MITO Y MITOLOGIA III. MITOS AMERICANOS
En la conquista de América hubo razones espirituales y sobre todas el deseo de
propagar la religión cristiana; pero en muchos también hubo móviles materiales o
de aventura, de mejorar económicamente de situación o deseo de cobrar honra y
fama. Entre estos últimos móviles hay una serie de ellos que han sido
denominados mitos de la conquista. El hombre hispano, de fuerte imaginación,
creó en América una serie de ilusiones quiméricas o fantasmales tras las cuales
partieron muchas expediciones que lo único que lograron como saldo final fue el
hacer geografía. Unas veces esos mitos impulsadores los creó o halló allí, en la
tierra que pisaban; otras veces los importó de la Europa medieval y antigua.
1. En los primeros descubrimientos del centro y del Norte de América. En
un principio se creía que las tierras que se acaban de descubrir, las Antillas,
eran las fantásticas tierras medievales de Marco Polo y del visionario
Mandeville. La isla de Haití será para Colón (v.) la Antilla medieval; La
Española, la Ofir de la que nos habla la Biblia. Tras algunos de los habitantes
del recién estrenado hábitat apareció un nuevo mito: el de los gigantes y
pigmeos. En la estatura exageradamente elevada de algunos indígenas, y en el
hallazgo de huesos de animales prehistóricos que gratuitamente se supusieron
humanos, unido ello a la existencia de ciertas razas deformes o pequeñas que se
amputaban los dedos, vio la fantasía de algunos la vieja fábula de los gigantes.
Un mito más, el de los antiguos «calibes», pasó a América con las naves
descubridoras y renació como una leyenda en el mar de las Antillas: Colón,
convencido de que estaba en Asia, vio en los indios guerreros de las Antillas,
los antropófagos caribes (v.), a los pobres calibes asiáticos, a los cuales, por
confusión con sus vecinos los escitas, la Antigüedad tachó de belicosos y
antropófagos.
De las Antillas, y buscando la fons juventutis, se pasó a la Florida. El
mito de la eterna juventud, que procedía del mundo clásico, se hermanó en
América con la creencia indígena en unos árboles de la vida, que trasmitían su
poder regenerador a los ríos en cuyas orillas crecían; buscando este río
partieron los indios y detrás los descubridores españoles. En 1508, Juan Ponce
de León (v.), caballero leonés y hombre noble, compañero de Colón en el segundo
viaje, figuraba como conquistador y poblador de Puerto Rico. Al suceder Diego
Colón a su padre como almirante, perdió el gobierno. Viéndose Ponce de León «sin
cargo y rico», y conocedor por los indios de Boriquen de la existencia hacia el
N de una tierra llamada Bimini, abundantísima en oro y con la cualidad
sorprendente de poseer un río con la virtud de rejuvenecer a todo el que se
bañaba en sus aguas, pidió permiso para ir a ella. En 1511 Fernando el Católico
accedió al viaje; el Rey quería que Ponce de León comprobase la existencia de
estas tierras y que luego fuera a España para concertar su población. En marzo
de 1513 partió de Puerto Rico, y a los dos días estaba en las Lucayas. Después
de navegar, perdido y hambriento, durante seis meses por entre islotes, Ponce de
León tocó en una tierra -que él creyó también isla, y que bautizó con el nombre
de Florida, no se sabe si por el día en que la descubrió, 27 de marzo (la Pascua
Florida de 1512), o por su verdor. Después de su descubrimiento vino a España a
negociar con el Rey el título de Adelantado de Bimini y Gobernador de Florida,
armando tres navíos en Sevilla para conquistar la tierra y hacer efectiva su
gobernación.
Ya situados los españoles en México pretendieron ver Cíbola (v.) o Tzibola,
región de las siete ciudades, donde hoy está Kansas City. Una leyenda medieval
portuguesa cuenta que, huyendo de la invasión árabe, siete obispos lusitanos
llegaron a las Antillas, donde cada uno alzó un pueblo. A raíz de la relación
con un fraile, fray Marcos de Niza, los españoles acudieron a Nuevo México en
busca de la maravillosa Cíbola, que el clérigo afirmó haber visto.
