Modernismo Teológico
 

1. Exposición de los hechos. 2. Historia íntima de la crisis modernista. 3. Explicación de la actitud modernista. 4. El juicio , del Magisterio. 5. Hacia la raíz de una actitud. 6. Enseñanzas de un capítulo de historia.

Por m., en sentido teológico, se entiende una corriente de pensamiento promovida por algunos pensadores católicos de fines del s. XIX y comienzos del XX, con el fin de conciliar la fe con algunos principios de la filosofía que ha dado en llamarse a sí misma «filosofía moderna» y con ciertas teorías de la crítica histórica; corriente de pensamiento que dio lugar a una crisis religiosa y fue objeto de importantes actos del magisterio de S. Pío X: precisamente la encíclica Pascendi (1907) consagró este uso del término, al sistematizar el movimiento m. y determinar el sentido de su condena.

1. Exposición de los hechos. No sería comprensible la crisis modernista, sin tener presente la generalización del racionalismo y del agnosticismo en el pensamiento occidental, a partir de Kant. Tal pensamiento había ejercido un fuerte influjo sobre la teología protestante, de modo particular en Alemania, donde se encontraba el centro de las nuevas corrientes filosóficas, dando lugar al llamado protestantismo liberal (V. LIBERAL, TEOLOGÍA) que acabó negando la inspiración de la S. E., los milagros y profecías, la divinidad de Cristo; y presentando la Biblia como una simple colección privilegiada de experiencias religiosas. Estas ideas habían de ser difundidas en el resto de Europa por A. Sabatier (v.), en su famosa obra Esquisse d'une philosophie de la religion d'aprés la psychologie et 1'histoire (1897). Para Sabatier, la esencia del cristianismo reside «en una experiencia religiosa, en una revelación íntima de Dios obrada por primera vez en el alma de Jesús de Nazaret, que se verifica y repite, sin duda menos luminosa, pero claramente reconocible, en el alma de todos sus verdaderos discípulos» (187-188). Jesús sintió con Dios una relación filial, mirándolo como a Padre (184), sentimiento que había de hacer posibles las posteriores experiencias reproducidas en sus seguidores. Para este autor es preciso, sin embargo, distinguir esas experiencias vitales de las explicaciones teológicas y dogmas que de ellas se han deducido. De este modo, los dogmas no serían -para Sabatier- más que la traspgsición de emociones «en una noción intelectual que se constituye en su imagen expresiva y su representación», es decir, «su enoltura» (305), y, por tanto, sería el elemento variable y' sujeto a cambio. En este clima intelectual surgió el m.
Los hechos fundamentales son los siguientes. En 1875 se había fundado el Instituto Católico de París, en el que se creó una Escuela Superior de Teología el año 1878. En torno a este centro, un grupo de pensadores, sacerdotes y algunos laicos, preocupados por la situación de la cultura eclesiástica, se propusieron elevar su nivel, con la ayuda de las ciencias profanas. Así, L. Duchesne (v.) comenzaría a aplicar los nuevos métodos críticos a la historia de la Iglesia. Con Duchesne colaboraba un joven sacerdote, Alfred Loisy (v.), que no tardaría en obtener (1890) el nombramiento de profesor titular: se proponía llevar a cabo una labor semejante a su maestro, pero en el terreno de los estudios histórico-bíblicos. La dudosa ortodoxia de sus publicaciones no tardó, sin embargo, en levantar sospecha, hasta verse desposeído de su cátedra por decisión de la jerarquía. Entre tanto, en 1893, Maurice Blondel (v.), profesor de filosofía, publicaba su tesis doctoral sobre L'Action, en la que se proponía- abrir nuevas bases apologéticas, fundándose igualmente en los postulados de la filosofía poskantiana.
Bajo la dirección de Loisy y de Lejay comienza a aparecer la Revue d'histoire et de littérature religieuses, órgano de las nuevas ideas; papel semejante, en el campo filosófico, habían de jugar los Annales de philosophie chrétienne, donde colaborarían Blondel y un sacerdote, Marcel Hébert, profesor en la Ecole Fénelon. En dic. 1894, aparecía la Revue du clergé frangais, con un fin más de divulgación y destinada sobre todo a sacerdotes. En torno a estos ideales y órganos de difusión se van agrupando una serie de hombres: el Barón Friedrich von Hügel, íntimo amigo de Loisy y de Blondel, vehículo fundamental de ligazón entre el movimiento m. francés y los representantes de esta tendencia en Inglaterra e Italia; Albert Houtin, sacerdote también, y después uno de los principales historiadores de la crisis; otro clérigo, loseph Turmel; Mons. Mignot -más tarde arzobispo de Albi- que será siempre un defensor del movimiento, aunque procure moderar sus excesos; el Abbé Birot, su futuro Vicario General, etc.
Entre tanto, en Italia Romulo Murri había fundado un periódico, Cultura sociale (1899), y la «Lega democratica nazionale», que agruparían las fuerzas de lo que después sería el m. social italiano, con abundantes concomitancias y simpatías con la revista Studi Religiosi, en la que habían de colaborar los más claros representantes del movimiento italiano; entre ellos, otros dos sacerdotes: Giovanni Semeria y Ernesto Buonaiuti.
En 1902 este movimiento de ideas estalló en crisis. Había mediado un periodo de incubación, durante el cual -sin que dejaran de despertar inquietudes- este conjunto de hombres contaron con la general simpatía demuchos espíritus, deseosos de un progreso de la teología. Ocasión definitiva para la crisis fue L'Evangile et 1'Eglise (París 1902) de Loisy, obra que produjo un inmenso revuelo en los medios católicos por lo peligroso de las ideas propuestas, claramente tendentes a negar la divinidad de Cristo y la institución divina de la Iglesia y de los sacramentos. Inmediatamente surgieron críticas en defensa del dogma católico, pero Loisy, en lugar de retractarse o suavizar sus posiciones, las reafirmó con mayor nitidez en un nuevo volumen: Autour d'un petit livre (París 1903). No faltaron, sin embargo, los partidarios del exegeta y la polémica creció. Muy pronto se unió a las posiciones más avanzadas de Loisy el ex jesuita inglés George Tyrrell, especialmente en sus obras Lex credendi (Londres 1906) y A much abused letter (Londres 1906), quien ya antes había publicado varios escritos de clara inspiración modernista bajo seudónimo, como Religion as a factor of Life (1903). y The Church and the Future (1903).
La Santa Sede se vio, finalmente, obligada a intervenir, condenando con el Decreto Lamentabili sane exitu (3 jul. 1907) los graves errores cometidos -señala en su introducción- por escritores católicos «en gran número», que «bajo pretexto de una inteligencia más profunda y de investigación histórica, buscan un progreso de los dogmas que es, en realidad, su corrupción» ASS 40 (1907) 470. En septiembre del mismo año, un documento más extenso, la encíclica Pascendi, realizaba un profundo análisis del movimiento, al que unía no sólo la condena de errores concretos sino, lo que es más importante, de toda una actitud: la actitud de la que había surgido la crisis m.
