MARIA II. MARIA Y LA OBRA DE LA REDENCION. 2 . CONCEPCIÓN INMACULADA


Basándonos en las palabras de la Bula Inef fabilis Deus con la que Pío IX (54) definió este privilegio mariano, podemos describirlo así: es aquel misterio de M. por el que reconocemos que fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano. La idea, pues, de Inmaculada concepción de M. implica varios elementos entre los cuales hay que destacar como esenciales: a) la consideración de la humanidad entera como sometida al pecado original; b) una inmunidad del mismo y de todas sus consecuencias en M., por una singular gracia divina; c) esa inmunidad se realiza en el primer instante del ser de M.; y se realiza a modo de preservación de algo que no se contrae, y no de mera liberación de algo ya contraído.
      Añadamos, para completar esta descripción, que la palabra concepción, al hablar de este dogma, ha de ser tomada en sentido pasivo y no activo; es decir, se refiere no ya al acto mediante el cual los padres de M. La concibieran, sino a la prole concebida; a que Ella misma, desde el primer instante de su concepción, no tuvo pecado alguno.
      La historia extraordinariamente aleccionadora de este dogma, que no se definió solemnemente hasta 1854, muestra, por una parte, todas las fuertes implicaciones dogmáticas de la verdad que contiene, que no han podido ser puestas en claro explícitamente sino como resultado de un largo proceso; por otra, descubre un dinamismo vital como pocos. Es oportuno, pues, antes de un estudio de su intellectus f idei, advertir aquellas fases por las que ha discurrido la misma fe de la tradición católica.
      1) Los datos bíblicos. Hasta hace poco tiempo, las modernas exégesis no estaban de acuerdo en torno al valor exegético-mariológico del llamado Protoevangelio (Gen 3,14-15); tal vez por una falta de método adecuado e integralmente católico para leer la S. E. Y de hecho algunos se contentaron con darle un simple sentido acomodaticio. Hoy generalmente los autores, tomando mayor conciencia del sentido pleno (y de la necesidad de utilizar la luz refleja del N. T. para leer el A. T.) reconocen un auténtico sentido mariológico de la mujer cuya descendencia (según esos versículos del Génesis) quebrantará la cabeza de la serpiente. La Bula Ineffabilis Deus, al tratar de los fundamentos del dogma que definía, sólo parecía aludir a un argumento patrístico-escriturístico; sin embargo, la Encíclica Fulgens corona de Pío XII (1953) dice con toda claridad: «El fundamento de una tal doctrina se encuentra ya en la S. E., donde Dios Creador de todo, después de la caída lamentable de Adán se dirige a la serpiente tentadora y seductora con estas palabras (y cita a continuación el Protoevangelio)». En el N. T. no es ese texto el único fundamento bíblico del dogma que ahora exponemos. En el N. T. se encuentra también otro texto rico de plenitud: el «Ave, llena de gracia» (Le 1,28), así explicado por la Ineffabilis Deus: «con este singular y solemne saludo, nunca antes oído, se quiere significar que la Madre de Dios ha sido sede de todas las gracias divinas, adornada con todos los carismas del Espíritu Santo, y aun tesoro casi infinito y abismo inexhaurible de ellas, de manera que nunca estuvo sujeta a maldición».
      Nos encontramos, en suma, ante dos textos de enorme riqueza, en los que se expresa claramente no sólo la plena santidad de M., sino también que nunca estuvo sujeta al diablo. Así ha visto siempre la Iglesia a la Virgen. Es penetrando en el sentido pleno de esos textos como la Iglesia llegó a la formulación del dogma de la Inmaculada concepción con las palabras que antes mencionábamos.
      2) El dogma de la Inmaculada a lo largo de la Tradición. ¿Cuándo y cómo la tradición católica ha logrado la penetración subjetiva de ese dogma, que se encontraba de ese modo implícito en las fuentes reveladas? Desde siempre, podríamos decir, si atendemos a la conciencia clara de la excelsitud de M. y su no sometimiento al diablo; a través de una lenta marcha de siglos, si nos referimos a la formulación explícita y refleja de lo que esa excelsitud y ese no sometimiento implican.
