MORAL II. MORAL EN LA BIBLIA
Aunque en las S. E. las líneas fundamentales de la moral obedecen a un mismo
esquema, las diferencias entre el A. y el N. T. no deben subestimarse. Sin
detenerse a exponer cuestiones concretas de moral, nuestro interés se centra en
describir las grandes líneas que estructuran la ética bíblica.
A. EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. Para un entendimiento profundo de la moral en
el A. T., se ha de tener en cuenta que las reglas de conducta y los principios
de moralidad del pueblo judío, aparecen vinculados a un mandato formal de Dios.
En Gen 17,1 se declara el motivo profundo de esta moralidad «Yo soy Él-Sadday,
anda en mi presencia y sé perfecto». La fuente de la obligación de conciencia es
Dios mismo, el llevar una vida honesta no se debe al respeto a sí mismo, sino al
temor de Dios.
Con esta perspectiva de unidad es más fácil salvar las dificultades de
interpretación de la moral en el A. T., ya que en los libros del A. T. se
recogen un cúmulo de tradiciones históricas, religiosas y éticas de carácter muy
diverso y de épocas muy distantes.
En la moral del A. T. dos rasgos pueden destacarse: se muestra fiel a los
usos ancestrales, particularmente en lo relativo a los principios que inspiran
su moral y posee al mismo tiempo una gran flexibilidad para resolver las nuevas
situaciones que el avance histórico trae consigo.
Ello es debido a que, a partir de Moisés (v.), esta moral se apoya en el
doble fundamento de la Alianza (v.) y de la legislación sinaítica (v. LEY VII,
3). Yahwéh ha escogido un pueblo con el que concluye un pacto religioso-jurídico
en una atmósfera de amor, y se compromete a bendecirlo y protegerlo (Di
26,17-18), exigiendo que se le reconozca y adore como único y verdadero Dios (Ex
20,3), y que se cumpla su voluntad. Cumpliendo los preceptos que Dios les ha
comunicado, se realiza la obra de la santificación, que está asociada a la misma
santidad de Dios. Según C. Spicq, la moral de la Alianza se define así: «Sed
santos, porque yo, Yahwéh, vuestro Dios, soy Santo: Lev 19,2» (o. c. en bibl.
11). La moral de Israel no puede interpretarse, pues, como una simple moral
natural, en el sentido habitual de esta expresión. La moral de Israel se inserta
en su religión y constituye una parte de la misma (v. Ley de Moisés en LEY VII,
3). Otra frase que define la moral del A. T. como esencialmente religiosa,
trascendiendo en mucho el plano meramente natural, es «caminó en la presencia
del Señor». Esta frase se aplica sólo a los personajes del A. T. que son
propuestos como ejemplo de santidad: Henoc, Abraham, Moisés, Samuel, etc. (T.
Larriba, o. c. en bibl.).
1. Moral y alianza. La imagen de Dios (v.) en la religión de Israel tiene
dos caracteres que conviene subrayar: de un lado, Dios es absolutamente
trascendente, no identificable jamás con imagen, fuerza o poder alguno de la
naturaleza; de otro, es el Dios que actúa en el mundo, el Dios de los padres que
les acompañó en sus peregrinaciones y que sigue protegiendo al pueblo en el
presente y le salvará en el futuro. Trascendencia absoluta de Dios y presencia
activa en la historia se conjugan en la religión de Israel y la diferencian
profundamente de toda otra. De aquí que la historia se hace para Israel religión
y la religión es vivida como una historia. La presencia de Dios en la historia
de Israel se configura a modo de pacto o Alianza (v.). Dios ha elegido a Israel,
le ha mostrado su benevolencia, ha prometido protegerle, hacer de él un gran
pueblo, darle la posesión de la tierra. Israel ha aceptado a Yahwéh como a su
único Dios y ha prometido cumplir su voluntad.
La Alianza se articula a modo de pacto bilateral, a pesar de que la
iniciativa haya sido siempre de Dios, lo que implica un doble compromiso por
ambas partes: Dios hace sus promesas y exige sus condiciones; el hombre se
compromete a cumplir las exigencias de Dios yse hace beneficiario de su
protección. Ésta es la razón de que la ética del A. T. pueda ser descrita como
una ética de Alianza. Las exigencias divinas son fundamentalmente religiosas,
pero se extienden también a la totalidad de la vida y a las normas que la rigen.
Es difícil hallar en esta estructura una línea de separación entre lo ético y lo
religioso, fenómeno claramente perceptible en toda la legislación del A. T. La
vida entera de la nación ha sido asumida y situada dentro de la Alianza. De esta
forma la ética del A. T. muestra un carácter diagonal: Dios ha manifestado su
voluntad, el hombre ha de responder con un comportamiento de acuerdo con el
querer divino. El fundamento último del bien y del mal es la voluntad divina. De
parte del hombre, la actitud ética por excelencia es la de la obediencia y
sumisión al querer de Dios. En la narración genesiaca del pecado original se
hace manifiesta la tentación máxima que puede brotar en la mente del hombre:
«Abrir los ojos», «ser como dioses», «conocer el bien y el mal» (Gen 3,5; cfr.
3,22) es trasladar el eje de la moralidad de la voluntad divina al yo humano.