A partir de la Pascendi el movimiento se dispersó bastante rápidamente, porque Tyrrell murió en 1909. Loisy pasó abiertamente al racionalismo abandonando el sacerdocio y la Iglesia (1908), como antes habían hecho ya Houtin, Hébert y Murri y como habría de hacer más tarde Buonaiuti (1926), el último campeón del m. católico. En realidad, después de la publicación del Motu proprio Sacrorum antistitum (1910) puede decirse que la crisis había sido resuelta, aunque el problema que la suscitó -tensiones entre la fe y el llamado «pensamiento moderno»- continuaría vivo y, por tanto, susceptible de replantearse.

2. Historia íntima de la crisis modernista. El m. -señala la Pascendi- mina el carácter sobrenatural de la Iglesia «no desde fuera, sino desde dentro... en sus mismas entrañas» ASS 40 (1907) 594; se comprende, por tanto, que fuera un movimiento oscuro, confuso, donde muchas cosas aparecen sólo insinuadas, y cuya verdad total habría de permanecer relegada, en buena parte, a la historia íntima de unas almas. De esta historia íntima, sin embargo, han quedado innumerables documentos autobiográficos, cartas, etc., de los que hoy es posible disponer (puede verse una completa relación de fondos en E. Poulat, Histoíre, dogme et critique dans le crise moderniste, París 1962, 33-42), pues en buena parte están ya publicados. Esto permite conocer ahora con mucha mayor claridad cuál fue la importancia exacta de esa actitud, a la que la Pascendi responsabiliza de haber «aplicado la segur, no a las ramas, ni tampoco a débiles renuevos, sino a la raíz misma; esto es, a la fe y a sus fibras más profundas» ASS 40 (1907) 594; así podemos ahora saber bien en qué consistió el proyecto modernista, cómo se llevó a cabo y hasta dónde alcanzó el rechazo de la Iglesia.
a) Los protagonistas de la crisis: su diversidad. La variedad de campos de que partieron y, sobre todo, la di- versidad de conductas e intenciones, patente a un estudio sincero, es dato imprescindible para hacerse cargo de la verdadera realidad de la crisis y valorar en profundidad lo esencial de la actitud que la provocó: el fundamento de su unidad.
De una parte, están personajes como Hébert y Houtin, de perfiles claros, con una crisis violenta, que les llevará a abandonar pronto su vocación -los dos fueron sacerdotes- y su fe; y que sostendrán como única postura posible la deserción abierta de la Iglesia.
Marcel Hébert, p. ej., fue un hombre de vasta cultura, con aficiones filosóficas, aunque poco profundo; dotado de gran capacidad para rodearse de amigos, educador nato, director de la École Fénelon, puesto del cual fue destituido en 1901 a raíz de la publicación de su libro Souvenirs d'Assise (1899), obra en la que mostraba ya haber perdido la fe. Romperá definitivamente con la Iglesia en 1903. Para Hébert, ni hay un Dios personal, ni existe lo sobrenatural cristiano: sólo un sentimiento religioso que tiende a hacer mejores a los hombres independientemente de la existencia y la creencia en un Dios personal; sentimiento que concibe como creación de la conciencia humana -connatural a ella- y que juzga debe evolucionar progresivamente desde su estado actual idealizado -tal es el calificativo que le merece, y la empobrecida idea que se forma de la «fe sobrenatural»hasta alcanzar lo que considera su plenitud en el «retorno a la fe natural». Hébert, después de separarse de la Iglesia, optará por dedicar sus esfuerzos a la acción social -enrolándose en el Parti ouvrier belga- desde donde aspirará a preparar el terreno y a crear el clima adecuado para el advenimiento de «una humanidad mejor» y la instauración de su «religión de la conciencia humana».
Turmel, Loisy, Tyrrell son personalidades mucho más complejas y confusas, a menudo desconcertantes: durante años practican -ejemplarmente, en apariencia- una fe con la que han roto del modo más radical en su corazón -así lo confesarán más tarde-, a cuya destrucción consagran todas sus energías. A los once años, contará Houtin, su certificado de estudios había dado a Loisy «la vaga suposición de la gloria a la cual pueden conducir los trabajos del espíritu»; y esta gloria se convirtió para él en una fiebre en la que había de quemar toda su vida. Ya en el Seminario comienza a acariciar el proyecto de una puesta al día del cristianismo. Antes de cumplir los 30 años, entre 1883 y 1886, ha abandonado todas sus creencias teológicas. Sin embargo, se incrusta insinceramente en la Iglesia para reclutar compañeros para su empresa de reformar la Iglesia, cuando opina que es irreformable y ha de ser exterminada como el más grande enemigo del progreso. En una perpetua dualidad, juega siempre a oscurecer su pensamiento con la expresión que le da. Cuando en 1902 publica L'Evangile et PÉglise hace cerca de 20 años que no tiene fe: sin embargo, dejará que sus amigos -p. ej., Mons. Mignot- defiendan su sinceridad y su fe, enfrentándose al juicio del Magisterio. Aún a los más íntimos oculta su incredulidad fundamental -sólo una vez, creyéndose a las puertas de la muerte, desvelará su secreto a Houtin-, y mantendrá esta postura hasta salir de la Iglesia. Sus escritos autobiográficos (Choses passées, París 1913; Memoires pour servir a l'histoire religieuse de nótre temps, París 1930-31) revelarán la evolución de su alma: ese secreto brutal que da la clave de una vida de cálculo y de engaño e insinceridad aparentemente al servicio de grandes ideales, que procura teñir con losmás nobles colores, pero con un único fin «real aunque inconfesable: su gloria, nada más que su gloria». Por eso, señalará Houtin, sus éxitos no le satisfacieron, porque eran incapaces de cubrir el abismo entre la misión de que se quería investir y la inmensa soledad de su pobreza de alma (para una biografía completa, v. LOISY).
Finalmente, Mons. Mignot, Blondel, el Barón von Hügel, el Abbé Birot, etc., son hombres de cuyo deseo de permanecer en la fidelidad a la Iglesia -tan cierto y profundamente honrado como íntimamente contradictorio con algunas de sus actitudes y pensamientos- no cabe dudar. Su afán de resolver los problemas planteados por la situación moderna de la cultura les llevará primero a compartir -manteniéndose, sin embargo, creyenteslas afirmaciones de quienes, como Loisy, no tienen otro empeño que socavar los fundamentos de una fe que han abandonado. Después, aún aclarado todo posible equívoco por la intervención del Magisterio y la confesión de incredulidad de Loisy, seguirán no obstante -rechazando las disposiciones del exegeta: su falta de fe, su insinceridad- aferrados a la idea de la verdad esencial dé su método. Hasta el punto de ver en la condena del Magisterio, que aceptan, pero no consiguen comprender en su valor, un compás de espera hacia los nuevos caminos de la teología, que piensan han de abrirse algún día.
