MARIA II. MARIA Y LA OBRA DE LA REDENCION 6. MATERNIDAD ESPIRITUAL, MEDIACIÓN Y CORREDENCIÓN


1) La Maternidad espiritual de María: líneas generales. 2) La mediación mariana en las Sagradas Escrituras. 3) La doctrina de la Tradición. 4) La elaboración teológica en torno al tema de la corredención. 5) El Concilio Vaticano II. 6) Síntesis final
     
      La función que M. cumple en la economía salvadora ha sido expresada por la tradición cristiana con una multitud de vocablos, entre los que podemos destacar los siguientes: Maternidad espiritual, Corredención, Mediación e Intercesión. La Maternidad divina (v. 1), realidad focal y clave de toda la vida y la acción de M., ha de ser entendida en toda su integridad, tal como se describe en la historia de la salvación bíblico-neotestamentaria, según la cual debemos descubrir en ella dos vertientes: la maternidad divina propirmente dicha que dice relación a la persona de Cristo, Dios y Hombre verdadero; y la maternidad espiritual, o de gracia, que vincula a M. con la Iglesia, es decir, con la comunicación de la gracia redentora que se inaugura con la Encarnación.
     
      1) La Maternidad espiritual de María: líneas generales. La expresión Maternidad espiritual está basada en el certero y justo simbolismo por el que, para designar realidades del orden de la gracia, usamos términos que originariamente se usan para designar realidades y efectos del orden de la naturaleza, con los que aquéllos guardan analogía. Es el procedimiento del que Dios se sirvió al revelársenos, y el que ha usado luego la teología en su desarrollo. Con esa expresión queremos, pues, indicar que, en el orden de la gracia, M. desempeña una función que tiene analogías con lo que la maternidad representa en el orden de la vida natural: es decir, que la comunicación de vida sobrenatural en que consisten la justificación (v.) y regeneración cristianas no se realiza, en la economía concretamente querida por Dios, sin relación a M. O, lo que es lo mismo, pero dicho positivamente con palabras de S. Agustín recogidas por el Conc. Vaticano II, que M. «es verdadera madre de los miembros (de Cristo)... por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella Cabeza» (De sacra virginitate, 6: PL 40,399; citado en Const. Lumen gentium, 53).
      Lo que el título abstracto de maternidad espiritual indica se expresa también con los títulos concretos de Madre de los hombres (y, en especial, de los cristianos), y Madre de la Iglesia. El primero de ellos aparece hacia fines del s. XII, en el ambiente del humanismo devoto desarrollado por los grandes espirituales de aquella época, y a partir de entonces su uso se hizo pronto universal en la Iglesia. El segundo fue promulgado solemnemente por Paulo VI durante el Conc. Vaticano II. Antes de esa proclamación algunos se opusieron a él por considerar que constituía una novedad en la Mariología. En realidad, su novedad era meramente aparente, ya que no era otra cosa que la afirmación de la maternidad espiritual, referida socialmente a toda la Iglesia. Lo que temían los impugnadores del título era que con ese título se destacara en demasía la trascendencia de M. en relación con la Iglesia. Temor vano, porque se trata de una realidad innegable que ya está perfectamente comprendida en el título de maternidad espiritual. El documento conciliar no llegó a emplear directamente el título de María, madre de la Iglesia, sino una expresión equivalente: «.., a Ella, la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, venera con afecto filial de piedad, como a madre amadísima» (Const. Lumen gentium, 53). Pero el Papa, no contento con ello, hizo una declaración más solemne y expresa en la clausura de la tercera Sesión del Concilio, acogida con entusiasmo por toda la Asamblea (v. IGLESIA III, 1, 9e).
      Son, pues, los tres títulos relativamente recientes. Pero en toda historia de las doctrinas lo que importa no es la antigüedad o modernidad de los nombres, sino la de las doctrinas mismas, de modo que los nombres han de ser juzgados por su capacidad de expresar la realidad teológico-dogmática subyacente. En este sentido hay que decir que cuando, a partir de la época medieval, se habla de M. como Madre de los hombres y de la Iglesia o de su Maternidad espiritual, no se hace más que expresar con otras palabras lo que nos indican ya las pocas pero enormemente significativas referencias que se hace a M. en los libros sagrados (v. I, 1), y las enseñanzas de la Tradición. Esos títulos, en efecto, se limitan a continuar y desarrollar la idea patrística (presente ya en S. Justino) de la Nueva Eva: madre de la muerte fue la antigua Eva; M., la Nueva Eva, es la Madre de la Vida; y los comentarios al texto de lo 19,25, corrientes ya desde Orígenes: en el Calvario, al proclamar Cristo a M., que estaba al pie de la Cruz, madre del Apóstol Juan, tipo de sus discípulos, la proclamó Madre de todo cristiano.
      El título de Maternidad de gracia o maternidad espiritual está, pues, en íntima conexión con la realidad asociativo-corredentora que hay que atribuir a M. y, por tanto, debe ser interpretado a partir de lo que sobre ese punto enseña la tradición cristiana que examinaremos a continuación; pero, de otra parte, ya ese mismo título, a través de su fuerte realismo simbólico nativo, es una prueba fehaciente de que existe una real cooperación mariana en la economía de la gracia. Esa mutua implicación es puesta de relieve por el Conc. Vaticano II, cuando, después de enumerar las razones de esa cooperación redentora, concluye: «por esta causa, Ella fue para nosotros Madre, en el orden de la gracia» (Const. Lumen gentium, 61).
