MARIA II. MARIA Y LA OBRA DE LA REDENCION. 4. VIRGINIDAD
En el concepto de virginidad pueden considerarse tres aspectos: la simple
integridad somática, su voluntaria conservación, y las razones o sentido que se
da a esa conservación, es decir, la dedicación que se le da. La primera no se
refiere obviamente a la sola integridad biológico-sexual, sino también a sus
actos y a las circunstancias que los acompañan normalmente. Todo ello constituye
el elemento material de la virginidad que, como diremos en seguida, aun no
siendo lo formal no es, sin embargo, algo accidental en la idea de virginidad,
por la misma razón por la que no podemos decir que el cuerpo sea un elemento
accidental del hombre, de la persona humana. De ahí que la virginidad no pueda
encontrarse en los seres espirituales, en los ángeles, a quienes sólo
traslaticiamente se aplica. La conservación voluntaria, con lo que implica de
decisión y convencimiento interior, constituye el elemento formal de la
virginidad tal y como la afirma la doctrina cristiana. Finalmente, la dedicación
denota la finalidad que puede justificar esa voluntaria renuncia. Con sólo el
primer elemento, la virginidad sería un simple estado en el que nacen todos los
individuos de la naturaleza humana; y, por tanto, sin especial significación
moral; con el segundo elemento, la virginidad entra en el terreno de los actos
humanos, y se convierte en hábito-virtud; con el tercer elemento, cuando la
razón de la dedicación es sobrenatural, se convierte en una virtud sobrenatural.
Todos estos elementos de la virginidad (para un análisis más detallado, v.
VIRGINIDAD) se encuentran en la Virginidad de M., pero en ella se dan, además,
nuevos elementos teológicos, y aun singularmente trascendentales, que sólo se
realizan en la criatura singular que es la Virgen. Sería, por eso, un erróneo
método teológico hacer de la Virginidad de M. una simple aplicación de las ideas
generales. El método teológico apropiado -consiste en investigar, en primer
lugar, qué es lo que las fuentes reveladas nos dicen sobre la Virginidad
mariana. Sólo después se debe intentar la inteligencia del misterio; porque, en
efecto, nos hallamos, no ante una realidad simplemente natural, sino ante una
realidad teológica, a la que, además, debemos acercarnos con el respeto,
admiración y sobriedad, que requiere todo misterio de fe.
1) La virginidad de María en las Sagradas Escrituras. En la profecía del
Emmanuel (Is 7,14) se anuncia que una joven (= `almah) concebiría y daría a luz
un hijo. El sentido claramente mesiánico del texto nos lleva por lo menos
indirectamente a un sentido mariológico. La palabra hebrea `almah no significa
necesariamente una joven virgen, en cuanto tal; sin embargo, el contexto de la
profecía, al presentarse todo ello como un signo maravilloso, y sobré todo el
ser aducido ese texto por S. Mateo (1,16) con evidentes finalidades de profecía
apologética, ha llevado a la tradición cristiana a ver en él una prefiguración
profética de la maternidad virginal de María. De hecho es en el primer Evangelio
de S. Mateo donde se enseña la concepción virginal de Jesús con más insistencia.
M. ya está desposada con José, aunque todavía no ha sido introducida en casa de
éste, y «antes de que cohabitaran, se halló estar encinta por obra del Espíritu
Santo» (Mt 1,18). La natural turbación de José desaparece por la revelación de
un Ángel, que, en sueños, le dice: « :.. lo engendrado en Ella es obra del
Espíritu Santo» (Mt 1,20). Finalmente, y descubriendo todo su interés
apologético, dice: «Todo esto aconteció para que se cumpliera lo que dijo el
Señor por el profeta: he aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo que
se llamará Emmanuel» (Mt 1,23; Is 7,14). S. Mateo centra, pues, todo su interés,
más que en la virginidad de M., en la concepción virginal de Jesús. Es la
virginitas ante partum, del máximo valor cristológico, lo que enseña aquí ante
todo el evangelista. Lo mismo hace S. Lucas, de un modo bien impresionante, en
el maravilloso diálogo de M. con el Ángel enviado (Le 1,26-38). En cuanto a los
restantes evangelistas, hay exegetas que, en el texto de Marcos «¿no es éste el
carpintero, el hijo de María...?» (61,3) ven insinuada la concepción virginal;
ni faltan quienes, en Juan 1,13, basándose en una lección menos común, ven
indicado el nacimiento virginal de Cristo, y no el nacimiento espiritual de los
nuevos hijos de Dios. Algunos Padres se han fijado en Juan 19,27, y han
advertido que, si M. hubiera tenido otros hijos, además de Jesús, éste no
hubiera encomendado M. a Juan. En conclusión: se puede afirmar que en la S. E.