El carácter dialogal de la ética veterotestamentaria no sólo funda su
punto de partida en la estipulación de la Alianza, sino que envuelve el presente
en cada momento, pues la Alianza de Dios con Israel es un movimiento histórico
que se está dando sin cesar en la vida del pueblo. La relación bilateral entre
Dios e Israel, se vive dentro del realismo de la propia historia. Los escritores
sagrados que narran las vicisitudes de la vida de Israel tienen gran cuidado en
interpretar constantemente los hechos y su relación con la Alianza: los
episodios felices o infelices que acontecen a la nación o a sus grandes
personajes, reyes o sacerdotes, no hacen sino evidenciar la fidelidad o
infidelidad a la misma. De esta forma la ética del A. T. no es reductible a la
puesta en práctica de una doctrina sobre el bien y el mal o a una pura
adecuación de la conducta a determinadas normas o códigos de comportamiento
establecidos de una vez para siempre. Ya que Dios y su voluntad son la base de
toda moral y la historia es la realización fáctica de la Alianza, que manifiesta
el juicio divino sobre el comportamiento humano, los códigos morales de Israel
tienen una receptividad plenamente abierta a nuevas aportaciones y a nuevos
datos. De aquí que junto con la rigidez estructural de la m. de Israel se
aprecie la flexibilidad con que resuelve las nuevas situaciones, incorporando
nuevas aportaciones a las cláusulas morales originales. Un estudio somero de la
legislación religiosa, moral o social de Israel pone de manifiesto este proceso,
que es absolutamente legítimo dada la forma en que ha vivido su Alianza con
Dios.
2. Los códigos morales. Si de la forma general en que se articula la moral
del A. T. pasamos a los contenidos éticos, será preciso hacer una división de
materiales. En la legislación moral del A. T. encontramos una serie de preceptos
que calificaríamos como preceptos de Ley divino-natural (v.) y otros muchos de
Ley divino-positiva (v.), aunque una división de este género plantea bastantes
problemas, ya que la línea divisoria entre ambas categorías es difícil de
establecer, siendo necesaria, sin embargo, por razones de orden práctico.
Como expresión directa de lo que entendemos por Ley divino-natural tenemos
en el A. T. el Decálogo (v.). Se trata de una serie de preceptos que, por su
amplitud y universalidad, pueden ser considerados como el resumen codificado de
la moral natural. El Decálogo nos ha sido trasmitido en una doble versión, la de
Ex 20,1-17 y Dt 5,6-21. Las diferencias entre ambas son más bien escasas, de
orden redaccional sobre todo, si exceptuamos la motivación para justificar el
precepto relativo al sábado: Dt añade, a la razón dada por Ex, el descanso de
Dios después de los seis días de la creación, una segunda motivación: la de que
ese Dios que impone el precepto del sábado es el que ha sacado a Israel de la
esclavitud egipcia.
Literariamente el texto del Decálogo aparece situado, tanto en Ex como en
Dt, dentro de una narración de Alianza, la del Sinaí. Constituye, por tanto, un
resumen de las exigencias divinas que Dios ha hecho conocer a Israel. El
carácter de código moral destaca por lo sintético de su expresión. Se trata de
un resumen, breve y memorizable con facilidad, de las obligaciones que Dios ha
impuesto a Israel. La narración completa del Decálogo y de la Alianza del Sinaí
debió ser utilizada litúrgicamente en las renovaciones periódicas de la Alianza
en uso en Israel.
El espíritu del Decálogo es el espíritu que impregna todo el A. T. No
puede decirse que el Decálogo sea fruto de la moral predicada por los profetas
de Israel ya que es anterior, y son ellos quienes reaccionan ante situaciones
nuevas con unos criterios sobre lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, que
han recibido de una Ley que existía antes que ellos.
Conviene subrayar algunos caracteres de la moral implicada en el Decálogo.
En primer lugar, que el conjunto de los preceptos, particularmente los que se
refieren a las relaciones con el prójimo, se fundan directamente y dimanan del
primer mandamiento: el reconocimiento, adoración y amor a Yahwéh como Dios único
de Israel. No se trata de una ética natural en cuanto pura voz de la conciencia,
sino de una ética de respuesta y de obediencia a la iniciativa divina, lo que no
merma la naturalidad del contenido del Decálogo. La moral del A. T. desborda el
marco de lo estrictamente religioso o cultural, asumiendo la totalidad de la
vida como ámbito en el que se realiza la relación religiosa del hombre con Dios.
Pero el Decálogo no bastaba para regular toda la vida de un pueblo. A
medida que la organización social de Israel se fue haciendo más compleja, fue
necesario construir una legislación que ordenara la vida social. Encontramos en
el A. T. varios códigos legislativos importantes. Desde el punto de vista ético,
estos códigos inspirados por Dios, son verdaderas explicitaciones del Decálogo,
ya que es su espíritu el que ha guiado en la confección de su legislación. Estos
códigos, en su redacción actual, son tardíos. Han ido formándose por sucesivas
incorporaciones de materiales que iban surgiendo en la medida en que las
necesidades sociales imponían nuevas ordenaciones de la vida. Los núcleos, sin
embargo, más fundamentales son antiguos y muchos proceden de épocas en que
todavía la vida nómada era preponderante. Estos códigos no rompen la estructura
religiosa en que fue concebido el Decálogo. También ellos forman parte de las
exigencias que Dios ha impuesto a Israel con su Alianza.