Así Maurice Blondel (v.) es un hombre sinceramente piadoso. No han dudado en reconocerlo los más decididos adversarios de sus ideas: atravesado de parte a parte -dirá Tonquedec- por una gran aspiración hacia Dios y lo sobrenatural. Esta piedad, y una cierta formación teológica, le hacen pronto desconfiar de las audacias de Loisy: cuando nadie conoce aún su terrible secreto, él sospecha que sus escritos -aunque en tantos puntos coincidentes con su propia postura- ocultan una velada pérdida de la fe. Sin embargo, con su pensamiento se encuentra cerca del exegeta: «su introducción me procura el bienestar de la luz -dirá a Loisy-. Me ha hecho sentirme a gusto. Puedo afirmar sin jactancia que me redescubro, es decir, que Vd. expresa ciertos puntos de vista, un método, un espíritu en el que trato de inspirarme. Pienso que, de modo semejante a esas fuerzas naturales y divinas cuyo irresistible crecimiento Vd. muestra y ayuda a obrar, en su exposición se encuentran cosas que no podrán dejar de ser admitidas un día... En resumen, acepto con alegría todo el cuadro que traza, todas las ideas matrices de su obra y, especialmente, esa idea de que el Espíritu divino ha fecundado, como un fermento, a la Humanidad entera: no viendo en la Biblia más que el principal instrumento a través del cual el soplo difuso de Dios, poco a poco, ha ido modulando sonidos cada vez más puros y pujantes» (Carta de 7 mar. 1903, en Marlé, Au coeur de la crise moderniste, París 1960, 106-8).
b) Comunidad del proyecto. Esta amplia gama de vidas y hombres, tan distintos entre sí, que a veces sostuvieron controversias, algunos de los cuales abandonaron y otros conservaron su fe, tenían, sin embargo, un proyecto en común: poner de acuerdo la fe con el «pensamiento moderno», haciendo para ello las reformas que fueran necesarias en la doctrina de la fe. Por eso, Loisy precisaba a Houtin que sus trabajos pretendían impulsar «una reforma no solamente de los estudios eclesiásticos sino de la enseñanza católica en general, y de lo que he llamado el régimen intelectual de la Iglesia» (Carta de 19 feb. 1906: Poulat, o. c. 349); y Hügel reconocía entusiasmado que nada más a propósito que la obra del exegeta para «contribuir a la modificación de la manera de presentar, de concebir el catolicismo, aún por la misma iglesia oficial» (Carta de 15 nov. 1902: cfr. Loisy, Memoires, o. c. 11, 157). Blondel, sin duda el más movido, entre los protagonistas de la crisis, por un afán de renovación apostólica, no dudará en expresar a Loisy su convicción de que «la crisis religiosa que sufrimos no se resolverá sino por virtud de la nueva síntesis teológica» que prepara (Carta de 15 feb. 1905: Marlé, o. c. 88). Por su parte Tyrrell, cuando propone su doctrina sobre la fe, proclama que es el fruto a que ha llegado después de años en su intento «por penetrar un hecho tan complejo como es la dirección del pensamiento moderno y sus exigencias religiosas» que le han hecho ver el sentido «en que debe desarrollarse la religión, si todavía debe dar y recibir vida en la civilización contemporánea» (cit. por D. Petre, Autobiography and Life of George Tyrrell, Londres 1912, 11, 276).
En función de este proyecto se presentan a sí mismos como los innovadores que necesita la Iglesia, los viveros donde se. forja la nueva era cristiana, el núcleo selecto de los que perciben -adelantándose a una masa todavía no sensibilizada para captarlas- las exigencias del cristianismo del porvenir. Dan por supuesto que serán objeto de críticas, pero en el fondo no les importa: porque, no consideran la posibilidad de equivocarse y, si no se les entiende, será -a su juicio- fruto de la incompetencia del ambiente, que nada quita a la obligación de cumplir con lo que consideran que es una misión histórica.
c) Unidad de la actitud. Pero no es sólo un proyecto en común lo que une a los modernistas; es, sobre todo, la actitud con que lo abordan: la seguridad en el propio juicio sobre lo que ha de ser el cristianismo del futuro.
Es importante resaltar que este elemento se da igualmente en quienes conservaron la fe (Blondel) y en quienes iban a perderla (Loisy). El 25 feb. 1897, Loisy iniciaba su contacto epistolar con Blondel, acusando recibo de su Lettre sur 1'apologetique: «Yo le remito también mi propio manifiesto. Nosotros somos unos innovadores. Su filosofía puede entenderse con mi exégesis. Se dice que ambas tienen un trazo común: haber sido desaprobadas como heterodoxas y haber escapado (esperémoslo) a las censuras que algunos querían hacer recaer sobre ellas... Pero ... nosotros predicamos en el desierto, así lo temo ciertamente, entre los fanáticos de la ciencia y los racionalistas de la fe. Ello no prueba que nos hayamos equivocado, al contrario. Solamente, que resulta natural que nos encuentren insoportables, importunos, temerarios y ligeramente embrollados con el sentido común, es decir, el sentido guardián de la rutina» (Carta de 25 feb. 1897, Marlé, o. c., 34-35).
Y Blondel le contestará: «Por lo demás, me parece que, en conjunto, ambos tenemos una misma inspiración, una locura semejante. Nos parece evidente que la crisis religiosa que sufrimos no se resolverá por virtud de la escolástica en un retorno al fijismo medieval... sino al reemplazarla por otra nueva sistematización filosófica... por otra síntesis teológica...», una síntesis fundada, a diferencia de la escolástica, en el principio de inmanencia. Sin duda, añade, es una empresa ardua, que les va a suponer sufrimientos, incomprensiones, «pero ahora me parece que no es demasiado difícil conservar una apacible serenidad, sin otro sentimiento que la compasión para unos hombres -cuantos no piensan como ellosque son las primeras víctimas de una formación tan general, tan adoctrinante, que los pobres individuos aislados no son, en absoluto, responsables. Et cum sis sapiens,suf fer insipientes... libenter, c'est mon voeu» (Carta de 15 feb. 1903, Marlé, 88).
Más importante aún es comprobar que, también en todos, esta confianza en el propio pensamiento, les llevará a poner su juicio por encima del juicio del Magisterio: «sus doctrinas -señala la Pascendi- les llevan al desprecio de toda autoridad... y nada omiten para que se atribuya a celo sincero de la verdad» ASS 40 (1907) 595 lo que no es más que obstinación en el propio juicio.
Obstinación que les conducirá, en la mayor parte de los casos, a romper con la Iglesia, pero manteniendo siempre la pretensión de que lo hacen por defender la verdadera faz de la Iglesia, y acusando a la autoridad eclesiástica con modos y formas desaforados: «no cabe duda -escribía, p. ej., Tyrrell- que nuestra actitud presente (ante el Papa y la Santa Sede) ha de ser la de Cristo ante Herodes: fingir que se ignora la existencia de esas personas» (Carta de 9 jun. 1906: D. Petre, 11, 347 (cfr. Carta de 3 en. 1908: D. Petre, II, 349).
Pero aun en quienes no rompen con la Iglesia -y no llevan, por tanto, a tal extremo sus ataques-, la rebelión al Magisterio es fuerte y sostenida: a poco de publicarse la Pascendi, Blondel escribe a Hügel, aconsejando de momento callar, porque no conseguirán poner fin a los «errores» de la Autoridad «mediante una resistencia intelectual y unas demostraciones científicas» -tan seguros están de sí mismos- sino tratando de vivir la caridad «por encima de la ciencia y la justicia desconocidas» (Carta de 5 nov. 1907; Poulat, o. c., 588). Parecidas expresiones se encuentran en Mons. Mignot, en el Abbé Birot, etc. A propósito de la condena de Loisy, este último escribiría al Abbé Fremont, que había tratado de hacerle ver los errores del exegeta: «por mi parte, continuó deplorando la condenación en sí misma. Hasta nueva orden, la considero efecto de una querella de escuela, como la de Descartes, como la de Galileo. En todo momento M. Loisy ha afirmado su fe y se ha conducido siempre como si la tuviera. Pero los teólogos están demasiado inclinados a confundir el dogma, que es la regla de la fe, con los sistemas dialécticos que la justifican -para ellos- ante la razón» (Carta de 11 feb. 1904: Poulat, 428).
