LEY II. LEY Y MORAL


El concepto de ley es un concepto análogo, riquísimo de contenido, que para su adecuada intelección precisa matizarse atinada y continuamente; así, se habla de ley física, ley civil, ley matemática... El residuo conceptual común que se verifica, aunque de modo diferente, en toda ley, es una cierta norma u orden preestablecido según el cual los seres deben necesariamente realizarse o comportarse (v. I). Según sea el autor del orden, el modo de necesidad con que lo impone y los actos o seres a que afecta, así serán los diferentes tipos de ley.
      En razón a estos tres puntos de diferenciación, el modo de ley más excelente -la ley por excelenciaes la ley moral que entraña una referencia clara a una norma cuyo autor es Dios y cuyo objetivo es regular, mediante la obligación, los actos humanos en cuanto humanos. Por eso, en este trabajo, se usan casi sinónimamente los términos ley moral y ley divina.
      A partir de ese fundamental contenido idelógico se estudian aquellos aspectos básicos que permiten comprender el significado esencial de la ley en relación con la actividad moral humana, tanto natural como sobrenatural; significado que se verificará, más o menos perfectamente, en cada uno de los tipos de ley, ley eterna y natural, ley divino-positiva, ley humana, cuyas características propias se verán en su respectivo estudio particular (v. VII).
      l. Definición. Es clásica la definición de S. Tomás: «Quaedam rationis ordinatio ad bonum commune, ab eo qui curam communitatis habet, promulgata», «Una ordenación de la razón, en orden al bien común, promulgada por el que cuida de la comunidad» (Sum. Th. 1-2 q90 a4). Suárez, cargando la atención en la voluntad del legislador, la define como «un precepto común, justo y estable, suficientemente promulgado» (De legibus, 1,12).
      Una exposición parcial -jurídica- de la definición tomista y el voluntarismo implícito en la definición suareciana, han contribuido en gran medida al desprestigio de una de las nociones básicas de la moral, ya que ha llevado a ver la ley moral como si fuera un imperativo anónimo -al estilo del de las leyes civiles, abstractamente consideradas-, o como una invitación al mínimo lícito para no pecar (v. LEGALISMO). Interesa, pues, detenerse en su explicación esencial; para lo cual será necesario también tener en cuenta los conceptos de hombre y actos humanos que subyacen en la definición de ley moral. La ley moral es «ordenación de la razón». No es primariamente la imposición de la voluntad del legislador (entendiendo por tal no una voluntad arbitraria, sino incluso una voluntad con vistas al bien de los súbditos), sino al establecimiento de un orden en el uso de los medios conducentes al fin del hombre; es función de la razón descubrir la relación medio-fin y la primacía existente entre los diversos medios. Esta ordenación de la razón tiene carácter impositivo; es verdadera prescripción de la razón (cfr. León XIII, Enc. Sapientiae christianae, 10 en. 1890). La razón en cuanto especulativa contempla este orden de medio a fin de modo abstracto y científico; pero en cuanto práctica lo impone y prescribe a la voluntad. Este imperio de la razón práctica presupone, evidentemente, un acto de la voluntad que quiere decididamente la consecución del fin, pero mediante los actos o medios que le dicta la razón: es una voluntad regulada (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1 q79 al l; 1-2 q17 al).
      En este volumen de la razón práctica caben dos hipótesis: que la razón vea que tal orden de medios es el único conducente al fin o que existen otras combinaciones igualmente conducentes. En el primer caso la fuerza impositiva o vinculante brota del ser mismo de las cosas, no de la razón en sí que simplemente la descubre y la impone. Este imperio de la razón es un mero traslado de la necesidad ontológica de las cosas. En el segundo caso, -siempre a partir de la relación objetiva, aunque múltiple, de medio a fin- es la razón la que, en definitiva, dicta a la voluntad uno de los posibles modos de acceso al fin.
      Dejando de lado la polémica de si el elemento formal primario de la ley moral es el acto de la razón o el de la voluntad, basta recordar que los autores concuerdan en admitir la coexistencia inseparable de ambos actos para que resulte una ordenación eficaz que cierre el paso al voluntarismo.