aparece bien probado uno de los aspectos, el principal, de la Virginidad de M.:
la virginidad antes del parto.
Sobre los otros dos aspectos (virginidad en el parto y después del parto)
los testimonios son menos explícitos. Hay, sin embargo, en S. Lucas, la célebre
perícopa: «¿Cómo podrá ser esto, si yo no conozco varón?» (Le 1, 34). La
exégesis tradicional lo había entendido siempre como significando un voto, o
mejor, un propósito de permanecer virgen, hecho en una época anterior a ese
momento de la anunciación. Algunos autores modernos, no obstante, llevados de
las dificultades que parecía presentar, por una parte, el matrimonio con S. José
y, por otra, el ambiente cultural-religioso del pueblo judío, han intentado
otras explicaciones en las que, en realidad, ese propósito desaparece, por lo
menos en todo el tiempo anterior a la anunciación. Hoy, sin embargo, los
exegetas más serios vuelven a la interpretación tradicional, como a la única que
da una explicación obvia y natural al texto.
Ocupémonos ahora de los textos de la S. E. que parecen presentar
dificultades con respecto a la doctrina de la virginidad de María. La expresión
de Mt 1,18: «antes de cohabitar», ya tuvo que explicarla S. jerónimo, diciendo:
«De ahí no se sigue que después cohabitaran; sino sólo que la Escritura se
limita a decir lo que no sucedió» (In Matthaeum, l: PL 26,25). La palabra
«Primogénito» en Le 2,7 y Mt 1,25 tampoco quiere decirque al primogénito
siguieran otros; ya que esa palabra se aplicaba siempre, en el lenguaje judío,
al primer nacido, siguieran o no otros hijos. Las diversas expresiones sobre los
«hermanos del Señor» (Mt 13,55; Me 6,3; Le 8,19; lo 2,12; 7,3-5) tampoco
significan verdaderos hermanos carnales, sino parientes muy cercanos,
probablemente, primos (V. HERMANOS DE IESÚS). Y claro está que cuando los
evangelistas llaman padre de Jesús a José, no hacen otra cosa que expresar el
común modo de hablar del pueblo, a quien el misterio era desconocido; por lo
demás, S. Lucas cuando describe la genealogía de Jesús, es bien explícito en
este punto, diciendo: «Tenía Jesús, al comenzar, como unos treinta años, hijo,
según se creía, de José...» (3,23). La crítica racionalista, por una parte, y la
escuela bultmaniana, por otra, han intentado explicar las afirmaciones sobre la
virginidad de M. que se encuentran en el N. T. como una influencia de ideas
míticas reduciéndola a una vulgar teogamia, influida por la teogonía del
paganismo, y con fines de engrandecer la figura de Cristo. Los hechos, sin
embargo, tal y como los ofrecen los evangelistas, presentan todos los caracteres
de una verdadera historia y se resisten cualitativamente a ser sometidos a un
proceso de desmitologización (V. MITO; DESMITOLOGIZACIÓN).
2) La Tradición y el Magisterio. Siguiendo las fuentes evangélicas, y
mucho antes de que los apócrifos vinieran a adornar desmesuradamente los hechos,
la tradición primitiva deja clara constancia de la virginidad antes del parto,
subrayando su valor cristológico, y poco a poco se va liberando de ciertas
dificultades en torno a los otros dos aspectos. Prescindiendo, pues, de los
innumerables textos en que se afirma la virginidad de M. antes y después del
parto, fijémonos únicamente en aquellos que se refieren a la virginidad en el
parto, destacándola en sus circunstancias más extraordinarias y milagrosas. S.