2. En América del Sur. En Sudamérica se multiplican los mitos. Se suceden
los años mientras unos y otros buscan a Eldorado (v.); tan pronto es un hombre,
como una ciudad (Manoa), como una laguna (Parime), como una región (Omagua);
españoles -Belalcázar, Ordás, Quesada, G. Pizarro, Berrio, etc- y extranjeros -Spira,
Hutten, Raleigh- se consumen buscando al príncipe dorado. La leyenda se apoya en
una realidad telúrica: la ceremonia que, desde una balsa, realizaba anualmente
el cacique de la laguna de Guatavita; el cual, espolvoreado de oro, hacía
ofrendas a la laguna. En la búsqueda de este hombre de oro se recorrió la sabana
bogotana, los llanos venezolanos, el Orinoco y las Guayanas.
La leyenda de las amazonas fue importada, como otras, del mundo clásico.
Se ubicó primero en las Antillas y luego en la cuenca del río Amazonas. Mujeres
guerreras existieron en Indias, aunque no eran las legendarias amazonas del
Termodonte. Los hombres de Francisco de Orellana (v.), primeros en recorrer el
gran río amazónico, y el P. Carvajal, relator de la navegación, creyeron ver en
sus márgenes a indias combatientes. Esto, unido a las noticias que les daban los
indios de pueblos donde vivían sólo mujeres, hizo que las identificasen con
aquellas legendarias guerreras, que vivían en repúblicas y sólo tenían
relaciones con hombres una vez al año, guardando para sí el fruto femenino de
dichas relaciones. Aunque laidea era completamente clásica, las causas que la
hicieron evocar se basaban en hechos auténticos, propios de la civilización
quechua (v.). Se trataba en realidad de las aldeas de escogidas y adoratorios
atendidos por las vírgenes del Sol, de las cuales unas podían casarse y otras
no. El mito, por tanto, fue reflejo de estas casas incaicas, algunas de ellas
tan grandes como una aldea indígena, a las que los indios se referían cuando
hablaban de mujeres que vivían sin hombres.
El Perú fue un gran manantial de ilusiones, además del citado de las
amazonas. Como un reflejo de la riqueza incaica surgieron las ilusiones de la
Sierra de la Plata, del Gran Paitití, del País de Mojos, del de los Caracaraes,
de la Tierra Rica y del César Blanco, que no eran más que el espejismo del
imperio de los incas (v.). La Sierra de la Plata fue el cerro del Potosí. La
leyenda se originó así: unos náufragos de la expedición de Juan Díaz de Solís
(v.; 1516), abandonados en el puerto de los Patos, dieron oídas a las noticias
de los indios sobre una sierra de Plata. Cinco de ellos se lanzaron a través de
las selvas vírgenes hasta las minas de Charcas; cuando emprendían el regreso
cargados de oro, y al cruzar el Paraguay, los indios les mataron a todos; sólo
unos esclavos lograron escapar y pudieron contar al resto de los náufragos el
fin de sus compañeros. Las noticias de la sierra de la Plata se expandieron en
España llevadas por los compañeros de Solís. A partir de este momento, distintas
expediciones buscaron el reino fabuloso y, persiguiéndolo, rindieron viaje en
Bolivia donde se unieron a los que venían del Perú.
Un primer intento lo realiza Sebastián Caboto (v.) en mayo de 1527, quien
cambia su itinerario a Oriente para conquistar el soñado imperio. En su búsqueda
se tropieza con las naves de Diego García de Moguer, que iba a explorar aquellas
tierras por orden del Rey. Unidos los dos capitanes intentan conquistar juntos
el imperio del Rey Blanco, intento que resultó fallido; las pérdidas humanas, la
falta de alimento y los ataques de la indiada aconsejaron el regreso a España,
que se hizo en diciembre de 1529. De las tres expediciones que Caboto despachó
en direcciones distintas con el fin de buscar noticias, sólo una regresó: la
dirigida por Francisco César, cuyas noticias sorprendentes -que hacían
referencia, como las demás, al imperio de los incas- dieron lugar a una nieva
ilusión, la de los Césares, que impelería a los conquistadores de Sudamérica.
