Modernismo Teológico
1. Exposición de los hechos. 2. Historia íntima de la crisis modernista. 3. Explicación de la actitud modernista. 4. El juicio , del Magisterio. 5. Hacia la raíz de una actitud. 6. Enseñanzas de un capítulo de historia.
Por m., en sentido teológico, se entiende una corriente de pensamiento promovida por algunos pensadores católicos de fines del s. XIX y comienzos del XX, con el fin de conciliar la fe con algunos principios de la filosofía que ha dado en llamarse a sí misma «filosofía moderna» y con ciertas teorías de la crítica histórica; corriente de pensamiento que dio lugar a una crisis religiosa y fue objeto de importantes actos del magisterio de S. Pío X: precisamente la encíclica Pascendi (1907) consagró este uso del término, al sistematizar el movimiento m. y determinar el sentido de su condena.
1. Exposición de los hechos. No sería comprensible
la crisis modernista, sin tener presente la generalización del racionalismo y
del agnosticismo en el pensamiento occidental, a partir de Kant. Tal pensamiento
había ejercido un fuerte influjo sobre la teología protestante, de modo
particular en Alemania, donde se encontraba el centro de las nuevas corrientes
filosóficas, dando lugar al llamado protestantismo liberal (V. LIBERAL,
TEOLOGÍA) que acabó negando la inspiración de la S. E., los milagros y
profecías, la divinidad de Cristo; y presentando la Biblia como una simple
colección privilegiada de experiencias religiosas. Estas ideas habían de ser
difundidas en el resto de Europa por A. Sabatier (v.), en su famosa obra
Esquisse d'une philosophie de la religion d'aprés la psychologie et 1'histoire
(1897). Para Sabatier, la esencia del cristianismo reside «en una experiencia
religiosa, en una revelación íntima de Dios obrada por primera vez en el alma de
Jesús de Nazaret, que se verifica y repite, sin duda menos luminosa, pero
claramente reconocible, en el alma de todos sus verdaderos discípulos»
(187-188). Jesús sintió con Dios una relación filial, mirándolo como a Padre
(184), sentimiento que había de hacer posibles las posteriores experiencias
reproducidas en sus seguidores. Para este autor es preciso, sin embargo,
distinguir esas experiencias vitales de las explicaciones teológicas y dogmas
que de ellas se han deducido. De este modo, los dogmas no serían -para Sabatier-
más que la traspgsición de emociones «en una noción intelectual que se
constituye en su imagen expresiva y su representación», es decir, «su enoltura»
(305), y, por tanto, sería el elemento variable y' sujeto a cambio. En este
clima intelectual surgió el m.
Los hechos fundamentales son los siguientes. En 1875 se había fundado el
Instituto Católico de París, en el que se creó una Escuela Superior de Teología
el año 1878. En torno a este centro, un grupo de pensadores, sacerdotes y
algunos laicos, preocupados por la situación de la cultura eclesiástica, se
propusieron elevar su nivel, con la ayuda de las ciencias profanas. Así, L.
Duchesne (v.) comenzaría a aplicar los nuevos métodos críticos a la historia de
la Iglesia. Con Duchesne colaboraba un joven sacerdote, Alfred Loisy (v.), que
no tardaría en obtener (1890) el nombramiento de profesor titular: se proponía
llevar a cabo una labor semejante a su maestro, pero en el terreno de los
estudios histórico-bíblicos. La dudosa ortodoxia de sus publicaciones no tardó,
sin embargo, en levantar sospecha, hasta verse desposeído de su cátedra por
decisión de la jerarquía. Entre tanto, en 1893, Maurice Blondel (v.), profesor
de filosofía, publicaba su tesis doctoral sobre L'Action, en la que se proponía-
abrir nuevas bases apologéticas, fundándose igualmente en los postulados de la
filosofía poskantiana.
Bajo la dirección de Loisy y de Lejay comienza a aparecer la Revue d'histoire et
de littérature religieuses, órgano de las nuevas ideas; papel semejante, en el
campo filosófico, habían de jugar los Annales de philosophie chrétienne, donde
colaborarían Blondel y un sacerdote, Marcel Hébert, profesor en la Ecole Fénelon.
En dic. 1894, aparecía la Revue du clergé frangais, con un fin más de
divulgación y destinada sobre todo a sacerdotes. En torno a estos ideales y
órganos de difusión se van agrupando una serie de hombres: el Barón Friedrich
von Hügel, íntimo amigo de Loisy y de Blondel, vehículo fundamental de ligazón
entre el movimiento m. francés y los representantes de esta tendencia en
Inglaterra e Italia; Albert Houtin, sacerdote también, y después uno de los
principales historiadores de la crisis; otro clérigo, loseph Turmel; Mons.
Mignot -más tarde arzobispo de Albi- que será siempre un defensor del
movimiento, aunque procure moderar sus excesos; el Abbé Birot, su futuro Vicario
General, etc.
Entre tanto, en Italia Romulo Murri había fundado un periódico, Cultura sociale
(1899), y la «Lega democratica nazionale», que agruparían las fuerzas de lo que
después sería el m. social italiano, con abundantes concomitancias y simpatías
con la revista Studi Religiosi, en la que habían de colaborar los más claros
representantes del movimiento italiano; entre ellos, otros dos sacerdotes:
Giovanni Semeria y Ernesto Buonaiuti.
En 1902 este movimiento de ideas estalló en crisis. Había mediado un periodo de
incubación, durante el cual -sin que dejaran de despertar inquietudes- este
conjunto de hombres contaron con la general simpatía demuchos espíritus,
deseosos de un progreso de la teología. Ocasión definitiva para la crisis fue
L'Evangile et 1'Eglise (París 1902) de Loisy, obra que produjo un inmenso
revuelo en los medios católicos por lo peligroso de las ideas propuestas,
claramente tendentes a negar la divinidad de Cristo y la institución divina de
la Iglesia y de los sacramentos. Inmediatamente surgieron críticas en defensa
del dogma católico, pero Loisy, en lugar de retractarse o suavizar sus
posiciones, las reafirmó con mayor nitidez en un nuevo volumen: Autour d'un
petit livre (París 1903). No faltaron, sin embargo, los partidarios del exegeta
y la polémica creció. Muy pronto se unió a las posiciones más avanzadas de Loisy
el ex jesuita inglés George Tyrrell, especialmente en sus obras Lex credendi
(Londres 1906) y A much abused letter (Londres 1906), quien ya antes había
publicado varios escritos de clara inspiración modernista bajo seudónimo, como
Religion as a factor of Life (1903). y The Church and the Future (1903).
La Santa Sede se vio, finalmente, obligada a intervenir, condenando con el
Decreto Lamentabili sane exitu (3 jul. 1907) los graves errores cometidos
-señala en su introducción- por escritores católicos «en gran número», que «bajo
pretexto de una inteligencia más profunda y de investigación histórica, buscan
un progreso de los dogmas que es, en realidad, su corrupción» ASS 40 (1907) 470.
En septiembre del mismo año, un documento más extenso, la encíclica Pascendi,
realizaba un profundo análisis del movimiento, al que unía no sólo la condena de
errores concretos sino, lo que es más importante, de toda una actitud: la
actitud de la que había surgido la crisis m.