      Ese esfuerzo de siglos se comprende si tenemos presente que, a primera vista, podía parecer que el privilegio de la Inmaculada concepción se oponía a algunos dogmas cristológicos; Cristo es, en efecto, el único totalmente santo, en cuanto que su humanidad está santificada por la misma unión con la Persona divina (v. JESUCRISTO III, 2): nadie puede ser perfectamente santo como Cristo lo es. Además Cristo es el Redentor universal; afirmar, pues, la Inmaculada concepción de M. ¿no es estableceruna excepción a una regla, cuya derogación significaría una minusvaloración de la Redención de Cristo?
      a) Los testimonios patrísticos. Los textos patrísticos sobre la excelsitud de la santidad de M. son muy abundantes. No se puede olvidar, sin embargo, cuando se leen ciertos textos patrísticos, que la terminología acerca del pecado original, en los cuatro primeros siglos, no tiene las líneas bien definidas que va a conseguir con ocasión de la reacción agustiniana frente a Pelagio (v.). Así no siempre podemos saber si la exención del pecado, de todo pecado, que tantos textos patrísticos proclaman, puede ser entendida y aplicada no sólo al pecado actual, sino también al pecado original. Lo cierto es que, de hecho, advertimos un progreso doctrinal en torno a la santidad de M. con ocasión de la polémica pelagiana, como lo refleja la siguiente frase de S. Agustín: «cuando se trate de pecados, no quiero referirme a la Virgen María». Pero, curiosamente, es entonces mismo cuando se abre un nuevo periodo de oscilaciones en torno a la Inmaculada concepción. En Oriente, en cambio, en la época bizantina surge toda una literatura «encomiástica» mariana, cuyas expresiones ensalzan la pureza y santidad de la Theotokos hasta el más alto grado posible en una criatura.
      La cultura religioso-popular, representada en los primitivos apócrifos marianos, nos da (ya en la primera mitad del s. ii) una figura de M. de eminente y singular santidad. Así, p. ej., en el Protoevangelio de Santiago se hace exclamar a M.: «Yo soy pura» (ed. BAC, 169); y en el Pseudo-Mateo aparece el anuncio de la milagrosa intervención divina en la concepción pasiva de M. (íb. 200-201). Los apócrifos, pues, están suponiendo una eminente santidad y perfección moral de M. confesada y reconocida por el pueblo cristiano. Fueron las preocupaciones científicas, exegéticas o teológicas de algunos apologistas (S. Ireneo, Tertuliano, S. Hipólito) y de otros escritores alejandrinos, capadocios y antioquenos (Orígenes, S. Cirilo, S. Basilio, S. Juan Crisóstomo) lo que les hizo, de vez en vez, desdibujar ciertos aspectos de la figura de la Virgen. Es ahí donde surge la primera contraposición entre la fe popular y la fe culta, que tanto había de manifestarse posteriormente en la historia del dogma de la Inmaculada concepción.
      Así aparece en la interpretación «culta» de ciertos textos mariológicos evangélicos, p. ej., Le 2,35. Una interpretación, que inicia Orígenes, parece atribuir algún defecto moral a la Virgen. En Occidente, algunos escritores de finales del s. IV (S. Hilario, Ambrosiaster, S. Paulino de Nola) se hicieron eco también de esa interpretación. No hay que olvidar, sin embargo, que, tanto en Oriente como en Occidente, junto a esos textos patrísticos que podríamos calificar de negativos, se encuentran otros bien explícitos sobre la suma perfección moral que es necesario atribuir a la Theotokos, y eso en los mismos autores; así, en Orígenes, S. Atanasio, S. Cirilo de Alejandría, etc. Dice, p. ej., S. Efrén: «Tú (Cristo) y tu Madre, sólo vosotros ciertamente sois completa e integralmente hermosos. No hay en Ti, oh Señor, y tampoco en tu Madre, mancha alguna» (Ed. Bickell, 123). Textos parecidos son especialmente frecuentes desde el Conc. de Éfeso (431; v.) en adelante.
