemente en la vida. El pecado original, al traer consigo la pérdida de la gracia y de los dones a ella vinculados, devolvió al hombre a su condición natural, más aún lo hizo caer en una situación debilitada. La m. apareció así en el horizonte histórico de la humanidad (lo estaba ya en el metafísico), con su total y absoluta dramaticidad y revistiendo además un carácter penal.
      Como ha escrito H. Volk esta doctrina «muestra y presupone que la realidad está determinada no sólo por su esencia, sino también -y de una forma decisiva- por las diferentes relaciones con Dios» (o. c. en bibl., 154). Lo que explica a su vez la complejidad del vocabulario cristiano sobre la m. y las oscilaciones semánticas en torno al tema de la m. y la inmortalidad. Ya que la vida del hombre no es el simple vivir, el mantenerse en el ser, sino el realizar la plenitud de ser a la que está llamado: es decir, el unirse a Dios, sin el cual no hay vida del alma. De ahí que la m., en sentido radical y absoluto, sea la privación de la unión con Dios, es decir, el pecado, y, especialmente, la consumación de esa separación de Dios en el estado de condenación (la m. eterna o m. segunda, de que hablan las S. E.: Prov 14,12; Apc 20,6.14). La m. biológica, o m. en el sentido vulgar de la palabra, se mueve en cambio a un nivel mucho más superficial de la persona -aunque la afecte en su estructura metafísica- y adquiere su plena dramaticidad, y a la vez su valor, sólo por relación a nuestro destino eterno, cuya problematicidad pone de relieve.
      Eso nos permite comprender cómo -aunque pueda parecer paradójico a primera vista- es precisamente el carácter penal que la m. tiene en la actual situación o estado de la humanidad, lo que la hace llevadera y, diríamos, llena de sentido.
      Porque la pena no es un mal impuesto arbitrariamente por un poder despótico o irracional, sino un castigo, es decir, algo que presupone la culpa, a cuya superación se ordena. En otras palabras, la pena, en su sentido propio (y, por tanto, como realidad radicalmente distinta de la venganza, de la violencia injustamente infligida, etcétera), es una posibilidad ofrecida al culpable para que, al asumir voluntariamente el bien físico de que se ve privado, se reintegre en la plenitud de bien moral de que le privó su culpa. La m., con su dolor, su tenebrosidad e incluso su angustia, no tiene otro sentido. La aceptación voluntaria de la m., en la que nuestra vida entera se pone en juego, es el acto a través de la cual el hombre se abre a una actitud de disponibilidad completa ante Dios, y, por tanto, aniquila en sí mismo ese orgullo que es la raíz o la culminación del pecado.
      b. La muerte de Cristo y la muerte del cristiano. Esa aceptación de la m. -y de la vida entera como abocada a la m.- es posible en virtud de la gracia que Cristo nos ha ganado muriendo a su vez en la Cruz. Los diversos elementos de la fe cristiana, se sueldan y manifiestan así su unidad. Cristo, que no conoció el pecado y sobre el que la m. no tenía imperio alguno, asumió la condición humana tal y como proviene del pecado y, por tanto, incluyendo en ella la muerte. Constituido por la Encarnación en cabeza de la humildad, la aceptación voluntaria, por obediencia, de la pasibilidad y de la m., constituye ,el sacrificio que redime a la humanidad del pecado y de la m. a los que estaba sometida, y la reconcilia definitivamente con Dios.
      La m. ha perdido así su fuerza (su aguijón, como dice S. Pablo: 1 Cor 15,55): su carácter de signo del dominio del pecado sobre la humanidad y su significado de condenación. El cristiano sigue sometido a la prueba de la corrupción biológica, pero, para el que está unido a Cristo, esa experiencia de la m. ya no es una realidad temible y absolutamente amenazadora: es morir con Cristo, participar de esa m. de Cristo a través de la cual se llega a la vida (1 Cor 15,18; Apc 14,13). Es abandonar definitivamente el cuerpo de carne, es decir, la condición derivada del pecado, para estar plenamente unido con Cristo y lleno del Espíritu Santo (cfr. Philp 1,2024; 2 Cor 5,1-10), y de esa forma poder existir en cuerpo espiritual (1 Cor 15,35-46). Sólo para el que rechaza la gracia, la m. sigue siendo condenación, m. eterna, y el momento de la m., un tránsito no hacia la vida sino hacia el existir eternamente en cuerpo de m. (v. INFIERNO).