Hacía, entre tanto, más de veinte años que Loisy había roto con su fe, en secreto, pero trascendiendo en mil detalles: sin embargo, este grupo de eclesiásticos estaban demasiado obcecados para darse cuenta. Resulta duro leer las frases que, mientras hacían esta defensa suya, iba anotando Loisy en su diario: «no encontraría ninguna ventaja espiritual en pensar que hay tres personas en Dios, o en tratarle como una persona. Desde hace tiempo no puedo rezar a Dios como uno rogaría a un personaje de quien se espera un favor. Mi oración consiste en recogerme en mi conciencia para decidir lo que yo creo bueno y lícito... me parece evidente que la noción de Dios no ha sido jamás otra cosa que una suerte de proyección ideal, un desdoblamiento de la personalidad humana, y que la teología no ha sido ni podrá ser jamás otra cosa que una mitología más y más depurada» (Choses passées, 308-313).

3. Explicación de la actitud modernista. Conviene observar que esta comunidad de actitud, de seguridad en el propio juicio hasta la rebelión -más o menos abierta- al Magisterio, se funda precisamente, y de modo también común, en un previo desorden en la comprensión de las relaciones entre fe y ciencia.
No cabe duda que la teología católica sufría, en el terreno abonado al despertar de mil inquietudes intelectuales que constituye el comienzo de nuestro siglo, una doble y fuerte sacudida: con la crítica del positivismo histórico y con las corrientes subjetivistas y relativistas del pensamiento moderno. Por otra parte, dado el gran número de trabajos realizados por autores protestantes o no creyentes con esa dirección, no resultaba fácil utilizar el necesario bagaje técnico sin dejarse influir por ese pensamiento.
Estas dificultades venían agudizadas por una situación de hecho: el atraso de los estudios críticos en el campo católico y la poca altura de los trabajos de buena parte de los teólogos de la época. De todos modos, éste no explica el m.: Loisy reconoció expresamente que sus dudas «no provenían de la mediocridad de la enseñanza que me fue dada... podría haber sido más sustancial y no me hubiera causado menos angustiosas perplejidades» (Choses passées, 29-31). Provenían del «punto de partida», de las «exigencias en bloque de la fe», «ese acto de sumisión interna y externa» que le parecía «una cosa irrealizable e inmoral para un pensador moderno» (Choses passées, 311-312): es decir, de un desorden de las relaciones entre fe y ciencia.
En el choque de la fe con las nuevas corrientes de pensamiento, el m. considera que la Revelación está obligada a expresarse continuamente según las perspectivas y términos que la historia le impone: un expresarse que no es hacerse inteligible a su tiempo, sino adaptarse a cualesquiera exigencias de la filosofía dominante. La función de la Iglesia, según Loisy, es «adaptar la verdad histórica contenida en la Escritura a las necesidades de los tiempos». Las propias palabras del Señor no escapan -para el exegeta- a esta regla, sino que es válido para las enseñanzas de Jesús, lo mismo que para toda la Biblia, la afirmación de que nacieron conforme y en base a una concreta concepción del mundo, que ha cambiado: por eso «corresponde a cada época deducir constantemente del símbolo antiguo las aplicaciones que comporta para una situación que no cesa de renovarse» y «el trabajo incesante de la inteligencia creyente es apropiarse esa representación defectuosa y adaptarla a las nuevas condiciones del pensamiento humano» (Autour d'un petit livre, 120 ss.).
En definitiva, los modernistas confían antes en la ciencia que en la fe: el Magisterio -a su juicio- no goza de seguridad ante las afirmaciones del «pensamiento moderno». Si hay que revisar algo, por falta de acuerdo, será el Magisterio lo que se revise. Así, Hügel se atreverá a afirmar que frente a la fe tradicional, que -diceestá hecha de una serie de hábitos acientíficos y ahistóricos, se levantan «no unas veleidades de individuos hipercríticos, no tales o cuales ideas esporádicas y fruto de modas cambiantes; sino una ciencia que se ha ido haciendo, corrigiéndose, precisándose, convirtiéndose día a día en más verdadera, y probándose como tal por la riqueza de sus aplicaciones y su fecundidad en y para estas materias: una ciencia que resulta imposible ya tanto ignorarla como refutarla simplemente ad extra» (Carta a Blondel de 12 feb. 1903: Marlé, 118).
Este desorden en las relaciones entre fe y ciencia, que forma parte de la actitud común a los diversos protagonistas de la crisis, forma cuerpo con otro elemento también observable en todos ellos: un humanismo antropocéntrico, que desplaza a Dios. Los modernistas gustan de resaltar que la religión cristiana es la «gran reserva moral de la civilización»; que es una religión atenta a las exigencias del corazón humano y tan capaz de satisfacerlas como para constituir una prueba de su divinidad (Blondel).
Pero bajo la afirmación de estos valores se encuentra un modo de exaltación de lo humano que cierra el paso a lo divino: el humanismo modernista, pese a su apariencia sugestiva, pone barreras a Dios. Los valores humanos están concebidos de tal manera que no son fruto y -a la vez- camino y base para sustentar lo sobrenatural cristiano, sino un sucedáneo de ese sobrenatural; hay una tendencia a humanizar lo divino, que a menudo desemboca en un descarnado naturalismo (v.).
En el ala más radical del movimiento modernista -Houtin, Turmel, Hébert- y en sus más característicos representantes -Loisy, Tyrrell- se llega al más abierto naturalismo. Bajo la pretensión de dar una construcción «menos extraordinaria y más humana» que el cristianismo tradicional, pero «siempre una historia divina», en realidad borran todo elemento sobrenatural.
Puesto que Jesús no caminó sobre la tierra -dirá Loisy- con el aparato de su divinidad, lo único que aparece en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles es la historia de un hombre que pasó haciendo el bien: «Sus discursos, su conducta, la actitud de sus discípu-. los y de sus enemigos, todo demuestra que Cristo fue hombre entre los hombres, `en todo semejante a ellos salvo en el pecado', a salvo también, debe añadirse, el misterio íntimo e indefinible de su relación con Dios». La proclamación de esa misteriosa relación como constitutiva de una verdadera divinidad de Cristo es -dice Loisy- obra posterior de la fe, en la vida de la comunidad cristiana: «ningún principio de la teología, ninguna definición de la Iglesia -afirma- obligan a admitir que Jesús haya hecho una declaración formal de su divinidad a los discípulos, antes de su muerte» (Autour d'un petit livre, 112 ss.). Cristo no sería Dios según la hisioria, sino por la fe: por tanto, la divinidad de Cristo, sería una verdad a explicar en los tiempos actuales con fórmulas distintas a las tradicionales de la teología, si -afirma- se desea salvar a muchas almas de la incredulidad. En realidad, el modo adecuado de exponer el dogma cristológico -concluye- ha de ser un paso para la posterior negación de una auténtica divinidad: un paso a dar con la prudencia debida. Loisy acabará reconociendo claramente a Houtin que ésta es su intención: en definitiva, para los modernistas, el Cristo real fue sólo un hombre, el que mejor ha intuido el sentimiento religioso de la humanidad.