Ignacio de Antioquía (m. 107; v.) dice de un modo impresionante: «Al príncipe de
este mundo se le ocultó la virginidad de María, y su parto, así como también la
muerte del Señor. Tres misterios portentosos obrados en el silencio de Dios» (Ad
Ephesios 19,1: Bihlmeyer, 87). S. Ireneo afirma el parto sin dolor (Demonstratio
Evangelica, 54: PG 7,953). Clemente Alejandrino, en dependencia ya de los
apócrifos, afirma el nacimiento virginal (Stromata 7,16: PG 9,529). En un texto
magnífico, atribuido a S. Gregorio Taumaturgo, pero ciertamente del s. Iv, se
dice claramente: «A1 nacer (Cristo) conservó el seno y la virginidad
inmaculados, para que la inaudita naturaleza de este parto fuese para nosotros
el signo de un grande misterio» (Pitra, «Analecta Sacra», IV,391). Desde el s.
iv, los testimonios son demasiado abundantes para necesitar ser citados.
Hemos prescindido hasta ahora de los apócrifos; no debe, sin embargo,
olvidarse su testimonio, sobre todo el de los apócrifos más antiguos. Éstos, no
obstante sus extravagancias, deben ser aceptados como la expresión popular y
simple de la fe del pueblo y en cuanto tal, algo no carente de valor. El
apócrifo llamado Ascensión de Isaías, de finales del s. I, describe, aunque con
rasgos legendarios, el hecho de un nacimiento sin dolor (ed. Tisserant, París
1909, 204-205). La Oda 19 de Salomón hace también alusión a esa circunstancia
extraordinaria y milagrosa. El Protoevangelio de Santiago amplía la narración
exagerando la prueba en un relato fantasioso (ver Los evangelios apócrifos, ed.
S. Otero, Madrid 1963, 177,180).
Es verdad, por otra parte, que el docetismo y el gnosticismo obiigó a
algunos escritores eclesiásticos a destacar los aspectos realistas de la
maternidad de M., lo que llevó a algunos excesos, llegando algunos a negar de
hecho la virginidad en el parto. Así en Tertuliano, y ciertos textos confusos de
Orígenes y de S. Ireneo; pero estas desorientaciones ocasionales no impidieron
el progreso normal de la tradición hacia una proclamación de la virginidad
perpetua de la que el Magisterio de la Iglesia iba recogiendo los ecos. Así S.
León Magno, en su Epístola a Flaviano, dice: «Fue concebido por el Espíritu
Santo en el seno de la Madre Virgen; la cual le dio a luz sin perder la
virginidad, del mismo modo que le había concebido» (Denz.Sch. 291). Lo mismo
dice el papa Hormisdas (a. 521) en una carta al emperador Justino (Denz.Sch.
368). El Conc. Lateranense (a. 649), en su canon tercero, dice: «Si alguno no
confiesa... a la santa y siempre Virgen María... que, incorruptiblemente le
engendró, permaneciendo ella, aun después del parto, en su virginidad
indisoluble...» (Denz.Sch. 503). El Conc. XI de Toledo (a. 675), después de
afirmar la virginidad de M., añade este hermoso testimonio: «Este parto de la
Virgen ni por razón se colige, ni por ejemplo se muestra, porque si por razón se
coligiera, no sería admirable; y si por ejemplo se mostrase no sería singular» (Denz.Sch.
533). La expresión clásica: «ante partum, in partu et post partum» queda
consagrada por la fórmula de Paulo IV, contra los unitarios (a. 1555): «o que la
misma beatísima Virgen María no es verdadera Madre de Dios, ni permaneció
siempre en la integridad de la virginidad, a saber, antes del parto, en el parto
y perpetuamente después del parto...» (Denz.Sch. 1880).
