LUJO


Del latín luxus, significó originariamente los renuevos torcidos nacidos a las plantas, después el exceso de los mismos y últimamente, ya en sentido figurado, cualquier demasía de la persona en el uso refinado de los bienes temporales para propia satisfacción.
      Tal demasía tiene, en todos los casos, un sentido eminentemente egoísta, ya que, aun cuando a veces los bienes de l. vayan destinados a los demás, siempre es con el propósito explícito o implícito de poner de relieve con ellos el propio poder, distinción o refinamiento, aumentando así el campo de las satisfacciones personales. Se ha colocado en primer plano el aspecto subjetivo del l., pues las cosas en sí no son buenas o malas, lujosas o moderadas. Lo que les dota o no de esas cualidades es el momento, lugar o forma de su empleo por el hombre. La palabra l. despierta en el espíritu la idea de gasto suntuario, ordenado al culto de la persona, que se materializa de ordinario en vestidos, joyas, muebles, habitación, diversiones y, en general, en el llamado ornato exterior, aunque también cabe exceso de refinamiento en el uso de los bienes temporales del espíritu.
      En Economía se consideran bienes de l. aquellos cuya demanda tiende a aumentar en mayor proporción que los ingresos del sujeto. Tal concepto no envuelve ningún tipo de valoración moral y los define inequívocamente para cada individuo. Aquí, en cambio, utilizamos en la definición un término tan poco preciso como demasía; presupone la existencia de un justo medio considerado con criterio definitorio, pero sin delimitarlo con carácter general y uniforme. Cuál sea este justo medio habremos de deducirlo del estudio de la virtud moral de la templanza (v.) y, más en concreto, de una de sus virtudes derivadas, la moderación, «que enseña a todos y cada uno a guardar el justo medio, a vestirse y adornarse de acuerdo con las conveniencias» (S. Tomás, Sum. Th. 2-2 8169 al).
      El uso de las cosas exteriores por el hombre puede ser inmoderado, bien por no adaptarse a la condición, medio o situación de la persona, bien por el desorden de los sentimientos en el uso de los objetos de l. El primero de los motivos que S. Tomás propone resultaba más claro en sociedades con escasa movilidad y permeabilidad, como la medieval, en la que cada cual pertenecía casi inamoviblemente al estado o condición social heredada o participada. Eran los usos ordinarios de ésta los que permitían decidir en cada caso qué cosas eran de l. para cada individuo. También hoy resulta fácil en muchas ocasiones distinguir cuándo el uso de ciertos bienes responde a las conveniencias personales o a las exigencias de la representación social, dignidad, oficio o función sagrada.
      El desorden de los sentimientos puede producirse tanto por exceso como por defecto. A su vez, el exceso puede darse de tres maneras: a) rindiendo, por vanagloria, culto exagerado a las cosas preciosas; b) buscando cosas refinadas por amor del placer y halago del cuerpo; c) poniendo, sin otra mala intención, un cuidado excesivo en el ornato exterior, que distrae de las ocupaciones más serias de la vida. A estos tres desórdenes se oponen tres virtudes, destinadas a mantener dentro de sus justos límites el culto exterior de la persona: la humildad (v.), que excluye el deseo de brillar, no exagerando ni los gastos ni el adorno; la modestia (v.), contraria a la búsqueda apasionada del placer y que mueve a contentarse con lo necesario; y la sencillez (v.), que destierra todo cuidado, toda preocupación exagerada por cosas tan insustanciales como los objetos de l.
      También puede pecarse por defecto, y esto de dos maneras: por negligencia exagerada en el ornato y descuido de las conveniencias; y por sentimiento de vanagloria al revés. «La jactancia, dice S. Agustín, consiste no sólo en el brillo y pompa de las cosas corporales, sino también en la suciedad y miseria de la apariencia, siendo esta última especie aún más peligrosa cuando se presenta bajo pretexto del servicio de Dios» (De serm. Domini in monte, II,41).
      En el plano social, el l. inmoderado ofende al orden de la caridad (v.). Dadas las graves y urgentes necesidades de muchos hombres y las limitaciones del derecho individual de propiedad (v.), el l. estrictamente dicho es inconciliable con la vida cristiana, que obliga a hacer partícipes de los bienes superfluos o menos necesarios a quienes los necesiten, según las palabras de S. Juan: «De quien, poseyendo bienes de este mundo y viendo a su hermano padecer necesidad, se niega a ayudarle, ¿podemos decir que ama a Dios?» (lo 3,17; v. t. LIMOSNA; LIBERALIDAD).
      Es además ocasión de escándalo, sobre todo cuando lo practican, con despreocupación intolerable, personas que, por otra parte, reclaman para sí el nombre de cristianos. Y es, por último, motivo de tensiones sociales a escala nacional, y de divisiones a escala internacional, a la vista de los graves hechos denunciados por el Conc. Vaticano II en la Const. Gaudium et spes (n° 63): «Mientras muchedumbres inmensas carecen de lo estrictamente necesario, algunos, aun en los países menos desarrollados, viven en la opulencia o malgastan sin consideración. El lujo convive con la miseria» (v. HAMBRE II).
     
      V. t.: RIQUEZA; BIENES IV.
     
     

BIBL.: S. TOMÁS, Suma Teológica 2-2 gl69 al y a2; G. B. GuzZETTi, L'uomo e i beni, 2 ed. Milán 22-47, 270; A. PIELTRE, Humanisme chrétien et économie politique, París 1950; C. JOURNET, Proprieté chrétienne et pauvreté chrétienne, Friburgo 1951; A. THoUVENIN, Luxe, en DTC 9,1336-39.

 

L. A. MARTíN MERINO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991