LENGUAJE II FILOSOFIA
l. Concepto general y aproximación histórica. Desde un punto de vista
descriptivo, el I. es el uso (elección y combinación) de los signos
intersubjetivos que hacen posible la comunicación; la lengua no sería más que el
conjunto particular organizado de signos intersubjetivos (De Saussure). La
filosofía del I. buscará el fundamento ontológico de la intersubjetividad de los
signos. Como disciplina particular, la filosofía del I. es bastante reciente; ha
nacido impulsada, de una parte, por los planteamientos filosóficos y, por otra,
por las ciencias del I. Las contribuciones más importantes en este sentido son
debidas a W. von Humboldt y E. Cassirer (v. IDEALISMO II); y ya en nuestros días
a H. G. Gadamer.
Los griegos comenzaron a ver una relación mágica entre palabra y realidad.
Pero más tarde, la filosofía griega intentó superar ese poder mágico del l.,
viendo en él el signo del orden (kosmos). Al oponerse al poder del nombre, los
griegos ven que la palabra por excelencia es el logos: la verdad no reside en la
palabra como onoma (nombre), sino en la palabra como logos (v.), que es lo
específico del hombre por diferencia con el animal (Aristóteles, Pol.
1,2,1253H0). El diálogo platónico Cratilo es el documento más tajante de esa
sustitución del fenómeno lingüístico por el logos del eidos.
En la Filosofía medieval, el I. entra en el acervo especulativo con signo
teológico, al tratar el problema de la Trinidad (v.) y de la esencia del Verbo.
S. Agustín (De Trinitate, XV) y S. Tomás de Aquino (Comment. in Johann, cap. 1)
piensan el verbum interius en el horizonte de la teoría de las especies: en la
Palabra divina (in Verbo) las cosas son más verdaderas que en sí mismas (in se
ipsis), pues aquella palabra es origen de todo lo creado; la Palabra de Dios es
el origen del ser y del I. articulado. Los seres, en virtud de este origen, son
el canon y la medida de la palabra humana; ésta expresa la esencia íntima de los
seres. Lo que de las cosas conocemos no es más que la palabra interna (verbum
mentis) que nos decimos al aprehenderlos. Pensar y hablar son una misma cosa,
estando en primer lugar la palabra interior por la que la idea (v.) recibe su
primera existencia (v. CONOCIMIENTO).
En la Edad Moderna, el problema del I. recibe gran impulso con el último
nominalismo (v.). No obstante, es difícil delimitar hoy día la problemática de
la filosofía del I. frente a otras disciplinas afines. En primer lugar, porque
muchas de sus cuestiones se han tratado en obras de lingüística y en otras
ciencias no filosóficas que se ocupan del l.: Biología del I. (Boas, Jespersen),
Sociología del I. (Malinowski, G. H. Mead, Sapir, Segerstedt), Psicología del I.
(K. Bühler, F. Kainz), Lingüística (v.) aplicada (G. Kandler), Semántica general
(A. Korzybsky, S. I. Hayakawa), Teoría de la información (v.) y Cibernética (v.)
(Ashby, G. A. Miller, C. E. Shannon, N. Wiener). En segundo lugar, porque hay
muchas ramas de la filosofía que se ocupan del l., p. ej., la moderna Semiótica
(v.) general o ciencia de signos (elaborada ampliamente por vez primera por el
norteamericano Ch. S. Peirce y por Ch. Morris), la Lógica (v.) matemática (R.
Carnap, B. Russell), la Fenomenología (Husserl), la Teoría del conocimiento (v.
GNOSEOLOGÍA) (J. Locke, C. S. Peirce, B. Russell) y la Antropología (v.)
filosófica (E. Cassirer, H. Lipps, T. Litt, H. Plessner, E. Rothacker, M.
Scheler, H. Wein). En algunos de ellos son originales los esfuerzos filosóficos
por captar la esencia del I. (como en K. Vossler, F. Gogarten, M. Heidegger y L.
