LENGUA LITÚRGICA


Entendemos por I.I. la empleada oficialmente por la Iglesia Católica en el desarrollo de su Liturgia, y contenida en los misales, breviarios, sacramentarios o rituales, pontificiales y demás libros litúrgicos (v.). La expresión «lengua litúrgica» hay que tomarla en sentido colectivo, si no, hablaríamos de «las lenguas litúrgicas».
     
      l. Carácter de la lengua litúrgica. La Liturgia (v.) se ordena a la glorificación de Dios y a la santificación de las almas; de acuerdo con esto ha de ser la I.I. Así, pues, puede decirse, en primer lugar, que la I.I. ha de ser digna y clara, porque Dios, al que por ella se alaba, es la suma bondad, llena de claridad y luz.
     
      Ha de exponer con dignidad los sentimientos, de Dios y de las almas, llenos de veneración, respeto y amor. Ya S. Agustín y S. Hilario, y antes Lactancio (Divinarum Institutionum libri septem, 5,1,15 ss.), exigían para la Liturgia una forma lingüística especial por su nobleza, de suerte que se distinga de la usada en la comunicación ordinaria; y esto lo exige S. Hilario (Tractatus in Psalmos, 13,1) incluso cuando se predica o expone la Palabra de Dios, porque entonces el predicador es como el heraldo de un rey, que se expresa de una forma reverente porque habla en nombre de él.
     
      Algo de esto puede observarse en muchas religiones, en lo que tienen de válido como expresión del hombre para acercarse a Dios. Cuando el hombre toca o quiere tocar las cosas divinas su lenguaje se hace más digno y hasta se aleja a veces del modo común de hablar, se purifica por el contacto divino al que tiende. Ello se traduce con frecuencia en la creación paulatina de módulos lingüísticos más o menos hiératicos, que luego se conservan con facilidad durante siglos; los textos trasmitidos así, con vigencia secular, se convierten en algo sagrado, y no se cambiarán mientras no sea muy preciso, y aun así se hará con extremo cuidado. De este modo se favorece la conservación de la pureza de los sentimientos y doctrinas religiosas, u otros de especial nobleza, aunque al evolucionar el lenguaje común la lengua sagrada se haga difícil para muchos fieles; inconveniente que se paliará o solucionará por diversos medios. Sucede así también en las lenguas del Derecho y de la epopeya: la lengua jurídica de las XII Tablas, que en Roma aprendían de memoria los muchachos en tiempo de Cicerón, era casi inaccesible incluso para los juristas del s. I a. C.; el «carmen» de los sacerdotes Arvales, hallado en una lápida de mármol (CIL, 122; V1,2104) y que reproduce una sesión de estos sacerdotes en el año 218 d. C., presenta sus ritos y oraciones en un lenguaje tan arcaico que ellos casi no entendían, pero la observancia prohibía modernizarlo, como atestigua Quintiliano (Institutio oratoria, 6,40-41). En las oraciones recogidas en la Historia de Tito Livio se observa que, sin reproducir ni con mucho la fórmula original, mezcla siempre algunas palabras arcaicas, para darles mayor verosimilitud (p. ej., 1,18,9; 1,24,7-8; 1,32,6-7.9-10); notable es también la lengua de las súplicas conservadas por Catón el Censor (cfr. De R. R. 134).
     
      En el cristianismo, cuyo origen es divino, se comprende más aún el cuidado de la Iglesia de expresar adecuadamente en las oraciones y ritos públicos, litúrgicos, los misterios divinos recibidos; a la Jerarquía eclesiástica (v.), instrumento de unidad y custodia e intérprete del depósito revelado y de sus medios de santificación, compete legislar y dar normas en la Liturgia (V. DERECHO LITÚRGICO; RÚBRICAS), y así lo ha hecho a lo largo de los siglos, tanto en lo que se refiere a los ritos y fórmulas litúrgicas, como a la lengua usada en ellos.
     
