LIBERTAD IV. LIBERTAD RELIGIOSA. l. Introducción general.


Lo religioso, sean cuales fueren sus manifestaciones concretas, es un hecho íntimamente ligado a la historia de la humanidad, porque hunde sus raíces en la propia naturaleza del hombre. Desconocer que este fenómeno religioso ha atravesado todas las etapas históricas y todas las culturas, equivale a desconocer la historia misma. Y ello es así, aun teniendo en cuenta los diversos intentos históricos de ateísmo (v.) que, bien auscultados, no son sino una manifestación más de esa conciencia religiosa universal (v. RELIGIÓN). En vista de este dato incuestionable, cualquier pretensión de fundar un humanismo al margen de lo religioso, o de formar un hombre nuevo seccionando su dimensión religiosa, no puede ser calificada sino de error que acarrea la destrucción de la persona (v.) humana, porque ésta reclama para su realización integral la. posibilidad de expresar su dimensión religiosa. Se puede afirmar, sin rodeos, que un hombre arreligioso es un hombre deshumanizado (V. HUMANISMO IV).
      Las observaciones anteriores ponen de manifiesto que el problema de la I. religiosa no puede ser planteado como algo que incide en la conciencia del hombre en el sentido de que éste fuera religiosamente libre, de forma que no existiera en su conciencia ninguna norma superior que la vinculara a vivir un determinado tipo de religión. En este sentido, el hombre es ontológicamente libre como lo es para pecar, pero no es moralmente libre, puesto que está obligado en conciencia a buscar la verdad en todos sus aspectos. Fue esto lo que puso de relieve el Magisterio pontificio del s. XIX al condenar repetidas veces el indiferentismo religioso (v.).
      Ese aspecto religioso del hombre está inscrito en la conciencia individual, y es en la vivencia personal donde encuentra su razón de ser más propia (v. CONCIENCIA III). No es obviamente esa dimensión puramente interior la única forma de expresión de lo religioso: el hombre se realiza en su contexto social y comunitario y ahí proyecta también su vida religiosa, a no ser que se pretenda diseccionar su unidad vital. Ahora bien, si la comunidad (v.) humana está al servicio de la persona en sus múltiples facetas, es lógico que todo hombre tenga derecho, no sólo a que no se coarte su religiosidad, sino a que se le den cauces para la manifestación religiosa de su personalidad.
      Estos presupuestos, elementales y simples en su enunciación, muestran, por otra parte, la complejidad del problema, habida cuenta de que la finalidad del Estado (v.) es el bien temporal, mientras que lo religioso es de un orden eterno. Por ello, el Estado deberá guardar minuciosamente el equilibrio entre estos dos principios: a) el de la debida conciencia del valor total de la religiosidad, es decir, la no indiferencia frente al fenómeno religioso de los súbditos; b) el de la legítima laicidad, consecuencia de la autonomía de las realidades temporales que le corresponde ordenar (V. AUTONOMÍA III).
      El principio de I. religiosa implica, pues, fundamentalmente: a) el derecho de todo hombre a ser respetado civilmente en su religiosidad; b) el derecho a no ser coaccionado, ni directa ni indirectamente, a profesar un determinado tipo de religión; y c) el derecho a que su legítimo despliegue o potencial social, civil, político, etc., no se vea violentado por motivos religiosos. En suma, en virtud del principio de I. religiosa, todo hombre individualmente considerado, o todo grupo religioso socialmente organizado, como el constituido por la Iglesia católica, tienen el derecho a profesar privada y públicamente su religión y a disfrutar o disponer de todos aquellos bienes, medios o instrumentos de culto y de organización requeridos por el fin religioso que persiguen. A este derecho, corresponde el deber de la sociedad y el Estado, no sólo de respetar en abstracto, sino de garantizar en concreto, a través de leyes civiles, el desenvolvimiento ordenado de la religiosidad de los individuos y de los diversos grupos sociales.
      Toda esta doctrina sobre I. religiosa ha sido sancionada solemnemente por el Conc. Vaticano II; en los -textos conciliares (especialmente en la Constitución pastoral Gaudium et spes y en la Declaración Dignitatis humanae) se definen, fundamentan y limitan con precisión los contornos doctrinales y las implicaciones prácticas de la I. religiosa. Al proclamar el principio de I. religiosa, el Conc. Vaticano II no se siente radicalmente innovador, sino que «investiga la Sagrada Tradición y la doctrina de la Iglesia, de las cuales saca a luz cosas nuevas, siempre coherentes con las antiguas» (Dignitatis humanae, 1). La doctrina sobre I. religiosa es, en efecto, en su formulación algo nuevo, pero, en su sustancia, coherente con lo antiguo; no hay contraposición entre la doctrina conciliar y los documentos pontificios anteriores. Las diferencias de tono y acento se explican ante todo por razones históricas.
      El magisterio de Pío IX (v.) y León XIII (v.) se sitúa en un contexto ideológico diferente del que rodea al Vaticano II, y desde ese contexto debe ser interpretado: predominaba entonces un liberalismo (v.), inaceptable para la Iglesia católica desde muchos puntos de vista. Admitir entonces el concepto de I. religiosa hubiera significado admitir el relativismo e indiferentismo religioso, que, como decíamos, desconocen la realidad más honda del ser humano; y desde un punto de vista político, hubiera supuesto para la Iglesia, no el reconocimiento de su I., sino su esclavitud frente a unos Estados que, proclamándose «liberales» eran en realidad laicistas. Pío XI (v.), en cuya época se había dado ya un cambio de circunstancias, da un paso hacia adelante en la visión del problema. En concreto, rechaza la I. de conciencia (es decir, la afirmación de que el hombre es independiente frente a Dios), al tiempo que defiende la I. las conciencias (es decir, la I. de dar culto a Dios según conciencia sin sufrir trabas estatales). Con Pío XII (v.) y, especialmente, Juan XXIII (v.), cobra un realce especial al enfoque del problema desde la dignidad de la persona (v.) humana y sus derechos inviolables. El Vaticano II desarrolla a esa doctrina y práctica anteriores, revisada a la luz de los nuevos datos y enfoques. En suma, lo que era inadmisible en el s. XIX, lo sigue siendo después. Tal es el caso de los errores del indiferentismo religioso (v.), laicismo (v.) y relativismo doctrinal, que el Concilio también condena expresamente, al proclamar la verdad de la religión católica y la obligación con que están ligadas todas las conciencias a buscar la verdad, que es única (cfr. Dign. hum. 1). Y lo que antes se afirmaba, la trascendencia de la persona y la I. de su conciencia frente al Estado, en estas materias, ha sido corroborado y desarrollado, proclamando esa I. de las conciencias, según la cual el hombre debe verse inmune de coacción en el orden civil para seguir la voz de su conciencia.
      Podemos por eso decir que el verdadero avance del Concilio consiste en un cambio de enfoque o perspectiva. Mientras, antes, partiendo de la diferencia entre la verdad y el error (La Iglesia católica posee la verdad íntegra de la fe, mientras que las demás confesiones se apartan más menos de ella), se hablaba de tolerancia: las religiones no católicas se toleran como mal menor; hoy, en cambio, partiendo de la dignidad de la persona, de su trascendencia y de los límites del poder estatal, se proclama que es un derecho natural del hombre el no ser coaccionado por los poderes civiles en su profesión de fe, sea ésta verdadera o no; y que este derecho natural ha de ser sancionado por el ordenamiento civil. Es, pues, una cambio de enfoque que no niega en modo alguno la sustancia dogmática precedente, sino que la desarrolla, valiéndose de una reflexión sobre la naturaleza y límites del poder estatal llegando así a un planteamiento más inmediatamente adecuado a la realidad político-social.
     