Wittgenstein); incluso encontramos importantes reflexiones filosóficas en obras
de corte teológico, situación que ha dado lugar a una Teología del I. (H. R.
Müller-Schwefe).
2. Análisis ontológico. La filosofía del I. puede tener como objeto el
nombre (nomen, onoma) mediante el cual se nombra algo; o el verbo (verbum, rema)
que dice algo de la cosa nombrada; o la frase (oratio, logos) que expresa un
contenido diverso. En la frase o discurso se hallan el nombre y el verbo en
unidad estructural. El primer momento lógico del I. es el nombrar; pero el
nombrar no es una acción absoluta, ya que siempre se nombra algo; para nombrar
es preciso que algo se muestre o se patentice. De este modo, el I. no se
patentiza a sí mismo, pues es la patentización de lo que previamente se
patentiza.
Si de acuerdo con las investigaciones ontológicas, decimos que el ser (v.)
es la patencia originaria (primum cognitum), entonces tenemos que ver en qué
precisa relación se encuentra el I. con la patencia originaria. Desde este punto
de vista, encontramos tres posiciones divergentes: a) El I. es la duplicación de
la patencia originaria (tesis naturalista); b) El I. es la exclusión de la
patencia originaria (tesis convencionalista); c) El I. es potenciación de la
patencia originaria (tesis real-ontológica).
a) Tesis naturalista. El nombre sería una mera reproducción de la cosa en
su fonema. El l., según la tesis naturalista, no crea una nueva patencia, porque
está en el mismo nivel de lo reproducido; tal duplicación podrá ser más o menos
fiel, pero no pone nada de suyo: es una mera réplica tras la patencia
originaria. Llevada a su extremo, la relación entre el I. y su objeto se
establece por la acción causal de este último; de ese modo, la relación
semántica I.-realidad es siempre exacta, porque huye del arbitrio y es
instituida por la acción causal del objeto.
Tal es la postura de Heráclito (Diels, 23 y 114) y de los cínicos,
especialmente Antístenes; éste define el I. como «lo que manifiesta lo que era o
es» (Diógenes Laercio, VI,1,3). La postura naturalista es recogida por Platón en
boca de Cratilo; éste sostiene que los nombres no pueden cambiarse a voluntad; y
así, el I. no está compuesto de una serie finita o infinita de nombres
independientes entre sí, sino que está dado en un contexto. Además, no es cierto
que cada nombre pueda designar cualquier cosa; no es lo mismo la significación
que la denotación. Y tampoco es cierto que haya un número en principio infinito
de nombres para cada cosa; no es lo mismo un I. formalizado (por convención) que
un I. no formalizado (l. natural o corriente). «Las cosas tienen los nombres por
naturaleza y ésta es artífice de nombres, no de nombres cualesquiera, sino
solamente del que por naturaleza es propio de cada cosa y que es capaz de
expresar su especie en letras y sílabas» (Cratilo, 390d-e).
La tesis naturalista del I. aparece en sus teoremas clásicos dentro de la
Lógica (v.) matemática contemporánea, al afirmar ésta una relación de término a
término entre los signos lingüísticos (v.) y las cosas; el I. es así una
reproducción pictórica de la realidad. Tal postura es mantenida por Russell y
Wittgenstein en su Tractatus. Según Russell (v.), a todo término adoptado en las
proposiciones debe corresponder una entidad objetiva de la que se tenga
conocimiento directo; esta relación de «término a término» es defendida en su
Logic and Knowledge (Londres 1956, 55-56) y en su The problems of Philosophy
(Nueva York 1912, 91). También Wittgenstein afirma en su Tractatus que «el
nombre significa el objeto: el objeto es su significado» (3.203); «el nombre es
el representante del objeto en la proposición» (3.22); «a primera vista, no
parece que la proposición, tal como está estampada en el papel, por ejemplo, sea
una imagen de la realidad que trata. Pero tampoco la notación musical parece a
primera vista una imagen de la música, ni nuestra escritura fonética (en letras)
parece una imagen de nuestro lenguaje hablado. Y no obstante, estos símbolos nos
demuestran también, en el sentido ordinario del término, imágenes de< lo que
representan» (4.011). Incluso buena parte del empirismo (v.); lógico y de la
filosofía contemporánea comparten esta doctrina del I. como imagen lógica del
mundo.
