MORAL IV. LA MORAL EN LAS RELIGIONES NO CRISTIANAS


La moral (de mos, costumbre) considera o estudia las costumbres o modos de actuar que los diferentes pueblos consideraron como obligatorios. Dentro de la gran variedad que implican la diferencia de pueblos, así como las distancias espaciales y temporales, hay toda una serie de elementos comunes, tanto formales como materiales, a todas las religiones no cristianas. Son estos elementos comunes los que quisiéramos destacar.
      1. Su concepto de moral. En su gran mayoría las religiones no cristianas coinciden en que la imposición de las costumbres o modos de actuar obligatorios no proviene del hombre, ni considerado como individuo, ni considerado como colectividad, sino de Dios. Para los primitivos, es Dios mismo, o bien su enviado, un Salvador quien instruyó a los hombres, en lo religioso, _ en lo propiamente moral -dándoles tanto ritos como preceptos-, y también en lo más fundamental de las enseñanzas técnicas y naturales. Normalmente, esas enseñanzas vuelve a renovarlas tras el diluvio (v.), sobre todo por lo que atañe a los principales preceptos morales.
      Como ejemplos de esa instrucción del Ser Supremo, recordemos: los Seres Supremos australianos, de los que dice Eliade: «Durante su breve estancia en la tierra (en comunicación con el hombre recién creado), revelaron los misterios... e instituyeron las leyes civiles y morales» (o. c. en bibl. 54); el Dios supremo de los andamaneses, Puluga, que tras crear a la primera pareja humana, la instruye, le da sus preceptos; y vuelve a reintimar esos mismos preceptos tras el diluvio; para los indios Pawnee, su dios celeste Tirawa «instruyó a los hombres en todas las artes, y les dio las sagradas ceremonias» (Seifert, o. c. en bibl. 219). Esta idea es común en los indios norteamericanos (cfr. Boccassino, o. c. en bibl. 325-329).
      Como ejemplos de la instrucción por un Salvador, están, como casos más típicos, el Enki mesopotámico, y el Quetzalcoatl mexicano. Su papel es especialmente destacado en casi toda la América del Sur, y, en general, donde predomina la cultura matriarcal (cfr. Seifert, o. c. en bibl. 96 ss.).
      Tanto en un caso como en el otro, la ordenación o el precepto divino abarca un ámbito mucho más amplio que el orden propiamente moral o religioso: en realidad se extiende a todas las costumbres e instituciones humanas propias de cada grupo. Ello explica que el sentido originario de moral sea el de ciencia de las costumbres.
      Lo mismo sucede con casi todas las religiones históricas: Dios se presenta como el fundador del orden existente en toda su amplitud, al que el hombre debe conformarse -recuérdese el rita indio, el asha mazdeo, el arta persaLa misma legislación circunstancial hecha por los hombres suele atribuirse directamente a la divinidad, mezclando sin distinción las ordenaciones divinas y las humanas. Así los Códigos mesopotámicos se promulgan como ley de Dios; la voluntad del faraón egipcio es manifestación visible del Dios invisible: no se olvide que el mismo faraón era considerado verdadero dios, como hijo del dios solar. No se establece así distinción clara entre la obediencia debida a lo ordenado por Dios, y la obediencia, siempremás relativa, a lo ordenado por los hombres: todo es obediencia a Dios, pues todo se considera como mandado por Dios directamente.
      Cierto que en la conciencia de los pueblos siempre hubo distinción implícita entre lo que verdaderamente se creía ordenado por Dios y lo que se creía simplemente ordenado por los hombres, y de ahí la importancia especial que todas las religiones conceden unánimemente a ciertos preceptos que son de orden divino; pero la confusión existente hace que no sea infrecuente el que en pueblos determinados se considere como falta grave de desobediencia a Dios lo que para nosotros hoy carece de importancia. Así, en bastantes tradiciones, el castigo del diluvio es enviado por Dios, más que por pecados verdaderamente morales según nuestro actual concepto, por violación de tabús o de prohibiciones alimenticias que se consideraban mandadas por Dios: así los andamaneses no atribuyen tanto el diluvio a los adulterios, robos y homicidios, que Dios había prohibido, cuanto a la no observancia de la abstinencia de ciertos alimentos.