Entre las colecciones de textos legislativos del A. T. algunos merecen
particular atención. Tenemos, en primer término, el Código de la Alianza
consignado en Ex 20,22-23,19. Redaccionalmente prosigue el texto del Decálogo y
pertenece como él a las cláusulas que explicitan el querer divino en la
narración de la estipulación de la Alianza del Sinaí. En el Código de la Alianza
se regula la vida de Israel en sus varios aspectos: Derecho civil y penal (Ex
21,1-22,20), normas sobre el culto(20,22-26; 22,28-31; 23,10-19), moral social
(22,21-27; 23,1-9). Comparado con otros textos antiguos extrabíblicos, como el
Código mesopotámico de Hammurabi (v.), el de la Alianza tiene bastantes
semejanzas. Destaca, no obstante, la mayor altura ética del hebreo. Ambos
intentan poner las bases de la convivencia y del orden social de sus pueblos,
pero en el Código de la Alianza éste orden se construye sobre los derechos
intangibles de la persona, mientras que en el mesopotámico la persona no tiene
un relieve paralelo. La protección de los débiles frente a los poderosos es otra
característica de la legislación hebrea.
Otro código que recoge una legislación religiosa, ética y social es el
Código deuteronómico (Dt 12,1-26,16). Contiene: normas sobre las observancias
religiosas (12,2-18, 22), normas de Derecho penal (19,1-21,9), sobre el
matrimonio (21,10-23,15), sobre la protección de los débiles e indefensos
(23,16-25,19), y leyes rituales (26,1-15). Este Código es puesto en boca de
Moisés, pero por sus aspectos de redacción y de contenido parece haber sido
compilado hacia el s. vii. No obstante la base documental en que se apoya es
indudablemente mosaica. Su contenido es más amplio que el Código de la Alianza y
supone unas condiciones de vida nacional mucho más evolucionadas socialmente.
Desde el punto de vista ético es también más humano. Tiende a salvaguardar la
comunidad nacional y refleja, por lo mismo, un momento histórico en el que está
en peligro. Reacciona con fuerza sobre todo frente a los pueblos extranjeros.
Merece, finalmente, atención la llamada Ley de la santidad (Lev 17-26). Se
trata de un código, probablemente compilado en las últimas épocas de la
monarquía, de carácter ritual, de una parte, y estrictamente moral de otra. La
moral es concebida como santidad y, a su vez, la santidad que ha de poseer
Israel tiene que hacerse semejante a la de Yahwéh, su Dios. El tránsito de una
santidad física a una santidad moral es evidente en estos capítulos del
Levítico. Yahwéh es, en este Código de santidad, el modelo de la conducta de
Israel. La ética de este texto tiene, por lo mismo, notables paralelos con la
ética de la predicación profética. De esta forma, en un texto legislativo, la
ética del A. T. se orienta decididamente hacia una moral del corazón, que
excluye todo legalismo y formalismo, hacia el cual, no obstante, derivará de
manera constante la práctica ético-religiosa de Israel.
Importa ver cómo todos los códigos morales de Israel obedecen a una misma
pauta básica. La moral de Israel, en cualquiera de sus expresiones codificadas,
brota y halla su legitimación en la voluntad de Dios. Todos los preceptos, que
componen la legislación de Israel se articulan en una estructura contractual de
alianza. El crecimiento tanto cualitativo como cuantitivo de los códigos éticos
en la Biblia, nunca ha roto esta estructura de alianza ya que la alianza, si
bien se apoya en un punto de referencia originario, es vivida de hecho como una
realidad en acción a través del tiempo. Por ello, se instaura un diálogo
constante, en y a través de la historia, que obliga a Israel a buscar en cada
momento la voluntad concreta de Dios; el resultado de esta búsqueda lo
transforma nuevamente en regla de su comportamiento. Cuando los escritores
sagrados incluían textos legislativos morales o sociales tardíos en las arcaicas
narraciones de la Alianza del Sinaí, p. ej., no hacían sino reflejar esta
percepción y fe fundamental: Dios seguía presente en la historia de Israel y en
ella seguía haciendo manifiesta su voluntad. Este carácter dialogal de la moral
bíblica evidencia otro rasgo peculiar: su apertura a formas y contenidos morales
más perfectos.
Visto el panorama de la moralidad del A. T. desde este ángulo, no es
necesario tratar aquí de hallar una justificación de tantos aspectos imperfectos
que, si no se asume esta perspectiva histórica desde la que únicamente pueden
ser valorados, podrían hasta ser calificados como inmorales: poligamia,
esclavitud, usos guerreros, crueldad en sus relaciones con otros pueblos, etc.
Es conveniente recordar que todos ellos hay que valorarlos en relación directa
con unas épocas y con unos pueblos que participan de una forma similar de vida.
Conviene, de todas formas, subrayar que estos caracteres de relativa
imperfección de la moralidad veterotestamentaria son claramente visibles desde
nuestro punto de vista cristiano y actual, y lo son mucho menos situados en su
contexto histórico. En su conjunto, la moralidad de Israel es muy superior, por
la finura ética de sus presupuestos y por sus contenidos mismos, a la de
cualquier otro pueblo de esa época y del mismo entorno geográfico.