b) Tesis convencionalista. Los signos, según esta tesis, son establecidos
convencionalmente para cada cosa que debe designarse. Se trata de una
exageración de la fuerza del espíritu y de su libertad frente a la realidad.
Desde este punto de vista la intersubjetividad del I. está garantizada por una
estipulación o contrato entre los hombres.
Esta interpretación tuvo su origen en los eleatas: el ser, como necesario
y único, es inexpresable; por tanto, las palabras, según Parménides (v.) sólo
son «las etiquetas de las cosas ilusorias» (Diels, 19). Esta concepción parece
ser compartida por Empédocles (Frag. 8-9), pero únicamente Demócrito (v.) la
justifica con argumentos empíricos. Demócrito funda la tesis de la
convencionalidad en la homonimia (pues se da el mismo nombre a diferentes
cosas), en la heteronimia (puesto que hay diversidad de nombres para una misma
cosa), en la posibilidad de cambiar los nombres y en la falta de analogías en la
derivación de los nombres (Diels, 26). También para los sofistas (v.) los
nombres son convenciones establecidas por los hombres con el fin de entenderse,
pues según Gorgias: «el lenguaje no manifiesta las cosas existentes precisamente
como una cosa existente, no manifiesta la propia naturaleza de otras de ellas» (Diels,
3,153).
Igualmente, los megáricos, y en particular Estilpón, admiten la total
arbitrariedad de todos los usos lingüísticos. Platón resume la postura de
megáricos y sofistas, en su diálogo Cratilo, poniendo la tesis convencionalista
en boca de Hermógenes: «¿O quizá prefieras lo que dice Hermógenes con muchos
otros, o sea, que los nombres son convenciones y son claros para los que los han
estipulado y conocen las cosas a que corresponden y que ésta es la justeza de
los nombres, y que de tal manera importa lo que se convenga según lo ya
establecido o según lo contrario y, por ejemplo, llamar grande a lo que hoy
denominamos pequeño o pequeño a lo que hoy denominamos grande?» (Cratilo, 433
e). Para Hermógenes, no es cierto que cada nombre designe una cosa y sólo una;
el l. se compone de partículas que no son nombres: preposiciones, conjunciones,
etc.; estas partículas tienen un significado (sincategoremático), pues de lo
contrario no se podría hablar o escribir. El I. se compone de puros nombres
yuxtapuestos. Por tanto, no es cierto que cualquier modificación introducida en
un nombre haga de él otro nombre que designe otra cosa, o ningún nombre, el cual
no designe nada: la mayor parte de los nombres tienen significados que cambian
con el tiempo. Tampoco es cierto que tenga que haber tantos nombres como cosas o
que los sinónimos sean en principio imposibles. Todos los nombres tienen un
significado vago; el nombre no reproduce la realidad, pues en tal caso no sería
nombre, sino la realidad misma.
Finalmente, no es posible que pronunciar un nombre falso sea lo mismo que
pronunciar una serie de sonidos sin significación: hay proposiciones falsas que
poseen significación, pues esta última se da dentro del marco del l. y no dentro
del marco de las cosas. De las relaciones posibles, figuradas en el esquema
palabra F i cosa concepto el nominalismo (v.) medieval afirmó que la palabra no
designa la cosa, sino el concepto (v.). Esto da lugar, por una parte, a un
agnosticismo ontológico (hiato entre cosa y concepto), pues sólo sería posible
conocer los conceptos y no las cosas; y, por otra parte, a una distinción entre
palabra y concepto; la palabra (v.) es un instrumento poco apropiado, por su
ambigüedad, para designar el concepto unívoco, dificultando, con ello, la
intelección de los conceptos. La más radical aspiración científica sería la de
instituir un signo simple e inequívoco para cada concepto.