En 1532, la expedición del adelantado Pedro de Mendoza (v.) se encamina
hacia la sierra de la Plata y el imperio del Rey Blanco. Van capitanes luego
famosos, como Juan de Ayolas y Martínez de Irala (v.), y gente oscura como
Rodrigo de Cepeda, hermano de la santa española Teresa de Jesús. Para los 8.000
seres que transportan las 14 naves todo será tragedia; morirán de hambre o a
manos de los salvajes. Paraná arriba, primero, y luego por el Paraguay, se
pierde la expedición de Ayolas buscando el metal blanco; en su caminata llega
hasta los contrafuertes andinos; cuando regresaba con un crecido botín, murió
con sus hombres en Puerto Candelaria, cercado por la indiada.
Tras la muerte de Pedro de Mendoza (1537), la corona envía al aventurero
Alvar Núñez Cabeza de Vaca (v.) como nuevo Adelantado. Como los demás, sale en
busca de los «señores del metal». Antes de iniciar la penetración hacia el O
nombra a Martínez de Irala Maestre de campo, sujeta a los indios del Chaco y
funda el Puerto de los Reyes en la costa occidental del río. Todo fue inútil; la
selva impenetrable, lo inseguro de la marcha y la falta de alimentos, hicieron
que regresasen a los Reyes. Las dos expediciones que Alvar Núñez despachó, una
al Chaco mandada por Francisco de Ribera y otra al mando de Hernando de Ribera,
que salió río arriba, aunque no dieron con la famosa sierra, fueron
interesantes. La de Francisco por las noticias que trajo de los indios de tierra
adentro, la de Hernando porque al regresar difundió la leyenda de las amazonas y
Eldorado. En noviembre de 1547, y con las riendas del gobierno en su mano,
Martínez de Irala realizará el deseo de su vida: llegar al cerro de la Plata. La
marcha a través del Chaco fue durísima; cuando al fin llegaron al Perú, otros
españoles les habían tomado la delantera, teniendo que regresar a Asunción. Con
la gran entrada, Martínez de Irala destrozó la ilusión de la sierra de la Plata.
Pero los mitos siguen en tierras australes, donde se imagina situada la
ciudad de los Césares, ciudad errante y no hallada, que nació al reflejo de la
riqueza peruana, por obra de la imaginación de algunos náufragos y por
derivación del mito sobre el César Blanco. El origen de esta última leyenda hay
que buscarlo en el nombre del citado Francisco César, capitán de la expedición
de Caboto, el cual, al mando de 14 hombres, partió en 1528 del fuerte de Santi
Spiritus, en el Paraná, y se internó rumbo al O. Antes dividió su exigua columna
en tres partes: una emprendió viaje al S; otra se internó en tierra de los
carcarañaes; y la tercera, a su mando, siguió el curso del río Carcarañá hacia
el NO, llegó a los Andes y volvió al fuerte a los tres meses de su partida,
trayendo noticias de las deslumbrantes riquezas del Cuzco y del Inca que debió
oír de los indios de las pampas de San Luis y Mendoza. De los ocho hombres que
componían las columnas desprendidas de la del capitán César, nunca más se supo.