B. EN EL NUEVO TESTAMENTO. El medio social, cultural y religioso en el que
vive Jesús y en el que surge el cristianismo es el del judaísmo (v.) tardío,
heredero de la larga tradición religiosa del A. T. Los postulados de los que
parte la comprensión de la ética, tanto en la predicación de Jesús como en los
escritos cristianos primitivos, no son otros que los que están en la base de la
religión hebrea, en su visión de Dios y del hombre. Dios, concebido como
soberano del universo y dueño del hombre, es el fundamento de toda moral. No
cabe preguntarse sobre la legitimidad de esta visión, ya que supondría
cuestionar las bases mismas de la religión judía y cristiana, lo que es
impensable en este marco religioso. Trataremos de analizar en qué consiste la
aportación específica de la revelación cristiana a la moral del A. T.
1. La predicación de Jesús. Las fuentes de información provienen
básicamente de la tradición sinóptica. Son precisas tres observaciones
preliminares. En primer término, que buscaríamos en vano en las palabras de
Jesús un cuerpo de doctrina ética sistematizada de forma similar a como sucede
en el A. T. El lenguaje de Jesús es el de una exigeílcia de vida religiosa,
vivida ciertamente con una intensidad grande, pero al margen de toda pretensión
de encuadrarla en un sistema doctrinal. Ello no quiere decir que no haya una
doctrina, con sus principios y sus aplicaciones; sino que todo eso se trata allí
de una manera vivida y predicada de modo personal. En segundo lugar, que nuestro
interés, al examinar los textos del N. T. que nos refieren la predicación de
Jesús, recae sobre lo que es específico en su forma de vivir y de expresar la
dimensión ética de la existencia, tanto en relación con la ética del A. T. como
en relación con el contenido religioso de su mensaje. Y, finalmente, conviene
subrayar el hecho, bien conocido para cualquier estudioso del N. T., de que la
predicación de Jesús nos llega a través de la mediación de la Iglesia naciente,
la cual a la vez que nos trasmite fielmente el testimonio sobre los hechos y las
palabras de Jesús, las aplica a las circunstancias de su momento histórico,
buscando en ellas soluciones a sus problemas.
Ya hemos dicho que el marco social y religioso en el que se mueve; Jesús
es el del judaísmo de las últimas etapas del A. T. En lo moral, éste había
derivado hacia un formalismo legalista y prescriptivista, del que las páginas
evangélicas nos muestran buenos ejemplos. Dentro de este horizonte destaca la
actitud ética de Jesús con unfrescor y vigor que llenan de admiración. Dos
rasgos, a nuestro juicio, caracterizan la forma en que el compromiso ético ha
sido comprendido y vivido por El: su esencialidad y su radicalidad (v. Ley de
Cristo en LEY VII, 4).
El principio que en el A. T. funda la moral: la voluntad de Dios como base
última de obligatoriedad del imperativo ético, mantiene plena validez en las
palabras de Jesús. Basta recordar algunos textos sinópticos referentes a la
forma en que Jesús se ha situado ante la voluntad de Dios, para hacerse cargo de
este dato: Mt 6,10; 7,21; 12,50; 21,31; 26,42; Mc 3,35; Lc 12,47; 22,42.
Para Jesús, como para todo judío, la voluntad de Dios se ha manifestado y
se explicita en la Ley. Su respeto hacia la Ley de Dios ha sido absoluto. En Mt
5,17-19 se nos muestra en plenl consonancia con el espíritu del A. T. y del
judaísmo en general. El dar cumplimiento a la Ley y a los profetas no puede
tener otro sentido que el del hacer ver una forma de cumplimiento más radical y
completa. En esto choca su forma de explicar la Ley de Dios de la de sus
contemporáneos. Cuando, en ocasiones, reacciona contra los usos legales del
judaísmo, lo hace precisamente para salvaguardar el espíritu de la legislación
veterotestamentaria, puesto en cuestión por la interpretación oficial de la Ley.
Esta forma de reaccionar se manifiesta tanto al nivel de la totalidad de la
legislación antigua cuanto al de los preceptos concretos.
Jesús, partiendo del mismo A. T., ha explicitado con claridad qué era lo
esencial y cuál era el sentido de la Ley de Dios. Afirmó categóricamente que el
doble mandamiento del amor era el mayor y principal de los mandamientos, el que
resumía la Ley y los profetas (Mt 22,34-40; Mc 12,28-34; Lc 10,25-28). ¿Cuál es
la relación entre este doble primer mandamiento y los demás preceptos de la Ley
de Dios? Ante todo, el primer mandamiento define el sentido último de la Ley.
Así lo ha predicado también S. Pablo cuando afirma que el precepto de no matar,
de no adulterar, de no robar, de no codiciar, etc., se resume en «amar al
prójimo como a uno mismo» (Rom 13,9-10). Todo precepto queda, en cierta medida,
relativizado al ser interpretado por el precepto del amor. Cae todo
prescriptivismo y todo formalismo legal cuando la Ley de Dios es vista desde la
dinámica interior que la anima. Muchos de los conflictos entre Jesús y las
autoridades judías radican en esta nueva interpretación de la Ley: el
mandamiento de honrar a los padres no puede ser invalidado por prescripción
alguna de un sacralismo cultual (Mc 7,9-13); la misma observancia del reposo
sabático nunca podrá impedir el hacer el bien al prójimo (Mc 2,23-28; 3,1-6).