      En este contexto de moralidad merece la pena citar dos maravillosas definiciones de conciencia. Una china, preconfuciana: «T'ien, al dar nacimiento a la muchedumbre de la gente, imprimió su ley en toda facultad y parentesco» (Shi King, III, 111,6). Otra egipcia: «La conciencia es un oráculo de Dios que está en todos los senos» (Inscripción de Antef, heraldo de Tutmosis III).
      2. El pecado. Generalmente se entiende por tal la violación voluntaria y libre de una ley y ordenación divina, en cualquiera de sus preceptos. Un acto por el que la voluntad creada se opone consciente y libremente a la voluntad divina, quedando así en un estado de alejamiento y oposición a Dios, que es su fin último, y, por consiguiente, incapacitada para alcanzar ese fin, que es su dicha, mientras el pecado no se repare. Contiene así dos elementos: uno el acto libre de desobediencia a Dios, pecado actual; otro el estado de alejamiento, de separación de Dios, de indignidad ante Dios, inducido por el acto libre de desobediencia, estado de pecado, permanente, habitual. El primero es esencialmente libre; el segundo, el estado de pecado, no es libre en sí mismo, sino efecto de un acto libre, como inducido por él. Y ni siquiera es absolutamente necesario que haya sido inducido por un acto libre personal del mismo individuo que está o se encuentra en estado de pecado: así el pecado original con que todos nacemos, verdadero estado de pecado, es inducido en cada uno de nosotros por el acto libre con que nuestro padre Adán desobedeció a Dios (v. PECADO). Teniendo esto presente será más fácil percibir las diferencias entre el concepto cristiano de pecado y el que suelen tener de él las religiones no cristianas.
      El pecado lo admiten todas, como desobediencia al orden establecido por Dios. Es más, el pecado preocupa sobremanera a todas ellas, así como los modos de liberarse de él una vez contraído. Pero, por una parte, como la ordenación divina directa se extiende, según se vio, a un terreno mucho más amplio y extenso de lo que sucede en la revelación cristiana, muchas cosas son tenidas en ellas como pecado, es decir, verdadera desobediencia a Dios, mientras que para el cristianismo no se consideran tales por no intervenir en ellas precepto alguno divino.
      Por otra parte, el aspecto formal de voluntariedad libre, necesario para el pecado formal, sólo en el cristianismo se ha puesto bien de manifiesto. Todas las religiones primitivas y antiguas insistieron más bien en el concepto de separación de Dios, estado de pecado inducido por los actos y entendiendo esta separación más bien en sentido material, en cuanto era algo que convertía a uno en inepto para los actos de culto con que Dios era públicamente honrado. Predomina en todas ellas, aunque no con exclusividad, lo que se podría llamar concepto de pecado litúrgico, ritual, externo: es pecado cuanto vuelve al hombre impuro para el trato litúrgico con Dios, sea o no voluritario y libre, así, p. ej., el contacto con un muerto, una enfermedad determinada repugnante, la violación de un tabú aunque sea involuntaria, etc.
      Sin duda, esta falta de consideración de la libertad en el pecado proviene, en parte, del concepto de pecado como estado de separación de Dios, lo que lleva a considerar pecado lo que aparte de su culto, aunque no sea porque desagrade a Dios, sino porque desagrada a los hombres, así, p. ej., la lepra; en parte, por la creencia de que toda enfermedad, calamidad o mal, y la simple violación material de lo ordenado por Dios es ciertamente un mal, es siempre castigo o manifestación de otro pecado oculto a los hombres; concepción universal, o casi universal, tanto entre los israelitas como entre las religiones antiguas y en los pueblos primitivos.
      En la misma legislación civil se atendía, para el castigo, más a la materialidad del hecho que a su voluntariedad. Recuérdese el caso del Código de Hammurabi: si cae una casa y mata al dueño, mátese al arquitecto que la hizo; si mata al hijo del dueño, mátese al hijo del arquitecto; y si matare al esclavo o esclava del dueño, mátese al esclavo o esclava del arquitecto. Por eso, parece que una de las razones principales por las que en el pecado se prescindía, al menos en parte, de su elemento libre, fue la dificultad que encontraban en medir el grado de libertad que interviene en un acto humano. En consecuencia, prefirieron atender a la materialidad del acto, más fácilmente comprobable y mesurable, que no a la libertad que en él interviniera.