A partir de la Pascendi el movimiento se dispersó bastante rápidamente, porque
Tyrrell murió en 1909. Loisy pasó abiertamente al racionalismo abandonando el
sacerdocio y la Iglesia (1908), como antes habían hecho ya Houtin, Hébert y
Murri y como habría de hacer más tarde Buonaiuti (1926), el último campeón del
m. católico. En realidad, después de la publicación del Motu proprio Sacrorum
antistitum (1910) puede decirse que la crisis había sido resuelta, aunque el
problema que la suscitó -tensiones entre la fe y el llamado «pensamiento
moderno»- continuaría vivo y, por tanto, susceptible de replantearse.
2. Historia íntima de la crisis modernista. El m.
-señala la Pascendi- mina el carácter sobrenatural de la Iglesia «no desde
fuera, sino desde dentro... en sus mismas entrañas» ASS 40 (1907) 594; se
comprende, por tanto, que fuera un movimiento oscuro, confuso, donde muchas
cosas aparecen sólo insinuadas, y cuya verdad total habría de permanecer
relegada, en buena parte, a la historia íntima de unas almas. De esta historia
íntima, sin embargo, han quedado innumerables documentos autobiográficos,
cartas, etc., de los que hoy es posible disponer (puede verse una completa
relación de fondos en E. Poulat, Histoíre, dogme et critique dans le crise
moderniste, París 1962, 33-42), pues en buena parte están ya publicados. Esto
permite conocer ahora con mucha mayor claridad cuál fue la importancia exacta de
esa actitud, a la que la Pascendi responsabiliza de haber «aplicado la segur, no
a las ramas, ni tampoco a débiles renuevos, sino a la raíz misma; esto es, a la
fe y a sus fibras más profundas» ASS 40 (1907) 594; así podemos ahora saber bien
en qué consistió el proyecto modernista, cómo se llevó a cabo y hasta dónde
alcanzó el rechazo de la Iglesia.
a) Los protagonistas de la crisis: su diversidad. La variedad de campos de que
partieron y, sobre todo, la di- versidad de conductas e intenciones, patente a
un estudio sincero, es dato imprescindible para hacerse cargo de la verdadera
realidad de la crisis y valorar en profundidad lo esencial de la actitud que la
provocó: el fundamento de su unidad.
De una parte, están personajes como Hébert y Houtin, de perfiles claros, con una
crisis violenta, que les llevará a abandonar pronto su vocación -los dos fueron
sacerdotes- y su fe; y que sostendrán como única postura posible la deserción
abierta de la Iglesia.
Marcel Hébert, p. ej., fue un hombre de vasta cultura, con aficiones
filosóficas, aunque poco profundo; dotado de gran capacidad para rodearse de
amigos, educador nato, director de la École Fénelon, puesto del cual fue
destituido en 1901 a raíz de la publicación de su libro Souvenirs d'Assise
(1899), obra en la que mostraba ya haber perdido la fe. Romperá definitivamente
con la Iglesia en 1903. Para Hébert, ni hay un Dios personal, ni existe lo
sobrenatural cristiano: sólo un sentimiento religioso que tiende a hacer mejores
a los hombres independientemente de la existencia y la creencia en un Dios
personal; sentimiento que concibe como creación de la conciencia humana
-connatural a ella- y que juzga debe evolucionar progresivamente desde su estado
actual idealizado -tal es el calificativo que le merece, y la empobrecida idea
que se forma de la «fe sobrenatural»hasta alcanzar lo que considera su plenitud
en el «retorno a la fe natural». Hébert, después de separarse de la Iglesia,
optará por dedicar sus esfuerzos a la acción social -enrolándose en el Parti
ouvrier belga- desde donde aspirará a preparar el terreno y a crear el clima
adecuado para el advenimiento de «una humanidad mejor» y la instauración de su
«religión de la conciencia humana».
Turmel, Loisy, Tyrrell son personalidades mucho más complejas y confusas, a
menudo desconcertantes: durante años practican -ejemplarmente, en apariencia-
una fe con la que han roto del modo más radical en su corazón -así lo confesarán
más tarde-, a cuya destrucción consagran todas sus energías. A los once años,
contará Houtin, su certificado de estudios había dado a Loisy «la vaga
suposición de la gloria a la cual pueden conducir los trabajos del espíritu»; y
esta gloria se convirtió para él en una fiebre en la que había de quemar toda su
vida. Ya en el Seminario comienza a acariciar el proyecto de una puesta al día
del cristianismo. Antes de cumplir los 30 años, entre 1883 y 1886, ha abandonado
todas sus creencias teológicas. Sin embargo, se incrusta insinceramente en la
Iglesia para reclutar compañeros para su empresa de reformar la Iglesia, cuando
opina que es irreformable y ha de ser exterminada como el más grande enemigo del
progreso. En una perpetua dualidad, juega siempre a oscurecer su pensamiento con
la expresión que le da. Cuando en 1902 publica L'Evangile et PÉglise hace cerca
de 20 años que no tiene fe: sin embargo, dejará que sus amigos -p. ej., Mons.
Mignot- defiendan su sinceridad y su fe, enfrentándose al juicio del Magisterio.
Aún a los más íntimos oculta su incredulidad fundamental -sólo una vez,
creyéndose a las puertas de la muerte, desvelará su secreto a Houtin-, y
mantendrá esta postura hasta salir de la Iglesia. Sus escritos autobiográficos (Choses
passées, París 1913; Memoires pour servir a l'histoire religieuse de nótre temps,
París 1930-31) revelarán la evolución de su alma: ese secreto brutal que da la
clave de una vida de cálculo y de engaño e insinceridad aparentemente al
servicio de grandes ideales, que procura teñir con losmás nobles colores, pero
con un único fin «real aunque inconfesable: su gloria, nada más que su gloria».
Por eso, señalará Houtin, sus éxitos no le satisfacieron, porque eran incapaces
de cubrir el abismo entre la misión de que se quería investir y la inmensa
soledad de su pobreza de alma (para una biografía completa, v. LOISY).
Finalmente, Mons. Mignot, Blondel, el Barón von Hügel, el Abbé Birot, etc., son
hombres de cuyo deseo de permanecer en la fidelidad a la Iglesia -tan cierto y
profundamente honrado como íntimamente contradictorio con algunas de sus
actitudes y pensamientos- no cabe dudar. Su afán de resolver los problemas
planteados por la situación moderna de la cultura les llevará primero a
compartir -manteniéndose, sin embargo, creyenteslas afirmaciones de quienes,
como Loisy, no tienen otro empeño que socavar los fundamentos de una fe que han
abandonado. Después, aún aclarado todo posible equívoco por la intervención del
Magisterio y la confesión de incredulidad de Loisy, seguirán no obstante
-rechazando las disposiciones del exegeta: su falta de fe, su insinceridad-
aferrados a la idea de la verdad esencial dé su método. Hasta el punto de ver en
la condena del Magisterio, que aceptan, pero no consiguen comprender en su
valor, un compás de espera hacia los nuevos caminos de la teología, que piensan
han de abrirse algún día.
Así Maurice Blondel (v.) es un hombre sinceramente piadoso. No han dudado en
reconocerlo los más decididos adversarios de sus ideas: atravesado de parte a
parte -dirá Tonquedec- por una gran aspiración hacia Dios y lo sobrenatural.