¿Puede, sin embargo, el mandamiento del amor ser considerado como el principio
de una ética cristiana? Es preciso recordar que Jesús enseña que el amor es
también un precepto divino y que, por tanto, no desempeña el papel de principio
fundante de la moralidad. El punto de apoyo en que se funda la obligación m. es
la voluntad de Dios, tanto en la predicación de Jesús como en el A. T. Por otra
parte, no es posible partiendo sólo del amor hacer deducciones capaces de
estructurar un sistema ético. Tanto Jesús como la Iglesia han utilizado otros
criterios de discernimiento para juzgar lo bueno y lo malo: Ley natural, Ley
positiva, usos, etc., y no han deducido, sin más, consecuencias del ruandamiento
del amor. La función de éste es diferente: la de definir, como se ha dicho, el
sentido último de la Ley.
La ética, tal como aparece perfilada en la predicación de Jesús, tiene un
segundo aspecto importante, el de la relación que la actitud moral del hombre
tiene con el mensaje religioso de Jesús. Aflora aquí un cambio profundo en el
enfoque de la ética dado por Jesús respecto al del A. T. La visión de la moral
se desdobla en dos puntos de referencia: el uno sigue siendo el que observábamos
en la moral del A. T., que Jesús ha asumido en su integridad, la ética como una
obediencia a Dios, aspecto fundacional de la obligación ética; el otro mira
hacia adelante, pues encara la decisión ética con el futuro, si es lícito seguir
utilizando categorías temporales, el futuro del Reirlo o de la escatología. A
partir de la predicación de Jesús el hombre no sólo se siente emplazado ante el
Dios que ha dado a conocer su voluntad, sino ante el Dios que viene. Es en este
punto donde la persona misma de Jesús desempeña un papel decisivo. Él no sólo es
el anunciador escatológico del Reino, sino que el Reino y Dios mismo se hace
próximo en Él (v. REINO DE AROS).
El carácter crítico, a nivel histórico y a nivel personal, de la
intervención de Jesús es una consecuencia de lo dicho. Jesús ha exigido de sus
oyentes una decisión radical frente a Él y frente a su palabra, y esta decisión,
que es el acto de fe y abarca en su integridad a la persona, es por lo mismo una
decisión ética: el hombre tiene que adoptar una actitud de disponibilidad total
a Dios con la renuncia a cuanto sea un obstáculo (Mt 6,25-34; 19,16-22, etc.);
tiene que hacerse como un niño para participar del Reino (Me 10,13-16); no hay
ya posibilidad de compromiso, la disyuntiva es insoslayable (Mt 6,24). La forma
en que Jesús enfrenta al hombre con el Reino de Dios señala una ruptura con
cuanto precede. La historia humana ha llegado a su punto crítico en la acción y
presencia de Dios en la palabra y persona de Jesús. A partir de este momento,
todo hombre ve emplazada su propia vida ante el gran acontecimiento escatológico
del Reino frente al cual ha de optar y decidir.
La conversión del corazón predicada por Jesús y por la Iglesia, como
condición necesaria para entrar en el Reino, no es sino la crisis inicial en que
es puesta toda persona a la que llega la palabra de Jesús o de sus enviados (Me
1,15; 6,12 y par.). Implica descifrar la realidad de la propia existencia a la
luz de esa palabra que le revela el misterio de Dios, que viene al encuentro del
hombre. El pasado es juzgado desde el presente de la decisión o acto de fe que
lleva al hombre a orientar toda su existencia hacia Dios. La conversión, con la
que el hombre se abre al Reino de Dios, se mantiene, como actitud fundamental, a
lo largo de toda la vida: el hombre vuelto hacia Dios que le juzga hasta lo más
profundo de su ser y que le impulsa a ser testigo y a realizar la obra de Dios
en sus propias acciones. De esta forma la moral cambia de signo al dejar de
centrarse en el cumplimiento de una Ley que le ha sido notificada y hacerse un
principio de acción que lleva al seguidor del Reino a poner continuamente en
acto el designio amoroso y misericordioso del Padre. Toda posibilidad de
formalismo legal desaparece.
2. En San Pablo. El paso de Jesús a la Iglesia se efectuó sin graves
problemas. El espíritu de Jesús animaba a la primitiva comunidad y no queda
constancia de que se plantearán cuestiones de orden ético, muy diferentes de las
de los judíos contemporáneos. Los Hechos de los Apóstoles en sus primeros
capítulos nos describen a la primera comunidad de Jerusalén, compuesta de judíos
que aceptaron la fe, con rasgos que en nada parecen diferenciarla de un grupo de
judíos fervorosos (Act 2,42-47; 4,32-35; 5,12-16). Los cánones de su
comportamiento m. no parecen haber cambiado. El espíritu de Jesús animaba, sin
duda, esta comunidad. Los Hechos nos recuerdan su asiduidad a las liturgias del
Templode Jerusalén y un intento de puesta en común de los bienes, consecuencia a
la que les llevó el amor fraterno comunitario, pero que no se consolidó en el
futuro de la Iglesia.