      3. La sanción moral. El recurso a la Divinidad, y el trato con ella que implica toda religión, sería psicológicamente imposible si el que a ella recurre y con ella trata no creyera que Dios tiene en cuenta su comportamiento religioso con El y la docilidad a sus preceptos, es decir, si no creyera que Dios es remunerador, retribuyendo en algún modo diferentemente a quienes le honran que a quienes le olvidan (v. PREMIO Y CASTIGO I).
      Hay dos clases de retribución: una en la vida presente, otra en la vida de ultratumba, tras la muerte. En la retribución en la vida presente han creído todas las religiones: en realidad forma parte del concepto de la providencia divina, que rige, y no arbitrariamente, todas las cosas de este mundo. Esa creencia en la sanción terrena implica siempre, como elemento principal, el considerar la larga vida como un don de Dios a sus amados: de aquí la veneración religiosa a los ancianos; secundariamente, la ausencia de enfermedades, el bienestar material y, a veces, incluso las riquezas. De hecho, el sentimiento de esa sanción aparece vivo en la creencia arraigada de que toda enfermedad, y aun toda calamidad, es castigo del pecado. La experiencia no siempre confirmaba esta creencia, y ello creaba un problema grave acerca de la Providencia, cuando, como no era infrecuente, se veía felices, al menos aparentemente, a los impíos, mientras el hombre religioso y pío era duramente afligido. El verdadero creyente se refugiaba entonces en su fe, creyendo en la justicia y bondad divinas, aunque no las entendiera, y acatándolas como un misterio, sin que por ello dudara de Dios. Y esa reacción en fe, que se dio en las almas pías de todas las religiones, muestra que en el fondo creíanen la sanción futura, aunque no recurrieran expresamente a ella, por ignorar su contenido.
      La creencia explícita-en la retribución futura no es tan universal; y cuando se da -que es lo más frecuente-, es más oscilante, al no saberse precisar la diferencia de suerte entre buenos y malos. Entre los pueblos primitivos o arcaicos, ninguno niega expresamente esa sanción. Muchos de ellos la afirman claramente, como aparece, p. ej., en el hermoso proverbio de los Bhil: «lo que uno ha hecho en favor de otros, intercede por él a la hora de la muerte»; y de entre ellos, no pocos precisan que los buenos van tras la muerte a reunirse con el Ser Supremo, participando de su dicha y de su vida. Pero otros se limitan a ignorar esa sanción futura: crecen vivamente en la sobrevivencia del alma, pero confiesan ignorar casi todo acerca de su estado futuro, y, en especial, no saben precisar la diferencia de suerte entre buenos y malos, aunque no por ello la nieguen. Y no faltan casos en que aun afirmando la retribución, el relativo premio se debe más a la iniciación, a habilidades en la caza o actos guerreros, o al género de muerte, que al comportamiento propiamente moral o religioso.
      En las religiones históricas se observa la misma fluctuación y variedad. Así, en la más antigua religión védica aparecen textos que hablan de un juicio por Varuna, pero se insiste más que en los futuros premios en la retribución temporal; el periodo brahmánico destacará la sanción futura, que pasará al budismo e hinduismo: retribución futura, aunque temporal, con cielos e infiernos larguísimos a los que seguirá nueva reencarnación, en formas humanas o infrahumanas, hasta que se alcance la liberación definitiva, que acabarán logrando todos. La intervención de Dios en esa sanción es clara en los sistemas teístas, especialmente por lo que atañe a la liberación definitiva, que facilita en grado extremo a los devotos que le tienen tierna devoción, bhakti. En los sistemas no teístas, y, por tanto, no religiosos, panteístas o ateos, la retribución tiene origen totalmente impersonal, de simple concatenación causal, regida por la inexorable ley del karman.
      En el mazdeísmo aparece clara la retribución tras la misma muerte, con diferenciación total entre buenos y malos, aunque al fin del mundo parece que todos acabarán purgando de tal modo sus faltas que, sin excepción, alcanzarán la felicidad eterna.
      En las religiones mesopotámicas, su concepto de Arallu o morada de los muertos, parece indicar oscuramente a veces, pero sólo oscuramente, la retribución con diferenciación de personas difuntas; textos recientemente descubiertos parecen hablar con más claridad de un juicio tras la muerte. Pero la suerte, aun de los mejor parados, nada tenía de envidiable. En cambio, en Egipto la creencia en la sanción de ultratumba, precedida por un juicio severísimo, está firmemente anclada.