La Revelación (v.) -para estos autores- no es más que el producto espontáneo de la evolución de la conciencia humana: la historia deja reducidos -según Loisy- los orígenes del cristianismo a un pequeño germen, sobre el cual la Iglesia habría construido, con la ayuda del pensamiento griego y romano, todo el dogma cristiano, que después habría sucesivamente adaptado a las necesidades de los tiempos. Como consecuencia, la Iglesia, los sacramentos, los dogmas, no serían tampoco sobrenaturales, sino producto de la evolución del pensamiento religioso y de la conciencia humana -o, y para Loisy es lo mismo, de la fe-: «históricamente hablando no admito que Cristo haya fundado la Iglesia ni los Sacramentos; profeso que los dogmas se han ido formando gradualmente y no son inmutables» (Memoires, II, 170). Siempre jugando con la negación de lo sobrenatural bajo la apariencia de una valoración del elemento humano: los sacramentos, p. ej., aunque no instituidos por Cristo, se presentarán como «signos», «modos de decir», no carentes de una real fuerza sobre la conducta, porque están especialmente adaptados a las necesidades de la naturaleza humana, para excitar el sentimiento religioso y promover el progreso moral de la humanidad.
En Blondel y Hügel, no se llega al naturalismo: sólo se le abre camino; o mejor, hay una actitud -sin duda, no consciente- de cerrar las vías a lo sobrenatural.
Blondel no duda en aceptar que la autenticidad histórica del dogma cristiano sea indemostrable -al menos con eficacia- ante la crítica bíblica; cabe siempre probarlo por la tradición. Esta no es, afirma, un sucedáneo de la enseñanza escrita, un recurso ante la falta de documentos. Se mueve a un nivel distinto: es la recapitulación en cada instante, en su continuidad, de una experiencia espiritual colectiva, que le «permite quedar, en ciertos aspectos, maestra de los textos, en lugar de estar estrictamente avasallada» y, por eso, es una vía legítima «para desentrañar los pensamientos auténticos de hombres que no los han expresado formalmente y que habrían sido incapaces de comprender la fórmula con que se les reviste en la actualidad, como la más conforme a sus propias creencias» (Histoire et Dogme, en «La Quinzaine», 16 en. 1904).
No está claro que este camino sirva para probar lo sobrenatural e, incluso, que permita llegar a él: más bien parece cerrarle el paso. Así se lo echará en cara Loisy: «queriendo probar por la intuición superior de la tradición viviente la historicidad de los escritos evangélicos, corre el peligro de hablar para no decir nada. El mismo, sin darse cuenta, ha hecho obra de demoledor... niega que la historia pueda probar lo sobrenatural cristiano... y se jacta de demostrar este carácter sobrenatural por un método propio, pero ¿qué prueba?: en realidad, desarrolla una gnosis donde pretende aportar una experiencia» (Mémoires, 11,393). Ciertamente, es difícil saber si esa tradición viviente, tal como la concibe Blondel, es algo más que la evolución inmanente del espíritu humano; no se ve cómo evitar la conclusión de que constituye, en su integridad, un producto del hombre, algo puramente subjetivo, emanado de la conciencia de la colectividad.

4. El juicio del Magisterio. Desde 1903 se encontraban en el índice las principales obras de Loisy, y otras de Houtin. Después, fueron incluidas las de Tyrrell y las de otro autor francés: el filósofo E. Le Roy. Por otra parte, el Arzobispo de París había desautorizado la Revue d'histoire et de littérature religieuses, y el de Milán la revista Rinnovamento. Pero la desorientación y las polémicas creadas hacían necesarios actos más importantes del Magisterio para poner fin al desorden reinante.
a) Condena de los errores modernistas: el Decreto Lamentabili sane exitu. La aparición de L'Évangile et l'Église y Autour d'un petit livre habían hecho nacer la idea, ante su peligrosa difusión, de preparar un documento pontificio de condena de sus principales errores. Fruto de este trabajo fue el Decreto Lamentabili sane exitu (3-4 jul. 1907; ASS 40, 1907, 470 ss.; Denz.Sch. 3401-3466), que recoge 65 proposiciones tomadas en su mayoría de las obras de Loisy, algunas de Tyrrell y otras de Le Roy.
Los errores condenados se pueden agrupar en cuatro apartados. En primer lugar, errores referentes a la Revelación: negación de la inspiración divina de las S. E.; independencia de la crítica respecto al Magisterio; negación de la verdad histórica de los Evangelios, que narrarían sólo la experiencia religiosa de sus autores, etc. Errores respecto a la Iglesia: negación de su institución divina; su estructura y sus dogmas serían mudables, como en cualquier sociedad humana; el catolismo actual no sería conciliable con la ciencia, etc. Errores respecto a Cristo: no resucitó propiamente, ni es cierta la concepción virginal, ni su divinidad, a menos que se entiendancomo hechos del sentimiento religioso, es decir, creación posterior de la conciencia cristiana. Errores sobre los sacramentos: ayudan al alma a sentir la presencia siempre benéfica del creador, pero no son de institución divina sino disciplinar de la Iglesia, a veces bastante tardía, como la confesión y el matrimonio, etc.
b) La condena de la actitud modernista: la Pascendi. Dos meses después de este Decreto se publicaba la encíclica Pascendi (8 sept. 1907; ASS 40, 1907, 593 ss.; Denz.Sch. 3475-3500; Denz. 2071-2109), que se sitúa en otro plano, más de fondo. No se limita a denunciar unos errores, sino que hace una síntesis de todo el movimiento modernista, poniendo de relieve la actitud desde la cual se había llegado o se podía llegar a esos errores; y mostrando, por tanto, tras la diversidad de formas y manifestaciones, su unitario sentido y destino: «por cuantos caminos el modernismo conduce al ateísmo, y a suprimir toda religión. El primer paso lo dio el protestantismo; el segundo corresponde al m.; muy pronto hará su aparición el ateísmo» (ASS, 40, 1907, 634).
El m., señala la encíclica, constituye un sistema, aunque sus adeptos eviten o no consigan exponerlo en su conjunto. Esto hace más necesario mostrar la ligazón lógica que une sus distintas afirmaciones. En base a cuatro aspectos fundamentales, puede mostrarse el esquema de su pensamiento: la filosofía, la teología, la crítica y la apologética.
La filosofía modernista se caracteriza por dos rasgos esenciales: el agnosticismo, que anula todas las pretensiones de demostración racional de la existencia de Dios y la inmanencia vital que hace buscar todas las explicaciones de la verdad religiosa en el sujeto y en las necesidades de la vida. Sólo después el «hombre debe pensar su fe», con fórmulas que se habrían ido aclarando al paso de los tiempos y que no tendrían otro valor que el de símbolos. La noción de Dios procedería de una cierta «intuición del corazón», de modo que todas las religiones serían verdaderas en la medida que favorecen esa experiencia (cfr. ib. 597-598 y 604).