En su segunda época, Wittgenstein admite en su Philosophische
Untersuchungen la arbitrariedad y equivalencia de todos los juegos lingüísticos
en uso, aunque puedan tener caracteres y reglas distintas. Con lo cual, es
imposible rectificar el l.: éste debe ser declarado siempre verdadero y perfecto
(1,98,101). También Carnap admite la equivalencia de los sistemas lingüísticos
o, lo que es lo mismo, la convencionalidad del I.: «En lógica no hay moral. Cada
uno puede construir como quiera su lógica, esto es, su forma de lenguaje. Si
quiere discutirse con nosotros, se debe indicar sólo cómo se quiere hacerlo y
dar reglas sintácticas a cambio de argumentos filosóficos» (Logical Syntax of
Langage, 17) (V. NEOPOSITIVISTAS LóGICOS).
c) Tesis reabontológica. En la palabra se da una intensificación o
potenciación de la patencia originaria; pero no en un sentido cuantitativo, como
si objetivamente el ente se mostrara mejor y con más esplendor o como si
subjetivamente el hombre percibiera más sutilmente las cosas. No se trata en el
I. de un paso cuantitativo, sino cualitativo frente a la patencia originaria. La
solución es que el I. no es ni una reproducción ni una mera convención, sino la
potenciación misma de aquella patencia. La solución real-ontológica da una parte
de razón a la naturalista y a la convencionalista, mostrando en aquélla una
insuficiencia y en ésta una exageración. A la naturalista, puesto que
ciertamente se da una designación fonética del ente; pero el aspecto fonético, y
aquí la insuficiencia, no es un mero doble detrás de la patencia originaria;
además, el I. no se identifica con la articulación fonética; el I. es la
patentización que por el espíritu humano adquiere la patencia inherente al ser.
También da su parte de razón a la tesis convencionalista, viendo que el I.
necesita de un acto propio de realización: justamente de la fuerza del espíritu;
pero esto no quiere decir que el I. sea el fruto de un convenio, ya que tal
convención sólo podría tener lugar dentro de un I. determinado y formado; el
acto que da origen al I. es el de la propia autorrealización del espíritu que se
patentiza o manifiesta.
Pero, como el I. no se identifica con la articulación fonética o signo, no
hay inconveniente en reconocer el carácter «instrumental» del signo. Ya Platón,
ante el convencionalismo de los sofistas y el naturalismo de Heráclito, afirma
que los nombres (v.) son a la vez arbitrarios y constantes. Esta tesis está
supeditada a su convencimiento de que las cosas tienen una naturaleza o esencia
fija y que, por tanto, la función del nombre es expresar la verdad esencial de
los seres. El nombre es un instrumento para pensar las esencias, lo cual no
impide que sea producto de elecciones repetidas (cierto convencionalismo). Pero
ni la pura desemejanza entre la palabra y la cosa (convencionalismo), ni la pura
semejanza entre ellas (naturalismo) constituye el significado, sino el uso (Cratilo,
435,a-b). También la moderna lingüística admite esta tesis; sólo el uso
establece o constituye el significado de las palabras. Pero en Platón el
carácter convencional o de uso está subordinado al carácter instrumental, puesto
que como instrumento el I. deberá adecuarse a su fin. Todo instrumento es
perfectible; por tanto, también el I. como manifestación fonética.
