MAIMÓNIDES (Moreh ben Maymón)


l. Datos biográficos. Escritos. Llamado por los judíos Rambam y por los latinos Maimónides, n. en Córdoba el 3 mar. 1153. Recibió su primera educación d- su padre Maymón ben Yósef, sabio y docto talmudista. A la venida de los almohades (v.) en 1148, su familia simuló una conversión al Islam que M. rechazó por pensar que era nula la aceptación de una fe hecha insinceramente y por la fuerza. Así, marchó con los suyos por diversas ciudades de España y África. En 1170 lo encontramos en Fez (Marruecos) y en 1175 en Alejandría y El Cairo, en cuyo barrio de al-Fustát abrió una escuela de filosofía. Saladino lo nombró médico de su corte y la comunidad judía lo hizo nagíd o jefe de los hebreos en El Cairo. Murió en esta ciudad el 12 dic. 1204, siendo enterrado su cuerpo en Tiberíades a orillas del bíblico Mar de Galilea (v.) (Palestina): su sepulcro se convirtió pronto en una especie de centro de peregrinaciones.
      Entre sus numerosos escritos pueden destacarse: una paráfrasis al Talmud, un compendio de lógica, la Carta de la consolación, varios tratados médicos y, sobre todo, tres obras de particular importancia: Ma'ór (Luz) comentario, escrito en árabe, a la Misnah (1168), que constituye una sistematización de los contenidos de la fe judía; Misneh Tórah (La tradición de la Ley), código de prescripciones legales compuesto en 1180, orientado no a la pura fe como el anterior, sino a la vida práctica; Moreh Nébúkim (Guía de los perplejos), escrita en 1170: una especie de Suma filosoficoteológica que realiza una justificación racional de los principios religiosos, dirigida a aquéllos que encuentran colisión entre la fe y I-: filosofía. Por su contenido, se ha comparado el Moreh Nébúk"tm a las Suminae de la escolástica cristiana; aunque «por grande que sea la penetración, e incluso la profundidad de pensamiento de M., la Guía no puede compararse a las grandes Sumas cristianas del siglo siguiente; no las iguala ni por la multiplicidad de los problemas tratados ni por la potencia sistemática con que sabrá ordenarlas un Santo Tomás» (É. Gilson).
     
      2. Punto de partida de su pensamiento. Pertenece al racionalismo judío iniciado por Saadía Gaon (882-942), al que da su formulación definitiva y clásica. El rabinismo había centrado su esfuerzo único y total en el estudio casuístico de la Tórah o Ley de Moisés (v. TALMUD; MIDRÁS) dado que ésta era lo más sublime, ya que era la «Palabra de Dios». M. piensa que el Universo es más grande que la Tórah y que la vida es más importante que la Ley, la cual es solamente un medio para alcanzar la piedad y las verdades fundamentales. Por ello, cuando M. escribe comentarios y códigos de la Ley, pretende sólo presentar un sistema fácil y asequible de la legislación, con el cual el espíritu quede libre para profundizar en las verdades básicas. Por tanto, primero es la razón y luego el casuismo. Pero esta razón es limitada y necesita de una ayuda: la de la autoridad de la fe y la Revelación: Dios dicta sus verdades a los Profetas y la razón debe seguir la Revelación e investigar en ella, mezclándose así, en el pensamiento de M., intuición y deducción armónicamente.
      De esta forma, la razón (la filosofía) es el único medio de asimilar la fe y, además, las conclusiones de la una y de la otra son las mismas: no puede haber oposición entre fe y filosofía. Pero no se trata de la armonía en planos distintos entre la fe y la filosofía (v. RAZóN II), sino de una plena coincidencia e identidad. Ello le obliga a M. a formular su teoría en torno a la interpretación alegórica de la Sagrada Escritura, con el fin de hallar el sentido oculto, profundo e insondable de la Revelación, que habrá de unir sus raíces con la razón humana. La filosofía que adopta M. es la de Aristóteles, pero a la manera de Avicena y Avempace (neoplatonizado) más que a la de Averroes (v.) (del que, sin embargo, acepta algún elemento).
     