      Surge así la cuestión que es necesario examinar con detalle: la Maternidad espiritual de M. está hondamente afincada en la fe cristiana, y lo está desde los orígenes mismos de la Iglesia; ahora bien: ¿cómo se realiza esa maternidad?, ¿en qué consiste exactamente? Tales son las preguntas a las que pretenden contestar los otros títulos que mencionábamos al principio de este artículo: medianera, intercesora, corredentora.
      El de medianera es el más amplio. Se remonta históricamente a la época medieval, y sobre todo a la figura de S. Bernardo de Claraval (v.): «mirad -afirma en uno de sus sermones- con cuánta devoción quiso venerásemos a María Aquel que puso en Ella la plenitud de todo bien; para que reconozcamos que cuanto de esperanza, de gracia, de salvación encontramos en nosotros, procede de Aquella que subió a los cielos colmada de bienes» (In Nativitate B. M. V. 6,7). Este título de medianera ha sido criticado por algunos, afirmando que no es escriturístico -cosa que, como decíamos, es en realidad poco importante, ya que es un fenómeno ordinario en la teología y la vida cristiana-; y, sobre todo, que el título de mediador se encuentra empleado en la S. E. referido a Cristo y además con un cierto énfasis de exclusivismo (cfr. 1 Tim 2,5). Esta última observación apunta al tema central de toda la mariología: las relaciones entre M. y Cristo; pero antes de entrar en él -lo haremos a continuación- señalemos que la misma idea de Maternidad divina, tal como concreta y existencialmente nos la ofrecen las fuentes de la Revelación, supone ya una cierta mediación real, que obviamente no puede contradecir la mediación única del Cristo. La cuestión que puede plantearse no es, por tanto, si hay una maternidad espiritual y una mediación marianas, sino de qué naturaleza son esa maternidad espiritual y esa mediación.
      Los títulos de intercesora y de corredentora ofrecen una respuesta. El primero de ellos nos dice que M., asumida a los cielos, interviene en la aplicación de la obra de la Redención, ya que, mediante su oración intercesora, interviene en la distribución de los méritos adquiridos por Cristo en la Cruz. El segundo presenta la función de M. en la economía salvadora como una intervención en la Redención misma, es decir, en la misma obra adquisitiva de los méritos redentores. Mientras la idea de intercesión no ofrece ninguna dificultad -y es pacíficamente admitida por toda la teología- no sucede lo mismo con la de corredención, entendida en el sentido fuerte en que acabamos de precisarla. Es innegable, en cualquier caso, que plantea una problemática amplia y compleja: ¿es posible una función de M. que implique una participación en la misma acción salvífica realizada por Cristo en la Cruz? ¿No está ello en contradicción con verdades fundamentales, tales como la unicidad del Redentor, la unicidad de la Redención y su universalidad?, y, supuesto que sea posible, ¿en qué consiste exactamente? El problema constituye hoy una verdadera cruz para los mariólogos, de ahí la amplia bibliografía que ha provocado. Como sucede con otras muchas cuestiones, no puede ser comprendida suficientemente sino por relación a la perspectiva histórica en que nació; comenzaremos, por eso, presentándola brevemente.
     
      2) La mediación mariana en las Sagradas Escrituras. La S. E. y la Tradición presentan a M. interviniendo de un modo único en la historia de la salvación. Aun dentro de las dificultades exegéticas que los textos mariológicos del A. T. ofrecen todavía hoy a los exegetas, éstos están cada día más de acuerdo en que, en el llamado protoevangelio (Gen 3,15), se anuncia no sólo al descendiente de la mujer, sino a la misma mujer a la que se otorgan funciones especiales. La tradición patrística, guiada por S. Pablo (Rom 5,12-21), ha visto pronto en M. una Nueva Eva, y la mujer aludida por el Génesis. Este texto, la profecía del Emmanuel (Is 7,14), la profecía de la virgen que debe dar a luz de Miqueas (5,2-3), y, sobre todo, el contexto simbólico y mesiánico que acompaña al tema de «la Hija de Sion» (cfr. Lumen gentium, 55) deben ser leídos -como toda Escritura- tal como se leen en la Iglesia, y entendidos tal como son entendidos por ella a la luz de la posterior y plena revelación. Es así, a la luz de la unidad entre ambos Testamentos, como la S. E. nos descubre toda su riqueza y nos abre al conocimiento de la función de la Madre del Salvador en la economía de la Salvación de un modo cada vez más claro y evidente (cfr. Lumen gentium, 55). Naturalmente que no sería fácil descubrir todos los rasgos de M. de Nazareth en la figura genérica de mujer «asociada al Mesías» que aparece invariablemente en los textos veterotestamentarios: es el N. T. quien, completando la Revelación, acusa los perfiles y nos descubre una figura histórica que se vincula de un modo imprescindible al Mesías y a su obra.