      En cuanto la Liturgia es santificadora de los fieles y acción de toda la Iglesia, la I.I. ha de poder ser entendida por todos de modo que los fieles puedan participar activamente en el culto e ilustrarse sobre los misterios que celebran (v. PARTICIPACIÓN IV). Desde los primeros siglos se leía mucho en la Iglesia la S. E., y los obispos y sacerdotes la explicaban y comentaban; fruto de esta práctica son los tratados y explanaciones de la S. E. hechos por los Padres (v.), sobre todo de los Salmos, que se recitaban con frecuencia; de todo ello sacaban los fieles materia para su oración (S. Agustín, Confesiones, 9,8-14). Además la I.I. ha de ser capaz de recibir la doctrina que lleva consigo la Revelación cristiana y de expresarla adecuadamente. Cuando la Iglesia se ha encontrado con un mundo sin literatura ha seguido dos posibles caminos: o bien la ha creado, como el caso de Úlfilas (v.) con el gótico, de Mesrob con el armenio y de S. Metodio con el eslavo; o ha ido imponiendo con el uso una de las grandes l. l., como el latín en el mundo anglogermánico.
     
      Todo ello teniendo en cuenta que la Liturgia es la oración pública de la Iglesia; es obra, más que de los hombres, ante todo de Dios: de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, que a una sola voz, íntimamente unido a su Cabeza, alaba a Dios; la I.I. presta voz a ese coloquio con la Trinidad. Y aun cuando la lengua común evolucione, la I.I. específicamente reservada a esa función facilita la manifestación del carácter sobrenatural, divino, de toda la Liturgia, que supera la condición de los hombres que participan en ella. El sacerdote, cuando celebra la Santa Misa (v.) es otro Cristo; renueva in persona Christi el sacrificio divino del Calvario; no hace, por tanto, algo suyo, sino de Dios, de la Iglesia; la conciencia de esa realidad le mueve necesariamente a respetar hasta en sus más mínimos detalles los legítimos ritos del culto, y la l.l. misma. Y esa fidelidad ilustra a los mismos fieles sobre la sobrenaturalidad de lo que participan.
     
      Todas las lenguas son dignas y aceptas ante Dios, pero se comprende que al extenderse la Iglesia por el mundo occidental y plasmarse en lengua latina la doctrina y el culto cristianos, perfeccionándose y decantándose sus formulaciones a través del tiempo de acuerdo con la Tradición, el latín se conservase y aun extendiese como I.I., a pesar de las evoluciones del mismo o de los idiomas de los diversos países en el uso ordinario. Su uso como I.I. se generalizó, fomentado por los Romanos Pontífices, y por los obispos de muchas regiones cristianas, que deseaban mantener y expresar en todo la unidad y universalidad de la Iglesia, así como la unión con Roma, sede de Pedro y centro de la cristiandad. Por esa misma preocupación por la unidad de la fe (lex orandi, lex credendi), también los ritos católicos no latinos -armeno, griego, copto, etc- han mantenido fielmente las lenguas antiguas aunque hace siglos dejasen de usarse en el lenguaje ordinario. Las dificultades de comprensión que de ahí pueden derivarse para los fieles son relativas, puesto que el uso de las I.I. clásicas, en las que desde el principio y a través de la vida de la Iglesia se ha ido expresando adecuadamente la fe, tiene también un valor pedagógico y catequético: resulta expresivo de la acción divina, ilustra la inefabilidad de los misterios divinos que perpetúa la Liturgia, y es signo y vehículo de la universalidad de la llamada salvífica de Dios y de la unidad de los cristianos de distintas regiones. Teniendo esto en cuenta, la cuestión se ha ido enfocando u obviando de diversas formas a lo largo del tiempo, como veremos.
     
      2. Primeros datos históricos. a) Oriente. Jesucristo en la última Cena (v.) usó la lengua que hablaba con sus discípulos, el arameo o sirio-arameo (V. ARAMEOS III). En esta lengua se seguiría celebrando el sacrificio eucarístico entre los primeros cristianos de Jerusalén, para los que escribió S. Mateo (v.) su Evangelio; lengua viva en el s. xx en la liturgia sirio-oriental de un grupo de nestorianos (v.) y de caldeos (v.) del Irak y en los llamados «cristianos de Santo Tomás» al SE de la India (cfr. C. Korolevskij, o. c. en bibl., 160-162), y entre los católicos maronitas (v.) del Líbano, un poco retocada. El centro de esta comunidad sirioaramea radicaba en Edesa; en esta lengua compuso sus himnos S. Efrén (v.), llamado «la lira del Espíritu Santo» (H. Leclercq, o. c. en bibl., 1297-1303).
     