      El fin en cuya consecución la razón práctica dicta un orden de medios es el bien común, realidad que concuerda con el móvil innato de la voluntad y con la condición esencialmente comunitaria del hombre; pero conviene tener muy en cuenta que el bien común pretendido por la ley moral no es el simple bien común social, propio de la ley civil (v. iii), sino un bien común superior que incluye eminentemente a éste y le hace posible; es el bien humano perfecto, la bienaventuranza, es decir, Dios mismo como Bien supremo y fin último y común de todos y cada uno de los hombres, en el cual y hacia el cual todos se aúnan (cfr. S. Ramírez, La doctrina política de S. Tomás, Madrid 1953, 29).
      Este bien común por esencia o bienaventuranza última puede ser realizado y participado en su doble vertiente de bien y de común, a niveles esencialmente diversos, originándose así otros bienes comunes, subordinados e interrelacionados -aunque manteniendo a la vez su autonomía-, los cuales son objeto respectivamente de otras tantas leyes, cuya condición moral es proporcional a la participación en el bien común por esencia. El bien común (v.) de la sociedad civil es una de sus participaciones.
      De todo lo dicho se deduce que sólo los que cuidan de la comunidad puedan establecer leyes con que conducir al hombre, personal y comunitariamente considerado, a la consecución del bien común. Tales son Dios, legislador supremo y universal, y, la autoridad pública humana, participadamente, porque la autoridad viene de Dios y sólo en la medida que Dios la concede puede obligar a los súbditos (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q47 all).
      Un orden establecido para regir la actividad libre del hombre, sólo tendrá eficacia reguladora cuando se le promulgue o notifique autor¡ tativamente; por eso esta
      específica manifestación imperativa y absoluta es requisito imprescindible, abstracción hecha de si es o no constitutivo de la esencia de la ley. Hecha la promulgación, la ley entra en vigor, aunque no se haya divulgado llegando a conocimiento de todos y cada uno de los súbditos. El modo de promulgación está esencialmente ligado al modo de ser de la ley moral correspondiente, al modo de participación del Bien común esencial, así, la legitimidad queda promulgada al ser creada la naturaleza humana; la ley divino-positiva en el momento de su revelación.
      2. Ley y moralidad. Resumiendo las anteriores consideraciones, aparece claro que la ley moral no es más que la norma constitutiva de la moralidad (v.) en cuanto mandada o imperada por Dios de modo categórico. Como afirma Derisi «Se puede distinguir en el bien y mal moral dos aspectos, aunque inseparables, formalmente diversos. El primero, por el cual un acto es conforme o disconforme con el último fin y de donde se deriva inmediatamente el que sea honesto o deshonesto, conveniente o no con nuestra perfección, aun prescindiendo de toda ley... Pero en el acto moral hay, además, un segundo aspecto, por el cual se nos manifiesta mandato, prohibido y permitido por la ley divina eterna... La ordenación final condiciona y fundamenta el mandato divino... Ambos aspectos del bien y del mal moral, dimanados del último fin impuesto por Dios al hombre como ley, están sintéticamente expresados en la definición de ley eterna de S. Agustín: «Razón divina o Voluntad de Dios (primer elemento) que manda conservar el orden natural (segundo elemento) y prohibe quebrantarlo» (o. c. en bibl., 387-389).
      El hombre está ordenado por naturaleza a Dios, pero esa ordenación puede realizarse de diversos modos; es decir, podría haber sido colocado por Dios en un orden puramente natural, o también ser elevado a un orden sobrenatural. De hecho, en la actual economía de salvación, el fin último del hombre -de todo hombrees la visión beatísima de la Santísima Trinidad en la cual se realiza de un modo eminente su ordenación a Dios. Por tanto, la regulación de sus actos en orden a alcanzar ese fin sobrenatural es postulado primario de la ley divina. La necesaria inserción del hombre en Cristo -Camino, Verdad y Vida, (cfr. lo 14,6)- para orientarse y alcanzar dicho fin sobrenatural, no comporta un cambio en la naturaleza de la estructura de la moralidad, sino una elevación. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. Aunque existan dos ciencias morales, la ética (v.) y la teología moral (v.), no existen dos modalidades prácticas yuxtapuestas e igualmente subsistentes, pues todo comportamiento humano, plenamente moral, ha de estar ordenado -al menos radicalmente- al fin sobrenatural.