Esta piedad, y una cierta formación teológica, le hacen pronto desconfiar de las
audacias de Loisy: cuando nadie conoce aún su terrible secreto, él sospecha que
sus escritos -aunque en tantos puntos coincidentes con su propia postura-
ocultan una velada pérdida de la fe. Sin embargo, con su pensamiento se
encuentra cerca del exegeta: «su introducción me procura el bienestar de la luz
-dirá a Loisy-. Me ha hecho sentirme a gusto. Puedo afirmar sin jactancia que me
redescubro, es decir, que Vd. expresa ciertos puntos de vista, un método, un
espíritu en el que trato de inspirarme. Pienso que, de modo semejante a esas
fuerzas naturales y divinas cuyo irresistible crecimiento Vd. muestra y ayuda a
obrar, en su exposición se encuentran cosas que no podrán dejar de ser admitidas
un día... En resumen, acepto con alegría todo el cuadro que traza, todas las
ideas matrices de su obra y, especialmente, esa idea de que el Espíritu divino
ha fecundado, como un fermento, a la Humanidad entera: no viendo en la Biblia
más que el principal instrumento a través del cual el soplo difuso de Dios, poco
a poco, ha ido modulando sonidos cada vez más puros y pujantes» (Carta de 7 mar.
1903, en Marlé, Au coeur de la crise moderniste, París 1960, 106-8).
b) Comunidad del proyecto. Esta amplia gama de vidas y hombres, tan distintos
entre sí, que a veces sostuvieron controversias, algunos de los cuales
abandonaron y otros conservaron su fe, tenían, sin embargo, un proyecto en
común: poner de acuerdo la fe con el «pensamiento moderno», haciendo para ello
las reformas que fueran necesarias en la doctrina de la fe. Por eso, Loisy
precisaba a Houtin que sus trabajos pretendían impulsar «una reforma no
solamente de los estudios eclesiásticos sino de la enseñanza católica en
general, y de lo que he llamado el régimen intelectual de la Iglesia» (Carta de
19 feb. 1906: Poulat, o. c. 349); y Hügel reconocía entusiasmado que nada más a
propósito que la obra del exegeta para «contribuir a la modificación de la
manera de presentar, de concebir el catolicismo, aún por la misma iglesia
oficial» (Carta de 15 nov. 1902: cfr. Loisy, Memoires, o. c. 11, 157). Blondel,
sin duda el más movido, entre los protagonistas de la crisis, por un afán de
renovación apostólica, no dudará en expresar a Loisy su convicción de que «la
crisis religiosa que sufrimos no se resolverá sino por virtud de la nueva
síntesis teológica» que prepara (Carta de 15 feb. 1905: Marlé, o. c. 88). Por su
parte Tyrrell, cuando propone su doctrina sobre la fe, proclama que es el fruto
a que ha llegado después de años en su intento «por penetrar un hecho tan
complejo como es la dirección del pensamiento moderno y sus exigencias
religiosas» que le han hecho ver el sentido «en que debe desarrollarse la
religión, si todavía debe dar y recibir vida en la civilización contemporánea» (cit.
por D. Petre, Autobiography and Life of George Tyrrell, Londres 1912, 11, 276).
En función de este proyecto se presentan a sí mismos como los innovadores que
necesita la Iglesia, los viveros donde se. forja la nueva era cristiana, el
núcleo selecto de los que perciben -adelantándose a una masa todavía no
sensibilizada para captarlas- las exigencias del cristianismo del porvenir. Dan
por supuesto que serán objeto de críticas, pero en el fondo no les importa:
porque, no consideran la posibilidad de equivocarse y, si no se les entiende,
será -a su juicio- fruto de la incompetencia del ambiente, que nada quita a la
obligación de cumplir con lo que consideran que es una misión histórica.
c) Unidad de la actitud. Pero no es sólo un proyecto en común lo que une a los
modernistas; es, sobre todo, la actitud con que lo abordan: la seguridad en el
propio juicio sobre lo que ha de ser el cristianismo del futuro.
Es importante resaltar que este elemento se da igualmente en quienes conservaron
la fe (Blondel) y en quienes iban a perderla (Loisy). El 25 feb. 1897, Loisy
iniciaba su contacto epistolar con Blondel, acusando recibo de su Lettre sur 1'apologetique:
«Yo le remito también mi propio manifiesto. Nosotros somos unos innovadores. Su
filosofía puede entenderse con mi exégesis. Se dice que ambas tienen un trazo
común: haber sido desaprobadas como heterodoxas y haber escapado (esperémoslo) a
las censuras que algunos querían hacer recaer sobre ellas... Pero ... nosotros
predicamos en el desierto, así lo temo ciertamente, entre los fanáticos de la
ciencia y los racionalistas de la fe. Ello no prueba que nos hayamos equivocado,
al contrario. Solamente, que resulta natural que nos encuentren insoportables,
importunos, temerarios y ligeramente embrollados con el sentido común, es decir,
el sentido guardián de la rutina» (Carta de 25 feb. 1897, Marlé, o. c., 34-35).
Y Blondel le contestará: «Por lo demás, me parece que, en conjunto, ambos
tenemos una misma inspiración, una locura semejante. Nos parece evidente que la
crisis religiosa que sufrimos no se resolverá por virtud de la escolástica en un
retorno al fijismo medieval... sino al reemplazarla por otra nueva
sistematización filosófica... por otra síntesis teológica...», una síntesis
fundada, a diferencia de la escolástica, en el principio de inmanencia. Sin
duda, añade, es una empresa ardua, que les va a suponer sufrimientos,
incomprensiones, «pero ahora me parece que no es demasiado difícil conservar una
apacible serenidad, sin otro sentimiento que la compasión para unos hombres
-cuantos no piensan como ellosque son las primeras víctimas de una formación tan
general, tan adoctrinante, que los pobres individuos aislados no son, en
absoluto, responsables. Et cum sis sapiens,suf fer insipientes... libenter,
c'est mon voeu» (Carta de 15 feb. 1903, Marlé, 88).
Más importante aún es comprobar que, también en todos, esta confianza en el
propio pensamiento, les llevará a poner su juicio por encima del juicio del
Magisterio: «sus doctrinas -señala la Pascendi- les llevan al desprecio de toda
autoridad... y nada omiten para que se atribuya a celo sincero de la verdad» ASS
40 (1907) 595 lo que no es más que obstinación en el propio juicio.
Obstinación que les conducirá, en la mayor parte de los casos, a romper con la
Iglesia, pero manteniendo siempre la pretensión de que lo hacen por defender la
verdadera faz de la Iglesia, y acusando a la autoridad eclesiástica con modos y
formas desaforados: «no cabe duda -escribía, p. ej., Tyrrell- que nuestra
actitud presente (ante el Papa y la Santa Sede) ha de ser la de Cristo ante
Herodes: fingir que se ignora la existencia de esas personas» (Carta de 9 jun.
1906: D. Petre, 11, 347 (cfr. Carta de 3 en. 1908: D. Petre, II, 349).
Pero aun en quienes no rompen con la Iglesia -y no llevan, por tanto, a tal
extremo sus ataques-, la rebelión al Magisterio es fuerte y sostenida: a poco de
publicarse la Pascendi, Blondel escribe a Hügel, aconsejando de momento callar,
porque no conseguirán poner fin a los «errores» de la Autoridad «mediante una
resistencia intelectual y unas demostraciones científicas» -tan seguros están de
sí mismos- sino tratando de vivir la caridad «por encima de la ciencia y la
justicia desconocidas» (Carta de 5 nov. 1907; Poulat, o. c., 588). Parecidas
expresiones se encuentran en Mons. Mignot, en el Abbé Birot, etc. A propósito de
la condena de Loisy, este último escribiría al Abbé Fremont, que había tratado
de hacerle ver los errores del exegeta: «por mi parte, continuó deplorando la
condenación en sí misma. Hasta nueva orden, la considero efecto de una querella
de escuela, como la de Descartes, como la de Galileo. En todo momento M. Loisy
ha afirmado su fe y se ha conducido siempre como si la tuviera. Pero los
teólogos están demasiado inclinados a confundir el dogma, que es la regla de la
fe, con los sistemas dialécticos que la justifican -para ellos- ante la razón»
(Carta de 11 feb. 1904: Poulat, 428).