Cuando S. Pablo aparece en el horizonte cristiano se había iniciado ya un
cambio cuyas repercusiones, en el planteamiento de la cuestión moral, iban a ser
amplias. Surgieron comunidades cristianas en áreas no judías. El primer grave
conflicto de la Iglesia naciente se suscitó en relación con ellas. Lo que para
los judíos convertidos era normal, la práctica de las prescripciones legales y
el seguir con los usos del judaísmo, resultaba una imposición intolerable para
gentes de cultura y costumbres helénicas. Es más, podía tener consecuencias
religiosas inaceptables para cualquier creyente al dar pie a una identificación
de la fe con un conjunto de prácticas y normas éticas que venían asociadas, dado
el carácter hebreo de los primeros predicadores cristianos.
La reflexión teologal de S. Pablo, elevada por el carisma de apostolado,
ha tocado de lleno esta cuestión. Con Cristo, Dios ha hecho irrupción en el seno
de la historia humana. En su muerte y resurrección se desarrolla esta
intervención divina como acontecimiento de salvación para todo hombre. El
Apóstol lo proclama y el hombre define su actitud ante el gran acontecimiento
con la fe o con la incredulidad. De aquí que su doctrina tanto desde el punto de
vista de las exigencias divinas como del de la respuesta del hombre a la
iniciativa de Dios, se articule en torno al concepto de fe, cuyo carácter ético
recalca S. Pablo. El hombre, mediante la fe se somete y obedece a Dios, de quien
se había alejado o a quien había desobedecido por el pecado. A veces los
términos fe y obediencia se usan indistintamente: el hombre cree u obedece a
Dios o al Evangelio (cfr. Rom 1,5; 6,16; 15,18; 16,19.26).
Para S. Pablo la muerte de Cristo implica la de la humanidad entera (2 Cor
5,14). Cristo aceptó la muerte física, vista como consecuencia del pecado, en un
acto de obediencia a Dios (Philp 2,8). Con ello ha dado el primer paso del
itinerario que iba a llevar a la restauración del hombre. El segundo momento lo
constituye la resurrección, en la que Dios crea el nuevo hombre por el
Resucitado, para que, asociándose a Él, el creyente recupere la vida y se haga a
su vez una nueva creación (2 Cor 5,17; Gal 6,15; v. MUERTE V). Creer es, en
consecuencia, un ver en la Muerte y Resurrección de Cristo (v.) la obra
salvadora de Dios. No es puro asentimiento intelectual, ni siquiera una fe
histórica. Por la fe el creyente acepta el juicio de Dios sobre la maldad humana
y sobre su propio pecado hecho realidad en la cruz de Cristo y se acoge a la
salvación que le llega bosquejada en la figura del Resucitado. S. Pablo
explicita esta doctrina en su descripción del Bautismo: Rom 6,1-23. Las
consecuencias para su concepción de la actitud ética cristiana son importantes.
Lo que ha acontecido a Cristo en su Muerte y en su Resurrección es cuanto
acontece al creyente en el simbolismo sacramental del Bautismo (Rom 6,1-11; v.).
Todo bautizado ha sido con-crucificado con Cristo en su propio Bautismo, con Él
ha muerto, con Él ha sido con-sepultado. Su propio ser de pecado («cuerpo de
pecado») ha sido destruido a una con el Cuerpo de Cristo en la cruz. La salida
de las aguas bautismales reproduce y desvela el misterio de la entrada del
creyente en la nueva vida gloriosa de Cristo, de la que participa. A partir de
este momento ha dado comienzo una nueva vida para todo creyente. Este nuevo modo
de vivir, desde el punto de vista ético, es, dicho por S. Pablo, obediencia lo
servicio. El creyente sirve o es siervo de Dios (1 Tim 1,9), de Cristo (Rom
14,18; 16,18), sirve a los demás por amor (Gal 5,13), o simplemente, sirve en la
novedad de un espíritu (Rom 7,6), que se opone a su antigua vida de servicio del
pecado (Rom 6,6.25). Por hallarse, en el presente, situado entre dos mundos
antagónicos, el de la carne o del pecado y el de la gracia, su esfuerzo moral
debe consistir en hacer triunfar las fuerzas de la vida y resurrección que
actúan en él, dando muerte al pecado y al mal que todavía le rodean. Nos habla
de «los miembros» que no deben hacerse «armas de la injusticia para el pecado»,
sino «armas de la justicia para Dios» (Rom 6,13; 13,12). La vida moral del
cristiano es concebida como una lucha escatológica que se desarrolla en la
propia persona de todo creyente, entre el viejo mundo del pecado del que sólo
será liberado en la resurrección, y el mundo nuevo que actúa ya en el presente (Philp
3,10).
La vida moral del creyente se desarrolla en dos direcciones, ha de evitar
el mal o el pecado, y ha de poner en práctica el bien en todas sus formas (Rom
12,9-12; 13,8-10). La fórmula densa de Rom 12,21: «No te dejes vencer por el
mal, sino véncele con el bien», traduce este pensamiento. Volviendo sobre la
regla de oro del Evangelio, S. Pablo resume el bien en el amor a los demás en el
que el cristiano imita y se hace partícipe del amor generoso de Dios, lo refleja
en su vida y lo manifiesta ante la creación entera, como lo fue el de Cristo.