      3. Ley moral y felicidad humana. El hombre, sujeto de la ley moral, es un ser personal, social por naturaleza, creado a imagen de Dios por amor y llamado por Cristo en la Iglesia para participar de la vida eterna, en la cual se dan cita la suma plenitud y bienaventuranza humana y la suma gloria de Dios (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, 12-13,19,22-32; Const. Dogm. Lumen gentium, 2,7,9-17). El verdadero sentido de la existencia humana se realiza en tender hacia Dios, en retornar a Dios, mediante los actos humanos, que se constituyen en morales precisamente por su referencia al fin último.
      La ley moral encauza este proceder de realización humana en la tendencia hacia Dios, mostrando el camino e impulsando a recorrerlo, es decir, ilustrando el entendimiento y fortaleciendo la voluntad. «El principio extrínseco que mueve al bien es Dios, que nos dirige mediante la ley y nos ayuda con la gracia» (S. Tomás, Sum. Th. 1-2 q90 pról.). La ley así entendida es una potenciación, no una cortapisa del desarrollo de la persona humana. Con profundo sentido teológico se ha podido definir la ley como el itinerario o el pedagogo de la felicidad.
      4. Ley: obligación y libertad. El efecto primario y esencial de la ley en su función rectora de los actos humanos es la obligación: rige obligando, la obligación no es coacción o necesidad física de obrar en determinado sentido, como ocurre en los actos y seres no libres, sino la necesidad de ordenar libremente -aunque parezca paradoja- los actos humanos de acuerdo con el fin propio del hombre. Ésta es la maravillosa eficacia de la ley para dirigir la libertad humana.
      Así lo atestigua la conciencia (v.) en cuya intimidad insobornable descubre el hombre una ley que no se da a sí mismo, pero cuyo dictamen: haz esto, evita aquello, tiene que obedecer. En la obediencia a esta ley intuye el hombre en qué consiste su dignidad específicamente humana y que por ella será juzgado personalmente (cfr. Gaudium et spes, 16). Este dictamen de la ley moral es una vinculación absoluta e ineludible de la libertad misma del hombre que queda como atada, ob-ligada, sujeta; en el sentido de que, pudiendo autodeterminarse con libertad psicológica contra la ley moral, no debe hacerlo, porque carece de libertad moral y se responsabiliza culpablemente ante Dios. La obligación moral se fundamenta en último término en Dios, Ser supremo, Sumo bien, Fin último del hombre. Nada ni nadie, sino Dios, puede imponerse al íntimo querer del hombre, dejándole a la vez intacta la libertad o capacidad psicológica para rebelarse contra Él.
      Como se ha dicho, el hombre no está determinado físicamente hacia su fin, está tan sólo obligado moralmente. O sea, es ordenado hacia su fin por la ley; la ley moral no suprime la libertad (v.), sino que la presupone y la potencia en cuanto que la dirige -obligándola-, a su plena realización, a su máxima felicidad.
      El hombre, por ser creatura, no se da a sí mismo el ser y, por tanto, ni el fin ni la ordenación al fin; por consiguiente, tampoco su norma moral: todo ello lo recibe continuamente de la acción creadora y conservadora de Dios que lo finaliza y lo gobierna. Este proyecto de finalización y gobierno, que es la ley moral, Dios lo graba en la entraña más profunda del ser y lo impone con el rigor de la absoluta dependencia de la creatura respecto del Creador. Este proyecto de Dios da a cada creatura todo lo que es y puede ser según la grandeza de la Sabiduría divina.