Hacía, entre tanto, más de veinte años que Loisy había roto con su fe, en
secreto, pero trascendiendo en mil detalles: sin embargo, este grupo de
eclesiásticos estaban demasiado obcecados para darse cuenta. Resulta duro leer
las frases que, mientras hacían esta defensa suya, iba anotando Loisy en su
diario: «no encontraría ninguna ventaja espiritual en pensar que hay tres
personas en Dios, o en tratarle como una persona. Desde hace tiempo no puedo
rezar a Dios como uno rogaría a un personaje de quien se espera un favor. Mi
oración consiste en recogerme en mi conciencia para decidir lo que yo creo bueno
y lícito... me parece evidente que la noción de Dios no ha sido jamás otra cosa
que una suerte de proyección ideal, un desdoblamiento de la personalidad humana,
y que la teología no ha sido ni podrá ser jamás otra cosa que una mitología más
y más depurada» (Choses passées, 308-313).
3. Explicación de la actitud modernista. Conviene
observar que esta comunidad de actitud, de seguridad en el propio juicio hasta
la rebelión -más o menos abierta- al Magisterio, se funda precisamente, y de
modo también común, en un previo desorden en la comprensión de las relaciones
entre fe y ciencia.
No cabe duda que la teología católica sufría, en el terreno abonado al despertar
de mil inquietudes intelectuales que constituye el comienzo de nuestro siglo,
una doble y fuerte sacudida: con la crítica del positivismo histórico y con las
corrientes subjetivistas y relativistas del pensamiento moderno. Por otra parte,
dado el gran número de trabajos realizados por autores protestantes o no
creyentes con esa dirección, no resultaba fácil utilizar el necesario bagaje
técnico sin dejarse influir por ese pensamiento.
Estas dificultades venían agudizadas por una situación de hecho: el atraso de
los estudios críticos en el campo católico y la poca altura de los trabajos de
buena parte de los teólogos de la época. De todos modos, éste no explica el m.:
Loisy reconoció expresamente que sus dudas «no provenían de la mediocridad de la
enseñanza que me fue dada... podría haber sido más sustancial y no me hubiera
causado menos angustiosas perplejidades» (Choses passées, 29-31). Provenían del
«punto de partida», de las «exigencias en bloque de la fe», «ese acto de
sumisión interna y externa» que le parecía «una cosa irrealizable e inmoral para
un pensador moderno» (Choses passées, 311-312): es decir, de un desorden de las
relaciones entre fe y ciencia.
En el choque de la fe con las nuevas corrientes de pensamiento, el m. considera
que la Revelación está obligada a expresarse continuamente según las
perspectivas y términos que la historia le impone: un expresarse que no es
hacerse inteligible a su tiempo, sino adaptarse a cualesquiera exigencias de la
filosofía dominante. La función de la Iglesia, según Loisy, es «adaptar la
verdad histórica contenida en la Escritura a las necesidades de los tiempos».
Las propias palabras del Señor no escapan -para el exegeta- a esta regla, sino
que es válido para las enseñanzas de Jesús, lo mismo que para toda la Biblia, la
afirmación de que nacieron conforme y en base a una concreta concepción del
mundo, que ha cambiado: por eso «corresponde a cada época deducir constantemente
del símbolo antiguo las aplicaciones que comporta para una situación que no cesa
de renovarse» y «el trabajo incesante de la inteligencia creyente es apropiarse
esa representación defectuosa y adaptarla a las nuevas condiciones del
pensamiento humano» (Autour d'un petit livre, 120 ss.).
En definitiva, los modernistas confían antes en la ciencia que en la fe: el
Magisterio -a su juicio- no goza de seguridad ante las afirmaciones del
«pensamiento moderno». Si hay que revisar algo, por falta de acuerdo, será el
Magisterio lo que se revise. Así, Hügel se atreverá a afirmar que frente a la fe
tradicional, que -diceestá hecha de una serie de hábitos acientíficos y
ahistóricos, se levantan «no unas veleidades de individuos hipercríticos, no
tales o cuales ideas esporádicas y fruto de modas cambiantes; sino una ciencia
que se ha ido haciendo, corrigiéndose, precisándose, convirtiéndose día a día en
más verdadera, y probándose como tal por la riqueza de sus aplicaciones y su
fecundidad en y para estas materias: una ciencia que resulta imposible ya tanto
ignorarla como refutarla simplemente ad extra» (Carta a Blondel de 12 feb. 1903:
Marlé, 118).
Este desorden en las relaciones entre fe y ciencia, que forma parte de la
actitud común a los diversos protagonistas de la crisis, forma cuerpo con otro
elemento también observable en todos ellos: un humanismo antropocéntrico, que
desplaza a Dios. Los modernistas gustan de resaltar que la religión cristiana es
la «gran reserva moral de la civilización»; que es una religión atenta a las
exigencias del corazón humano y tan capaz de satisfacerlas como para constituir
una prueba de su divinidad (Blondel).
Pero bajo la afirmación de estos valores se encuentra un modo de exaltación de
lo humano que cierra el paso a lo divino: el humanismo modernista, pese a su
apariencia sugestiva, pone barreras a Dios. Los valores humanos están concebidos
de tal manera que no son fruto y -a la vez- camino y base para sustentar lo
sobrenatural cristiano, sino un sucedáneo de ese sobrenatural; hay una tendencia
a humanizar lo divino, que a menudo desemboca en un descarnado naturalismo (v.).
En el ala más radical del movimiento modernista -Houtin, Turmel, Hébert- y en
sus más característicos representantes -Loisy, Tyrrell- se llega al más abierto
naturalismo. Bajo la pretensión de dar una construcción «menos extraordinaria y
más humana» que el cristianismo tradicional, pero «siempre una historia divina»,
en realidad borran todo elemento sobrenatural.
Puesto que Jesús no caminó sobre la tierra -dirá Loisy- con el aparato de su
divinidad, lo único que aparece en los Evangelios y en los Hechos de los
Apóstoles es la historia de un hombre que pasó haciendo el bien: «Sus discursos,
su conducta, la actitud de sus discípu-. los y de sus enemigos, todo demuestra
que Cristo fue hombre entre los hombres, `en todo semejante a ellos salvo en el
pecado', a salvo también, debe añadirse, el misterio íntimo e indefinible de su
relación con Dios». La proclamación de esa misteriosa relación como constitutiva
de una verdadera divinidad de Cristo es -dice Loisy- obra posterior de la fe, en
la vida de la comunidad cristiana: «ningún principio de la teología, ninguna
definición de la Iglesia -afirma- obligan a admitir que Jesús haya hecho una
declaración formal de su divinidad a los discípulos, antes de su muerte» (Autour
d'un petit livre, 112 ss.). Cristo no sería Dios según la hisioria, sino por la
fe: por tanto, la divinidad de Cristo, sería una verdad a explicar en los
tiempos actuales con fórmulas distintas a las tradicionales de la teología, si
-afirma- se desea salvar a muchas almas de la incredulidad. En realidad, el modo
adecuado de exponer el dogma cristológico -concluye- ha de ser un paso para la
posterior negación de una auténtica divinidad: un paso a dar con la prudencia
debida. Loisy acabará reconociendo claramente a Houtin que ésta es su intención:
en definitiva, para los modernistas, el Cristo real fue sólo un hombre, el que
mejor ha intuido el sentimiento religioso de la humanidad.