      Cronológicamente, el primer texto nos lo ofrece San Pablo (Gal 4,4-5), con una solemnidad digna de ser notada: «Mas, cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, hecho hijo de mujer y súbdito de la Ley para que nos rescatara a los que estábamos bajo el dominio de la Ley, y recibiéramos la filiación». El texto no tiene en modo alguno un sentido peyorativo para M. como ha pretendido más de un autor protestante; tampoco parece -en el extremo opuesto- que haga una relación explícita a aquella mujer singular que introduce el misterio en el mundo. Y, sin embargo, es igualmente difícil no ver alguna alusión, no ya sólo al simple hecho de la Encarnación -y aun tal vez al modo virginal-, sino también a una real cooperación de la mujer en el rescate y en la recepción de la filiación. Poniendo en relación este texto de S. Pablo con aquellos otros (1 Cor 15,43-49; Rom 5,12-21) en que contrapone Cristo y Adán, se llega, como hizo la tradición primitiva, a ver en M. a la Nueva Eva que se contrapone, en paralelismo antitético, a la antigua.
      Los Sinópticos, que se escriben con la única preocupación de recoger la tradición oral de la Iglesia primitiva, no persiguen una intención directamente mariológica, sino, como toda la predicación cristiana, cristológica. Sin embargo, la fuente o fuentes primitivas de que se sirve S. Lucas, y desde luego el mismo S. Lucas, así como S. Juan, nos ofrecen algunas enseñanzas que al poner en conexión a Cristo con su Madre nos conducen a una más profunda inteligencia de la fe. La escena de la Anunciación no acontece en un estado onírico, en el que M. hubiera recibido el misterio inconscientemente; sino que tiene lugar en una intensa vigilia de diálogo sostenido y consciente entre M. y el Mensajero divino (v. 3). La realidad histórica que la escena nos revela es maravillosa y sobradamente elocuente: Dios condiciona la realización del estupendo misterio de la Encarnación a la fragilidad del consentimiento libre de una criatura. Es aquí donde la doctrina católica y el error protestante contrastan sus propias y fundamentales explicaciones sobre la mediación humana en la economía de la salvación. La doctrina católica, admitiendo siempre la acción infalible ( ¡no determinista! ) de la gracia eficaz, admite una libertad, tanto más libre, cuanto más está bajo la acción de esa misma gracia. M. podía oponerse, con su libertad, a los designios divinos sobre ella. Dios no fuerza una libertad que Éi mismo ha establecido; pero es el Creador y el Donador de Sí mismo a la voluntad humana, a la que fortifica con una especial gracia eficaz para obtener su libre consentimiento y alcanzar ordenadamente sus fines. El error protestante, aun cuando no llega a negar la libertad, la deja extrínseca al mérito, negando toda verdadera cooperación de la criatura a la economía salvadora. Este principio protestante, llevado a toda su radicalidad, ha obligado a negar toda mediación de la criatura: Iglesia, Sacramentos, M., Santos... y lógicamente debería negar la nnisma mediación de la Humanidad de Cristo, cayendo -como acontece en algunos autores- en un cripto-monof¡sismo, cuyas últimas consecuencias pocos se atreven a deducir.
      En la doctrina católica, el misterio de la Encarnación se convierte en paradigma para todos los hombres: M. es el tipo de la redimida más perfecta, al aceptar libremente el misterio que se le ofrece. Esa aceptación no es una pasividad amorfa; es un fiat (optativo griego) llenode los más vehementes deseos y de las más firmes y constantes responsabilidades. Los exegetas se han planteado la cuestión sobre el alcance del conocimiento de M. en torno a la divinidad y la misión de su hijo. Y, aunque es verdad que no es necesario suponer un conocimiento nocional desarrollado del misterio, es claro que el mismo texto lucano, y la más elemental analogía de la fe, obligan a admitir aquel conocimiento necesario para salvar la plena conciencia de su responsabilidad ante el misterio que se le ofrece. La escena de la Anunciación nos presenta a M. en la más espléndida de las cooperaciones que una humana criatura podía ofrecer al Verbo Encarnado. Otro texto lucano (Le 2,25-35) expresa de un modo fuerte, en un contexto claro de salvación mesiánica y escatológica, la función que compete a la Madre del Mesías: la espada de las contradicciones mesiánicas, que alcanza su cumbre en el Calvario, atravesará a un mismo tiempo al Mesías y al Corazón de su Madre; y sólo así se llegará a revelar el misterio de los corazones humanos. Numerosos exegetas (Benoit, Feuillet, Garofalo, etc.) descubren en ese texto las modalidades asociativo-redentoras de M.
      Los textos de S. Juan tienen, en este punto, una fuerza extraordinaria, bien destacada por los exegetas modernos. M., que asiste a las Bodas de Caná de Galilea (lo 2,1-12), no sólo ofrece un poder de súplica, del todo maternal, ante su Hijo, en un asunto casero y familiar; sino que su presencia sirve para introducir a Cristo en su hora; es decir, en el camino que lo conducirá a la Cruz. ¿Prepara, con ello, el Evangelista la otra presencia de M. en el Calvario? (lo 19,25-27) ¿Qué valor simbólico tiene ese apelativo extraño de mujer? No son pocos los exegetas mariológicos que sostienen que están estrechamente relacionados entre sí todos los lugares bíblicos en que la palabra mujer designa una función asociativa con el Mesías, textos, pues, que, en última instancia, no convienen en sentida pleno más que a M.: así la mujer del Protoevangelio (Gen 3,15) se revela en la mujer apocalíptica (Apc 12). Y la mujer de lo 2 prepara la revelación plena de la mujer de lo 19. S. Juan, pues, de acuerdo con la estructura simbólica con que ha dispuesto su Evangelio, nos da las bases bíblicas más seguras de una teología de la asociación de M. a Cristo en la obra mesiánica de Redención. En resumen, y como conclusión de este breve recorrido por las fuentes bíblicas, los textos mariológicos de S. Lucas y S. Juan fundamentan de una manera extraordinariamente profunda y fecunda la doctrina teológica sobre la asociación redentora de M. a Cristo; hay, pues, que afirmar resueltamente que esa doctrina es, en líneas generales, auténticamente bíblica.