      Al extenderse la Iglesia entre los judíos y paganos del helenismo, comienza a usarse también en la Liturgia el griego, lengua de la Siria occidental cuyo centro era la helenizada Antioquía (v.; A. Jungman, La liturgie..., o. c. en bibl., 316-317), y semioficial en gran parte del mundo en que se mueven muchos de los Apóstoles. Estos y los evangelistas, excepto S. Mateo, escriben los libros del N. T. (v.) en griego, lengua en que ya se leía el A. T. por la versión de los Setenta (V. GRECIA XIII; BIBLIA VI, 2).
     
      Otro foco importante de irradiación del cristianismo es Alejandría (v.) en Egipto. Según testimonio de Orígenes, al parecer entre los cristianos de Alejandría no es única la I.I.: «Los griegos se sirven de palabras griegas, los romanos de expresiones romanas y todos los otros pueblos ruegan y alaban a Dios cada uno en su propia lengua» (Contra Celso, 8,37). Igualmente en el resto de Egipto, donde se hablaba copto, entraría esta lengua en la Liturgia. Al no haber traducción de la S. E. a las lenguas populares, ésta se leía en griego y el obispo o el sacerdote hacía el comentario u homilía en una lengua nativa; cuando se logran versibnes populares, la lectura se hace también en éstas; en las comunidades bilingües había traductores, como el mártir Procopo, que explica la Liturgia en escita. Por otro lado están los armenios (V. ARMENIA V), de los que en el s. iii existen testimonios de liturgia en armeno (Jungmann, o. c. 320). En fecha poco determinada (s. V-VII), desde Alejandría se evangeliza Etiopía, y el etíope aparece también como I.I. Con la irrupción de los árabes, la lengua de éstos entra también en la liturgia copta, conservándose en el s. XX estadios de las tres lenguas en los actos litúrgicos: griego, copto y árabe (v. ALEJANDRÍA VIII; ETIOPÍA VIII; Korolevskij, o. c. 24.26).
     
      Otras lenguas, además del griego, se usaron como I.I. en Oriente, dentro de la liturgia bizantina, la más importante de las orientales, sobre todo al comienzo de la evangelización de diversos pueblos, así el eslavo y el georgiano (V. CONSTANTINOPLA IV). Al producirse el cisma (v.) de Oriente, algunas de las I.I. clásicas dejaron de utilizarse, pasando en muchas partes a celebrar la liturgia en las lenguas populares. En resumen, aunque el griego no fue I.I. única en Oriente, fue una de las más extendidas, y en general se dio una tendencia a conservar las I.I clásicas, en las que se fue plasmando la Liturgia al tiempo de la evangelización; tendencia que quedó en gran parte truncada al producirse el cisma.
     
      b) Occidente. Al principio usó también el griego, ya que entre los primeros que reciben el cristianismo en Roma predominan los del mundo helénico, y además la Iglesia traía en su desarrollo una terminología griega que no se podía latinizar en un momento. Al menos en esta lengua predican S. Pedro y S. Pablo, y escribe éste su Epístola a los romanos, así como el papa S. Clemente (v.) la suya a los corintios. En Occidente la iglesia más helenizada parece era la de Lyon, en la que su obispo S. Ireneo (v.) tiene un nombre griego.
     
      En Cartago, aunque existían escuelas de griego (Apuleyo, Met. 1,1), se hablaba comúnmente en latín; quedaban algunos restos de habla púnica, pero en franco retroceso (cfr. S. Agustín, Sermo 157). Tertuliano (v.) ya escribió todas sus obras en latín, aunque algunas las tradujo al griego (lengua a la que también se vierten las Actas de los mártires scilitanos y la Passio de Sta. Perpetua) para que pudieran divulgarse también entre los orientales. Así, la liturgia en África se desarrolló casi desde el principio en latín; y en esta lengua se desarrolló también en España.
     