La Revelación (v.) -para estos autores- no es más que el producto espontáneo de
la evolución de la conciencia humana: la historia deja reducidos -según Loisy-
los orígenes del cristianismo a un pequeño germen, sobre el cual la Iglesia
habría construido, con la ayuda del pensamiento griego y romano, todo el dogma
cristiano, que después habría sucesivamente adaptado a las necesidades de los
tiempos. Como consecuencia, la Iglesia, los sacramentos, los dogmas, no serían
tampoco sobrenaturales, sino producto de la evolución del pensamiento religioso
y de la conciencia humana -o, y para Loisy es lo mismo, de la fe-:
«históricamente hablando no admito que Cristo haya fundado la Iglesia ni los
Sacramentos; profeso que los dogmas se han ido formando gradualmente y no son
inmutables» (Memoires, II, 170). Siempre jugando con la negación de lo
sobrenatural bajo la apariencia de una valoración del elemento humano: los
sacramentos, p. ej., aunque no instituidos por Cristo, se presentarán como
«signos», «modos de decir», no carentes de una real fuerza sobre la conducta,
porque están especialmente adaptados a las necesidades de la naturaleza humana,
para excitar el sentimiento religioso y promover el progreso moral de la
humanidad.
En Blondel y Hügel, no se llega al naturalismo: sólo se le abre camino; o mejor,
hay una actitud -sin duda, no consciente- de cerrar las vías a lo sobrenatural.
Blondel no duda en aceptar que la autenticidad histórica del dogma cristiano sea
indemostrable -al menos con eficacia- ante la crítica bíblica; cabe siempre
probarlo por la tradición. Esta no es, afirma, un sucedáneo de la enseñanza
escrita, un recurso ante la falta de documentos. Se mueve a un nivel distinto:
es la recapitulación en cada instante, en su continuidad, de una experiencia
espiritual colectiva, que le «permite quedar, en ciertos aspectos, maestra de
los textos, en lugar de estar estrictamente avasallada» y, por eso, es una vía
legítima «para desentrañar los pensamientos auténticos de hombres que no los han
expresado formalmente y que habrían sido incapaces de comprender la fórmula con
que se les reviste en la actualidad, como la más conforme a sus propias
creencias» (Histoire et Dogme, en «La Quinzaine», 16 en. 1904).
No está claro que este camino sirva para probar lo sobrenatural e, incluso, que
permita llegar a él: más bien parece cerrarle el paso. Así se lo echará en cara
Loisy: «queriendo probar por la intuición superior de la tradición viviente la
historicidad de los escritos evangélicos, corre el peligro de hablar para no
decir nada. El mismo, sin darse cuenta, ha hecho obra de demoledor... niega que
la historia pueda probar lo sobrenatural cristiano... y se jacta de demostrar
este carácter sobrenatural por un método propio, pero ¿qué prueba?: en realidad,
desarrolla una gnosis donde pretende aportar una experiencia» (Mémoires,
11,393). Ciertamente, es difícil saber si esa tradición viviente, tal como la
concibe Blondel, es algo más que la evolución inmanente del espíritu humano; no
se ve cómo evitar la conclusión de que constituye, en su integridad, un producto
del hombre, algo puramente subjetivo, emanado de la conciencia de la
colectividad.
4. El juicio del Magisterio. Desde 1903 se
encontraban en el índice las principales obras de Loisy, y otras de Houtin.
Después, fueron incluidas las de Tyrrell y las de otro autor francés: el
filósofo E. Le Roy. Por otra parte, el Arzobispo de París había desautorizado la
Revue d'histoire et de littérature religieuses, y el de Milán la revista
Rinnovamento. Pero la desorientación y las polémicas creadas hacían necesarios
actos más importantes del Magisterio para poner fin al desorden reinante.
a) Condena de los errores modernistas: el Decreto Lamentabili sane exitu. La
aparición de L'Évangile et l'Église y Autour d'un petit livre habían hecho nacer
la idea, ante su peligrosa difusión, de preparar un documento pontificio de
condena de sus principales errores. Fruto de este trabajo fue el Decreto
Lamentabili sane exitu (3-4 jul. 1907; ASS 40, 1907, 470 ss.; Denz.Sch.
3401-3466), que recoge 65 proposiciones tomadas en su mayoría de las obras de
Loisy, algunas de Tyrrell y otras de Le Roy.
Los errores condenados se pueden agrupar en cuatro apartados. En primer lugar,
errores referentes a la Revelación: negación de la inspiración divina de las S.
E.; independencia de la crítica respecto al Magisterio; negación de la verdad
histórica de los Evangelios, que narrarían sólo la experiencia religiosa de sus
autores, etc. Errores respecto a la Iglesia: negación de su institución divina;
su estructura y sus dogmas serían mudables, como en cualquier sociedad humana;
el catolismo actual no sería conciliable con la ciencia, etc. Errores respecto a
Cristo: no resucitó propiamente, ni es cierta la concepción virginal, ni su
divinidad, a menos que se entiendancomo hechos del sentimiento religioso, es
decir, creación posterior de la conciencia cristiana. Errores sobre los
sacramentos: ayudan al alma a sentir la presencia siempre benéfica del creador,
pero no son de institución divina sino disciplinar de la Iglesia, a veces
bastante tardía, como la confesión y el matrimonio, etc.
b) La condena de la actitud modernista: la Pascendi. Dos meses después de este
Decreto se publicaba la encíclica Pascendi (8 sept. 1907; ASS 40, 1907, 593 ss.;
Denz.Sch. 3475-3500; Denz. 2071-2109), que se sitúa en otro plano, más de fondo.
No se limita a denunciar unos errores, sino que hace una síntesis de todo el
movimiento modernista, poniendo de relieve la actitud desde la cual se había
llegado o se podía llegar a esos errores; y mostrando, por tanto, tras la
diversidad de formas y manifestaciones, su unitario sentido y destino: «por
cuantos caminos el modernismo conduce al ateísmo, y a suprimir toda religión. El
primer paso lo dio el protestantismo; el segundo corresponde al m.; muy pronto
hará su aparición el ateísmo» (ASS, 40, 1907, 634).
El m., señala la encíclica, constituye un sistema, aunque sus adeptos eviten o
no consigan exponerlo en su conjunto. Esto hace más necesario mostrar la ligazón
lógica que une sus distintas afirmaciones. En base a cuatro aspectos
fundamentales, puede mostrarse el esquema de su pensamiento: la filosofía, la
teología, la crítica y la apologética.
La filosofía modernista se caracteriza por dos rasgos esenciales: el
agnosticismo, que anula todas las pretensiones de demostración racional de la
existencia de Dios y la inmanencia vital que hace buscar todas las explicaciones
de la verdad religiosa en el sujeto y en las necesidades de la vida. Sólo
después el «hombre debe pensar su fe», con fórmulas que se habrían ido aclarando
al paso de los tiempos y que no tendrían otro valor que el de símbolos. La
noción de Dios procedería de una cierta «intuición del corazón», de modo que
todas las religiones serían verdaderas en la medida que favorecen esa
experiencia (cfr. ib. 597-598 y 604).