      El hombre encuentra su plena realización en la conformidad a los planes de Dios, que le ha dado una naturaleza cuya plenitud de desarrollo sólo puede alcanzar con unos actos ordenados por quien le ha dado el ser. Ordenación de los actos a su fin, que debe también ver con la luz de la Revelación (v.): el hombre no puede prescindir de su ordenación sobrenatural y de las exigencias que comporta. Su autorrealización, cumpliendo el bien exigido por la ley moral, no es independiente de su perfección intrínseca y del fin impuesto por Dios, en cuyo cumplimiento encuentra la libertad su máxima realización. Ejercer la libertad es, fundamentalmente, amar el bien y hacerlo, más que elegir entre el bien y el mal, ya que «querer el mal, ni es libertad, ni parte de la libertad, aunque sea un signo de libertad» (S. Tomás, De Veritate, 22,6).
      El hombre no puede imponerse a sí mismo, una obligación estricta, porque no es superior a sí mismo. Puede, no obstante, confundir la constatación de la ley en el dictamen de su conciencia -que no es más que la intimación subjetiva de una ley objetiva superiorcon la creación de esta misma ley y creerse autónomo, como si él mismo fuera la norma última objetiva de su comportamiento y la raíz última de su obligación. Error peligrosísimo, cuyas causas podría situarse en el legalismo (v.), en la confusión de ley moral con ley jurídica, y más radicalmente, en el racionalismo.
      A nivel social, la dignidad de la persona (v.) humana es tal, que sólo se concibe una ley humana que tenga fuerza obligatoria en cuanto esa ley dependa de la ley divina. Por tanto, si las leyes humanas establecen un orden de convivencia entre los hombres, su poder obligante deriva de la ley eterna y su perfección deriva de su acomodación a esa ley eterna y, por tanto, admiten perfeccionamiento.
      La obligación es causada por la ley moral y experimentada por el hombre en dos intensidades esencialmente distintas: grave y leve. La grave responsabiliza en tal grado la libertad humana que su incumplimiento equivale a una desviación radical del bien común o fin último, destroza la propia dignidad humana y connota una desobediencia infinitamente ofensiva a Dios (v. PECADO). La transgresión de la obligación leve simplemente frena la marcha hacia el bien. La intensidad de la obligación nace radicalmente de la relación o «conducencia» de los medios al bien común y se refuerza e intima con el imperio del legislador. En la ley moral por excelencia -ley divina- estos dos términos, «conducencia» e «imperio», se correlacionan; por el uno se deduce el otro.
      5. Ley y conciencia. El hombre, como más arriba se ha indicado, puede erróneamente creer que es autónomo en crear su propia ley. Puede hacerlo pensando que la ley, como norma objetiva de comportamiento, debe ser sustituida por sólo lo que le dicta como ley su conciencia personal, confundiendo el conocimiento de la ley con la creación de la ley, haciendo a ésta inmanente a su conciencia; bien aceptando que la norma objetiva de comportamiento debe estar regulada por las conveniencias de una sociedad cambiante, admitiendo como ley la costumbre, interpretando ésta como lo que hacen, estadísticamente valorado, la mayoría de los hombres.
      Para el hombre, ser libre, pero creado, la ley moral es también trascendente en cuanto el hombre no crea su ley. Advierte en su conciencia la existencia de la ley moral no sólo en general, sino también en su situación concreta existencial. Siendo la ley divina común a todos los hombres es, sin embargo, algo personal en cuanto que su ordenación a Dios es personal e irrepetible: el hombre debe considerar a través de su conciencia cómo esa conducta regulada por la ley es adecuada para su ser personal e intransferible. Se puede decir que siendo la ley general se personaliza en la forma de realización. Por esto la formación de la conciencia (v.) es un factor tan importante en el comportamiento del hombre: sin crear la ley, la descubre y la aplica a su actuar personal. La conciencia descubre las formas de actuación y advierte además que aquello es bueno para mí. La conciencia actúa como regla próxima de mi obligación, pero esa obligatoriedad no proviene de mi juicio, sino del conocimiento que tengo de que ese actuar es obligante, lo mismo que la obligatoriedad de la ley humana proviene de la divina, aunque la formulación y promulgación sea fruto de la deliberación humana.