      Con el tiempo y con el calar más hondo el cristianismo en Roma y en el Lacio, la liturgia romana va usando más el latín, sobre todo ya a fines del s. II con el papa africano Víctor I (190-202). Thalhofer (Quest. Lit. III,415) defiende que en Roma, hacia el fin del s. I, el latín se usaba en la liturgia junto con el griego, y que por eso se hizo la versión Itala de la S. E., de la que hay indicios en la traducción latina de la Epístola de S. Clemente a los corintios. Siguen los papas romanos Ceferino, Calixto y Urbano, completando la latinización de la liturgia el español S. Dámaso (226-284; v.) (L. A. Molien, o. c. en bibl., 34-36). Hacia el 250 el latín ocupa el primer lugar en la Liturgia romana (Jungmann, o. c., 317), consagrándose desde entonces como lengua oficial de la Iglesia y del culto latino, con diversas modalidades: rito romano (v.), hispano (v.), galicano (v.), ambrosiano (v.) y algún otro como el celta (V. CELTAS III). Prueba de ello es que, desde muy temprano, existen las versiones de la Biblia en latín: la Itala, la Afra, la Hispana, la Vulgata (V. BIBLIA VI, 3). La adopción del latín como lengua de la Iglesia manifestó bien la universalidad y unidad de la misma, y en latín hablaban la mayor parte de los pueblos del Imperio romano (F. Cumont, o. c. en bibl.).
     
      3. Historia posterior. Cuando S. Cirilo (v.) y S. Metodio (v.) evangelizaron Moravia utilizaron el eslavo, lengua de aquella región. Al dar cuenta de su misión al papa Adrián II, éste aprobó su modo de proceder; ordenó de obispo a Metodio y le envió de nuevo a Moravia en 869 (Cirilo había muerto durante esta estancia en Roma); le encargó que en las Misas solemnes leyera en latín la Epístola y el Evangelio antes de hacerlo en eslavo. En el 880 Juan VIII confirma de nuevo la práctica de S. Metodio, reiterando la misma indicación de Adrián II (PL 126,906), aunque con oposiciones por parte de algunos contrarios a Metodio (PL 126,928); éstos, en el pontificado de Esteban V, parece que influyeron en que el Papa en el 885 prohibiera el eslavo en la liturgia (PL 126,978), pero permitió la traducción y explicación en eslavo de la Epístola y del Evangelio para la ilustración del pueblo. Al separarse los eslavos de Roma, después del cisma continuaron la Liturgia en su propia lengua, que, sin embargo, con el paso del tiempo fue conservada, aunque evoluciónase el eslavo común (V. ESLAVOS IV). Cuando en el s. xvi volvieron al seno de la Iglesia, se dejó el uso del eslavo litúrgico en parte de la Rutenia, cosa confirmada en 1754 por Benedicto XIV en su constitución Ex pastoral¡ munere (Korolevskij, o. c. 115-135).
      Especialmente a partir del s. XII, y sobre todo por obra de diversos movimientos heréticos o cismáticos, se fue planteando el tema de traducir la liturgia de la Misa a las lenguas populares, que se iban afirmando o separando del latín. Se aducía como justificación que muchos fieles no podían tomar parte tan activa en la Liturgia y que quedaban privados de parte de la ilustración debida sobre los misterios de la fe y de las gracias que de ello podrían derivarse. Se hicieron desde luego traducciones de la S. E. (v. BIBLIA VI, 9), pero no se modificó la I.I. Fueron los albigenses (v.) en el s. XII, y después Wicleff (v.), Huss (v.) y los valdenses (v.) quienes se propusieron traducir a las lenguas vulgares la liturgia de la Misa (cfr. Reiner en Bibliotheca maxima Patrum, Lyon 1677, 25, 265); su interés claro era difundir así mejor sus doctrinas en el pueblo.
     
      También algunos humanistas del Renacimiento, cultivadores del clasicismo, defendieron, algo paradójicamente, la versión de la Liturgia a lengua vulgar; así, p. ej., Lefevre d'Étaples y Erasmo, quien llegó a escribir, en su Praefatio in Matthaeum, en latín: «Indecorum uel ridiculum potius uidetur quod idiotae et mulierculae, pittaci exemplo, psalmos suos et precationem dominicam immur
      murant, cum ipsae quod sonant non intelligant». La Univ. de París declaró esta proposición de Erasmo «impía, errónea, abriendo el camino a los bohemios que pretenden celebrar el oficio eclesiástico en lengua vulgar» (Duplessis D'Argentré, Collectio Iudiciorum, 11,61). Al mismo tiempo, los protestantes hacían grandes esfuerzos en difundir sus doctrinas entre los fieles, y en consecuencia con mucha más decisión que los herejes antes citados se propusieron sustituir la I.I. por las lenguas vulgares en la Confesión de Augsburgo (cfr. Tittmann, Libra simbolici, Leipzig 1827, 23), siendo el más explícito Melanchton (v.) en su Apología de la Confesión de Augsburgo (Id. ib. 191). A la vez que la fe se fragmentaba y disolvía entre las varias confesiones y sectas, el latín como I.I. fue sustituido en ellas por las diversas lenguas populares.
     