      Para determinar mejor la naturaleza y el alcance de esa asociación, es necesario, por otra parte, no olvidar aquellos textos cristológicos que nos hablan de Cristo subrayando su función redentora, única e irreemplazable. Cristo es el Mediador único, nos dice S. Pablo (1 Tim 2,5); es Aquel en quien el Padre se ha complacido enteramente (Mt 17,5); en quien únicamente podemos ser salvos (Mt 1,21 y Act 4,12); en quien hallamos nuestra redención (Eph 1,7); Él es nuestra santificación y redención (1 Cor 1,30). La Redención, en suma, sólo es atribuida activamente a Cristo. ¿Cómo, pues, hacer entrar en este esquema, al parecer absolutamente clausurado, esa figura excepcional de mujer asociada que nos ofrecen S. Lucas y S. Juan? Esta aporía -y muchos problemas teológicos han comenzado a partir de un primer momento de aporía- va a constituir precisamente como una fuerza dinámica de tensión polar para el desarrollo lento, gradual y seguro de las doctrinas mariológicos de la Tradición cristiana.
     
      3) La doctrina de la Tradición. S. Justino (ca. 165) es el primero que trata el tema de la Nueva Era en contraposición a la antigua (Diálogo con Trifón, 100); poco después S. Ireneo (m. ca. 202) lo repite a su manera fuertemente teológica: «Al modo como Eva... por su desobediencia, vino a ser causa de perdición para sí y para todo el género humano; así también María... por su obediencia, vino a ser causa de salvación para sí y para todo el género humano» (Adversus Haereses, 3,22,4). Otros muchos autores antiguos, Tertuliano, S. Epifanio, S. Agustín, etc., repitieron la misma idea de M., Nueva Eva, que se convirtió en el tema concreto a través del cual la Patrística pensó la asociación de M. a Cristo en la obra redentora. Es difícil contentarse con ver, en ese texto patrístico, un simple recurso literario: es algo inconcebible en un punto doctrinal que estaba tan íntimamente ligado a la doctrina paulina de Cristo, Nuevo Adán. Todo lleva a concluir que los Padres, al hablar de esa asociación de M. a Cristo, no se satisfacían con la simple afirmación de la Maternidad divina, sino que además veían implicada de algún modo a M. en la obra de la restauración del género humano, en un sentido paralelo, aunque contrario, al influjo de Eva en la caída. La Patrística, pues, se resume en la frase de S. jerónimo: «La muerte por Eva; la vida por María» (Ep. 22,105: PL 22,408). Ello no nos autoriza, obviamente, a dar por resuelto sin más el tema de la corredención, tal y como al principio lo planteábamos, ya que los Padres escribían sin las preocupaciones sistemáticas de los mariólogos modernos; pero, en cualquier caso, nos da una base firme desde la que enfocar el problema.
      En la Edad Media, el tema se formula y desarrolla en la piedad popular desde una psicología de compasión, un tanto desarraigada de su raíz teológica; y hasta en ocasiones, con unos matices humanizantes demasiado acusados. Pero ello responde, más que a desviaciones teológicas, a situaciones ambientales bien conocidas. Por su parte, los grandes Doctores del tiempo, S. Tomás y S. Buenaventura, p. ej., mantienen rígidos los principios de la Unicidad del Redentor y de la universalidad de la Redención; y esto les llevó a ser más bien negativos en la cuestión de la corredención. S. Buenaventura la excluye netamente cuando dice que, si M. hubiera muerto dispensative por la salvación del género humano, Cristo no hubiera sido suficientemente Redentor (In III Sent. d3 pl al q2 punct. 4: ed. Quaracchi III,66A). S. Tomás, aunque tampoco trate el tema positivamente, da, sin embargo, solución para una aplicación del título de mediador a personas distintas de Cristo sin que por ello se vaya contra el texto del Apóstol (1 Tim 2,5); veamos sus palabras: «si la función del mediador es la de unir los extremos, esto, de un modo perfecto, sólo conviene a Cristo que reconcilió a los hombres con Dios... Nada impide, sin embargo, llamar a otros mediadores, de algún modo, en cuanto que cooperan a la unión de los hombres con Dios, o dispositivamente, o ministerialmente» (Sum. Th. 3 q26 al).
      La cuestión así fijada no avanzó desde el punto de vista teológico en la época tridentina y postridentina. Fue el desarrollo de la piedad mariana en la época moderna lo que impulsó el progreso dogmático en este campo. La piedad mariana condujo en efecto a una toma de conciencia cada vez más clara del influjo de M. en la vida del cristiano. De ahí, entre otras cosas, el acuñarse de términos que aspiraban a reflejar esa realidad. Se popularizan así no ya sólo los títulos de M. madre espiritual de los cristianos, e intercesora y omnipotencia suplicante, sino también los de Medianera (que proviene como decíamos, de los s. XI y XII) y Corredentora (que aparece por primera vez en el s. XIV), de los que se hace también eco el Magisterio.