Esta filosofía implica una teología consecuente: la fe sería una percepción de
Dios en lo más íntimo del hombre en virtud de la ley de la inmanencia. El
desarrollo de esta fe, mediante el trabajo de la inteligencia daría lugar al
dogma. Así, la necesidad de «dar a la religión un cuerpo sensible» habría creado
los sacramentos; los libros de la S. E. serían una recopilación de experiencias
hechas por los primeros creyentes de Israel y los primeros apóstoles del
cristianismo; la Iglesia constituiría un «fruto de la experiencia colectiva», en
el que la autoridad no tendría otra función que dar expresión y fórmula a los
sentimientos de la colectividad (cfr. ib. 612 y 613).
También la crítica modernista es «pura obra de filósofo». Se parte del
agnosticismo que descarta toda posibilidad de lo sobrenatural. No queda más que
un elemento humano, sometido a la doble ley de la transfiguración y la
deformación. Por tanto, el crítico al estudiar la S. E. ha de «excluir todos los
añadidos que la fe ha hecho» y «todo lo que...no está en la lógica de los
hechos» (cfr. ib. 621 y 622). De este modo, escriben una historia basada en
apriorismos, pero «con tal desenfado, que uno se figuraría que ellos han visto a
cada uno de los escritores, que en las diversas edades trabajaron» (ib. 625) en
esa obra de ir transfigurando y deformando los hechos iniciales, que previamente
ellos fijan a su gusto.
Igualmente la apologética modernista «depende del filósofo, por dos razones:
ante todo por tomar como materia la historia escrita según la norma» de esa
filosofía, después, porque de esa filosofía «recibe sus dogmas y sus juicios» (cfr.
ib. 626). Se trata de «llevar al hombre que todavía carece de fe a tener la
experiencia de la religión católica, experiencia que... es el único fundamento
de la fe» (ib. 627). La doctrina de la inmanencia permite descubrir en el hombre
«la exigencia y el deseo de una religión» (ib. 630), aún más del catolicismo en
concreto, que es necesario para el pleno desarrollo de la vida. Esto y no los
milagros probarían el carácter divino del catolicismo.
En este breve resumen de la sistematización del modernismo por la Pascendi ha
sido fácil advertir la importancia predominante que da a su postura filosófica:
en la base situaba al «filósofo» del cual dependían el teólogo, el crítico, el
apologista. Sin embargo, como es bien sabido, el m. no creó una filosofía: sus
representantes se limitaron simplemente a aceptar un sistema de pensamiento,
como cosa adquirida definitivamente por la ciencia y subordinaron a él la fe.
Esto es importante porque confirma que la Pascendi reprueba directa y
principalmente ese intento de adaptar la fe a esa filosofía a la que los
modernistas llaman moderna. Las palabras de la Encíclica son por lo demás netas:
«Todos los modernistas sin excepción quieren ser y pasar por doctores de la
Iglesia... con palabras grandilocuentes subliman la filosofía moderna y... del
consorcio de esa falsa filosofía con la fe ha nacido su sistema, repleto de
tantos y tan grandes errores» (ib. 636). Su aspiración, cuando hablan de renovar
la Teología, no es sino «que tome por fundamento la filosofía moderna». Por eso,
«quieren que se renueve la Filosofía, principalmente en los Seminarios, de
suerte que... se enseñe a los jóvenes la filosofía moderna, única verdadera y
que corresponde a nuestra época» (ib. 630-631).
Como la Iglesia no acepta este planteamiento, «a menudo y abiertamente censuran
a la Iglesia, porque tercamente se niega a acomodar sus dogmas a las opiniones
filosóficas; por tanto, desterrando con este fin la teología antigua pretenden
introducir otra nueva» (ib. 609) fundada en ese pensamiento. Hecho, además, que
juzgan inevitable, porque «el hombre no sufre en sí dualidad; por lo cual el
creyente experimenta una interna necesidad que le obliga a armonizar la fe con
la ciencia, de modo que no disienta de la idea general que da la ciencia de este
mundo universo. De lo que se concluye que la ciencia es totalmente independiente
de la fe; pero que ésta, por el contrario... debe sometérsele» (ib. 607-608).
Y nada cuenta para ellos -concluye la Pascendi-, la autoridad del Magisterio
-del que.«no soportan corrección» (ib. 595)- ni de los Padres y Doctores, porque
ninguno de ellos contaron «con los auxilios que estudian los modernistas. Esto
es, no tuvieron por maestro y guía a una filosofía que entraña en su principio
una negación de Dios, ni se eligieron a sí mismos como norma de criterio» (ib.
626). Por eso, no les interesa «la verdad en sí, sino esa otra verdad subjetiva,
fruto del sentimiento interno y de la acción»... que «si es útil para formar
juegos de palabras, de nada sirve al hombre, al cual interesa principalmente
saber si fuera de él hay o no un Dios, en cuyas manos debe un día caer» (ib.
633): con el «sentimiento y la experiencia, sin ninguna guía ni luz de la
razón... sólo resta otra vez recaer en el ateísmo y en la negación de toda
religión» (ib. 633).
c) Del Syllabus a la Pascendi. Es interesante, llegados a este punto, destacar
que la Pascendi no fue un hecho aislado, una novedad: el tema de las relaciones
de la fe con las corrientes subjetivistas y naturalistas del pensamiento
moderno, había sido objeto de especial atencióndel Magisterio ya desde hacía más
de medio siglo, dando lugar a una serie de manifestaciones que culminan con la
publicación por Pío IX en 1864 del Syllabus (ASS, 3, 1867, 168 ss.; Denz.Sch.
2901-2980), y con la convocación en 1868 del Conc. Vaticano I, cuya constitución
Dei Filius declara y define ampliamente la doctrina cristiana sobre la
Revelación, la fe y la razón humana (Denz. Sch. 3000-3045).
Como la Pascendi, el Syllabus nació como una sentida necesidad -ante un clima
intelectual dominado por corrientes de pensamiento poco concordes con la fe- de
hacer accesible a los fieles, y especialmente a sus pastores, el conocimiento y
fácil discernimiento de los «principales errores de nuestra época». Y, también
como la Pascendi, aspira a ir más allá de una mera enumeración de errores, para
apuntar a la raíz de donde proceden, clarificando el tema de las relaciones
entre fe y filosofía (y, concretamente, filosofía contemporánea) y advirtiendo
frente al peligro de naturalismo implícito en muchos planteamientos difundidos
en la cultura actual. Para una exposición más detenida de la historia del
Syllabus y de su contenido, v. Pío IX; NATURALISMO.
5. Hacia la raíz de una actitud. Después del
análisis de la actitud modernista y del juicio que mereció al Magisterio,
estamos en condiciones de penetrar en su sentido más radical: en la razón de por
qué la Iglesia se opuso a la adaptación de la fe a la llamada «filosofía
moderna», entendiendo por tal una filosofía que sitúa el origen de la verdad en
el hombre, en su certeza de conciencia; en una palabra, la que cada vez más
concordemente se viene en llamar filosofía de inmanencia (cfr. C. Fabro,
Introduzione all'ateismo moderno, Roma 1964). Entre la fe y la mentalidad
inspirada en el principio de inmanencia existe una contradicción básica: la
crisis modernista nació cuando se comenzó a juzgar la fe desde la aceptación
incondicionada y previa de ese pensamiento que le era contrario. Por eso, las
tensiones entre la fe y el «pensamiento moderno» se hicieron turbadoras; por lo
mismo se concedió un predominio a lo humano y se tendió a disolver lo
sobrenatural. Si los modernistas intentaron reformar la doctrina católica, si se
creyeron llamados a hacer esa reforma por encima del juicio del Magisterio, es
porque su filosofía entrañaba una opción contraria a la fe: una opción que
desplaza el centro de Dios al hombre. Esto nos exige remontarnos a los
presupuestos de esa opción antropocéntrica que está en la raíz del intento
modernista, en su fidelidad al principio de inmanencia y su subordinación de la
fe, a ese principio.