Esta filosofía implica una teología consecuente: la fe sería una percepción de Dios en lo más íntimo del hombre en virtud de la ley de la inmanencia. El desarrollo de esta fe, mediante el trabajo de la inteligencia daría lugar al dogma. Así, la necesidad de «dar a la religión un cuerpo sensible» habría creado los sacramentos; los libros de la S. E. serían una recopilación de experiencias hechas por los primeros creyentes de Israel y los primeros apóstoles del cristianismo; la Iglesia constituiría un «fruto de la experiencia colectiva», en el que la autoridad no tendría otra función que dar expresión y fórmula a los sentimientos de la colectividad (cfr. ib. 612 y 613).
También la crítica modernista es «pura obra de filósofo». Se parte del agnosticismo que descarta toda posibilidad de lo sobrenatural. No queda más que un elemento humano, sometido a la doble ley de la transfiguración y la deformación. Por tanto, el crítico al estudiar la S. E. ha de «excluir todos los añadidos que la fe ha hecho» y «todo lo que...no está en la lógica de los hechos» (cfr. ib. 621 y 622). De este modo, escriben una historia basada en apriorismos, pero «con tal desenfado, que uno se figuraría que ellos han visto a cada uno de los escritores, que en las diversas edades trabajaron» (ib. 625) en esa obra de ir transfigurando y deformando los hechos iniciales, que previamente ellos fijan a su gusto.
Igualmente la apologética modernista «depende del filósofo, por dos razones: ante todo por tomar como materia la historia escrita según la norma» de esa filosofía, después, porque de esa filosofía «recibe sus dogmas y sus juicios» (cfr. ib. 626). Se trata de «llevar al hombre que todavía carece de fe a tener la experiencia de la religión católica, experiencia que... es el único fundamento de la fe» (ib. 627). La doctrina de la inmanencia permite descubrir en el hombre «la exigencia y el deseo de una religión» (ib. 630), aún más del catolicismo en concreto, que es necesario para el pleno desarrollo de la vida. Esto y no los milagros probarían el carácter divino del catolicismo.
En este breve resumen de la sistematización del modernismo por la Pascendi ha sido fácil advertir la importancia predominante que da a su postura filosófica: en la base situaba al «filósofo» del cual dependían el teólogo, el crítico, el apologista. Sin embargo, como es bien sabido, el m. no creó una filosofía: sus representantes se limitaron simplemente a aceptar un sistema de pensamiento, como cosa adquirida definitivamente por la ciencia y subordinaron a él la fe. Esto es importante porque confirma que la Pascendi reprueba directa y principalmente ese intento de adaptar la fe a esa filosofía a la que los modernistas llaman moderna. Las palabras de la Encíclica son por lo demás netas: «Todos los modernistas sin excepción quieren ser y pasar por doctores de la Iglesia... con palabras grandilocuentes subliman la filosofía moderna y... del consorcio de esa falsa filosofía con la fe ha nacido su sistema, repleto de tantos y tan grandes errores» (ib. 636). Su aspiración, cuando hablan de renovar la Teología, no es sino «que tome por fundamento la filosofía moderna». Por eso, «quieren que se renueve la Filosofía, principalmente en los Seminarios, de suerte que... se enseñe a los jóvenes la filosofía moderna, única verdadera y que corresponde a nuestra época» (ib. 630-631).
Como la Iglesia no acepta este planteamiento, «a menudo y abiertamente censuran a la Iglesia, porque tercamente se niega a acomodar sus dogmas a las opiniones filosóficas; por tanto, desterrando con este fin la teología antigua pretenden introducir otra nueva» (ib. 609) fundada en ese pensamiento. Hecho, además, que juzgan inevitable, porque «el hombre no sufre en sí dualidad; por lo cual el creyente experimenta una interna necesidad que le obliga a armonizar la fe con la ciencia, de modo que no disienta de la idea general que da la ciencia de este mundo universo. De lo que se concluye que la ciencia es totalmente independiente de la fe; pero que ésta, por el contrario... debe sometérsele» (ib. 607-608).
Y nada cuenta para ellos -concluye la Pascendi-, la autoridad del Magisterio -del que.«no soportan corrección» (ib. 595)- ni de los Padres y Doctores, porque ninguno de ellos contaron «con los auxilios que estudian los modernistas. Esto es, no tuvieron por maestro y guía a una filosofía que entraña en su principio una negación de Dios, ni se eligieron a sí mismos como norma de criterio» (ib. 626). Por eso, no les interesa «la verdad en sí, sino esa otra verdad subjetiva, fruto del sentimiento interno y de la acción»... que «si es útil para formar juegos de palabras, de nada sirve al hombre, al cual interesa principalmente saber si fuera de él hay o no un Dios, en cuyas manos debe un día caer» (ib. 633): con el «sentimiento y la experiencia, sin ninguna guía ni luz de la razón... sólo resta otra vez recaer en el ateísmo y en la negación de toda religión» (ib. 633).
c) Del Syllabus a la Pascendi. Es interesante, llegados a este punto, destacar que la Pascendi no fue un hecho aislado, una novedad: el tema de las relaciones de la fe con las corrientes subjetivistas y naturalistas del pensamiento moderno, había sido objeto de especial atencióndel Magisterio ya desde hacía más de medio siglo, dando lugar a una serie de manifestaciones que culminan con la publicación por Pío IX en 1864 del Syllabus (ASS, 3, 1867, 168 ss.; Denz.Sch. 2901-2980), y con la convocación en 1868 del Conc. Vaticano I, cuya constitución Dei Filius declara y define ampliamente la doctrina cristiana sobre la Revelación, la fe y la razón humana (Denz. Sch. 3000-3045).
Como la Pascendi, el Syllabus nació como una sentida necesidad -ante un clima intelectual dominado por corrientes de pensamiento poco concordes con la fe- de hacer accesible a los fieles, y especialmente a sus pastores, el conocimiento y fácil discernimiento de los «principales errores de nuestra época». Y, también como la Pascendi, aspira a ir más allá de una mera enumeración de errores, para apuntar a la raíz de donde proceden, clarificando el tema de las relaciones entre fe y filosofía (y, concretamente, filosofía contemporánea) y advirtiendo frente al peligro de naturalismo implícito en muchos planteamientos difundidos en la cultura actual. Para una exposición más detenida de la historia del Syllabus y de su contenido, v. Pío IX; NATURALISMO.

5. Hacia la raíz de una actitud. Después del análisis de la actitud modernista y del juicio que mereció al Magisterio, estamos en condiciones de penetrar en su sentido más radical: en la razón de por qué la Iglesia se opuso a la adaptación de la fe a la llamada «filosofía moderna», entendiendo por tal una filosofía que sitúa el origen de la verdad en el hombre, en su certeza de conciencia; en una palabra, la que cada vez más concordemente se viene en llamar filosofía de inmanencia (cfr. C. Fabro, Introduzione all'ateismo moderno, Roma 1964). Entre la fe y la mentalidad inspirada en el principio de inmanencia existe una contradicción básica: la crisis modernista nació cuando se comenzó a juzgar la fe desde la aceptación incondicionada y previa de ese pensamiento que le era contrario. Por eso, las tensiones entre la fe y el «pensamiento moderno» se hicieron turbadoras; por lo mismo se concedió un predominio a lo humano y se tendió a disolver lo sobrenatural. Si los modernistas intentaron reformar la doctrina católica, si se creyeron llamados a hacer esa reforma por encima del juicio del Magisterio, es porque su filosofía entrañaba una opción contraria a la fe: una opción que desplaza el centro de Dios al hombre. Esto nos exige remontarnos a los presupuestos de esa opción antropocéntrica que está en la raíz del intento modernista, en su fidelidad al principio de inmanencia y su subordinación de la fe, a ese principio.