      En la formación de la conciencia intervienen radicalmente las disposiciones morales: la voluntad y la afectividad rectificadas, llevan a una autenticidad que trata de cumplir la perfección del propio ser, sabiendo que el acto es tanto más libre, en cuanto más está en conformidad con la ley divina.
      6. Cumplimiento de la ley. Según lo dicho, la ley, en su nivel más profundo, más que actos desconectados, marca directrices de virtud (v.) por la que orienta y ayuda eficazmente -ambas cosas- a caminar en constante superación hacia el bien común; directrices que se articulan escandalosamente y se intercomunican en el amor, siempre capaz de crecimiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...» (Mc 12,30; cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q23 a7-8; q44 al; Conc. Vaticano II, Const. Dogm. Lumen gentium, 5).
      En justa correspondencia, el cumplimiento de la ley moral habrá de ser exigentemente progresivo y comunitario-personalizado. a) Progresivo, porque el cumplimiento de la ley moral desarrolla la capacidad del hombre para el bien en su doble vertiente de conocimiento y realización: más y mejor. En esta actitud de progreso moral tiene importancia decisiva el ejecutar lo mandado «por amor de la virtud» hasta sintonizar e inclinarse como por instinto hacia el bien impuesto por la ley. Alcanzada esta madurez moral, la ley se cumple con «libertad de espíritu», porque se quiere lo que se manda. La confusión de la ley moral por excelencia, con la ley humanojurídica, ha podido influir en actitudes estacionarias o minimalistas que nada tienen que ver con la iniciativa y dinamismo moral (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1-2 gl07 al; 8108 al). b) Comunitario-personalizado, porque la maravilla de la ley moral es que dirige la comunidad de los hombres hacia su fin común de un modo personalizado. Su imperativo es íntimamente personal; resuena en la conciencia de cada hombre -«sagrario en que se siente a solas con Dios» (Gaudium et spes, 16)- no sólo como hombre que es, sino como el tal hombre que es: «Conócete a ti mismo, sé tú mismo». De ahí el valor moral inagotable de la parábola de los talentos (cfr. Mt 25,14-30). La ley moral sitúa al hombre en posición de ascenso al bien común a través de su personal vocación. A la luz de la virtud de la prudencia (v.), la conciencia humana descubrirá las proporciones personales del imperativo moral: ¡Haz el bien aquí y así!
      El modo de obligar de una ley depende de su estructura formal: se distingue entre ley prohibitiva y preceptiva. La ley prohibitiva está constantemente obligando y se cumple constantemente con la simple omisión de lo prohibido (lex negativa obligat semper et pro semper); la ley preceptiva obliga siempre, mientras exista, pero no está constantemente urgiendo, por eso se cumple como a intervalos ejecutando los actos prescritos del modo prescrito (lex positiva obligat semper, sed non pro semper). Conviene notar que la ley moral por ser «ordenación de razón», establece una jerarquía objetiva de obligaciones de las cuales, si concurriesen varias opuestas o imposibles de cumplir simultáneamente, sólo obliga la superior y en su cumplimiento se reasumen y se cumplen eminentemente las inferiores. El llamado conflicto o colisión de deberes, que exigiría el quebranto directo de unos para cumplir otros, es objetiva y conceptualmente contradictorio; sólo posible en la conciencia perpleja del hombre a causa del conocimiento parcial de la realidad. Para desvanecer esta perplejidad valgan los siguientes criterios de jerarquización: el deber es antes que el consejo, como la justicia antes que la caridad; los bienes sobrenaturales antes que los naturales; la ley natural antes que la humana; la ley negativa antes que la positiva; el bien más alto, más universal y más grave antes que el más concreto y leve, etc.
