LETRÁN, El quinto Concilio de


Las circunstancias en que se reunió el V Concilio lateranense, y su propia finalidad y resultados, fueron muy diferentes de aquellas en que tuvieron lugar los cuatro Concilios anteriores.
     
      Durante éstos, el Papado alcanzaba el cenit de su grandeza medieval, mientras la teología brillaba a niveles muy altos y la espiritualidad era la nota dominante de Europa; del lado civil, el Sacro Imperio Germánico representaba la cabeza del mundo europeo y trataba de disputar a la Iglesia su hegemonía. Cuando se celebra el V Conc. de L., en cambio, está comenzando la Edad Moderna, y con ella el Renacimiento y la secularización humanista; las nacionalidades europeas pasan a ocupar el lugar del Imperio; y el Papado, apenas recuperado de la crisis del Gran Cisma de Occidente (v. CISMA III), busca unos caminos de reforma que van a encontrarse solamente después del nacimiento del protestantismo y sobre bases totalmente nuevas.
     
      A comienzos del s. XVI, ocupa la Sede romana julio II (v.), elegido en 1503. Habiéndose propuesto como meta la expulsión de los franceses de Italia, el Papa entró en lucha con Luis XII, el cual respondió con medidas militares y eclesiásticas: las principales de éstas fueron la de promover un Concilio galicano y la de provocar un cisma dentro de la propia Iglesia. Consiguió con este fin atraer a varios cardenales, los franceses Bri~onnet y Prie, el italiano Sanseverino y los españoles Borja y Carvajal, que fue el líder del grupo cismático. El 16 de mayo de 1511, estos cardenales, bajo la protección de Luis XII de Francia y del Emperador alemán Maximiliano, convocaron un Concilio universal, que debería reunirse en Pisa el 1 de septiembre. De hecho, este conciliábulo llegó a reunirse en Pisa, bajo la presidencia de Carvajal, el 1 de noviembre, y más adelante se trasladó a Milán; careció sin embargo, siempre de todo éxito, y fue más que nada un espectáculo ridículo e inoperante, que terminó sin el menor resultado y con la sumisión de sus componentes al Papa (V. PISA, CONCILIÁBULO DE).
     
      En este concilio cismático de Pisa está el verdadero origen del V Concilio ecuménico de L. Julio II, con la gran inteligencia de que estaba dotado, comprendió que -aparte de la excomunión y demás penas canónicas que desde luego lanzó contra los cismáticos- la mejor arma que podía oponerles era la de asumir y realizar él mismo la tarea que ellos se habían propuesto: la celebración de un Concilio universal para la reforma de la Iglesia. Así, el 18 jul. 1511 convocó un concilio en L., que se reuniría el 19 abr. 1512. La medida tuvo la virtud de reducir a la nada al sínodo de Pisa, arrebatándole la bandera de la reforma, y de hacer nacer grandes esperanzas en torno a Julio II y su anunciado propósito de someter a los Padres conciliares los. graves problemas que afectaban a la cristiandad en los comienzos del s. XVI.
     
      Sin embargo, ni julio II ni su sucesor León X (v.) eran los hombres aptos para llevar adelante tal tarea. De formación renacentista, más preocupados por los problemas de la política europea que por el bien espiritual de la Iglesia, el V Conc. de L. fue, en sus manos, una gran ocasión perdida. Pudo acometerse en él seriamente la labor de la reforma, adelantándose así al protestantismo, que tal vez entonces no hubiese surgido; no se hizo, dejando que el Concilio discurriese sin demasiado calor en torno a una temática de segundo orden, retrasándose la solución de los muchos e importantes problemas de la Iglesia hasta el Conc. de Trento (v.), medio siglo más tarde.
      De hecho, el 3 mayo 1512• tuvo lugar, en presencia de Julio II, la apertura. El episcopado universal estaba ampliamente representado, al igual que los monarcas cristianos; el general de los agustinos Gil de Viterbo tuvo a su cargo el discurso de apertura, y se procedió a señalar como fecha de la primera sesión el próximo 10 de mayo. A lo largo de ésta y de las otras que, hasta un total de cinco, tuvieron lugar en vida de Julio II, se tomaron diferentes acuerdos: represión del sínodo de Pisa, atención al peligro turco, condenación del conciliarismo (v.), adhesión a la Santa Sede de los diferentes reinos europeos, medidas contra el galicanismo francés en orden a lograr la derogación de la Pragmática Sanción de Bourges (v.); si con ello se logró acabar con la reunión cismática de Pisa y con el conciliarismo, y se obtuvo del Emperador la vuelta a unas relaciones de amistad con la Santa Sede, en el terreno de la lucha contra los turcos y del galicanismo apenas nada se logró en esta primera parte del Concilio.
     