      Así, León XIII, en su Ene. Octobri mense, escribe: «Según disposición divina, no se nos distribuye ninguna gracia sino por María; de suerte que, así como nadie puede ir al Padre soberano sino por el Hijo, de la misma manera nadie puede acercarse a Cristo sino por la Madre... Los que se sienten reos de crímenes y tiemblan por ellos, necesitan un intercesor y patrono que goce de favor ante Dios y sea de tan gran benignidad, que no rehúya el patronato de los que desesperan, e infunda la esperanza de la divina clemencia en los afligidos y apesadumbrados. María es la criatura que desempeña ese papel de una manera eminentísima» (AAS, 24, 189192, 195 ss.). En 1921, Benedicto XV aprueba el oficio y la misa en honor de María Medianera de todas las gracias, extendiendo así la invocación de ese título a toda la Iglesia de rito latino.
      Algo análogo sucede con el título de Corredentora. León XIII llama a M. consors en la obra de la redención (Ene. Iucunda semper). S. Pío X la llama reparatrix y corredemptrix (cfr. Decretum S. Officii: AAS 5, 1913, 364). Benedicto XV llega a decir: «De tal modo ha sufrido y casi muerto con el Hijo paciente y moribundo; de tal modo abdicó sus derechos al Hijo por la salvación de los hombres, y lo inmoló para aplacar la justicia de Dios, por lo que a Ella se refería, que se puede decir justamente que Ella con Cristo redimió al género humano» (AAS 10,1918,182). El título de corredemptrix aparece también con frecuencia en los escritos de Pío XI. Y Pío XII la llama «generosa asociada del divino Redentor» (Const. Munif icentissimus Deus: Denz.Sch. 3902); y en la Ene. Haurietis aquas escribe: «Por voluntad de Dios, en la realización de la redención humana, la Santísima Virgen estuvo inseparablemente unida con Cristo, de modo que, de la caridad de Jesucristo y de sus tormentos, íntimamente unidos con el amor y los dolores de su Madre, ha procedido nuestra salvación» (Denz.Sch. 3926).
     
      4) La elaboración teológica en torno al tema de la corredención. El análisis de los testimonios de la Tradición y del Magisterio lleva a concluir que no es posible dudar, no ya sólo de la intercesión de M., sino tampoco de su colaboración en la Redención misma. «Este hecho -escribe Schmaus, o. c. en bibl., 300- pertenece al depósito de la conciencia cristiana de la fe». Ahora bien, ¿cuál es el sentido preciso y exacto que ha de atribuirse a esa colaboración? Tal es el tema que se plantearon los autores a partir del resurgir de la Mariología, producido entre las dos guerras mundiales, y el que continúa planteándose en nuestros días. Fue un trabajo publicado por Dillenschneider en 1936, el que dio su último enfoque a la polémica teológica. En ese estudio, Dillenschneider habló de un co-mérito de M., que -añadía- no debía interpretarse como si completara intrínsecamente ni el precio ofrecido por Cristo para nuestro rescate, ni los efectos de la Redención. La reacción de los mariólogos fue inmediata y de signos contrapuestos. Cabe sintetizar las diversas posturas reduciéndolas a las siguientes líneas:
      a) Un primer grupo (Lebón, Gallus, Bittremieux, Friethoff, Deneffe, Roschini, y varios mariólogos españoles) intentan explicar el tema diciendo que M. fue de tal modo perfectamente redimida que estuvo en condiciones de cooperar con Cristo, siendo redentora con Él y por Él. M. está de tal modo asociada a Cristo que constituye con Él y por Él un único principio de salvación y de vida para toda la humanidad. Dentro de esta línea, Roschini representa el punto extremo, ya que, según él, en virtud del decreto eterno de predestinación de M., ésta forma parte de un orden propio absolutamente distinto del de las demás criaturas; está de esa forma unida biológica y espiritualmente a Cristo, con el que, aunque subordinada a Él, constituye un par redentor. A estos autores se les ha objetado que no consiguen explicar con claridad su posición, ya que, al afirmar, como todos ellos lo hacen, la subordinación de M. a Cristo, destruyen las mismas fórmulas que emplean. En otras palabras que no se ve como, si M. está subordinada a Cristo (y así lo dice claramente la regla de la fe), puede constituir con É1 un co-principio de la misma obra redentora.