      Es imprescindible subrayar también la diferencia esencial existente entre la ley humana y la divina en relación a la posibilidad de su cumplimiento. En la divina, Dios -a la vez que manda- dota de los recursos internos y externos necesarios para el fiel cumplimiento de lo mandado-. Nunca manda imposibles, aunque pida el sacrificio de la propia vida. Puede ocurrir que uno se sienta incapaz ante un deber inmediato, pero esto sucede porque anteriormente no se capacitó para él, debiendo hacerlo. El tiempo es un factor moral, y así deberes que ahora no se piden en acto, se pueden pedir en esfuerzo, en preparación para después. De ahí el valor moral de la previsión y de la responsabilidad contraída de antemano en el voluntario en causa, principio de fecunda aplicación en la moral profesional (cfr. Conc. Trident.ino, Denz.Sch. 1536 ss.; Pío XI, Enc. Casti connubii, AAS 22 (1930) 561-562; S. Tomás, Sum. Th. 2-2 g124 al). En la ley humana, el legislador no da la capacidad de cumplimiento, sino que la presupone y en proporción a ella ordena, sin poder exigir actos heroicos, a no ser en razón de circunstancias extremas o en razón de una profesión libremente elegida que lleve consigo este heroísmo.
      7. Errores sobre el concepto de ley. El anomismo (de nomos, ley) tiende a desvincular la moral de la ley. Este error puede proceder tanto de una interpretación «espiritualista» de la ley de la gracia, instaurada por Cristo, como de concepciones filosófico-morales equivocadas. En el extremo opuesto está el legalismo (v.) que reduce la moral a una serie de preceptos y prohibiciones morales. También es un error el equiparar ley moral y ley jurídica, (v. DERECHO Y MORAL) aunque no puedan separarse, ya que entonces carecerían de fundamento todo derecho y deber social. La ley moral es más amplia que la jurídica; esta última ordena la vida social del hombre, mientras la ley moral ordena toda su vida. Un sentido excesivamente juridicista de la ley humana -desvinculada de la ley moral- plantea también una separación de muchos de los deberes morales, p. ej., los que impone la justicia social (v. JUSTICIA IV).
      8. División de la ley. De entre las posibles divisiones se destacan aquí sólo las dos más importantes: a) En razón de su autor y del bien común, la ley moral se divide en divina y humana. La divina, a su vez, se subdivide en eterna, natural (v. VII, 1) y revelada o divino-positiva (v. VII, 2-4). En esta subdivisión se tiene también en cuenta el modo de promulgación. La humana (v. III y VII, 5), por su parte, se subdivide en civil y eclesiástica. b) En razón de su contenido y obligación, la ley moral puede ser preceptiva (manda realizar determinados actos); prohibitiva (los prohibe); permisiva (sin mandar ni vedar determinados actos, obliga a las personas a no obstaculizar a quienes quieren realizarlos).
      Según el parecer de algunos autores y dentro de las leyes humanas, existe la meramente penal, que obligaría o a su cumplimiento o a sufrir la pena establecida, caso de ser sorprendido el transgresor (v. VII, 6).
     
      V. t.: MORAL; ACTO MORAL; BIEN COMÚN; CONCIENCIA; DERECHO Y MORAL; JUSTICIA IV y V; LIBERTAD; LEGALISMO; PECADO; SITUACIÓN, ÉTICA DE.
     
     

BIBL.: S. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, 1-2, q90-108; F. SUÁREZ, Tractatus de Legibus ac de Deo legislatore; D. M. PRÜMMER, Manuale Theologiae Moralis, I, 12 ed. Barcelona 1955, 98191; L. RODRIGO, Praelectiones theol.-morales Comillenses, II, Tractatus de legibus, Santander 1944; J. MAUSBACH y G. ERMECKE, Teología Moral Católica, I, Pamplona 1971 137-148; J. MESSNER, Ética social, política y económica, a la luz del derecho natural, Madrid 1967, 13-549; íD, Ética general y aplicada, Madrid 1969, 13-88; C. CARDONA, Metafísica del bien común, Madrid 1966; O. N. DERISI, Los fundamentos metafísicos del orden moral, 3 ed. Madrid 1969, 347-379; J. FUCHs, Le droit naturel, París 1960; R. GARCÍA DE RARO, La conciencia cristiana, Madrid 1971; l;.

 

ILDEFONSO ADEVA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991