El tema del nacimiento virginal de Cristo, como signo maravilloso del
nacimiento de un Dios, es recogido en muchos textos litúrgicos orientales y
occidentales. Y, resumiendo toda la tradición católica, el Catecismo tridentino
dice: «Si en la prodigiosa concepción de Cristo todo excedió el orden natural,
tampoco en su nacimiento puede explicarse nada sin especial intervención divina.
Nace de una madre sin detrimento de su virginidad: no cabe suponer milagro más
sorprendente» (parte 1, cap. 4, n° 8). Nos hallamos, pues, ante una doctrina en
que la fe de la Iglesia se expresa de un modo inequívoco: el nacimiento de
Cristo, lo mismo que su concepción, entran en un solo y único misterio de
virginidad de su Madre. La virginidad en el parto es un elemento integral y
necesario del concepto católico de virginidad de María. Por eso, Laurentin,
después de un estudio de la tradición, concluía: «No se trata de una de esas
piadosas invenciones u opiniones de Escuela... sino de una doctrina que
pertenece a la primera capa de explicitación del dogma mariano: la que realiza
en los siglos IV-V» (o. c. en bibl., 355). Lo mismo concluía el estudio
importante de Fernández: «Sería temerario el proponer una teoría que redujese
todos esos documentos de la Tradición y del Magisterio eclesiástico a fórmulas
sin contenido. Si algo afirman estos testimonios, es el hecho de la integridad
virginal de María en el parto y el nacimiento inefable, singular y virginal de
Cristo» (o. c. en bibl. 293). El testimonio aislado de Tertuliano y los textos
confusos de Orígenes e Ireneo no empañan esa continuidad, pues muestran sólo el
esfuerzo y las dificultades de la Tradición por esclarecer una doctrina. Pero la
obra de los grandes Maestros del Oriente (S. Atanasio, S. Basilio, S. Gregorio
Nacianceno, S. Gregorio Niseno); y, sobre todo, la fuerte apologética llevada a
cabo contra Helvidio y Joviniano por S. Ambrosio, S. jerónimo, y S. Agustín, con
sus epígonos: S. Ildefonso y Pascasio Radberto, consiguen dar a esta doctrina
una seguridad que, muy extrañamente, han intentado oscurecer unos pocos (Mitterer,
Galot) autoresactuales. No es, pues, de extrañar que, en 1961, el Santo Oficio
tuviera que reconvenir a quienes tratan el tema de la virginidad en el parto
«... discordando claramente de la doctrina tradicional de la Iglesia y del
sentir piadoso de los fieles» (cfr. «Ephemerides mariologicae», 11, 1961,
137-138) y que el Conc. Vaticano II, aunque no se extendió sobre este punto,
restableciera la doctrina en su primitivo y tradicional vigor, al decir que la
íntima y total unión de M. con su Hijo se manifiesta a lo largo de toda la vida
de Nuestra Señora «desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su
muerte», y al añadir, remitiendo a toda la Tradición, que de modo peculiar en el
nacimiento puesto que Cristo «lejos de menoscabar su integridad, la consagró»
(Const. Lumen gentium, 57).
3) Síntesis teológica. a) La labor de los autores medievales. En el
Medievo aparece una disputa esporádica sobre el tema entre el monje Ratramno (m.
ca. 850) y Pascasio Radberto (790-ca. 865; v.). El primero, atento a conservar
el realismo de la naturaleza humana de Cristo y la verdad de la maternidad de
M., da unas explicaciones sobre el nacimiento virginal (De partu Virginis: PL
120,1367-1386) que tuvieron que ser corregidas por Radberto (De nativitate
Chrísti: PL 121,81102), el cual establece la verdadera doctrina del parto
virginal y milagroso. La doctrina común y constante de la Escolástica fue
recogida admirablemente por el genio de S. Tomás, en la cuestión 28 de la
Tercera Parte de su Suma Teológica. He aquí resumidas las conveniencias
teológicas que da el santo Doctor para cada uno de los tres aspectos de la
virginidad mariana:
1°) Virginidad antes del parto (a. 1): no era conveniente que Cristo
tuviera un padre humano, puesto que ya tenía un Padre divino; el nacimiento
temporal del Verbo debía imitar el nacimiento eterno e incorruptible del Padre;
una concepción común hubiera sometido el cuerpo de Cristo a la influencia de la
trasmisión del pecado original; en el nacimiento de Cristo, primogénito de los
nuevos hijos de Dios, debía aparecer ya el primer ejemplo de los que nacen, no
de la voluntad de la carne, sino del Espíritu.