      b) Un segundo grupo está formado por aquellos que (como Diekamp, Bartmann, Riviére, De la Taille, Billot, De Guibert, Goosens, Lennerz, Congar, Michel, Smith, etc.) admiten que M. entra en el misterio redentor a través de su maternidad divina, y que su obra mediadora de intercesión se continúa actualmente en el cielo, pero niegan resueltamente a M. toda intervención propiamente redentora. Sus razones se fundan en los textos cristológicos que ya hemos presentado antes; y principalmente en el principio clásico de la unicidad de Redentor y de Redención. Para que la Redención surta sus frutos debe previamente haber sido realizada, y es Cristo el único principio que la realiza. Desde el momento en que interviniera un principio, un co-principio paralelo, una de dos: o dependía de Cristo, y entonces ya no puede ser propiamente co-principio; o le es independiente, y entonces Cristo cesa de ser el único y universal Redentor. Situado en está línea, y llevándola a su extremo, Rahner se ha opuesto a la utilización misma del título de corredentora: «el término de corredentora hay que excluirlo porque, casi inevitablemente, evoca la idea de que M. participa en la Redención, y coopera a ella hasta en un plano y una función reservada al único Mediador» (o. c. en bibl. 495). Reconociendo que los argumentos de estos autores son válidos en lo que tienen de crítica a la posición anterior, se le objeta que no respeta el dato tradicional, urgido por los últimos Romanos Pontífices: los documentos de la tradición parecen hablar, en efecto, no de una simple maternidad por vía de intercesión, sino de algo más, de una auténtica participación especial en la obra redentora misma; es, pues, necesario intentar clarificar ese dato y no desconocerlo.
      c) Una tercera línea (Kóster, Semmelroth, Dillenschneider, Rupprecht, Schmaus) intenta explicar el tema partiendo de la idea de alianza, en la que la iniciativa parte absolutamente de Dios, pero que requiere, para su eficiencia, la recepción por parte de la humanidad. En Cristo, Dios y Hombre, ambas líneas se funden; M., representando al cuerpo de la Iglesia entera, se une personalmente a lo que en el Calvario realiza su Cabeza -Cristoproclamando así su disponibilidad a incorporarse a la muerte de Cristo. La Iglesia, esposa de Cristo, está representada por M. que da un sí a la Cruz no por sus propias fuerzas, sino en virtud de la plenitud de gracia que deriva de su Maternidad divina. Las dificultades mayores que puede encontrar esta tesis giran en torno a si puede decirse que la Iglesia esté representada en M. y en qué modo lo está.
      5) El Concilio Vaticano II. La Const. Lumen gentium trata de esta cuestión en su cap. 8. El Concilio no quiere dirimir los problemas «aun no plenamente dilucidados», sino simplemente exponer la función de M. «en el misterio del Verbo Encarnado y del Cuerpo Místico» (n. 54); o, como dice brevemente el título del capítulo, «en el misterio de Cristo y de la Iglesia». Uno de los primeros párrafosdestaca fuertemente el sentido del fiar 1)-^ni:nciado por M.: «María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Dios, y al abrazar de iodo corazón y sin entorpecimiento de pecado, la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con Él y a Él subordinada, por gracia de Dios todopoderoso, al misterio de la Redención» (n. 56). El texto sigue manifestando esta cooperación de M. a todos los actos redentores de la vida de Cristo, hablando así respecto de su muerte: «... sostuvo la unión con su Hijo fielmente hasta la muerte de cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (lo 19,25); allí sufrió grandemente en unión con su Hijo, y con corazón maternal se asoció a su sacrificio, consintiendo con amor a la inmolación de la víctima que había engendrado, hasta que finalmente fue dada como madre al discípulo, por el mismo Cristo que moría en la Cruz, con estas palabras: Mujer, he ahí a tu hijo (cfr. lo 19,26-27)» (n. 58).
      Es fácil advertir que el texto conciliar, hasta ahora, a la vez que pone de relieve la participación de M. en la vida de Cristo observa una gran prudencia en relación con la terminología de cooperación redentora de M. Cuando pasa a tratar de las relaciones entre M. y la Iglesia (n. 60 ss.), esa prudencia se mantiene e incluso aumenta. Las afirmaciones sobre Cristo como único Mediador son frecuentes; y las declaraciones de que la función maternal de M. para con los hombres en modo alguno oscurece o disminuye la mediación única de Cristo son también explícitas y frecuentes. El párrafo expresamente dedicado a exponer la función mariana en la Redención dice así: «La Bienaventurada Virgen, predestinada como Madre de Dios desde toda la eternidad juntamente con la Encarnación del Verbo Divino, por designio de la Providencia divina, fue en la tierra Madre santa del divino Redentor, asociada generosa que sobresale sobre todas las demás criaturas, y esclava humilde del Señor. Concibiendo, dando a luz y alimentando a Cristo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo moribundo en la Cruz, cooperó de un modo del todo singular a la obra del Salvador, y con su obediencia, fe, esperanza y ardiente caridad, cooperó a la restauración sobrenatural de las almas. Por lo que es para nosotros madre en el orden de la gracia» (n. 61).
      En un párrafo posterior, se afirma que la maternidad espiritual de M. perdura después de su Asunción a los Cielos, y se explica acudiendo a los títulos tradicionales de Abogada, Auxiliadora, Ayudadora, Medianera, lo que, añade, «ha de entenderse de modo que nada quite ni ponga a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador». Porque, continúa, jamás ninguna criatura podrá ser comparada con el Verbo Encarnado y Redentor; pero, así como el sacerdocio de Cristo puede ser participado de varias maneras, tanto por los ministros sagrados, como por el pueblo fiel, y así como la bondad única de Dios puede realmente difundirse de modos diversos, así también la Mediación única del Redentor no excluye sino suscita en las criaturas una variada cooperación participada de la única fuente. La Iglesia no duda en confesar una tal función subordinada de María, la experimenta frecuentemente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, sostenidos con ese auxilio materno, se unan más íntimamente con el Mediador y Salvador» (n. 62).