      Detallando más podemos señalar tres momentos en el despliegue de esa participación del cristiano en la victoria que Cristo ha obtenido sobre la m. y sobre el pecado del que aquélla deriva:a) La justificación (v.). Por la fe y el bautismo el cristiano es regenerado, es decir, incorporado a la m. de Cristo para así participar de su Resurrección (cfr. Rom 6,4; Col 2,12). Es trasladado de la m. a la vida, es decir, del estado de enemistad y alejamiento de Dios, al estado de reconciliación, amistad y filiación divinas (cfr. Conc. de Trento, Decr. sobre la justificación, cap. 4; Denz.Sch 1524). El cristiano ha sido liberado de la esclavitud del pecado, que es la causa de la m., ya que, aunque aún permanezca en él la concupiscencia, que del pecado proviene y al pecado inclina (cfr. Conc. de Trento, Decr. sobre el pecado original, can. 5; Denz.Sch. 1515), esa concupiscencia no tiene poder absoluto sobre él: el cristiano, basándose en la gracia (cfr. 2 Cor 12,9), puede vencer a la concupiscencia afirmándose así en la justificación recibida y creciendo en ella.
      b) El momento de la muerte. El lapso o curso de la vida es un tiempo ofrecido por Dios al cristiano para radicarse en la incorporación a Cristo, haciendo cierta, con sus buenas obras, la elección recibida (cfr. 2 Pet 1,10). Es la perseverancia hasta el fin, lo que otorga la salvación (cfr. Mt 10,22; 24,13; 1 Cor 9,27 etc.), de modo que, durante todo el peregrinar terreno, el cristiano camina en temor y temblor, fiado sí de la gracia de Dios, pero desconfiado de la propia libertad, que puede apartarse de la gracia y alejarle así de la victoria de Cristo (cfr. Conc. de Trento, Decr. sobre la justificación, cap. 13; Denz.Sch. 1541). La m. en gracia, la perseverancia final, al sellar y hacer definitiva la fidelidad a la gracia, supera todo temor: es un «morir en el Señor» que trae consigo la bienaventuranza eterna (cfr Apc 2,11; 14,13), un disolverse del cuerpo mortal para ser absorbidos por la vida y estar con Cristo (cfr. 2 Cor 5,1-10; Philp 1,20-24), y, en Él y por Él, llegar a la visión facial de Dios mismo (cfr. 1 Cor 13,12; 1 lo 3,2).
      c) La resurrección final de los muertos (v.). La retribución por los méritos (o deméritos) tiene lugar inmediatamente después de la m.: las almas no quedan en un estado de sueño o cesación de actividad, sino que son en aquel mismo instante juzgadas recibiendo a partir de entonces el premio (o el castigo) que hayan merecido según sus obras (cfr. Conc. de Lyon, Denz.Sch. 857858; Benedicto XII, Const. Benedictus Deus, Denz.Sch. 1000-1002; V. PURGATORIO; CIELO; INFIERNO). Las almas de los que han muerto en gracia, gozan así, ya desde inmediatamente después de la m. -de la purificación, en su caso-, es decir, aún antes de la resurrección de los cuerpos y del juicio general, de la bienaventuranza eterna: la visión facial de Dios, la plenitud de la unión con Cristo y con los ángeles y santos. Hechas para informar un cuerpo, las almas de los bienaventurados saben que llegará un día, el del juicio final, en que recuperarán sus cuerpos, haciendo que también en ellos redunde la gloria que poseen. En ese momento, es decir, con la resurrección de los cuerpos y el juicio final, Jesucristo, viniendo en poder y majestad (v. PARUSíA), vencerá definitivamente a la m., destruyendo todo dolor y enfermedad y conduciendo la creación a la perfección a que está destinada.
      La historia se nos presenta en suma como la historia de la salvación (v.), es decir, como el proceso por el que Dios va liberando el hombre del estado en que cayó al inicio. Proceso que, como dice el Apóstol (cfr. 1 Cor 15, 23-28b), sigue un orden determinado: primero, Cristo que muriendo en la Cruz entra en la gloria, resucitando como primicia de los que duermen; después, los que se unen a Cristo participando así en la resurrección por la fe; finalmente, será destruida la m. misma, y entonces Cristo entregará todas las cosas a Dios Padre, de modo que Dios sea todo en todas las cosas. Por eso, aunque conozca aún la m., y experimente aún el dolor y la dramaticidad a ella anejas, el cristiano puede mirar hacia ella con serenidad y confianza.
     
      V.t.: PECADO III; ESCATOLOGÍA; JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL; INMORTALIDAD.
     
     

BIBL.: J. PIEPER, Muerte e inmortalidad, Barcelona 1970; C. Pozo, Teología del más allá, Madrid 1968, 50-73 y 207-223; M. SCHMAUS, Teología dogmática, VII, Los novísimos, 2 ed. Madrid 1964, 315-392; J. DANIÉLOU, H. M. FERET y oTRos, El misterio de la muerte y su celebración, Bilbao 1957; H. VOLK, Das christliche Verstándnis des Todes, Münster 1957; íD, Muerte, en Conceptos fundamentales de teología, t. 3, Madrid 1967, 148158; R. TROISFONATINES, Yo no muero, Barcelona 1964; N. BORBoNi, Dimensioni antropologiche deila morte, Roma 1969; R. GUARDINI, Die Vetzten Dinge, Würzburg 1952.

 

J. L. ILLANES MAESTRE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991