2°) Virginidad en el parto (a.2): siendo el que nace el Verbo de Dios, era
conveniente que su nacimiento temporal imitase la incorruptibilidad de su
nacimiento eterno; el Verbo que venía a curar todos nuestros males no podía, al
nacer de su madre, lesionar su santa virginidad; el Verbo que manda honrar a los
padres debía, con su nacimiento incorruptible, honrar y santificar a su Madre.
Es importante advertir que, en este art. 3, S. Tomás, en sus respuestas a las
objeciones, se atiene a la doctrina general de la tradición sobre el modo
milagroso del nacimiento sin inquirir curiosamente sobre las circunstancias,
como convenía a la santidad y decencia de este misterio. Advierte únicamente que
no se debe pretender afirmar el realismo de la maternidad de M. de modo que se
desdibuje el valor que tiene la virginidad como signo de la divinidad del Verbo
que nace (ed. 2), y que no cabe acudir, al explicar este misterio, a las dotes
de los cuerpos gloriosos, sino que hay que decir que se trata de un modo
milagroso, sólo conocido por Dios (ad3).
3°) Virginidad después del parto (a. 3): a quien nacía de M. como
Unigénito del Padre e Hijo en todo perfecto, no convenía tener otros hermanos,
según la carne; eso hubiera sido una injuria para el Espíritu Santo que se había
elegido el seno de M. para santuario santísimo de su acción admirable; ello
hubiera sido también indigno de la santidad de M. y de la de S. José, que había
recibido la revelación del misterio de su esposa. b) La teología actual. En la
literatura teológica del s. XX la Virginidad de M. ha venido a ser un tema de
primer plano, a causa de-ciertos problemas que han sido suscitados. Demos una
exposición resumida de los principales. Ya nos hemos referido antes a las
dificultades exegéticas que crean ciertos textos. La exégesis católica las
resuelve con facilidad, por más que ciertos exegetas protestantes persistan en
no admitir más que la virginidad antes del parto. Señalemos, no obstante, que
algunos autores católicos, aunque afirmando la virginidad de M., se han
inclinado hacia la tendencia a no admitir en M. un propósito de virginidad
anterior al momento de la Anunciación. Esto, dicen, en nada iría contra la
perfección moral de M., ya que la primera ley de toda perfección es conformarse
con la Voluntad divina; y ésta, antes de la Anunciación, se manifestaba a M en
el modo común de ser las costumbres judías que recomendaban el matrimonio, que,
de hecho, ella había contraído con José (Guardini, Rahner, Audet...). Creemos
que estas razones no convencen, en primer lugar porque la respuesta de M. al
arcángel Gabriel (Le 1,32) sólo encuentra una natural y obvia explicación en el
supuesto clásico-tradicional de un propósito de virginidad hecho con
anterioridad a la Anunciación; después, porque los estudios más actuales en
torno al ambiente palestiniano del tiempo demuestran que el sentido y hasta la
estima de la virginidad entre el pueblo judío no era tan raro como se suponía;
y, finalmente, en cuanto al matrimonio con José, porque el dramatismo descrito
por Mateo nos está indicando que la Virgen, sin descubrir su propio misterio, se
ha entregado a los designios de una Providencia a la que encomendaba
confiadamente los caminos de solución. M., naturalmente, ponía la voluntad de
Dios sobre todo, aun sobre su virginidad; pero, al mismo tiempo, estaba segura
de que Dios, que había puesto en su corazón aquel propósito de perfecta entrega
en cuerpo y alma a El mismo, encontraría la solución para aquellas
circunstancias humanamente insolubles. Y esperaba con una esperanza cierta.