      Señalemos, finalmente, que el Concilio deja claro que entre esas participaciones en la única Mediación de Cristo, la de M. tiene una primacía y excelencia singular. Así lo manifiestan, aparte de muchas de las expresiones ya rese fiadas, el hecho mismo de dedicarle un capítulo aparte, con un título enormemente significativo. De ella dice que está sobre todas las criaturas, por los dones únicos que ha recibido (n. 53). Que es un miembro de la Iglesia supereminente y del todo singular (n. 53). Que su asociación a Cristo, como Madre del Divino Redentor, es singular sobre todas las demás (n. 61). Que en el misterio de la Iglesia M. precede a todos de un modo eminente y singular (n. 63). Que por ello es honrada por la Iglesia justamente con un culto especial (n. 66), etc.
      6) Síntesis final. Todo cristiano debe confesar a M. como su Madre en el orden de la gracia, como Intercesora que no cesa de ocuparse de los pecadores, como Medianera de todos los dones divinos, como Corredentora. Y esto por las siguientes razones: a) porque durante su vida terrena estuvo fiel e íntimamente unida a su Hijo, nuestro Redentor, de cuya misión participa de modo singular e incomparable; b) porque, subida a los Cielos, no deja de interceder por nosotros y de ejercer su maternidad, de modo que toda gracia que recibimos dice relación a Ella.
      Tales son las verdades fundamentales que, sobre la maternidad espiritual de M., nos testifican la Tradición y el Magisterio. Para profundizar en su comprensión e intentar precisar más acabadamente su sentido, hemos de tener presentes tres principios teológicos que, tal y como los encontromos recogidos en el Conc. Vaticano 11, pueden formularse así: a) La función redentora que se asigne a M. en la economía de la salvación no puede añadir ni quitar nada a la función única e insustituible de Cristo-Redentor. b) Esa función debe concebirse como dependiente y subordinada a la de Cristo; en el sentido de que Cristo es la primera y propiamente única fuente y cabeza de toda gracia, de todo mérito, de toda satisfacción redentivos. c) A estos dos principios, que salvaguardan la trascendencia única de Cristo Redentor en relación con toda criatura, no excluida su Madre, hay que añadir un tercero que mira a salvaguardar la trascendencia de M. en relación con las demás criaturas redimidas; M., redimida de modo eminente, participa de un modo absolutamente singular de la única Mediación de Cristo, lo que la coloca por encima de todas las demás criaturas y le hace acreedora al título de Madre de la Iglesia entera.
      Por eso, como principios de solución del difícil problema de la corredención mariana, no basta establecer -como lo hacen algunos autores- la trascendencia de la Redención de Cristo sobre todas las criaturas, incluida su Madre; es necesario, además, destacar esa especial trascendencia que también conviene a M. en relación con los redimidos. Sólo así evitamos dos extremos opuestos que fácilmente pueden degenerar en errores. Porque, salvando sólo la trascendencia de Cristo, se olvida -cuando no se niega como hace el protestantismo- esa trascendencia especial de M., reconocida por la tradición católica y verdadero fundamento del culto mariano en la Iglesia. Pero, por el extremo opuesto, si, al establecer esa trascendencia de M., se la entiende, al menos de hecho, como desvinculada de Cristo, entonces se desdibuja la unidad del misterio cristiano y se corre el riesgo de caer en formulaciones al menos tendencialmente míticas y pelagianas. Podemos formular estas ideas con la ayuda de una terminología acuñada por Kóster. Llamó éste cristotípica a la corriente que destaca la trascendencia de M., porque comtempla ésta en íntima conexión con Cristo; y eclesiotípica a la corriente que destaca la trascendencia de Cristo, replegando a M. a la línea de los fieles en la Iglesia. La distinción es algo simplista, pero útil. Ya que, en efecto, cuando sepierde de vista la singularidad trascendente de M. en la iglesia, se corre el peligro de hacer de ella, no un miembro sobreeminente y singular, como le compete, sino un miembro más, que simplemente amplía la perfección de los demás fieles, y les invita a seguir su ejemplo: M. es vista, pues -según hiciera ya el protestante Karl Barth-, como puro y simple tipo de los fieles. ¿Cómo, en esa perspectiva, va a ser su madre, su medianera, y sobre todo su corredentora? En la tendencia contraria, la cristotípica, el peligro está en hacer de M. otro Cristo; algo así como un Cristo suplementario, creando toda una terminología de paralelos y concomitancias que, al menos verbalmente, parecen romper el equilibrio teológico.
      Una síntesis que evite ambos escollos debe seguir una línea como la que intentamos esbozar a continuación. El principio de la absoluta trascendencia redentora de Cristo y el hecho de que la Redención proviene ex unida fonte (Lumen gentium, 62), nos obliga a afirmar que no cabe establecer ni dos cabezas, ni dos gracias fontales, ni dos fuentes de mérito, ni principios suplementarios o complementarios. Hay, pues, que entender la participación de M. en la obra de la Redención, no según una analogía de proporcionalidad entre Cristo y M. como si ambos se relacionaran con una forma superior que poseerían en diverso grado, pero con la misma formalidad; sino según la analogía de proporción intrínseca, en la que la única forma real y existente está toda en el primum analogatum, Cristo, desde el que se difunde a los demás en diversas proporciones. ¿Quiere esto decir que entonces M. no pasa de ser uno de tanto analogados, aunque el más perfecto? No, porque el modo de recibir y de aceptar esa forma redentiva por M. es esencialmente diverso al de todos los demás seres. Es esto en efecto lo que destaca la tradición católica. Veamos esa diversidad.