Con una frase precisa expresa el Apóstol este pensamiento: «Hermanos, habéis
sido llamados a la libertad; pero que esa libertad no sea pretexto para servir a
la carne, sino, por el amor, haceos esclavos unos de otros» (Gal 5,13). El
cristiano es ya un ser libre, liberado de toda Ley, porque en el amor cumple en
toda su profundidad y extensión la voluntad de Dios. La coherencia de la
doctrina paulina con el contenido ético de la predicación de Jesús es absoluta.
Por el amor el hombre se hace verdadero cumplidor de la voluntad divina. La Ley
de Dios, también para S. Pablo, se resume en el mandamiento del amor (Rom
13,8-10; Gal 5,4).
La vida moral tiene un carácter cristológico en los escritos de S. Pablo.
El cristiano está destinado a ser semejante a la imagen del Hijo de Dios (Rom
8,29). Toda su vida se perfila como una imitado Christi verdadera y óntica. La
trasformación que se ha efectuado en el Bautismo ha de extenderse a toda su
vida, hasta que llegue a ser semejante a Cristo. La muerte bautismal debe
traducirse en un estado o situación permanente de muerte al mal y al pecado (Rom
6; 8,13.36; Gal 5,24), lo que constituye la real y verdadera mortificatio
christiana, que, en términos éticos, expresa el aspecto negativo de la
moralidad: renuncia al mal. Por su inserción en lo cristológico, la vida ética
se constituye en parte integrante de la vida cristiana.
Esta claridad del planteamiento teórico de la moralidad se mantiene,
aunque sea menos visible, cuando descendemos al campo de una moralidad concreta
al nivel de códigos y pautas del comportamiento. S. Pablo moraliza con
frecuencia en sus escritos, pero esta moralización tiene un tono exhortativo y
nunca puede ser interpretada como un mero prescriptivismo ético. Los juicios que
ha hecho sobre la Ley mosaica impiden cualquier reducción de las normas que da a
sus comunidades, a simples preceptos legales o éticos. Moral y concepción
teológica van siempre juntas, están íntimamente vinculadas, lo que indica que la
moral no es separable de la valoración cristiana de la realidad y que no puede
constituirse en dominio autónomo.
El principio de distinción entre el bien y el mal, es en sí mismo claro.
Su traducción a lo concreto de la existencia, es en cuestiones fronterizas
frecuentemente dificultoso y está vinculado a las circunstancias y problemas de
la época y del ambiente. En los escritos de S. Pablo se trasparentan problemas y
actitudes de procedencia semítica o helénica (cfr. 1 Cor 14,34-35; Eph 6,5-9).
Procede, no de una manera teórica, sino concreta; por eso las cuestiones que
plantea y resuelve en sus Cartas son sólo las que sentían las comunidades
cristianas de su tiempo. De ahí la ausencia de otros temas importantes, pero en
aquellos tiempos de menor urgencia, como, p. ej., el del orden social, el de las
relaciones entre educación pagana y cristiana, etc. Da por supuesto que todo
cristiano necesita comportarse como óptimo ciudadano y como hombre justo en sus
relaciones con los demás.
3. En San Juan. Los escritos joaneos se sitúan cronológicamente a finales
del s. i, lo que nos permite apreciar una de las líneas de evolución que ha
seguido el pensamiento cristiano. S. Juan ha creado un cuerpo doctrinal orgánico
y compacto, ha heredado una tradición cristiana que ha trasformado con nuevas
perspectivas. Como en el caso de S. Pablo, la ética es en S. Juan parte
integrante de su teología. Parte de una visión del mundo sometido a una tensión
bipolar, Dios y el mal, y de la historia como el campo en el que desde los
orígenes se está dilucidando la batalla entre Dios y Satán, entre la verdad y la
mentira, luz y tinieblas, amor y odio. La función de la Palabra (Logos) de Dios
en el mundo determina el carácter de esta lucha: la Palabra ha estado presente
desde los orígenes iluminando al mundo (lo 1,4.5.10) y los hombres han acogido o
rechazado su luz. Cuando la Palabra se hizo carne (lo 1,14) esta lucha llegó a
su punto crítico. La suerte del mundo se define en la decisión de los hombres
frente a la Palabra de Dios encarnada y tal decisión es el creer o no creer en
Jesús, en cuanto Palabra y verdad, o en sus palabras que manifiestan la verdad.
Como en S. Pablo, la fe es para S. Juan una actitud integral de la persona
ante la manifestación de Dios en Jesús. Creer es situarse y actuar dentro de ese
universo de luz y de verdad que Cristo ha hecho emerger en su persona, vida y
palabra. Es discípulo de Cristo quien ha escuchado su palabra, la ha aceptado y
la ha puesto en práctica, pues Cristo es camino, verdad y vida del hombre (lo
14,4-11). El carácter realista de su forma de describir la vida cristiana ha
sido dicho con gran variedad de metáforas: el que cree camina en la luz (lo
12,35-36); hace la verdad (lo 3,21); la justicia (1 lo 3,7.10); pone por obra lo
que agrada a Cristo (1 lo 3,22). Los correlativos son igualmente ilustrativos:
el que no cree permanece en el mundo de las tinieblas y hace las obras del
diablo (lo 8,39-44). Todo este cuadro de referencias descubre la manera con que
S. Juan concibe el comportamiento ético del cristiano. No hay posibilidad de
establecer una relación de oposición entre creer y obrar moralmente. Creer y
obrar mal son antagónicos.