      4. El Concilio de Trento. El tema de la I.I. que se venía planteando por algunos sectores, agudizado por la herejía protestante, no podía ser pasado por alto en el Conc. de Trento (Korolevskij, o. c. 142-146; A. G. Martimort, La discipline..., o. c. en bibl., 55-75; H. Schmidt, Liturgie et langue..., o. c. en bibl.). Al hablar del sacrificio de la Misa, en la sesión XIII, se propuso a los teólogos el examen de trece artículos, el noveno de los cuales estaba formulado así: An Misaa nonnisi lingua uulgari quam omnes intelligant celebrara debeat? La proposición fue ampliamente discutida, y al fin se redactó el canon concretándose a los términos de la pregunta: Si quis dixerit Missam nonnisi in lingua uulgari celebrar¡ debere, anathema sit; no se condena, pues, la posibilidad de que se pueda celebrar la Misa en lengua vulgar, sino el que se pretenda excluir de la Misa cualquier lengua consagrada por el uso litúrgico, como el latín. Los Padres tridentinos explicaban así su resolución: «Aun cuando la Misa contiene una gran instrucción del pueblo fiel, no ha parecido, sin embargo, a los Padres que conviniera celebrarla de ordinario en lengua vulgar»; mas, para la ilustración de los fieles, «manda el Santo Concilio a los pastores y a cada uno de los que tienen cura de almas, que frecuentemente, durante la celebración de las Misas, por sí o por otros, expongan algo de lo que en la Misa se lee, y, entre otras cosas, declaren algún misterio de este santísimo sacrificio, señaladamente los domingos y días festivos» (Denz.Sch. 1749).
     
      El Concilio se encontraba frente a una postura teológica inaceptable: los protestantes, sobre todo Calvino (v.), creían necesaria la lengua vulgar para la eficacia de los sacramentos, en los que sólo veían una enseñanza de la fe, olvidando que su eficacia está ante todo en la acción sobrenatural de conferir la gracia (v.) ex opere operato (v. SACRAMENTOS). Trento tenía que cortar de raíz ese grave error, y así quiso evitar el veneno que llevaba consigo el destierro de la lengua latina de la Liturgia, y a la vez hacer comprensible a los fieles los ritos y misterios de la Misa y de los sacramentos. Para proveer a esta última necesidad, dispuso en el can. 7 de la sesión XXIV: «A fin de que el pueblo fiel acuda con mayor reverencia y ánimo devoto a recibir los sacramentos, el Santo Concilio ordena a todos los obispos que, no sólo cuando ellos mismos hayan de administrarlos al pueblo, expliquen antes a cuantos han de recibirlos el sentido y el uso de los mismos, sino también que cuiden que se haga lo mismo con piedad y prudencia por los párrocos... incluso en lengua vulgar, según la forma que describirá el Santo Concilio para la catequesis de cada uno de los sacramentos, y que los obispos cuidarán sea traducida fielmente a la lengua del país, y expuesta por todos los párrocos al pueblo». Disposición que se recoge en la primera edición del Ritual Romano de Paulo V, en 1614 (tít. 1, no 10), y de aquí proceden los rituales bilingües de los s. XVII al XIX, siendo el más famoso el Manuale Toletanum, usado siglos antes del Tridentino en España y en Hispanoamérica (sobre los rituales españoles y las normas de la Santa Sede sobre rituales bilingües, cfr. «Liturgia» 13, 1958, 129-279).
     
      Recojamos, para terminar este apartado, la argumentación del profesor de Salamanca Francisco de Santos, en la sesión XXII del Conc. de Trento. Hace más de mil años -venía a decir- que en lengua latina se reza en Occidente; no lo hacemos por rutina, sino porque de esta forma demostramos que nuestra fe es idéntica a la de nuestros mayores, según la fórmula de Celestino 1: legem credendi lex statuit supplicandi (Epist. 21,11: PL 50,535); administramos los sacramentos como nuestros antepasados porque, como ellos, estamos convencidos de su eficacia sobrenatural; recitamos las mismas fórmulas de la Misa, para afirmar la misma fe en la presencia real y en el sacrificio místico de Cristo en nuestros altares.
     