¿Quiere esto decir que su matrimonio con S. José prescindía de las
condiciones esenciales a todo matrimonio? No, quiere decir únicamente su
confianza plena en un porvenir que aceptaba según la voluntad divina que se le
iba manifestando; pero de la que estaba segura conforme al beneplácito que la
impulsaba interiormente. No debemos pensar (como supone Rahner) el propósito de
virginidad de M. de tal modo absoluto que lo opongamos a la voluntad divina: ese
propósito estuvo siempre ordenado a esa voluntad, pero no por eso debemos
entenderlo como condicionado, sino sencillamente como basado en la voluntad
divina tal y como previamente se le había ya manifestado.
Otra cuestión se han planteado los autores. ¿Cuál es -se han preguntado
Bover, Aldama, Gordillo, Schmausla razón última de la virginidad de M.? Hemos
visto ya la síntesis tomista que responde a esa cuestión. Los mariólogos
modernos la han repetido, añadiendo que, en la virginidad de M., al excluir la
acción varonil en la Encarnación, hace con ello resaltar más la obra de la
gracia. La presencia del varón hubiera significado la fuerza, la iniciativa, la
acción. Y esto no convenía en una economía que debía iniciarse en la máxima
gratuidad, disponibilidad y pasividad. Para todo ello servía maravillosamente la
condición de la mujer, que recoge especialmente todas esas cualidades. Por
nuestra parte (prescindiendo de la reflexión metafísica sobre la sexualidadde
que tanto han abusado ciertos autores nórdicos, desde el Eterno Femenino de
Góethe) pensamos que ha sido S. Tomás quien ha ido derechamente al corazón del
misterio, contemplándolo relacionado con la Santísima Trinidad. Las razones
trinitarias, señaladas por el Doctor angélico, son verdaderamente intrínsecas a
la virginidad maternal de María. Por ahí se llega al concepto de la que
podríamos llamar virginidad trascendente, entrevisto por el P. Bover. Y es que
la virginidad de M. está tan íntimamente ligada a su maternidad divina que, en
concreto, no puede separarse de ella: Si Dios Padre quiere donarse a una
naturaleza humana singular para hacer que otra sea Madre de su Hijo no puede
surgir otra realidad más que una maternidad virginal tal como nos la descubre la
revelación; si Dios Hijo quiere asumir una naturaleza humana, no podía aceptar
que hubiera sido concebida con el concurso de un varón; y si el Espíritu Santo
ordena todo el misterio a una economía de gracia santificadora, su obra debe
realizarse entre los esplendores de santidad virginal, porque lo Santo que debe
nacer (Le 1,35) preludia ya a todos los santos y nuevos hijos de Dios.
Era esto lo que guiaba el sentido certero de la tradición al decir talis
partus Deum decebat: sólo una concepción virginal, un parto milagroso y una
virginidad mantenida durante toda la vida responden al sentido del misterio.
BIBL.: A. D'ALÉS, Marie, en Dictionnaire apologétique de la foi catholique, 11,19-206; E. DUBLANCHY, Marie, en DTC IX, 2365-2385; JOUASSARD, María, I, París 1949, 69-157; VARIOS, «Estudios Marianos» 21 (1960; este volumen recoge la labor de la Sociedad Mariológica Española que había tratado el tema desde todos los puntos de vista: escriturístico, apologético, positivo, litúrgico y teológico; allí se encuentra una amplia bibliografía). Sobre el tema del voto de virginidad, J. M. ALONSO, Virgo Corde, «Ephemerides Mariologicae» 9 (1959) 175-228. Los estudios modernos que hemos criticado en el texto son: A. MITTERER, Dogme und Biologie der heiligen Famillie, Viena 1962; J. GALOT, La virginité de Marie et la naissance de lésus, «Nouvelle Rev. Théologique» 82 (1960) 449-469. Respondieron a esos autores: J. M. ALONSO, Mariología y Biología, «Ephemerides Mariologicae» 6 (1956) 197-221; FERNÁNDEZ, «Estudios Marianos» 21 (1960) 243-294
JOAQUíN M. ALONSO
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991