      ¿Están esos textos realmente suponiendo una santidad que excluye, no solamente el pecado actual, sino también el original? No es fácil dar siempre una respuesta decisiva: la insuficiente evolución terminológica en torno al dogma del pecado original lo impide. El caso más notable lo constituyen los dos célebres lugares agustinianos: De natura et gratia, 36,42 (PL 44,267) y Opus imperfectum contra Julianum, IV,122 (PL 45,1418). El primero dice: «Exceptuando, pues, la Santa Virgen María, a la que por el honor del Señor no quiero referirme de ningún modo... ». Y el segundo: «No entregamos a María al Diablo a causa de su condición (natural) de nacer; sino que (decimos) que esa misma condición de nacer se quita (solvitur) por la gracia de renacer». Los autores no están de acuerdo sobre si S. Agustín, en esos textos, defiende o niega la Inmaculada Concepción de la siempre Virgen María; porque el primer texto es decisivo para la exclusión de todo pecado actual; pero no lo es para el pecado original; y el segundo puede interpretarse como si afirmara la contracción por M. del pecado original, al nacer de un modo natural como los demás hombres, y luego la liberación de ese pecado original por la «gracia de renacer», como los demás hombres bautizados. Era, pues, necesaria una mayor explicitación de este dogma.
      b) La teología medieval. En la Edad Media, el dogma pasa por vicisitudes muy interesantes. Una fiesta sobre la Concepción de la Madre de Dios se empieza a celebrar en Oriente al principio del s. VII y se hace general en el impero bizantino en el s. IX. Esta fiesta pasa a Occidente, y aparece a mediados del s. IX en el sur de Italia; y, un poco más tarde, en Irlanda e Inglaterra (para más datos, v. IV, 2). El objeto de la fiesta es claramente la veneración de la santidad con que se realiza la concepción de M.; pero no está claro todavía si al hablar de concepción esa fiesta se refiere a la concepción realmente tal, o hay que referirla a una santificación antes de nacer, sin que se determine el momento. Lo cierto es que la celebración esporádica de esta fiesta en Occidente, sobre todo cuando pasa a Francia, va a dar ocasión a disputas que determinan bien pronto su objeto teológico. No deja de ser curioso que sea precisamente S. Bernardo, cuya devoción mariana es bien conocida, quien en su célebre Carta a los canónigos de Lyon, no sólo repruebe la celebración misma de la fiesta, sino que dé razones teológicas contra ello. Lo mismo harán los grandes escolásticos: Alejandro de Hales, S. Buenaventura, S. Alberto Magno, S. Tomás de Aquino. He aquí, p. ej., la argumentación de este último: «... si el alma de la Virgen bienaventurada nunca hubiera sido contaminada por el pecado original, esto derogaría a la dignidad de Cristo, en cuanto Salvador universal de todos» (Sum. Th. 3 q27 a2 ad2). S. Tomás es favorable a que se celebre la fiesta de la Concepción de M., pero añade: «... cuando se celebra la fiesta de la Concepción, se quiere decir que en su concepción fue santa; pero, como se ignora en qué tiempo fue santificada, lo que se celebra es la fiesta de su santificación, más que de su concepción» (íb. ad3).
      La cuestión, pues, parecía absolutamente dogmática a los grandes maestros de la Escolástica. Sin embargo (antes de Escoto) Raimundo Lulio y Guillermo de la Ware ya habían presentado unos principios de solución, que aquél haría triunfar. No se puede recusar a Escoto esta gloria de haber abierto el camino, primero, a las grandes controversias que van a seguir, y después, a la definición misma. La argumentación de Escoto, tanto en el Opus Oxoniense, como en los Reportata de París, es simple: Cristo, perfectísimo Redentor, «tenía que» haber hallado un modo perfectísimo de redimir a su Madre, no sólo del pecado actual, sino también del pecado original, que fuera tan glorioso para Él como para su Madre. Este modo consistía en una «preservación», realizada por la gracia de Dios, en previsión de los méritos de Cristo; y llevada a cabo en el mismo momento de la unión del alma con el cuerpo. De ese modo no habría nada querepugnara al dogma, ni de la absoluta y única perfección de Cristo (puesto que todo ello era una gracia en M.) ni de la universalidad de la redención (ya que ésta no exige ser necesariamente liberativa). Escoto, en sus obras, pretende sólo establecer la posibilidad de la Inmaculada concepción, sin atraverse a afirmar tajantemente el hecho; pero es de una importancia trascendental, ya que despeja el obstáculo mayor que se ofrecía a clara_ afirmación de lo que la piedad cristiana ya profesaba. Las grandes controversias que se siguen llevan primero a la importante declaración del Conc. de Basilea (1439) que proclama la doctrina sobre la Inmaculada concepción como: «piadosa, conforme al culto de la Iglesia, a la fe católica, a la recta razón y a la Sagrada Escritura». El carácter cismático de ese Conc. privó a esa declaración de su eficacia. Pero desde entonces la doctrina se abre camino. Sixto IV aprueba (1476) la fiesta litúrgica por la Constitución Cum Praeexcelsa (Denz.Sch. 1400); y por la Grave nimis prohibe que los controversistas se llamen mutuamente herejes. Muchas Universidades hacen el juramento de defender la doctrina: París en 1497, Colonia en 1499, Viena en 1501, Barcelona, Granada, Alcalá, Baeza, Osuna, Santiago, Toledo y Zaragoza en 1617, Salamanca en 1618, Coimbra y Evora en 1662. El Conc. de Trento da un nuevo paso, declarando en el decreto sobre el pecado original que no quiere comprender en él «a la bienaventurada e inmaculada Virgen María» (Denz.Sch. 1516). Clemente XI (1700-21), en 1708, extiende e impone la fiesta a la Iglesia universal. Todo estaba, pues, preparado para el paso decisivo de Pío IX; quien, después de los estudios convenientes y de la petición de pareceres al episcopado católico, define finalmente el dogma en la Bula Ineffabilis Deus del 8 dic. 1854, en los términos que ya indicábamos al principio (cfr. Denz.Sch. 2800-2804).