      También en Grecia, aunque la religión oficial olímpica no la destacara, existía la creencia, al menos en numerosas corrientes religiosas, especialmente órficas y mistéricas, en una verdadera retribución futura, que detalladamente describían, sin que la religión oficial pusiera objeción alguna. Platón cree en ella firmemente, a la vez que afirma que es la antigua creencia y tradición.
      4. Concretización de los preceptos morales. En todas las religiones, los preceptos morales pueden reducirse a tres órdenes: 1°) Relaciones con Dios (culto). 2°) Relaciones con los hombres; en ellas destaca la llamada Regla de oro, tanto negativa: «no hagas a los demás lo que no quisieras te hicieran a ti», como positiva: «Haz a los otros lo que quisieras hicieran contigo». 3°) Relaciones con la naturaleza, en primitivos sobre todo; consiste en tratar la vida de animales y los bienes de consumo terrenos, no como dueños, sino como usuarios de los bienes de Dios, y, por lo mismo, con moderación y respeto. Para desarrollar este tema hacemos un estudio comparado con los mandamientos del Decálogo (v.). El apartado primero corresponde a los tres primeros; a ellos corresponden también los preceptos referentes al tercer apartado, ya que se fundan en la creencia del dominio supremo divino sobre todas las cosas. Los preceptos referentes al apartado segundo corresponden a los últimos siete mandamientos del Decálogo.
      Por otro lado, siendo estos mandamientos expresión positiva de la ley natural (v. LEY VII), no es de extrañar que se observe una coincidencia de fondo en todas las religiones y que a la vez, por la dificultad histórica de conocer todos los imperativos de la ley natural sin ayuda de la Revelación, se adviertan numerosas variaciones de detalle, más que en los preceptos mismos en sus aplicaciones e interpretación concreta. Añadamos también que, generalmente, se insiste sólo en el cumplimiento o violación externa, más que en los actos interiores como pensamientos y deseos.
      a. Las relaciones con Dios. Las relaciones con Dios, aparecen sobre todo en el culto, que comprende todos aquellos actos por los que el hombre se dirige a Dios, honrándole y reconociéndole como tal. En él destacan el sacrificio y la oración.
      La oración se da universalmente en todos los pueblos y religiones. Aunque sea más frecuente a los seres divinos intermedios, como a intercesores, se da también, al menos en las circunstancias especialmente difíciles, la dirigida directamente al Ser Supremo. El sacrificio de primicias es igualmente universal; a él se añaden en las religiones más desarrolladas, sacrificios mucho más -jcomplicados en su ritual. Este culto de oración y sacrificio se da en los individuos, en las familias, y en la misma sociedad como tal. Por lo que atañe a la veneración del nombre de Dios existe la prohibición de representar al Ser Supremo en todos los pueblos primitivos, así como la costumbre, conservada aún en las religiones más desarrolladas, de conservar secreto el verdadero nombre de los dioses, sobre todo del supremo: recuérdese el caso de Ra e Isis, a la que Ra descubre su secreto nombre; o el de la diosa Roma, cuyo verdadero nombre se mantuvo tan secreto que aún hoy lo ignoramos.
      A este primer grupo de relaciones con Dios puede reducirse la de las relaciones con la naturaleza, especialmente cual se encuentra en los pueblos más primitivos, en cuanto se funda en el reconocimiento del supremo dominio divino sobre todas las cosas, cuyo uso, no la propiedad, es concedido al hombre, que por lo mismo no puede abusar, sino sólo usar de ellas en tanto en cuanto las necesite. El abuso, p. ej., caza por placer, más allá de lo necesario para el sustento, o la avaricia en la recolección de frutos, etc., lleva como castigo la escasez y el hambre, a la que ha de ponerse remedio con ritos propiciatorios. Este precepto de no abusar, a la vez que acto de reconocimiento de la soberanía divina, era una excelente medida económica.
      b. Las relaciones con los hombres. Todas las religiones inculcan, sin excepción, el amor, la fraternidad condensada en la llamada Regla de oro, tanto negativa «no hagas a otros lo que no quisieras te hicieran a ti», como positiva «Haz a los demás lo que quisieras que los otros te hicieran a ti». La interpretación de esa Regla de oro puede, no obstante, como se dijo, llevar a desviaciones múltiples en la interpretación concreta y circunstancial de los diferentespreceptos. Desviaciones que han sido especialmente notables y divergentes por lo que respecta, p. ej., a las normas morales contenidas en el sexto mandamiento, pero, aunque en grado menor, también suelen darse en los demás. Casi siempre, esas desviaciones provienen de una mala aplicación o interpretación del principio del amor y fraternidad.