El m. representa una exaltación de lo humano que resulta contradictoria -disarmónica- con lo sobrenatural: tiende, cuando menos, a celar, a dificultar su encuentro. La Iglesia enseña que gracia y naturaleza no se oponen; por el contrario, que la gracia sana, perfecciona y eleva la naturaleza. Sin embargo, el hombre puede proyectar su propio desarrollo en forma contradictoria a la gracia -y, en consecuencia, a su naturaleza- en virtud de una solución antropocéntrica de la opción radical entre Dios y sí mismo, connatural a su libertad caída, y que, en algún grado, todo hombre realiza (cfr. C. Cardona, Metafísica de la opción intelectual, Madrid 1968).
De modo radical, en el hombre caben -y caben solamente- dos posturas: duas civitates faciunt duo amores (S. Agustín). El amor de Dios condicionando el amor de sí mismo, o el amor de sí mismo hasta el odio a Dios: reconocer su absoluta dependencia de Dios o mirarse a sí mismo como centro del universo. Es decir, dirigirse a todas las cosas según han sido creadas y dispuestas por Dios y a Dios como autor trascendente de la creación; o, por el contrario, hacerse medida de todas las cosas -puesto que, de algún modo, las cosas sólo son para mí a través mío- cerrándose a la trascendencia divina. Dos perspectivas antitéticas que se fundan, respectivamente, en los principios de inmanencia y trascendencia.
Ontológicamente, esta alternativa es inevitable al hombre. Como señala Kierkegaard, «aquel que no se pone en relación con Dios según el modo de un abandono absoluto, no se pone en relación con Dios. Respecto a Dios no se puede poner uno en relación hasta cierto punto» (Papirer, trad. it. Brescia 1948-51, 1, 1517). Ante Dios, por tanto, teoréticamente no cabe más que rendirse o romper relaciones: cualquier afirmación de derechos frente a Dios es cesar de dirigirse al Ser Absoluto ante quien no caben condiciones y comenzar a interrogar a una creación de la propia conciencia. Psicológicamente, sin embargo, la opción por uno de los dos extremos de esta radical alternativa -especialmente la opción negativano se realiza sino tras un largo periodo de preparación, de formación de hábitos en la inteligencia y en la voluntad, que cimentan el rigor de la opción. De modo particular en el cristianismo, que recibe en la Revelación y en la gracia el más pujante llamamiento a salir de sí mismo para perderse en Dios (cfr. lo 12,25) y, está, por tanto, especialmente protegido para no cerrarse sobre sí. Por eso, en una sociedad cristiana una actitud tan aceradamente antropocéntrica como la modernista, difícilmente se generaliza sin una fuerte carga de historia. A esto aludía Pío X, en la Pascendi, al señalar un proceso cuyo primer paso fue el protestantismo, el segundo lo daba el modernismo y cuyo término será el ateísmo.
Precisando más esa idea podríamos, desde un punto de vista histórico, situar los antecedentes remotos del m., de una parte, en el subjetivismo luterano, que supuso un giro antropocéntrico en el orden de la religiosidad (v. LOTERO); de otra, en la actitud ante la ciencia que mantuvieron algunos humanistas como Erasmo (v.), que implica una afirmación de la primacía del proceso del conocimiento sobre la realidad conocida y, por tanto, aunque desde otra perspectiva, de nuevo el subjetivismo. Por eso aun sin pretender agotar en sus detalles una cuestión tan compleja como es la de la génesis de la actitud modernista, podemos, no obstante, decir que diversos giros antropocéntricos en la actitud religiosa, en el pensamiento o en la cultura han ido preparando la posibilidad del m. y del proceso que camina hacia una «teología de la muerte de Dios». Si no se tiene esto presente, no se ahonda en el sentido teológico de la actitud modernista: porque no es un fenómeno aislado, sino una manifestación histórica concreta, inserta en un proceso más general y teoréticamente implacable en su destino. Así se explica, también, la diversidad de posturas entre los protagonistas de la crisis, según el grado de coherencia alcanzado por su pensamiento y las conclusiones ante las cuales -por conservar su fe o por otras razones- se han detenido, pero a las que de modo inevitable tienden.

6. Enseñanzas de un capítulo de historia. Estamos así en situación de comprobar el sentido último del fracaso modernista: no fue un proyecto equivocado sólo en su realización, sino un intento ya constitutivamente erróneo, que estaba necesariamente destinado a fracasar. La fe no puede adaptarse ni expresarse en las categorías de una filosofía fundada en el subjetivismo, en el principio de inmanencia; en definitiva, en esa opción antropocéntrica refractaria a lo sobrenatural, que lleva a su negación. De aquí la preocupación posterior del Magisterio ante elresurgir de actitudes de corte modernista que no pueden terminar sino esencialmente en los mismos errores: ese «fenómeno modernista, que todavía aflora en diversas tentativas de expresiones heterogéneas, extrañas a la auténtica realidad de -la religión católica», y que lleva a conceder «un predominio a las tendencias psicológicoculturales, propias del mundo profano, sobre la fiel y genuina expresión de la doctrina y de la norma de la Iglesia de Cristo», es un peligro «siempre viviente y múltiple, proveniente de muchas partes» (Pablo VI, Enc. Ecclesiam Suam, AAS, 1964, 617). El sentido de la Pascendi -por el que algunos no la han entendido y han pensado que era una «reconstitución» del m. no del todo fiel a la historia-, como antes del Syllabus y más tarde de la Humani generis, no fue sólo el de condenar unas soluciones, sino el proyecto mismo de que nacían.
Los intentos, como el de Blondel, por coordinar la fidelidad a la fe, que personalmente conservaron, con su proceso de adaptación a una filosofía fundada en el principio de inmanencia, no hacen sino corroborarlo. La Pascendi señalaba que «no basta rechazar los postulados de la inmanencia como doctrina», porque aun utilizarla como método para alcanzar el contenido de la fe, lleva a tantos errores como esa doctrina misma: es «un método apto no para edificar, sino para destruir; no para hacer católicos, sino para arrastrar a los mismos católicos a la herejía y aun a la destrucción total de cualquier religión» (ASS 40, 1907, 630).
Partiendo de la inmanencia, el ser y aun el mismo Ser Absoluto, precisan sernos presentado -para que sean válidos- como una construcción del hombre: Dios, es el ser absoluto que «para ser y vivir plenamente como hombre, el hombre tiene necesidad de producir y querer». La dificultad se sitúa entonces, como señala el propio Blondel, en que ese Dios, hecho inmanente al hombre, conseguido como una construcción suya, sea «real» y por ser un Dios real mande sobre el hombre (Premiers écrits de M. Blondel, L'Action 1893, París 1950, 422 y 458).