      3. Dios y el mundo. La existencia de Dios viene probada en M. por caminos que se harán clásicos junto con otros, en la Escolástica cristiana: de la contingencia de las cosas se llega a la existencia de un Ser Necesario que les dé el ser; del movimiento de los seres, se llega a un Primer Motor no movido; del paso de la potencia al acto de nuestro mundo se concluye en un Ser siempre en Acto, y que actualiza. Los términos de estos razonamientos vienen dados por la imposibilidad del recurso a una serie infinita de causas, motores y actos. (V. DIOS Iv. 2). Algunas de sus conclusiones acerca de la esencia de Dios son también muy correctas: Dios es un ser absolutamente simple (mezcla del Uno neoplatónico y del Yahwéh bíblico) en el que su esencia es exactamente su existencia (Avicena).
      Sin embargo, aunque podemos conocer su existencia por la razón, es imposible conocer su esencia en esta vida: cualquier atributo aplicado a Dios en sentido positivo (en un juicio que formulemos, en una definición, en una descripción de la esencia divina), según M., acarrearía composición en su ser. Ni podemos calificarlo por la identidad de esencia y existencia ni por su relación con las criaturas, pues también con ello romperíamos su absoluta simplicidad y su total independencia de cualquier otro ser (V. ESCEPTICISMO, 2). Únicamente se le puede designar como Causa Suprema del Ser (es decir, como Principio de actividad), siempre que con ello no comprometamos su unidad y autonomía. Así, los atributos que la Biblia le aplica, habría que entenderlos: o en sentido negativo (uno quiere decir que no es múltiple; existente significa que no es nada; etc.) o referentes a los aspectos que ofrece su actividad. De esta manera, siendo Dios para los hombres incognoscible en sí, en su esencia, resulta que quoad se primero es su esencia y después su actividad; quoad nos, primero es su actividad y luego su impenetrable esencia.
      Con respecto al problema de la creación (v.), su estudio es sólido filosófica y teológicamente, coincidiendo en lo substancial con la Teología cristiana. Se enfrenta a la teoría de la eternidad del mundo de Aristóteles, elaborada por el neoplatonismo; si bien parece que ataca esta teoría, no en cuanto considera una materia aristotélica coeterna a Dios que forzase a la eternidad del mundo, sino en cuanto supone una emanación eterna del mundo desde Dios. En cualquier caso, el vicio que M. encuentra en los argumentos sobre la eternidad del mundo es que aplican un orden causal y de leyes propio del mundo creado, y válido solamente dentro de él, a las relaciones entre ese mundo y Dios, sin haber antes justificado el valor absoluto de dichas leyes y causalidad. Por otro lado, dice M., parece que los que propugnan la eternidad del mundo, se han olvidado de la Voluntad Absoluta de Dios, que como tal hace lo que quiere, cuando quiere y como quiere sin implicar esto alteración alguna en su Ser independiente. Sin embargo, los argumentos en pro a la temporalidad de la creación, tampoco le satisfacen plenamente, si bien le dan mayores garantías de probabilidad. El principio que decide a M. a aceptar la temporalidad del mundo es el sentimiento religioso que exige un Dios Absoluto, superior a la Naturaleza y que obra libre e inmutablemente, de acuerdo a como lo enseña la Biblia.
      Más endeble es su concepción del mundo constituido por Dios en diez inteligencias, o ángeles, unidas, nueve de ellas, a otras tantas esferas celestes. Estas inteligencias y esferas, conocen a Dios, tienden a Él y trasmiten su influjo escalonadamente desde la Divinidad hasta los seres inferiores. La décima inteligencia es el Entendimiento Agente, que hace el paso de la potencia al acto del mundo terrestre, da las formas a los cuerpos sensibles y los conocimientos a nuestro entendimiento posible haciéndolo pasar a acto.
     
      4. El hombre. Dios en su ciencia conoce todo lo creado pero su Providencia (v.) solamente se extiende al hombre, dejando el resto de los seres en manos de las leyes físicas: el hecho de que un barco se hunda podrá deberse sólo a circunstancias físicas; el que perezca uno u otro hombre en el naufragio es labor de la Providencia que hace o permite que tales hombres se embarquen. Ahora bien, la Providencia se ejerce con mayor intensidad en aquellos que se encuentran más unidos a Dios, unión que el hombre realiza por medio del Entendimiento Agente. Es una providencia, personalista, centrada en el interior del hombre y condicionada por la vida de unión con Dios.
      El Creador, al hacer el mundo, no se propuso ningún fin extrínseco a Él: simplemente lo hizo de la mejor manera posible. No obstante, existe una finalidad inmanente al mundo, válida dentro de él. Y el hombre, por su parte, tiene como meta la pura contemplación especulativa y espiritual que tiene como punto de partida el conocimiento de las cosas físicas; luego pasa a la especulación metafísica ayudada por la Revelación; y, finalmente, culmina en la contemplación de Dios, en esta vida, a través del Entendimiento Agente. Este fin, de marcado corte aristotélico, se encuentra neoplatonizado al identificar conocimiento especulativo y piedad. Para lograr esa meta, se precisa de la vida moral. Ésta es un medio para conseguir el bienestar social y el dominio personal de las pasiones, con todo lo cual el hombre puede libremente remontarse a la contemplación. Pieza clave en la vida moral es la ley: M. piensa que la ley positiva solamente atañe a los bienes materiales; la ley divina se remonta sobre éstos, habilitando al hombre de modo más próximo para alcanzar su fin último (V. LEY II y VII).
      Se ha insinuado antes la división que hace M. del entendimiento humano: sobre los sentidos está el entendimiento material o posible: es el entendimiento capaz de recibir la actualización de los conocimientos; entendimiento en acto, con los inteligibles ya adquiridos por el hombre (tanto el entendimiento posible como el en acto son individuales para cada persona humana); finalmente, el Entendimiento Agente, que es el encargado de hacer pasar a acto el posible, y que es común para todos los hombres. Esta estructura es de origen aristotélicomusulmán.
      Ahora bien, sobre el entendimiento en acto, en el que reside la filosofía y el más alto grado de especulación meramente humana, se abre otra perspectiva: el conocimiento profético. Para algunos musulmanes, la profecía se basaba en un mero proceso natural y espontáneo de la naturaleza humana perfeccionada. M. exige, de acuerdo con la S. E., una intervención especial de Dios que ilumina al hombre, previas, según Él, determinadas condiciones naturales de perfección intelecutal y vida moral. Para el conocimiento profético exige, pues, dos condiciones:1 a Plenitud del entendimiento humano en su nivel natural (el estadio filosófico); 2a Iluminación de Dios a la facultad imaginativa o facultad divinatoria, con la cual representa en imágenes las verdades superiores y prevé el futuro con símbolos (v. BIBLIA III). La profecía, pues, es el mayor grado a que puede llegar el hombre en sus conocimientos durante su vida terrena; a continuación está el puramente filosófico-piedad; por debajo de ambos el conocimiento del vulgo. Pero todos estos estratos se encuentran superados y perfeccionados, en la visión beatífica de la otra vida, en que podremos ver a Dios eternamente, según nuestros méritos.
      El fin del hombre que acaba de dibujar M., puede resultar excesivamente elevado y, por tanto, inasequible al vulgo, a la persona normal de la calle. Para ponerlo al alcance de todos, M. emplea el esoterismo y esoterismo del Libro Sagrado empleado por los musulmanes: hay verdades que no deben darse al pueblo, quedando como patrimonio de los sabios; pero hay otras, que aunque haya de explicarse al vulgo el sentido oculto y alegórico de la Sagrada Escritura, hay que comunicárselas por ser imprescindibles para salvarse. Estas verdades las reduce M. a 13, y con ellas basta para alcanzar la felicidad eterna (V. JUDAÍSMO I, 2).
     