      El respeto a los padres, y, en general, la veneración de los ancianos, es universal, siendo especialmente viva en las religiones de los pueblos más primitivos. Incluso en religiones, como el budismo, en el que este mandamiento no figura entre los cinco dados al pueblo, ese respeto y obediencia forma parte de su depósito moral más antiguo, como consta por las inscripciones de Asoka, que recomiendan ante todo el respeto a los padres y al guru, padre espiritual. Las excepciones en este precepto son rarísimas, si es que se dan. Y caso de darse, si, como algunos pretenden, a veces se deja morir sin asistencia en algunos pueblos a los ancianos, se debe a una desviada interpretación del verdadero amor, con el consentimiento y expreso deseo del interesado, que desea morir: al verse inhábil para los desplazamientos, se juzga mejor morir que seguir viviendo en aflicción propia y carga ajena.
      El asesinato injusto e inmotivado ha sido condenado por todos los pueblos y religiones como delito grande. Sin embargo, especialmente entre los pueblos nómadas se daba el aborto y el infanticidio: aquí el amor hacia el grupo -embarazo e hijos pequeños dificultan los desplazamientos- predomina sobre el amor hacia el individuo; influía también el hecho de que frecuentemente, el individuo no se considera humano hasta que ha sido declarado como tal por los ritos. Pero aun en estos pueblos es grande el aprecio y el deseo que se tiene de los hijos, lo que prueba que sólo una colisión de deberes, que no han sabido armonizar, les ha llevado al error. Otra desviación muy frecuente, sobre todo en ambientes matriarcales, es considerar lícito y hasta meritorio el matar a los enemigos del propio grupo social, aunque ningún motivo concreto hayan dado para ello; cuando verdaderamente se trata de enemigos, el aprecio hacia el grupo propio priva sobre el amor hacia los extraños; cuando son simplemente grupos extraños, pero no enemigos, tal como se da en los ambientes matriarcales, esa muerte se considera como necesaria para el desarrollo de la vida: también aquí se hace una interpretación errónea del principio del amor; por eso, cuando se les hace prisioneros, se les trata con todo respeto, y hasta con cariño, hasta el día de su asesinato ritual. Fuera de estos casos, se inculca siempre el respeto y el buen trato a los extranjeros, especialmente en los primitivos.
      La castidad ha sido diversamente interpretada en los diferentes pueblos y religiones y las desviaciones suelen estar en relación con el predominio mayor o menor del influjo matriarcal. Coinciden todos en la condenación severa del adulterio, aunque quizá considerándolo más como falta a la justicia que a la castidad. Las excepciones que se observan en algunos pueblos sin escritura son más bien ocasionales, derivadas de una desviada interpretación del amor y de la necesidad de intercomunicación tribal en circunstancias excepcionalmente críticas: intercambio de esposas en circunstancias especiales, cual en algunos pueblos de África; etc.; y no derogan la creencia general, ni siquiera en esos mismos pueblos que a veces aprueban la excepción.
      Lo mismo puede decirse respecto al incesto. Las raras excepciones se observan aquí en pueblos relativamente más civilizados, y, de ordinario, sólo en las clases nobles: antiguo Egipto, sobre todo por lo que se refiere al Faraón; antiguos persas tras el ejemplo de Cambises, que parece fue imitado por las clases nobles; y, a lo que parece, el antiguo Elam, al menos a juzgar por un texto hitita. Su introducción, nunca generalizada, parece fue tardía, y sin que cundiera en el pueblo ordinario.