La historia de César descendió a Chile y allí se mezcló y dio nombre a las
leyendas que circulaban sobre los náufragos de la trágica expedición de Simón de
Alcazaba, por el 1534, que se perdieron en la helada Patagonia; sobre los de la
expedición de Francisco Camargo en 1540 (armada del Obispo de Placencia), cuya
nave capitana se perdió en el estrecho sin que jamás se tuvieran datos precisos
de sus hombres; y sobre los abandonados hombres, mujeres y niños que dejó la
expedición de Pedro Sarmiento de Gamboa en el estrecho, después de su fracasada
tentativa de poblarlo. Hoy sabemos qué fue de los colonos de Sarmiento de
Gamboa, por las declaraciones de Tomé Hernández, uno de los sobrevivientes que
recogió el pirata Cavendish en 1586: perecieron de hambre y de frío en las
soledades nevadas. Parecida suerte debieron correr los demás, pero en aquella
época no se sabía nada de ellos. La imaginación de los hombres de aquel momento
necesitaba poco para crear fantasías y mitos, y así a los perdidos del capitán
César unieron los desaparecidos de Alcazaba, Camargo y Sarmiento de Gamboa, y a
todos les hicieron habitantes felices y poderosos de ciudades fabulosas perdidas
en la Patagonia.
Entre las expediciones militares que parten desde Chile está la de
Francisco de Mendoza (1542) y la de Juan Jofré (1562), que atravesó los Andes
rumbo a Cayo, con el fin de descubrir la provincia de «los Césares» hasta el
Atlántico, es decir, la Patagonia. Desde suelo argentino (Buenos Aires) sale en
1604 la expedición de Hernando Arias de Saavedra (Hernandarias) en busca de la
fabulosa ciudad del Sur, con la idea de conquistarla y recuperar para su
gobierno los cristianos que en ella vivían. Al frente de 200 hombres se lanza
hacia la pampa, llega en su caminata hasta la sierra del Tandil, alcanzando
cercade su desembocadura el río Negro, que él denominó Claro. Después de tres
meses y 18 días en los que la expedición vagó sin rumbo cierto, pasando un
sinfín de calamidades, regresó a Buenos Aires el 18 feb. 1605, sin haber hallado
restos de la Ciudad Encantada. Pero no por ello se dejó de creer en su
existencia; el propio Hernandarias regresó convencido de que la ciudad debía
hallarse más hacia la cordillera; de aquí que escriba al virrey de Lima
recomendando para realizar la operación a su yerno jerónimo Luis de Cabrera,
criollo como él.
En 1622 Cabrera emprende la expedición en busca de la Ciudad de los
Césares, con 400 hombres a caballo llevando abundantes provisiones. Se dirige
hacia el S, siempre inclinándose hacia el O; atraviesa ríos, cruza pampas, llega
a las fértiles tierras de Cuyo, orilla la cordillera y se detiene en el río
Simay, ya en la Patagonia, en los dominios de los indios pehuenches. Aquí se les
une un blanco fugitivo de ellos que les informa de una ciudad llamada «de los
árboles de los Césares»; allí se dirigen y sólo hallan ruinas de una colonia que
perteneció a gente llegada de Chile. Pero el mito sigue aguijoneando la mente de
Cabrera; después de dar oídas a las noticias del jefe de una tribu que le afirma
que por allí habían andado españoles, decide seguir adelante. Costea el río
Neuquén, afluente del río Negro, sin saber que era el mismo que Hernandarias
había cruzado poco tiempo antes y al que había dado el nombre de Claro. Los
indios, que hasta este momento se habían mostrado amistosos, alarmados de su
avance, se volvieron contra él. La falta de guías, de alimentos y los heridos y
enfermos, hicieron pensar a Cabrera en la retirada, que se les hizo interminable
por el acoso continuo de los aborígenes.