      5. Influjo. Con M. se alcanza el punto culminante de la especulación filosófica judía, no volviendo a alcanzar este nivel hasta el s. XVII con Spinoza (v.). Su influjo fue muy considerable durante dos siglos dentro del judaísmo; le estimaron, tomando de él y desarrollando varios puntos, muchos filósofos y teólogos cristianos. Pero si bien dejó una escuela muy característica, no hubo pensadores judíos de nivel adecuado que continuaran la labor de M.; por otro lado dejó una profunda estela de controversias dentro del judaísmo, que se extendieron a lo largo de todo el s. XIIl; fue después cuando llegó a ser un clásico para los judíos.
      Inicialmente el judaísmo no tomó auténtica conciencia del valor excepcional de la Guía de los perplejos, y las mentes hubieron de ocuparse de los dogmas fundamentales más que de las sutilezas, con motivo de las polémicas contra los cristianos. Más aún, el aristotelismo de M. chocó violentamente con las tradiciones rabínicas: se le acusó de determinadas herejías (p. ej., la de negar la acción sobrenatural de Dios, etc.) y se tuvo muy en cuenta el peligro de su interpretación alegórica de la Sagrada Escritura. No obstante, entre sus más fieles seguidores pueden citarse: Yósef ben Yéhúdah, Abraham ben Moseh (hijo de M.), Sem Tób ben Yósef ben Falagera. Dentro del cristianismo, su aristotelismo tuvo un gran influjo en S. Alberto Magno y S. Tomás de Aquino, en puntos como la existencia de Dios, la Profecía, etc. (cfr. J. M. Casciaro, o. c. en bibl.); se comprende que la escolástica cristiana, que comparte con M. su aprecio por el Antiguo Testamento, aprovechase sus estudios.
     
     

V. t.: JUDAÍSMO 1, 2; HEBREOS VII, 2; ESCOLÁSTICA 1l. BIBL.: Entre las ed. y trad. del Moreh Nébükim, citamos: S. MUNK, Le Guide des Égarés, 3 vol., París 1856-66; J. SUÁREZ LORENZO, Guía de descarriados, Madrid 1935.-Estudios: I. BAUER, Maimónides, un sabio de la Edad Media, Madrid s. f. (1935); J. Goos, Filosofía de Maimónides, Madrid 1940; L. G. LEvY, Maimonide, 2 ed. París 1932; J. M. LLAMAS, Maimónides, Madrid 1935; .W. BACHER, M. BRANN, D. SIMONSEN Y OTROS, MOses ben Maimon, 2 vol., Francfort 1908-14; l. HUSIK, A History of Mediaeval Jewish Philosophy, Filadelfia 1946t 236-311; G. VAJDA, introduction á la pensée juive du Moyen Age, París 1947, 129 ss.; S. ZEITLIN, Maimonides, Nueva York 1955; J. M. CASCIARo, Diálogo teológico de Santo Tomás con musulmanes y judíos, Madrid 1969; É. GILSON, La unidad de la experiencia filosófica, 2 ed. Madrid 1966, 44 ss.; ID, La filosofía en la Edad Media, 2 ed. Madrid 1965, 344-35l.

 

J. LOMBA FUENTES.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991