Esta conclusión resulta inadmisible tanto para el convencionalismo como
para el naturalismo, ya que para el primero una convención no puede tener más
que el mismo valor que otra, y para el segundo, el I. no puede incluir el error,
pues representa siempre lo que es. No muy lejos de esta tesis se encuentran
Leibniz (Nouveaux essais, III, 2,1) y Herder (Werke, V,35). Ahora bien, el I.
-no como mera articulación fonética, sino como la realidad activa del mismo
espíritu- ha sido objeto de profundos análisis y de especulaciones por obra de
Herder, W. von Humboldt, F. Schlegel y por el mismo Hegel, con su doctrina sobre
el espíritu especulativo del I., continuada por los trabajos de J. G. Hamann,
Heidegger y H. G. Gadamer.
Si la palabra es significado (concepto en sentido amplio), en cambio, la
frase o discurso es sentido: la unión de una palabra con otra en la frase no
sucede por modo aditivo, pues las palabras se perciben formando unidad en una
manifestación única. Las conexiones o symploké de la frase no originan un
conjunto atómico, sino un discurso organizado: la patencia de una palabra se
refleja en otra, y cada una de ellas aparece de un modo nuevo proyectada en las
demás. Justamente esta conexión estructural es lo que significa el logos
aristotélico. También Humboldt tuvo conciencia de ello: «No podemos concebir el
lenguaje como empezando por la designación de los objetos mediante las palabras
y procediendo, en un segundo tiempo, a la organización de las palabras mismas.
En realidad, el discurso no está compuesto de palabras que lo preceden, sino
que, por el contrario, las palabras nacen en el discurso en su totalidad» (Einleitung
zum Kawi-Werk, VII, Werke, 1,72 ss.). El logos no significa el nombre, sino la
estructura (v.) lingüística en la que el significado de una palabra es captado
en otra; en definitiva, el logos es la proyección refleja de la patencia plena
en sí misma. La materia del sentido o logos es el significado de la palabra; su
forma es la reflexión proyectiva; el discurso, el decir, forma una unidad,
aunque las palabras se pronuncien sucesivamente.
Aristóteles, por vez primera, inserta entre el nombre y su designación (la
cosa) el concepto (logos, idea, palabra interior) que articula la relación
nombre-cosa. La inserción, operada por Aristóteles, del logos (o concepto) en la
relación nombre-cosa permite reconocer al mismo tiempo la convencionalidad del
l. y la necesidad de sus significados. Las palabras, como sonidos vocales, no
son las mismas para todos, pero se refieren a las «afecciones del alma que son
las mismas para todos y que constituyen imágenes de objetos que son los mismos
para todos» (De Interpretatione, 2,16-19; 26,28). La relación «palabra
fonética-palabra mental (o concepto)» es convencional, en tanto que la relación
«palabra mental-cosa» es natural, no en el sentido que la palabra mental sea la
duplicación de la cosa, sino en el sentido de que es la potenciación misma de la
patencia originaria del ente (v. CONOCIMIENTO; ENTENDIMIENTO; REALISMO).
3. Análisis psicológico. En el orden lógico, y dentro de la relación
pensamiento-I., la función esencial hay que atribuirla al pensamiento (v.), o
conocimiento (v.), pues aunque es cierto que el pensamiento actúa en y por la
palabra, ésta es expresión del pensamiento. Sin pensamiento no hay I., sino sólo
reacciones emocionales; es más, el gesto y la mímica no son expresiones del
pensamiento, aunque en el niño pequeño haya reacciones que signifiquen el
pensamiento. Por otra parte, el I. no se reduce a un fenómeno sonoro, es decir,
no toda palabra es necesariamente exterior. La «palabra interior» es la misma
definición del pensamiento. En el acto de la palabra interior hay dos momentos
inseparables: uno por el que el ser racional toma posición frente al mundo; otro
por el que se dice a sí mismo lo que las cosas son. Si el pensar es la condición
de posibilidad (ontológica), absolutamente primaria, del l., queda ahora por ver
cuáles son las condiciones concretas primordiales de la palabra articulada. Karl
Bühler reconoce una triple dimensión en la palabra: 1° biológica (función de
expresión); 2° psicológica (función de representación); 3° social (función de
comunicación). A este respecto, nos encontramos con tres tipos de explicación
del origen del I., los cuales intentan reducir el I. a una sola de sus
dimensiones.