      3) Exposición sintética. Las palabras definitorias de la Bula Ineffabilis Deus nos dan ya adecuadamente la síntesis de este dogma. Intentemos sólo aplicarlas y encuadrarlas, haciendo también referencia a la teología más actual.
      En la base misma de toda profundización en este dogma está la comprensión del tema del pecado original. No es éste el lugar para detenernos en la exposición de esa doctrina, ni en un análisis de las últimas investigaciones al respecto (v. PECADO III, 2). La Bula Ineffabilis Deus, con fórmula amplísima, dice: «Preservada inmune de toda mancha de culpa de pecado original». Con lo que se afirma que M. ha estado exenta no sólo del mismo pecado original, sino de cualquier consecuencia suya, tanto en el orden de la naturaleza, cuanto en el de la persona. Esto último -la exención de las consecuencias del pecado original- hay que entenderlo de modo pleno en la línea del derecho, y de modo matizado en la línea del hecho; es decir, M. al estar exenta del pecado original, no contrae ninguna de sus consecuencias, pero, análogamente a Cristo, asume algunas de ellas (las que no tienen un carácter directamente pecaminoso), según la disposición divina sobre su función corredentora. Detallemos más estas afirmaciones:
      a) En primer lugar, M. ha sido exenta de todo pecado actual, como ya decía el Conc. de Trento (Denz.Sch. 1273) y no ha tenido tampoco imperfección ninguna ni de tipo moral, ni de tipo natural.
      b) ¿Se puede afirmar de M. que no sólo no pecó, sino que fue impecable? Creemos que debe responderse que sí, siempre que se añada la necesaria distinción con Cristo: Éste fue impecable por naturaleza, M. por gracia, la gracia tan singular y única de su maternidad divina (v. 1).
      M. no ha tenido inclinación ninguna desordenada; no ha podido sufrir verdaderas tentaciones internas (v. TENTACIÓN); no ha tenido apetito alguno desordenado; ni pasión alguna fuera del orden de la razón; lo que el Conc. Tridentino, siguiendo el lenguaje bíblico, llama concupiscencia (que no es pecado en sí mismo, pero es un signo de él) tampoco existía en la Virgen. Nada, pues, que diga relación alguna con el pecado, tuvo que ver con esta criatura única, ni en cuanto culpa, ni en cuanto pena.