      En la simple fornicación se observa gran variedad. A veces se considera incluso como un acto religioso, que simboliza y lleva a la unión con la divinidad: así en numerosa! sectas del hinduismo, sobre todo el tántrico; prostitución sagrada del próximo Oriente antiguo, etc. Otras veces se le da poca importancia, cual sucede en no pocos pueblos primitivos, en los que, preocupados únicamente con el bien de los hijos, sólo se impone la obligación posterior del matrimonio si de la fornicación se han seguido hijos. A veces, en cambio, la prohibición es sumamente rigurosa, como en el budismo; en la casta hindú de los brahmanes, al menos en cierto periodo de su vida, especialmente en el estado de brahmacarin o novicio; en el judaísmo; y aun en el mismo Islam.
      La misma variedad se observa en la búsqueda solitaria del placer sexual. En muchos pueblos sin escritura no se le da importancia. En cambio, se considera ilícito en el budismo, en el judaísmo. En la India, país de los contrastes más extremos, recuérdese la legislación de Manú, que prescribe varios años de penitencia al bral ntacarín que hubiere faltado en este aspecto, aunque sólo fuere en sueños. Universal parece haber sido también la reprobación de los actos contra naturaleza. Aunque, con respecto a la homosexualidad, las excepciones son frecuentes en pueblos de predominio matriarcal.
      La virginidad -como estado de castidad perfecta y perpetua, con abstención de todo placer sexual voluntario- ha sido altamente apreciada por el budismo; y aparece igualmente en algunos pueblos: recuérdese las acllas del Perú, y las vírgenes sacerdotisas y profetisas de los Guanches canarios, así como la institución, meramente temporal, pues después se casaban, de las vestales romanas. Pero, en general, no ha sido recomendada por las varias religiones, aunque frecuentemente fuera practicada en ellas por quienes buscaban una mayor perfección: así, la religión judía nunca recomienda la virginidad, y, en cambio, sabemos que los esenios la recomendaban y practicaban; y el Islam tampoco la recomienda, pero no pocos de sus místicos la practicaron.
      Es universal la condenación del robo y de la mentira, así como la de la calumnia y del falso testimonio. Las pocas excepciones que se dan en cuanto a estos mandamientos provienen del conflicto, real o aparente, con la regla del amor: así, el robar o engañar al enemigo para bien o interés de la propia tribu o pueblo. Pero todas las religiones condenan la lengua falaz y mentirosa.
      Para aspectos concretos de la moral en las religiones no cristianas pueden verse entre otros los siguientes artículos: ASCETISMO I; AYUNO I; CASTIDAD I; DIOS II; LEY IX; LIMOSNA I; MATRIMONIO I; MíSTICA I; ORACIÓN I; PECADO I; PENITENCIA I; PIEDAD I; VIRGINIDAD II.
      Para la moral en las principales religiones no cristianas véase: HINDUISMO; BRAHAMANISMO; BUDA Y BUDISMO; CONFUCIO Y CONFUCIANISMO; TAOÍSMO; SINTOÍSMO; MAZDEíSMO; ZOROASTRO Y ZOROASTRISMO; PARSISMO; MANIOUEÍSMO; GRECIA VII; ROMA V; ISLAMISMO; IUDAfsmo. También puede verse el artículo PRIMITIVOS, PUEBLOS, así como los artículos MISTERIOS Y RELIGIONES MISTÉRICAS y RELIGIONES ÉTNICO-POLÍTICAS.
     
     

BIBL.: L. VANNICELLI, Doctrinae morales acatholicae, en Dictionarium morale et canonicum, II, Roma 1965, 149-171 (con abundantísima bibliografía); R. BoCCASSINo, Etnología religiosa, Turín 1958; W. KOPPERS, Primitive Man and his World Picture, Londres 1952; S. LOKUANG, Il Taoismo, Roma 1946; L. VANNICELLI, La religione e la Morale dei Cines¡, Nápoles 1955; R. PETTAZONI, La conlession des péchés, París 1932; J. B. PRITCHARD, Ancient Near Eastern Texts, Princeton Univ. 1955, con el Suplemento de 1968; P. SCHEBESTA, Die Negrito Asiens, II/2, Viena 1957; J. H. STEWARD (ed.), Handbook ol South American Indians, Washington, 6 vols. 1946-50; J. L. SEIBERT, Sinndentung des Mithos, Viena 1954; M. ELIADE, Tratado de Historia de las religiones, Madrid 1954.

 

A. PACIDS LÓPEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991