      5. Desde el Concilio de Trento al Vaticano II. Los jansenistas (v.) usaron la lengua vernácula en la administración de los sacramentos, aduciendo que con el uso del latín los fieles no podían unir su voz y su oración a la Iglesia. La bula Unigenitus, del 8 sept. 1713, condenó tres proposiciones del jansenista Quesnel que criticaban duramente el uso del latín (Denz.Sch. 2484-2486). El Código de Derecho Canónico (can. 819) no permite innovación alguna en cuanto a la lengua usada en la Misa sin la autorización de Roma; así Benedicto XV concedió a los checoslovacos el uso de la lengua vulgar en ocasiones y templos determinados («L'Osservatore Romano» del 13 jun. 1920).
      La Iglesia, deseando vivamente la conservación del latín como I.I., no se ha manifestado intransigente en el uso de las lenguas vernáculas, cuando ha visto en ello una conveniencia seria para el bien de las almas, lo mismo en la Antigüedad que en los tiempos modernos. En la práctica, no ha querido que el capricho individual o los movimientos de grupos jugaran a su antojo con la lengua oficialmente constituida para la Liturgia, exigiendo que se estudiaran y se le propusieran los motivos y la oportunidad de la mutación en cada caso, sin cerrar el camino a una reforma prudente. Éste es el sentido del can 819, antes aludido: Missae sacrificium celebrandum est lengua liturgica su¡ unicuique ritus ab Ecclesia probati. Y siempre se ha manifestado más cuidadosa sobre todo en la celebración de la Misa (cfr. Motu proprio de S. Pío X del 22 nov. 1903). No se puede pensar que la Iglesia haya querido salvar a ultranza el uso del latín en la Liturgia, aunque con ello los fieles se vieran como excluidos de la participación más consciente en la misma o privados de la ilustración derivada de ella. Ya hemos visto cómo en el Conc. de Trento se proveyó a esta necesidad (cfr. H. Schmidt, Liturgie et langue..., o. c.), distinguiendo claramente catequesis y Liturgia.
     