      c) Los teólogos se han preguntado, además, si, al menos, M. ha tenido el llamado débito del pecado; es decir: si, aunque estuvo exenta de él, hay que reconocer que, en cuanto descendiente de Adán, debió incurrir en el pecado original. La controversia, ya antigua, volvió a encenderse viva a mediados del s. XX, principalmente en el Congreso Mariano nacional de Zaragoza y en el Internacional de Roma, ambos en 1954. Un grupo de teólogos sostiene que es necesario, al menos, admitir ese débito, para salvar la realidad de la redención de M. por Cristo. Otro grupo defiende que plantear así la cuestión es mantenerse en un equívoco permanente, y retrotrae indebidamente la cuestión a estadios ya superados por la misma Bula Ineffabilis Deus. La definición dogmática parece en efecto exigir que se exima a la Inmaculada de toda mancha de pecado original; y en la idea de mancha no puede menos de entrar ese débito. Porque el débito de pecado original, si de algún modo arroja sobre la Virgen una «mancha», debe ser excluido, según la Bula; y si no, ¿para qué mantener ese quimérico concepto que está enturbiando el mismo dogma? Los defensores de la sentencia del débito no se dan cuenta de que siguen empleando, aplicado ahora a la cuestión del débito, el mismo falso procedimiento, anterior a la definición: la afirman propier Izonorem Domini, para afirmar la dependencia de M. con respecto a la gracia de Cristo. Ahora bien, la respuesta que excluye el débito es la misma que excluyó el pecado: el perfectísimo Redentor está exigiendo, también aquí, una especial y perfectísima redención para su Madre. La redención de M., para ser verdadera, no tiene por qué hacer relación a un pecado -cualquier clase de pecado- del que tuviera que ser exenta, ni siquiera por redención preservativa; basta con que, de un modo real, haga relación al pecado en los otros. Por este camino hay tránsito seguro desde la Corredentora a la Inmaculada, y viceversa.
      d) Obviamente, la Inmaculada concepción no es simplemente una preservación de pecado, es decir, algo meramente negativo, sino algo positivo. Una mera preservación, por lo demás, no se da en el orden actual del hombre elevado a lo sobrenatural: la exención o liberación del pecado presupone la gracia. La Inmaculada concepción es, ante todo, una gracia, absolutamente singular y cualificada. Su singularidad afecta a múltiples órdenes: Primero, en cuanto al momento de la infusión: los demás hijos de Eva pasamos de un estado de privación de una gracia debida, a otro estado de gracia infundida por el bautismo regenerador; en M., como dice la misma Bula Ineffabilis Deus, la gracia se adelantó a la naturaleza; ya que su santificación sucedió «en el primer instante de su concepción». Esto quiere decir que M. no vino a la existencia en un estado de privación, sino en un estado de gracia. Naturalmente que, pensados los momentos lógicos, primero es ser (realidad natural), que ser elevado al orden sobrenatural de la gracia. Pero en la realidad, concreta y existencial, tal como se dio en M. -y según la mayoría de los teólogos, en el estado de justicia original de los primeros padres (v. PECADO III, 2)-, esos diversos aspectos se dieron simultáneamente. Nunca, pues, existió M. sin gracia. ¿De qué naturaleza era esta gracia? Se trata, en primer lugar, de una gracia crística, que depende de Cristo, como lo afirma la Bula Ineffabilis Deus. Esta gracia informó de tal modo todo el ser de M., que no sólo impidió todas las consecuencias del pecado original, sino que realizó en ella aquella rectitud de justicia verdaderamente original que Dios otorgó a nuestros primeros padres. En la gracia de M. concebida sin pecado, se realiza lo que algunos bizantinos llamaron el nuevo Paraíso de Dios, es decir, la creación renovada, la nueva criatura. Porque efectivamente, en la Inmaculada, todo volvía a recobrar su prístino sentido y a tener la armonía querida por Dios al crear al hombre. Había, pues, en M. una perfecta rectitud y sumisión de la parte inferior a la superior y de ésta a Dios. Había aquella lucidez de inteligencia y aquel vigor primitivo de su privilegiada persona que recibían, en la mejor adaptación y disponibilidad, todo el orden sobrenatural que Dios volcaba en Ella. La conclusión es que el dogma de la Inmaculada concepción obliga a pensar la psicología de M. de acuerdo con unos criterios excepcionales en relación con nosotros, pero normales desde la relación que Ella misma tenía con Dios. Una reflexión teológica sobre M. que la coloque, si no en la anormalidad, al menos en una normalidad entendida como reducción a nuestra pura experiencia, sería tremendamente equivocada.