a) Teoría biológica o de expresión pura (Epicuro, Lucrecio, Condillac,
Rousseau, O. lespersen, Grace de Laguna, De Brosses, Darwin). El I. no sería más
que el desarrollo del gesto espontáneo, del grita y de las interjecciones; el I.
nace cuando los signos naturales se emplean intencionalmente. Ahora bien, estas
teorías suponen que es posible pasar de un modo continuo el I. natural a la
palabra. Pero no es éste el caso. Desde que el hombre comienza a hablar está muy
por encima del «lenguaje natural» (gestos y gritos del animal que coinciden
estrictamente con sus estados emotivos). El gesto humano, en cambio, está
henchido de intencionalidad por encima de la situación emotiva. Para comprender
la raíz del I. hay que partir de la situación del hombre en- su mundo; el I.
procede de un acto de expresión del yo (v.), el cual, difundiéndose en el mundo,
se afirma libremente como sujeto; el I. es la expresión de una liberación y de
una autonomía.
b) Teoría psicológica o de representación pura (Leibniz, Herder, Wundt,
Tylor, De Saussure, Cassirer). El l. sólo se daría como un sistema de
significaciones y habría surgido por oposición al «lenguaje natural» (que
excluye la significación intencional subjetiva). En la dimensión simbólica y
significativa estribaría su función esencial: expresar una intención relativa al
objeto. Su origen se encontraría en el instinto de imitación; las raíces
lingüísticas son imitaciones de sonidos naturales. Ahora bien, esta teoría
ignora el carácter expresivo del I.; su carácter intencional de relación al
mundo (teoría psicológica) tiene que estar integrado en el carácter de expresión
de un sujeto que se afirma frente al mundo (teoría biológica). No hay un
«lenguaje-expresión» puro de la subjetividad, ni un «lenguaje-significación»
puro de la intencionalidad, porque la palabra es las dos cosas: libertadora del
mundo de las cosas y significativa de una intención. La expresión misma del
sujeto es de suyo significativa, pues al afirmarse el hombre frente al mundo
dibuja el sentido de su proyecto y su mundo.
c) Teoría sociológica (Durkheim, Revecz). El I. sería esencialmente un
producto del grupo y de la vida comunitaria. El I., según esta teoría, es acción
social constituida, es el código de éxitos y proyectos técnicos que se trasmiten
junto con los vínculos de colaboración. Por la sociedad se explica el I. como
manifestación de cultura. Ahora bien, esta teoría reduce el I. a la acción de un
instinto social; y es evidente que la sociedad no puede explicar el nacimiento
del l., ya que ella no es posible sin él. Por tanto, hay que ver la función de
comunicación como una nota integrante más (y no la única) del I., junto con la
de expresión y representación. El yo-encarnado no es un sujeto aislado, sino que
está en comunión con otros sujetos (función de comunicación) para realizar sus
propios proyectos (función de representación) y conseguir su propia liberación y
autonomía (función de expresión).
V. t.: DIÁLOGO; GRAMÁTICA ESPECULATIVA MEDIEVAL; ESTRUCTURALISMO I;
IDEALISMO II; BELLEZA, l.
BIBL.: E. GELLNER, Palabras y cosas, Madrid 1962; H. DELACROIx, Psicología del lenguaje, Buenos Aires 1960; J. BRAM, Lenguaje y sociedad, Buenos Aires 1961; E. CASSIRER, Mito y lenguaje, Buenos Aires 1959; K. VOOSLER, Espíritu y cultura del lenguaje,
J. CRUZ CRUZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991