Cuando nos preguntamos cómo entiende S. Juan lo que es hacer el bien, la
respuesta nos llega de forma absolutamente simplificada: obrar el bien es amar a
los demás. El amor no sólo es el criterio cognoscitivo de que se está en la luz,
sino la realidad misma de la luz dentro de la que vive, el creyente (1 lo
2,10-11). Encontramos una limitación y cierto exclusivismo en la forma de
expresar el mandamiento del amor. Juan sustituye el amor a los demás en general
por el amor a los hermanos. No intenta evidentemente corregir el dicho sinóptico
acerca del amor a los enemigos (Mt 5,43-48), sino subrayar la perspectiva en la
que ha situado el amor de los cristianos entre sí. Con ello nos hace ver el
sentido eclesiológico del amor de la comunidad cristiana: el amor de los
miembros de la comunidad entre sí presencializa en el interior de este mundo,
dominado por las tinieblas, el amor de Cristo y del Padre. De aquí la dimensión
escatológica que la comunidad efectúa* en el mundo: como prolongación del amor
de Dios y de Cristo, ella ejerce la función de juicio sobre toda ética y sobre
toda ideología.
Cuando descendemos al terreno concreto de la realidad ética, vemos que S.
Juan es extremadamente sobrio al tratar dé describir lo que puede ser un buen
obrar o un comportarse moralmente. Probablemente ningún otro escritor
neotestamentario ha sido menos concreto. Es fácil entender lo que quiere indicar
por amor a los hermanos. Al dar como abolida la normatividad ética de la Ley,
por quedar reducida al precepto del amor, nos encontramos con que el juicio
ético sobre los propios actos recae en. la decisión personal del hombre sobre lo
bueno y lo malo, acerca de lo que deberá pronunciarse y optar en cada
circunstancia o situación. Elimina la posibilidad de caer en un subjetivismo
ético: el cristiano ha sido iluminado y está en posesión del Espíritu de Dios
que actúa en él, mostrándole la verdad y guiando su vida. La decisión moral cae
de lleno en el radio de acción del Espíritu. De esta forma la subjetividad,
sobre todo en el sentido de autonomía, queda eliminada ya que es Dios mismo o su
Espíritu quien obra en el interior de todo cristiano y el creyente tiene
conciencia de esta realidad.
La base o fundamento último de la moralidad sigue siendo para S. Juan,
como para toda la revelación bíblica, Dios y su voluntad. Y la voluntad de Dios
se resume y sintetiza en el amor a los hermanos. Quien ama a sus hermanos es un
ser moral, más aún, el único hombre que puede ser dicho verdaderamente moral, ya
que es el único que cumple realmente el designio de Dios.
V. t.: LEY VII,2,3 y4.
BIBL.: Además de las obras que citamos, remitimos al lector a los estudios de Teología bíblica (v.), tanto del A. como del N. T., pues todas, de una u otra forma, abordan cuestiones morales. J., COPPENS, La connaissance du bien et du mal et le péché du Paradis, Lovaina 1948; A. M. DUBARLE, La condition de 1'homme dans 1'A. T., «Revue Bibliquen 63 (1956) 321-345; C. TRESMONTANT, La doctrine morale des prophétes d'lsrael, París 1958; N. LoHFINK, Das Hautpgebot. Eine Untersuchung literarischer Einleitungsjragen zu Dtn 5-11, Roma 1963; S. PORUBCAN, Sin in the O.T. A soteriological Study, Roma 1963; PH. DELHAYE, Le décalogue et sa place dans la morale chrétienne, Bruselas 1963; T. LARRIBA, Caminó en la presencia del Señor, Pamplona 1970 (policopiada); J. DUPONT, Les Béatitudes, Lovaina 1954; R. SCHNACKENBURG, El testimonio moral del Nuevo Testamento, Madrid 1965; C. SPIcQ, Teología moral del Nuevo Testamento, Pamplona 1970; íD, La conscience dans le N. T., «Revue Bibliquen (1938) 50-80; íD, La morale paulinienne, en Morale chrétienne et requétes contemporaines, París 1954, 47-70; G. DIDIER, Désintéresement du chrétien. La rétribution dans la morale de S. Paul, París 1956; C. SPICQ, Vie morale et Trinité selon S. Paul, París 1957; L. CERFAUX, Le chrétien dans la Théologie paulinienne, París 1962; A. VÓGTLE, Die Tugend und Lasterkataloge im N. T., Münster 1936; O. PRUNET, La morale chrétienne d'aprés les écrits johanniques, París 1957; N. LAZURE, Les valeurs morales de la Théologie joannique, París 1965; J. M. CASABó, La Teología moral en San luan, Madrid 1970; F. M. BRAUN, Morale et Mystique á Vécole de S, lean, en Morale et requétes contemporaines, París 1954, 71-84.
MIGUEL ÁNGEL R. PATÓN.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991