El m. representa una exaltación de lo humano que resulta contradictoria -disarmónica-
con lo sobrenatural: tiende, cuando menos, a celar, a dificultar su encuentro.
La Iglesia enseña que gracia y naturaleza no se oponen; por el contrario, que la
gracia sana, perfecciona y eleva la naturaleza. Sin embargo, el hombre puede
proyectar su propio desarrollo en forma contradictoria a la gracia -y, en
consecuencia, a su naturaleza- en virtud de una solución antropocéntrica de la
opción radical entre Dios y sí mismo, connatural a su libertad caída, y que, en
algún grado, todo hombre realiza (cfr. C. Cardona, Metafísica de la opción
intelectual, Madrid 1968).
De modo radical, en el hombre caben -y caben solamente- dos posturas: duas
civitates faciunt duo amores (S. Agustín). El amor de Dios condicionando el amor
de sí mismo, o el amor de sí mismo hasta el odio a Dios: reconocer su absoluta
dependencia de Dios o mirarse a sí mismo como centro del universo. Es decir,
dirigirse a todas las cosas según han sido creadas y dispuestas por Dios y a
Dios como autor trascendente de la creación; o, por el contrario, hacerse medida
de todas las cosas -puesto que, de algún modo, las cosas sólo son para mí a
través mío- cerrándose a la trascendencia divina. Dos perspectivas antitéticas
que se fundan, respectivamente, en los principios de inmanencia y trascendencia.
Ontológicamente, esta alternativa es inevitable al hombre. Como señala
Kierkegaard, «aquel que no se pone en relación con Dios según el modo de un
abandono absoluto, no se pone en relación con Dios. Respecto a Dios no se puede
poner uno en relación hasta cierto punto» (Papirer, trad. it. Brescia 1948-51,
1, 1517). Ante Dios, por tanto, teoréticamente no cabe más que rendirse o romper
relaciones: cualquier afirmación de derechos frente a Dios es cesar de dirigirse
al Ser Absoluto ante quien no caben condiciones y comenzar a interrogar a una
creación de la propia conciencia. Psicológicamente, sin embargo, la opción por
uno de los dos extremos de esta radical alternativa -especialmente la opción
negativano se realiza sino tras un largo periodo de preparación, de formación de
hábitos en la inteligencia y en la voluntad, que cimentan el rigor de la opción.
De modo particular en el cristianismo, que recibe en la Revelación y en la
gracia el más pujante llamamiento a salir de sí mismo para perderse en Dios (cfr.
lo 12,25) y, está, por tanto, especialmente protegido para no cerrarse sobre sí.
Por eso, en una sociedad cristiana una actitud tan aceradamente antropocéntrica
como la modernista, difícilmente se generaliza sin una fuerte carga de historia.
A esto aludía Pío X, en la Pascendi, al señalar un proceso cuyo primer paso fue
el protestantismo, el segundo lo daba el modernismo y cuyo término será el
ateísmo.
Precisando más esa idea podríamos, desde un punto de vista histórico, situar los
antecedentes remotos del m., de una parte, en el subjetivismo luterano, que
supuso un giro antropocéntrico en el orden de la religiosidad (v. LOTERO); de
otra, en la actitud ante la ciencia que mantuvieron algunos humanistas como
Erasmo (v.), que implica una afirmación de la primacía del proceso del
conocimiento sobre la realidad conocida y, por tanto, aunque desde otra
perspectiva, de nuevo el subjetivismo. Por eso aun sin pretender agotar en sus
detalles una cuestión tan compleja como es la de la génesis de la actitud
modernista, podemos, no obstante, decir que diversos giros antropocéntricos en
la actitud religiosa, en el pensamiento o en la cultura han ido preparando la
posibilidad del m. y del proceso que camina hacia una «teología de la muerte de
Dios». Si no se tiene esto presente, no se ahonda en el sentido teológico de la
actitud modernista: porque no es un fenómeno aislado, sino una manifestación
histórica concreta, inserta en un proceso más general y teoréticamente
implacable en su destino. Así se explica, también, la diversidad de posturas
entre los protagonistas de la crisis, según el grado de coherencia alcanzado por
su pensamiento y las conclusiones ante las cuales -por conservar su fe o por
otras razones- se han detenido, pero a las que de modo inevitable tienden.
6. Enseñanzas de un capítulo de historia. Estamos
así en situación de comprobar el sentido último del fracaso modernista: no fue
un proyecto equivocado sólo en su realización, sino un intento ya
constitutivamente erróneo, que estaba necesariamente destinado a fracasar. La fe
no puede adaptarse ni expresarse en las categorías de una filosofía fundada en
el subjetivismo, en el principio de inmanencia; en definitiva, en esa opción
antropocéntrica refractaria a lo sobrenatural, que lleva a su negación. De aquí
la preocupación posterior del Magisterio ante elresurgir de actitudes de corte
modernista que no pueden terminar sino esencialmente en los mismos errores: ese
«fenómeno modernista, que todavía aflora en diversas tentativas de expresiones
heterogéneas, extrañas a la auténtica realidad de -la religión católica», y que
lleva a conceder «un predominio a las tendencias psicológicoculturales, propias
del mundo profano, sobre la fiel y genuina expresión de la doctrina y de la
norma de la Iglesia de Cristo», es un peligro «siempre viviente y múltiple,
proveniente de muchas partes» (Pablo VI, Enc. Ecclesiam Suam, AAS, 1964, 617).
El sentido de la Pascendi -por el que algunos no la han entendido y han pensado
que era una «reconstitución» del m. no del todo fiel a la historia-, como antes
del Syllabus y más tarde de la Humani generis, no fue sólo el de condenar unas
soluciones, sino el proyecto mismo de que nacían.
Los intentos, como el de Blondel, por coordinar la fidelidad a la fe, que
personalmente conservaron, con su proceso de adaptación a una filosofía fundada
en el principio de inmanencia, no hacen sino corroborarlo. La Pascendi señalaba
que «no basta rechazar los postulados de la inmanencia como doctrina», porque
aun utilizarla como método para alcanzar el contenido de la fe, lleva a tantos
errores como esa doctrina misma: es «un método apto no para edificar, sino para
destruir; no para hacer católicos, sino para arrastrar a los mismos católicos a
la herejía y aun a la destrucción total de cualquier religión» (ASS 40, 1907,
630).
Partiendo de la inmanencia, el ser y aun el mismo Ser Absoluto, precisan sernos
presentado -para que sean válidos- como una construcción del hombre: Dios, es el
ser absoluto que «para ser y vivir plenamente como hombre, el hombre tiene
necesidad de producir y querer». La dificultad se sitúa entonces, como señala el
propio Blondel, en que ese Dios, hecho inmanente al hombre, conseguido como una
construcción suya, sea «real» y por ser un Dios real mande sobre el hombre (Premiers
écrits de M. Blondel, L'Action 1893, París 1950, 422 y 458).