      V. t.: PERSONA III; RELIGIÓN I y II; ESTADO II; INDIFERENTISMO; CLERICALISMO Y ANTICLERICALISMO; LAICISMO.
     
     

BIBL.: I. M. GONZÁLEZ DEL VALLE y T. RIIiCÓN, Iglesia, Estado y conciencia cristiana, Madrid 1971; E. AUBERT, Le probléme de la liberté religieuse á travers l'histoire du christianisme, «Scripta Theologica» I (1969) 337-401; I. LECLER, Historia de la tolerancia en el siglo de la Reforma, Alcoy 1969; I. CALVO, Teoría general del Derecho público eclesiástico, Santiago de Compostela 1968; A. DE FUENMAYOR, La libertad religiosa y el pueblo de Dios, «Atlántida» 24 (1966) 677-693; I. HERVÁS, La libertad religiosa, Madrid 1966; S. MUÑOZ IGLESIAS, Las citas bíblicas en la Declaración «Dignitatis humanae» del Concilio Vaticano II, «Estudios bíblicos» 27 (1969) 105-127; B. RUsso, Religione di Stato e libertá di religione nello Stato, Messina 1965; F. SEGARRA, La libertad religiosa a la luz del Concilio Vaticano II, Barcelona 1966; F. VERA URBANO, La libertad religiosa como Derecho de la persona, Madrid 1971; A. VERMEERSCH, La tolérance, Lovaina 1912; R. GARRIGOU-LAGRANGE, De Revelatione, I, Roma 1950.

 

TOMÁS RINCÓN.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991