      Son elocuentes los elogios dedicados por los Romanos Pontífices a la lengua latina como instrumento de unidad y eficacia doctrinal. León XIII la considera puerta que da acceso a las verdades cristianas y a la interpretación de la doctrina. Pío XI se refería a ella como lengua que verdaderamente cabe llamar católica, por su universalidad. Pío XII la califica como tesoro de incomparable precio, y añade, en la enc. Mediator Dei: «El empleo de la lengua latina es un claro y hermoso signo de la unidad y un antídoto eficaz contra toda corrupción de la pura doctrina». Juan XXIII reafirma el valor de este «sagrado depósito de la lengua latina, que la cátedra de Pedro custodió siempre santamente desde los primeros siglos, y tuvo por signo preciado de unidad y de la verdad cristiana que ha de ser protegida y propagada, y por válido signo de los ritos sagrados» (Const. Apostólica, Veterum sapientia, del 22 feb. 1962: AAS 54, 1962, 129135; cfr. 339-368).
      A partir de la década 1940-50, algunos medios pastoralistas y liturgistas plantearon introducir las lenguas vernáculas en la liturgia (cfr. «La Maison Dieu» n .o 11, 1947; T. Maertens, Langue vivante ou langue morte?, «Paroisse et liturgie», 33, 1951, 291-297). Las circunstancias ya no eran las mismas que en la época de la aparición y virulencia de la herejía protestante; aunque las razones de tipo general para el mantenimiento de la I.I. clásica siempre sean válidas, se preconizaba introducir en algunas partes de la Liturgia las lenguas vernáculas, queriendo favorecer así la ilustración y más consciente participación de los fieles. Pío XII concedió, como ya habían hecho otros predecesores suyos desde Trento, a petición de los episcopados de diversas regiones, el uso de Rituales bilingües, en los que algunas fórmulas estaban traducidas, así como la facultad dé repetir en lengua vernácula las lecturas de la Epístola y Evangelio en la Misa después de la proclamación d21 texto latino, y también la Misa cantada con cánticos del pueblo en lengua moderna (cfr. P. card. Berlier, Les rituales bilingües..., «La Maison Dieu» 47-48, 1956, 83-97; H. Schmidt, Introductio..., 209-227). Sin embargo, la cuestión, como otras veces, se extralimitó y se prestó a abusos. Juan XXIII, en la citada Const. Veterum Sapientia, se refería a ellos en uno de los primeros párrafos: «Como en nuestro tiempo, el uso del latín comienza a ser debatido en diversos lugares, y muchos preguntan cuál es la actitud de la Sede Apostólica en esta materia, insistimos con las normas contenidas en este grave documento, que se procure que la antigua y nunca abandonada costumbre de la lengua latina se mantenga, y si hubiera sido descuidada, se reintegre plenamente».
      El Conc. Vaticano II confirmó la necesidad de la I.I .: «Se conservará el uso de la lengua latina en los Ritos latinos, salvo derecho particular» (Const. Sacrosanctum concilium, sobre la Sagrada Liturgia, no 36,1); y por lo que respecta al Oficio divino «de acuerdo con la tradición secular del rito latino, se ha de conservar para los clérigos la lengua latina» (ib. no 101,1). E, igualmente, indica a los aspirantes a las órdenes sagradas que «han de adquirir el conocimiento de la lengua latina que les capacite para entender y utilizar las fuentes de no pocas ciencias y de los documentos de la Iglesia» y que «se debe considerar imprescindible el estudio de la lengua litúrgica propia de cada rito» (Decr. Optatam totius sobre la formación sacerdotal, no 13). Al mismo tiempo considera el Concilio que, «sin embargo, como el uso de la lengua vernácula en no pocas ocasiones puede ser muy útil para el pueblo, en la Misa, en la administración de los sacramentos y en otras partes de la Liturgia, se le podrá dar mayor cabida», y concretamente «en las lecturas y moniciones, en algunas oraciones y cantos, conforme a las normas que acerca de esta materia se establecen» (Const. Sacrosanctum concilium, no 36,2); en otro lugar de la misma Constitución aclara que «en las Misas celebradas con asistencia del pueblo, puede darse el lugar adecuado a la lengua vernácula, principalmente en las lecturas y en la oración común, y, según las circunstancias de los lugares, también en las partes que corresponden al pueblo, a tenor de las normas del art. 36» (ib. no 54; cfr. no 63, 76, 78). Esas normas son: que «será incumbencia de la competente autoridad eclesiástica territorial (asambleas de Obispos) -incluso si el caso lo aconseja de acuerdo con los Obispos de regiones limítrofes de la misma lengua- determinar si ha de usarse la lengua vernácula y en qué extensión», que «esas decisiones han de ser aprobadas o confirmadas por la Santa Sede» (ib. no 36,3-4).
      Aunque el Concilio contempla la posibilidad de introducir la lengua vernácula en algún punto, no deja de recomendar que, «sin embargo, se pongan los medios para que los fieles puedan también recitar o cantar juntos en latín las partes del ordinario de la Misa que les corresponden» (ib. no 54). Posteriormente, en muchos sitios, la práctica llevó las cosas fuera de lo indicado por el Concilio, llegándose a la generalización de ciertos abusos, al tomar como ley general lo que el Vaticano II contempla con carácter excepcional, precisando con detalle las condiciones de utilización de las lenguas vernáculas, para casos determinados y partes concretas de la liturgia. Quizá debido a situaciones disciplinares y doctrinales graves aparecidas en no pocos lugares, la Congregación para el Culto divino trató sucesivamente de legalizar algunas situaciones de hecho, para cortar abusos más graves,; así se facilitó en muchos casos un cauce más amplio del previsto por los documentos del Vaticano II.