Una respuesta que, según reconoce Blondel, su filosofía no es capaz de dar,
porque su función se agota en mostrar la necesidad de «poner la alternativa: Es
o no es. A ella toca hacer ver que sólo esta única y universal pregunta, que
abraza el entero destino del hombre, se impone a todos con rigor absoluto: Es o
no Es» (L'Action, cit. 492). Si se quiere decir más -y quiere, porque la fe le
impulsa a hacerlo- es preciso sobrepasar el dominio de su filosofía: «Pero si se
nos permite añadir una palabra, una sola que sobrepase el dominio de la ciencia
humana y la competencia de la filosofía, la única palabra de frente al
cristianismo, capaz de expresar esta parte, la mejor, de la certeza que no puede
ser comunicada puesto que no surge más que de la intimidad de la acción toda
personal, una palabra que sea ella misma una acción, es preciso decirla: Es» (L'Action,
492).
Se trata, sin embargo, precisamente, de la única palabra que, desde un
planteamiento de inmanencia no es legítima: afirmarla supone romper con el
sistema, sacarla ex novo de fuera. Loisy lo hará notar claramente: desde una
filosofía de inmanencia «las pruebas de la existencia de Dios» no resultan ya
«concluyentes, al menos en cuanto a la existencia de un Dios eterno, inmutable,
omnisciente, omnipotente, etc.; alguna cosa hay, puesto que siempre alguna cosa
ha habido; pero que el principio de la evolución mundial no sea inmanente al
mundo, que sea trascendente hasta el punto de poseer la totalidad infinita de su
ser independientemente del universo que habría creado por un capricho muy
relativamente benévolo, es algo que no sólo la razón no demuestra, sino que
empieza a concebir difícilmente». La vía de Blondel no es aceptable: «nuestro
querido X (alude a Blondel) piensa que la razón conduce al monismo, pero que el
corazón es suficiente para probar a Dios. La conciencia no conseguirá imponer a
la razón un Dios que ella no descubre». Destruido el acceso al ser por la razón,
ese Dios de Blondel «no es más que la supervivencia» de un «concepto privado
ahora de sus puntos de apoyo y que se sostiene provisoriamente por el
sentimiento, por una tendencia mística del alma, por un hábito hereditario» (Choses
passées, 313-314). El problema de lo real no es soluble más que si el Verbo se
ha encarnado, afirmará Blondel; y contestará Loisy: «¿Cuántos pensadores serios
se decidirán a admitir que la encarnación del Logos llega a propósito para
demostrar la realidad del mundo exterior?» (Mémoires, 11,393).
A partir del planteamiento blondeliano -es preciso reconocerlo a pesar de sus
buenas intenciones- Dios, la trascendencia, no es más que una pregunta, una
pregunta sin respuesta: la idea del infinito de Dios «es inevitablemente
generada en la conciencia»; es esto lo que la razón puede demostrar; pero con
esto no se ha llegado «ni se ha tratado para nada -continúa Blondel- de concluir
en la existencia de Dios; se ha tratado de verificar que esta idea de Dios real
nos conduce a la suprema alternativa de la cual dependerá que Dios sea realmente
o no sea para nosotros». Pero un dios que aparece al hombre como pregunta, que
puede responder o negar, no es Dios, es una pura y mera construcción del hombre,
es un juego dialéctico, mediante el cual autodiviniza y absolutiza su esencia:
ese dios que, para existir, depende esencialmente de una afirmación humana, no
es más que un desdoblamiento de la conciencia. Cuando la razón no llega a Dios
más que como pregunta es porque previamente ha negado -forzando con su voluntad
la natural apertura al ser- la relación de absoluta dependencia que tiene
respecto al Ser Absoluto, sin la cual no puede ni conocerse a sí mismo. Plantear
a Dios simplemente como pregunta es, por tanto, el fruto de esa errónea opción
antropocéntrica, cerrada a Dios: por eso, en dios como pregunta han estado y
siguen estando conformes todos los humanismos sin Dios.
El m., en resumen, tenía que fracasar: era un intento de diálogo cristiano con
el mundo moderno, que partía de poner en entredicho lo único importante: el
sentido de su relación con Dios, conocido no sólo por la razón, sino por boca
del mismo Dios que ha hablado por la Revelación. Un diálogo verdaderamente
cristiano comportaba otra postura: había de tomar conciencia de las tensiones de
la fe en ciertos sectores del mundo moderno desde una actitud diversa; no puede
asentarse sobre un sentimiento de impotencia, sino que ha de ser un diálogo
cargado de fuerza, de doctrina, cordial -porque ama al mundo y todos los avances
de la ciencia- pero a la vez generoso para dar de la abundancia de la fe en que
vive, del Dios que se le ha dado a conocer. Y esto porque pone su centro no en
el hombre, sino en Dios. Y «Dios es el de siempre. Hombres de fe hacen falta y
se renovarán los prodigios que vemos en la Santa Escritura» (Escrivá de
Balaguer, Camino, Valencia 1939, no 586).
Sólo partiendo de esta actitud se está en condiciones de «contribuir a
reconciliar el mundo con Dios», corriendo «con valentía ese riesgo de buscar
soluciones humanas y cristianas -las que en conciencia veáis: no hay una sola- a
las cuestiones temporales que surjan en vuestro camino», y es como se llega a
apreciar que todo valor humano legítimo «por humilde, pequeño o insignificante
que parezca, puede tener siempre un sentido trascendental: una razón de amor,
algo que hable de Dios y a Dios lleve» (Escrivá de Balaguer, Cartas 11 mar. 1940
y 9 en. 1959).
V. t.: NATURALISMO; AGNOSTICISMO; CONTEMPORÁNEA, EDAD 11; APOLOGÉTICA; BIBLIA V,
2; CRISTOLOGíA, 5.
R. GARCÍA DE HARO.
BIBL.: Como estudios históricos de conjunto: J. RIVIÉRE, Le modernisme dans PÉglise. t`tude d'histoire religieuse contemporaine, París 1929 y E. POULAT, Histoire, dogme et critique dans la crise moderniste, París 1962 (buen estudio, desde el punto de vista de documentación histórica, aunque con claros errores en la valoración teológica de la crisis). Para el examen de la crisis, también histórico, pero con una apreciación teológica de fondo: J. MAUSBACH, Der Eid wider den modernismus und die theologische Wissencha/t, Colonia 1911; R. GARCÍA DE HARO, Historia teológica del modernismo, Pamplona 1972. Como trabajos fundamentales de documentación: R. MARLÉ: Au coeur de la crise moderniste. Le dossier inédit d'une controverse, París 1960 (con claro intento de apología a Blondel); O. PETRE, Autobiography and Life of George Tyrrell, Londres 1912, 2 vol. (defensa apasionada y muy poco objetiva); son también imprescindibles, por la documentación que aportan, aun cuando evidentemente parciales, algunos de los escritos autobiográficos e históricos de los propios modernistas, entre ellos: A. Loisy, Mémoires pour servir á 1'histoire religieuse de notre temps, 3 vol. París 1930-31; Choses passées, París 1903; A. HoUTIN-F. SARTIAUx, Al/red Loisy. Sa vie, son ouvre, París 1960, publicado por E. POULAT; A. HoUTIN, Histoire du modernisme catholique, París 1913; íD, La Question biblique au XX' siécle, París 1906; íD, Mon expérience: I. Una vie de prétre, Il. Ma vie Jaique: Documents et souvenirs, París 1926-28; M. NEDONCELLE, La Pensée religieuse de Friederich von Hügel, París 1935; P. SABATIER, Les modernistes. Notes d'histoire religieuse contemporaine, París 1909.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991