      Muerto el 21 feb. 1513 Julio II, su sucesor, León X, manifestó en seguida su propósito de continuar el Concilio. En efecto, bajo su pontificado se celebraron sucesivas reuniones, hasta la doce, que fue la última (16 mar. 1517). Debe decirse que en esta segunda parte, bajo León X, los resultados del Concilio fueron mucho más tangibles que en la etapa anterior; se trabajó más despacio, constituyéndose comisiones que estudiaban los temas en el periodo entre las diversas sesiones, de modo que éstas, en cuanto reuniones plenarias, discutían y decidían sobre la base de un material ya elaborado y analizado por especialistas; así se pudo lograr un cierto éxito, si bien muy inferior al deseable.
     
      Entre las decisiones y logros de esta segunda parte, pueden señalarse: las medidas contra los husitas, el arreglo con Francia (Francisco I), que abandonando finalmente su postura pseudocismática aceptó el Concilio papal, firmó con León X un Concordato, y fue derogada la Pragmática Sanción de Bourges; la fijación de la doctrina católica sobre la inmortalidad del alma (v.) y la existencia de un alma distinta para cada hombre (Deunz.Sch. 1440 ss.); la formación teológica del clero, a la que se dirigió una reforma de los planes de estudios eclesiásticos; la consecución de la paz interior de la cristiandad y de una cruzada contra los turcos, aspiraciones que el Concilio propuso a los príncipes cristianos; la reforma interior de la Iglesia mediante una Bula que trataba de limitar los abusos de la jerarquía en múltiples terrenos; otra para el control de la vida de las órdenes religiosas por parte de la autoridad eclesiástica; se estableció la obligación de que los obispos celebrasen frecuentes sínodos diocesanos; se crearon los Montes de Piedad como medida para evitar la usura y amparar así a los necesitados; se reguló la censura eclesiástica de los libros, en un momento en que la invención de la imprenta multiplica la difusión de éstos; se adelantó notablemente en la preparación de la reforma del Calendario, que iba a consumar antes de un siglo Gregorio XIII; se reguló el ejercicio del ministerio parroquial; se intentaron, en fin, nuevos contactos con los cristianos orientales.
     
      Todo ello, como es evidente, constituía una aportación, si no decisiva, sí importante a la reforma de la Iglesia al iniciarse la Edad Moderna.
     
     

BIBL.: Las actas, publicadas por el card. Del Monte en 1521 fueron recogidas en Mansi 32,641-1002; HEFELE-LECLERCQ, VIII, 339-375; Pastor VI-VIII; P. IMBERT DE LA ToUR, Les origines de la rélorme, II, Melun 1946; J. M. DoussINAGUE, Fernando el Católico y el Cisma de Pisa, Madrid 1946; H. JEDIN, en Enciclopedia Cattolica, VII, Ciudad del Vaticano 1952, 936-938; íD, Breve Historia de los Concilios, $arcelona 1960; J. R. PALANQUE y J. CHELINI, Petite Histoire des Grands Concites, París 1962; F. VERNET, en DTC VI(I,2667-2686; Fliche-Martin 15,164 ss. y 187 ss.; R. GARCíA VILLOSLADA, Historia de la Iglesia católica, ed. BAC, 111, 2 ed. Madrid 1967, 498-501, 507-510.

 

ALBERTO DE LA HERA,

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991