      En el momento inmediatamente anterior a constituirse la Encarnación, la Voluntad gratuita del Padre, aceptada por el Hijo y realizada por el Espíritu Santo, determinó desde toda la eternidad que el misterio estuviera condicionado, de hecho, a la aceptación libérrima de esta criatura singular que es M. La gracia en virtud de la cual M. consiente al misterio de la Encarnación, lo mismo que toda su gracia anterior y posterior desde la primera gracia de su Concepción inmaculada hasta la gracia que le hace perseverar firme junto a la Cruz, es toda ella gracia redentiva de Cristo. Cristo está ya -en el orden intencional de finalidad, no en el eficiente- siendo su Redentor, como fuente única de gracia y de redención. La gracia, pues, con que M. puede dar su consentimiento es, a un mismo tiempo, una gracia redentiva para Ella misma, «en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador de todo el género humano», como dice la Bula Ineffabilis Deus (Denz.Sch. 2803). Pero, añadamos, en el mismo instante (simultaneidad de tiempo, no de causa) en que la gracia redentiva está siendo recibida pasivamente por M., se convierte en gracia redentora activamente para todos los que van a participar de la obra redentora que se inicia con la Encarnación, y a la que M. ha sido, por decreto divino, asociada. Esa gracia -que es personal y singular de M.- tiene intrínsecamente, sin necesidad de nueva ordenación extrínseca, una función social, ya que el misterio a que se dirige es esencialmente redentor.
      Eso debe entenderse, a nuestro juicio, no en el sentido de que se convierta M. en representante de la humanidad que acepta la Alianza redentora, como quería Kóster; ya que eso pertenece a Cristo, Dios y Hombre, que satisface en nombre de la Humanidad. Sino en el sentido insinuado por S. Tomás cuando dice que en la Anunciación se manifestaba el matrimonio espiritual contraído por eJ Hijo de Dios con la naturaleza humana, y que por eso «se pidió el consentimiento de la Virgen en nombre de toda la naturaleza humana» (Sum. Th. 3 q30 al). El consentimiento de M. al mensaje de la Anunciación tenía repercusiones sociales universales; es, pues, en el fiat de la Encarnación donde hay que ver el modo único y singular con que M. entra en la economía salvadora en situación de dependencia con Cristo -por cuya gracia puede responder afirmativamente-, pero, al mismo tiempo, con un sentido social que ninguno de los redimidos podría repetir. Todos los demás actos de M., en la Presentación del Niño en el templo, en la vida privada, en la pública, en la Pasión y en el Calvario son actos singularmente redentores, en cuanto que están vinculados necesariamente al primer f iat de la Encarnación. Y de esa forma, su vida entera nos aparece como una realización de su maternidad destinada esencialmente al misterio sacerdotal y redentor de Cristo.
      Quedan así respetadas las dos vertientes del misterio: Cristo no ha perdido nada de su trascendencia de Único Mediador; M. no se ha convertido en el simple tipo del fiel que recibe la fe y la gracia de Cristo; sino que, en Cristo y por Cristo, aparece levantada en su propia y singular trascendencia en relación con la Iglesia, en funciones maternales corredentivas. No se trata, pues, volviendo a la terminología antes citada, de elegir entre la tendencia cristotípica y la eclesiotípica, sino de centrar bien el misterio de la trascendencia singular de la persona y de la obra de M. en el conjunto de la economía de la salvación. Para ello es necesario contemplarla, no desde una visión abstracta de ideas teológicas reducidas a meros conceptos formales, sino desde una teología concreta de la historia de la salvación, tal como nos la dan los relatos vivos de S. Lucas y de S. Juan, bien desarrollados ya por la patrística primitiva.
     
      V. t.: REDENCIÓN
     
     

BIBL.: Elementos bibliográficos amplios pueden encontrarse en G. M. ROSCHINI, Mariología, II, Roma 1947, 251; 1. ALDAMA, en S. Theol. Summa, III (BAC); M. SCHMAUS, Teología Dogmática, VII, 2 ed. Madrid 1963; RIVERA, en sus Boletines bibliográficos en diversos años de «Ephemerides Mariologicae»; BESSUTTI, en sus «Bibliographia Mariana», aparecidas primero en «Marianum», y después publicadas aparte. Un resumen de la doctrina del Magisterio se encuentra en CRISóSTOMO DE PAMPLONA, La corredención mariana en el magisterio de la Iglesia, «Estudios Marianos» 2 (1943) 89-110; J. M. BOVER, María Mediadora Universal, Madrid 1946, 447-468; J. B. CAROL, Romanorum Pon tificum doctrina de B. V. Corredemptrice, «Marianum» 9 (1947) 3763. El estado actual de la cuestión, con toda la bibliografía presentada críticamente, puede verse en J. M. ALONso, Redempta et Corredemptrix. El problema y su solución, «Marianum» 20 (1958) 10-88

 

JOAQUÍN M. ALONSO

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991