Ley Divino-positiva

 

Por ley divina se entiende, distinguiéndose así de la humana, a la que tiene a Dios como autor inmediato; comprende la ley eterna, la ley natural y la ley divino-positiva, que es la que de una manera estricta se conoce como ley divina. Se llama positiva en cuanto depende de una voluntad histórica manifestada, a diferencia de la ley natural que deriva de la naturaleza sin necesidad de una ulterior promulgación.
S. Tomás afirma que, además de la ley natural y la ley humana, fue necesaria la imposición al hombre de una ley divina. En primer lugar, porque la ley divino-positiva fortifica y aclara los preceptos de la ley natural, tanto porque es moralmente necesaria la Revelación para «que el hombre pueda saber, sin ningún género de duda, lo que debe hacer y lo que debe evitar», como porque la ley humana, que aplica y concreta la ley natural no «puede rectificar y ordenar suficientemente los actos interiores» y es insuficiente «para castigar o prohibir todas las acciones malas». En segundo lugar, es necesaria, sobre todo, porque el «hombre ha sido ordenado a un fin, la bienaventuranza eterna- que excede la proporción natural de la facultad humana y, por tanto, era necesaria, además de la ley natural y humana, una norma divina que le dirigiera hacia su propio fin» (Sum. Th. 1-2 q91 a4).
Su característica fundamental es que, como ley divinopositiva, su conocimiento está ligado a la Revelación (v.). La ley natural (v. VII, 1) es una participación de la ley eterna que recibimos con nuestro ser de creaturas y que conocemos por la razón; por la gracia, participación de la naturaleza divina, y por la Revelación, que a esa gracia se ordena, recibimos también una participación, pero sobrenatural, de la ley eterna, que nos relaciona más plenamente con Dios. La Revelación nos da a conocer el contenido de nuestra ordenación sobrenatural y la gracia nos da los medios para alcanzar ese fin.
La ley divino-positiva comprende la ley antigua y la ley nueva, que no son dos especies diferentes, sino dos etapas de promulgación de una única norma divina, que se relacionan entre sí como lo imperfecto a lo perfecto, ya que el hombre, desde su creación, fue llamado por Dios a un fin sobrenatural. El conocimiento de esta ley está ligado a la Revelación, que da a conocer progresivamente al hombre su elevación sobrenatural, mediante intervenciones sucesivas de Dios en la historia humana. El hombre, después de haber perdido por el pecado (v.) su integridad original, entra en un estado de restauración sobrenatural, anunciado y preparado en Israel (Antiguo Testamento, Ley Antigua), y realizado plenamente por Cristo, que instaura la Ley Nueva de la gracia, después comunicada a todos los hombres a través de su Iglesia.
Toda la historia de Israel puede considerarse como preparación de la salvación atraída por Cristo. Dentro de esta historia, la ley mosaica desempeñó una función privilegiada, la de haber sido una pedagogía divina. Por ser pedagogía, tenía un cierto grado de transistoriedad, hasta que la salvación del hombre fuese instaurada definitivamente por Cristo. Sin embargo, el conjunto de prescripciones morales, expresión o concreción de la ley natural, queda integrado, como es obvio, en la ley de Cristo, y transfigurado por la gracia y la caridad; por eso «constituye un desacierto toda contraposición entre ley y gracia, mandamientos y caridad. La moral de la gracia es precisamente la que permite cumplir los mandamientos: el hombre ha estado siempre bajo los proyectos de Dios; la ley eterna, el plan de gobierno de la Providencia, ha medido siempre imperativamente y jugosamente la verdad de su ser y de su obrar... El cristiano es el hombre idóneo, por la gracia, para conocer con plenitud e insertarse en los proyectos de Dios, porque la caridad es la plenitud de la ley (Rom 13,10) nunca su negación» (R. García de Haro, La conciencia cristiana, Madrid 1971, 46).
Conviene aclarar también, como se especificará más adelante (v. VII, 4), que la palabra ley -como norma cristiana según se desprende de la Revelación- se aplica no sólo a un conjunto de normas y prescripciones, sino a toda una economía o sistema de relaciones entre el hombre y Dios, que se estructura en dos periodos, que, en el lenguaje teológico, se designan respectivamente como ley antigua (Ley de Moisés) y ley nueva (Ley Evangélica o Ley de Cristo).
Son estas nociones una breve introducción al estudio de la ley divino-positiva, que se prosigue a continuación tratando de la Ley de Moisés y de la Ley de Cristo.


I. FERRER SERRATE.


Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991