Fracasadas estas expediciones militares no por ello se dejó de creer en la
existencia de la ciudad de los Césares y es ahora un evangelizador del s. xvti,
el P. Nicolás Mascardi, quien desde Chile se lanza a través de los Andes en su
busca. La aventura del jesuita italiano comienza en 1662, al ser nombrado Rector
de la misión de Castro (Nahuel-Huapí). En 1666 el gobernador de Chiloé, Juan
Verdugo, ordenó una entrada contra los indios que tuvo éxito, pues muchos
cautivos, indios mansos, fueron repartidos entre los conquistadores. Mascardi
protestó contra este hecho, y después de un largo trámite de cuatro años, obtuvo
la libertad de los presos; su enérgica defensa le atrajo la amistad de éstos,
quienes en gratitud le revelaron la existencia de la fabulosa ciudad. A fines de
1670 Mascardi partió en piragua acompañado de varios indios, rumbo al lago
Nahuel Huapi; desde allí envió mensajes a los Césares llevando cartas escritas
por él en siete idiomas: español, puelche, poya, arauco, griego, latín e
italiano. Mientras esperaba la respuesta, que tardaba, llegaron a él dos indios
que aseguraban haber estado en la misteriosa ciudad. Mascardi salió en su busca;
después de un largo y penoso viaje en el que llegó hasta el estrecho de
Magallanes, volvió a su misión de Castro, sin haber hallado rastro de la ciudad.
Dos años más tarde, en 1672, el inquieto jesuita se lanza nuevamente, sin
armas y casi sin sustento, en pos de la mítica ciudad. Esta vez llega hasta la
costa del océano Atlántico. En 1673 Mascardi vuelve a probar fortuna en su
cuarto viaje, que resultó trágico; a los dos meses de haber salido perdió la
vida martirizado por los indios.
Durante todo el s. XVIII, la ciudad de los Césares sigue siendo buscada
con el mismo ahínco que en los primeros tiempos de la conquista. Digno
continuador de Mascardi es el fraile asturiano Francisco Menéndez, que llegó a
Ocopa, Chile, en 1768 ó 1770. Antes de emprender viaje hacia el Oriente andino
viajó mucho por el archipiélago Chiloé; fruto de sus correrías fue el hallazgo
del lago Nahuel-Huapi, perdido desde la ruina de la misión, y a cuya margen se
decía estaba la mítica ciudad. Enterado el virrey del Perú le mandó para que lo
descubriera; y con este fin emprendió el fraile sti viaje en 1792 acompañado de
100 hombres; llegó al lago, lo navegó, y trabó amistad con los indios, que le
dieron datos de una ciudad llamada Chico Buenos Aires levantada a orillas de un
gran río. Según ellos tenía iglesia con campana, calles, campos sembrados y sus
habitantes vestían y hablaban como ellos...; todo era verdad, los indios se
referían a Carmen de Patagones, ciudad fundada por Francisco de Biedma en 1779,
en la desembocadura del río Negro, de la que el virrey del Perú nada sabía, y
menos Menéndez, porque decide seguir adelante, remontando el río Limay, a fin de
encontrar la ciudad. Pero los indios, una vez más, no quisieron romper el mito,
y así, a medida que avanzaba la expedición, se volvían más belicosos, hasta el
punto de tener Menéndez que volver a Chile, sin haber entrado en la que él
pensaba era la ciudad Encantada, aunque eso sí, llevando la noticia de su real
existencia. A pesar de todos los datos que dio, no se intentaron nuevas
exploraciones. Al cabo de tantos fracasos, los gobernantes debieron de
comprender que la ciudad patagónica no existía más que en la imaginación de los
hombres.
Con la leyenda de los Césares patagónicos mueren los mitos en América; fue
el último. Con todo, los mitos formaron parte de lo bello de la conquista
indiana. Los descubridores, movidos muchas veces por la ilusión, hicieron un
nuevo mundo, trasunto de su patria.
BIBL.: E. DE GANDíA, Historia crítica de los mitos de la conquista americana, Madrid 1929; F. FERNÁNDEZ DE CASTILLEJO, Génesis de los mitos y leyendas americanas, Buenos Aires 1945; P. HONERE, La leyenda de los dioses blancos, Barcelona 1965; E. MORALES, La Ciudad encantada de la Patagonia, Buenos Aires 1944.
H. RUIZ GIL.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991