      e) La gracia de la Inmaculada concepción, ¿traía, pues, consigo, de derecho, los dores que se suelen llamar preternaturales: inmortalidad, impasibilidad? Parece que hay que responder que sí, aunque matizadamente. Ya que, en primer lugar, y aunque, en abstracto, la persona humana sea constitucionalmente mortal, pasible y corruptible, históricamente, nuestros primeros padres recibieron, en su primera existencia, una gracia que producía esos dones normalmente. Adán los perdió para sí y su posteridad, por razón del pecado (v. PECADO Y JUSTICIA ORIGINALES). M., al estar inmune del pecado, no estaba sometida a esa pérdida; y, en ese sentido, de derecho, estaba inmune del dolor, muerte, etc., pero oeconomica ratione, dispensative, es decir, por disposición divina, podía ceder de su derecho y, como Cristo, vivir en la posibilidad para los fines corredentores a que Dios la destinaba. Sobre el tema de si M. conoció o no la muerte, se tratará más directamente al hablar de la Asunción (v. 5).
      f) Podemos, finalmente, preguntarnos: la gracia de M., que brilla en la Inmaculada concepción, ¿es específicamente igual a la nuestra? Es decir: ¿es una gracia de adopción de hijos en el Espíritu Santo? A esto ya respondimos al tratar de la gracia de la Maternidad divina (v. 1). Aquí sólo es necesario poner en íntima relación la gracia de la Inmaculada concepción con la gracia de su Maternidad divina. Podemos así decir que la Inmaculada concepción no es sólo una preparación conveniente para ser Madre de Dios, cuya dignidad exige haber estado acompañada de la gracia, ya desde el primer momento, sino más bien una simple consecuencia del lugar trascendente en que la coloca la gracia misma de la Maternidad divina; y de la función que en la economía de la salvación esa gracia la otorga: la Corredentora exige a la Inmaculada. En ese sentido se puede afirmar que la gracia de la Inmaculada concepción es ya realmente una gracia de maternidad divina, puesto que las tres divinas Personas se están dando desde el primer instante al alma de M. y están dirigiendo todo su ser al momento de la Anunciación.
     
     

BIBL.: ACADEMIA MARIANA INTERNATIONALIS, Virgo Immaculata, 18 vol. Roma 1955-58; SOCIEDAD MARIOLÓGICA ESPAÑOLA, Estudios Marianos, XV-XVI, Madrid 1955; CONGRESO MARIOLóGico FRANCISCANO, Estudios doctrinales sobre el dogma de la Inmaculada concepción, Madrid 1955; M. ScHMAus, Teología dogmática, VIII, 2 ed. Madrid 1963 (con abundante bibl.); G. ROSCHINI, La Madre de Dios en la fe y la teología, Madrid 1962; S. SOLA, La Inmaculada Concepción, Barcelona 1941; 1. PERRONE, De immaculato Deiparae Conceptu, Roma 1847; C. PASSAGLIA, De immaculato Deiparae semper Virginis conceptu, 3 vol. Nápoles 1855; I. B. MALOu, L'Immaculée Conception de la trés Ste. Vierge Marie, considérée comme dogme de foi, 2 vol. Bruselas 1857; G. MANSELLA, 11 doma dell'1mmacolata Concezione de la B. V. María, ossia storia e prove di questo domma di fede, 3 vol. Roma 1866-67; I. B. TERRIEN, L'Immaculée Conception, 2 ed. París 1904; X. LE BACHELET y M. JUGiE, Immaculée Conception, en DTC VII,854-1218; X. LE BACHELET, Immaculée Conception, en Dictionnaire apologétique de la foi catholique, 111,209-275; E. LONGPRÉ, La Vierge Immaculée. Histoire et doctrine, 2 ed. París 1945; M. JUGIE, L'Inmaculée Conception dans 1'Écriture Sainte et dans la Tradition Orientale, Roma 1952; M. GORDILLO, Mariologia Orientalis, Roma 1954; E. D. O'CONNOR (dir.), The Dogma of the Immaculate Conception. History and significance, Notre-Dame (Indiana) 1958; J. M. ALONso, El débito del pecado original en la Virgen. Reflexiones críticas, «Revista española de teología» 15 (1955) 67-95; 119-136; R. GARRIGou-LAGRANGE, La capacité de souffrir du peché en Marie Immaculée, «Angelicum» 31 (1954) 352-357; J. ORTIZ DE URBINA, El testimonio de San Efrén en favor de la Inmaculada, «Estudios Eclesiásticos» 28 (1954) 417-422; S. SOLA, Doctrina del doctor eximio y piadoso Francisco Suárez sobre la Concepción inmaculada de María, «Estudios Eclesiásticos» 28 (1954) 501-532

 

JOAQUÍN M. ALONSO

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991