Una respuesta que, según reconoce Blondel, su filosofía no es capaz de dar, porque su función se agota en mostrar la necesidad de «poner la alternativa: Es o no es. A ella toca hacer ver que sólo esta única y universal pregunta, que abraza el entero destino del hombre, se impone a todos con rigor absoluto: Es o no Es» (L'Action, cit. 492). Si se quiere decir más -y quiere, porque la fe le impulsa a hacerlo- es preciso sobrepasar el dominio de su filosofía: «Pero si se nos permite añadir una palabra, una sola que sobrepase el dominio de la ciencia humana y la competencia de la filosofía, la única palabra de frente al cristianismo, capaz de expresar esta parte, la mejor, de la certeza que no puede ser comunicada puesto que no surge más que de la intimidad de la acción toda personal, una palabra que sea ella misma una acción, es preciso decirla: Es» (L'Action, 492).
Se trata, sin embargo, precisamente, de la única palabra que, desde un planteamiento de inmanencia no es legítima: afirmarla supone romper con el sistema, sacarla ex novo de fuera. Loisy lo hará notar claramente: desde una filosofía de inmanencia «las pruebas de la existencia de Dios» no resultan ya «concluyentes, al menos en cuanto a la existencia de un Dios eterno, inmutable, omnisciente, omnipotente, etc.; alguna cosa hay, puesto que siempre alguna cosa ha habido; pero que el principio de la evolución mundial no sea inmanente al mundo, que sea trascendente hasta el punto de poseer la totalidad infinita de su ser independientemente del universo que habría creado por un capricho muy relativamente benévolo, es algo que no sólo la razón no demuestra, sino que empieza a concebir difícilmente». La vía de Blondel no es aceptable: «nuestro querido X (alude a Blondel) piensa que la razón conduce al monismo, pero que el corazón es suficiente para probar a Dios. La conciencia no conseguirá imponer a la razón un Dios que ella no descubre». Destruido el acceso al ser por la razón, ese Dios de Blondel «no es más que la supervivencia» de un «concepto privado ahora de sus puntos de apoyo y que se sostiene provisoriamente por el sentimiento, por una tendencia mística del alma, por un hábito hereditario» (Choses passées, 313-314). El problema de lo real no es soluble más que si el Verbo se ha encarnado, afirmará Blondel; y contestará Loisy: «¿Cuántos pensadores serios se decidirán a admitir que la encarnación del Logos llega a propósito para demostrar la realidad del mundo exterior?» (Mémoires, 11,393).
A partir del planteamiento blondeliano -es preciso reconocerlo a pesar de sus buenas intenciones- Dios, la trascendencia, no es más que una pregunta, una pregunta sin respuesta: la idea del infinito de Dios «es inevitablemente generada en la conciencia»; es esto lo que la razón puede demostrar; pero con esto no se ha llegado «ni se ha tratado para nada -continúa Blondel- de concluir en la existencia de Dios; se ha tratado de verificar que esta idea de Dios real nos conduce a la suprema alternativa de la cual dependerá que Dios sea realmente o no sea para nosotros». Pero un dios que aparece al hombre como pregunta, que puede responder o negar, no es Dios, es una pura y mera construcción del hombre, es un juego dialéctico, mediante el cual autodiviniza y absolutiza su esencia: ese dios que, para existir, depende esencialmente de una afirmación humana, no es más que un desdoblamiento de la conciencia. Cuando la razón no llega a Dios más que como pregunta es porque previamente ha negado -forzando con su voluntad la natural apertura al ser- la relación de absoluta dependencia que tiene respecto al Ser Absoluto, sin la cual no puede ni conocerse a sí mismo. Plantear a Dios simplemente como pregunta es, por tanto, el fruto de esa errónea opción antropocéntrica, cerrada a Dios: por eso, en dios como pregunta han estado y siguen estando conformes todos los humanismos sin Dios.
El m., en resumen, tenía que fracasar: era un intento de diálogo cristiano con el mundo moderno, que partía de poner en entredicho lo único importante: el sentido de su relación con Dios, conocido no sólo por la razón, sino por boca del mismo Dios que ha hablado por la Revelación. Un diálogo verdaderamente cristiano comportaba otra postura: había de tomar conciencia de las tensiones de la fe en ciertos sectores del mundo moderno desde una actitud diversa; no puede asentarse sobre un sentimiento de impotencia, sino que ha de ser un diálogo cargado de fuerza, de doctrina, cordial -porque ama al mundo y todos los avances de la ciencia- pero a la vez generoso para dar de la abundancia de la fe en que vive, del Dios que se le ha dado a conocer. Y esto porque pone su centro no en el hombre, sino en Dios. Y «Dios es el de siempre. Hombres de fe hacen falta y se renovarán los prodigios que vemos en la Santa Escritura» (Escrivá de Balaguer, Camino, Valencia 1939, no 586).
Sólo partiendo de esta actitud se está en condiciones de «contribuir a reconciliar el mundo con Dios», corriendo «con valentía ese riesgo de buscar soluciones humanas y cristianas -las que en conciencia veáis: no hay una sola- a las cuestiones temporales que surjan en vuestro camino», y es como se llega a apreciar que todo valor humano legítimo «por humilde, pequeño o insignificante que parezca, puede tener siempre un sentido trascendental: una razón de amor, algo que hable de Dios y a Dios lleve» (Escrivá de Balaguer, Cartas 11 mar. 1940 y 9 en. 1959).

V. t.: NATURALISMO; AGNOSTICISMO; CONTEMPORÁNEA, EDAD 11; APOLOGÉTICA; BIBLIA V, 2; CRISTOLOGíA, 5.


R. GARCÍA DE HARO.
 

BIBL.: Como estudios históricos de conjunto: J. RIVIÉRE, Le modernisme dans PÉglise. t`tude d'histoire religieuse contemporaine, París 1929 y E. POULAT, Histoire, dogme et critique dans la crise moderniste, París 1962 (buen estudio, desde el punto de vista de documentación histórica, aunque con claros errores en la valoración teológica de la crisis). Para el examen de la crisis, también histórico, pero con una apreciación teológica de fondo: J. MAUSBACH, Der Eid wider den modernismus und die theologische Wissencha/t, Colonia 1911; R. GARCÍA DE HARO, Historia teológica del modernismo, Pamplona 1972. Como trabajos fundamentales de documentación: R. MARLÉ: Au coeur de la crise moderniste. Le dossier inédit d'une controverse, París 1960 (con claro intento de apología a Blondel); O. PETRE, Autobiography and Life of George Tyrrell, Londres 1912, 2 vol. (defensa apasionada y muy poco objetiva); son también imprescindibles, por la documentación que aportan, aun cuando evidentemente parciales, algunos de los escritos autobiográficos e históricos de los propios modernistas, entre ellos: A. Loisy, Mémoires pour servir á 1'histoire religieuse de notre temps, 3 vol. París 1930-31; Choses passées, París 1903; A. HoUTIN-F. SARTIAUx, Al/red Loisy. Sa vie, son ouvre, París 1960, publicado por E. POULAT; A. HoUTIN, Histoire du modernisme catholique, París 1913; íD, La Question biblique au XX' siécle, París 1906; íD, Mon expérience: I. Una vie de prétre, Il. Ma vie Jaique: Documents et souvenirs, París 1926-28; M. NEDONCELLE, La Pensée religieuse de Friederich von Hügel, París 1935; P. SABATIER, Les modernistes. Notes d'histoire religieuse contemporaine, París 1909.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991