      Dom Guéranger (v.) uno de los iniciadores del llamado «movimiento litúrgico» (v.) que tanto ha hecho por la dignificación y revalorización de la Liturgia desde mediados del s. XIX y en el XX (v. LITURGIA I, 2), escribía: «Es un triste hecho que el abandono de la lengua litúrgica ha conducido, por una ley desconocida, en la mayor parte de las iglesias que habían obtenido ésta concesión, a la separación más completa de Roma, y al cisma» (Institutions liturgiques, III,51-160; cfr. L. Godefroy, en DTC VIII,2580-2591). Y lo confirma H. Leclercq: «sucedió que la diversidad de expresión favoreció y reforzó las divergencias doctrinales. En Occidente, el empleo exclusivo del latín fue para Roma un precioso apoyo para mantener la unidad dogmática» (DACL VIII,1312). Por el simple hecho de traducir las fórmulas litúrgicas a la lengua vernácula no se puede pensar que ya todos entenderán las ideas y realidades expresadas en los ritos y símbolos de la Liturgia. «El hombre absorbido en las necesidades de la vida material -escribe Guérangerno tiene de ordinario las ideas a la altura de una lengua sublime» (l. c. 77-78); esta incomprensión la reconocen también dos calvinistas franceses: «añadimos -más de cuatro siglos de experiencia litúrgica en lengua vernácula nos inspira esta observación- que no basta hablar francés o alemán para ser entendidos; cualquier lengua puede ser tan oscura como el latín para la masa de los fieles y especialmente para los infieles» (J. M. Droin y A. Senaud, Renoveau liturgique..., «Paroisse et Liturgie», 38, 1951, 12). Siempre queda, pues, en vigor la catequesis preconizada por el Conc. de Trento (cfr. M. Arroyo, o. c. en bibl.).
      Una catequesis que, como hemos dicho, puede comenzar por el uso mismo de la I.I. clásica. El latín litúrgico ha llegado a revestirse de una precisión, de una sencillez, de una gravedad tal, que, aun recogiendo como en un mosaico piezas de diversas épocas, forma un conjunto de antología insuperable (cfr. J. Leclercq, Ch. Nohrmann, y G. Bardy, citados en bibl.). Cuando la Iglesia dirige a Dios las plegarias litúrgicas latinas se reconcentra en sí misma, recapitulando en ese momento preciso toda la variedad de pueblos y siglos, y emite al mismo tiempo su sentimiento antiguo y actual, vivo en el corazón y en el alma, tanto del catecúmeno que acaba de recibir la fe como del cristiano más experimentado. Toda la Iglesia de todos los tiempos y lugares dirige a Dios en una misma lengua sus súplicas, hechas por cualquier sacerdote al pie del altar, desde cualquier punto de la Tierra.
      Es natural que la Iglesia haya resistido a las innovaciones y antojos momentáneos, que pondrían su Liturgia en un resbaladero en el que no se podría prever el fin de sus cambios incesantes. La unidad de la fe impone la unidad de la oración y culto público, procurando conservar el latín como vínculo de unióü. Las verdades reveladas -el depósito confiado por Cristo a su Iglesia- no pueden condicionarse a los azares de la movilidad que el uso cotidiano suele producir en los significados de las palabras. Ello no impide ciertas acomodaciones a cada pueblo y ambiente peculiar. Ya hemos dicho cómo el mismo uso del latín como I.I. es un expresivo signo para todos, sacerdotes y fieles, de lo divino que la Liturgia celebra (v. I). Además, el simple entendimiento de cada palabra no basta; cada palabra y cada frase reciben su sentido del contexto y del conjunto expresivo del que forman parte: gestos (v.) y actitudes, acciones, el mismo ritmo y modulación de las fórmulas y cantos (v.), ritos (v.), etc., que forman el conjunto de la acción sagrada. Esta comprensión profunda de la Liturgia (sobrenaturalidad, unidad, universalidad) es experiencia común de todo fiel que haya seguido durante algún tiempo la Santa Misa en latín. A ello puede añadirse la sencilla ayuda de un misal de fieles que tenga los textos en lengua vernácula; mientras el sacerdote celebra en latín, los fieles pueden leer simultáneamente en su lengua el significado concreto de las oraciones, cuyo sentido total se deriva del conjunto de la acción litúrgica, y de la incesante catequesis que nunca debe abandonarse, tanto dentro como fuera de la Liturgia misma. En las reuniones, encuentros y centros internacionales, cada vez más frecuentes y extendidos, basta usar en la Liturgia esa lengua católica: el latín, que resulta un ejemplo de traducción simultánea que haría suspirar a muchas organizaciones internacionales. Y en toda ocasión, el latín hace pervivir el espíritu y oración de la Iglesia que fue, en la Iglesia del presente y en el alma de cada fiel. El fácil calificativo de lengua muerta resulta así inadecuado cuando se alude al latín.
     
     

BIBL.: H. LECLERCQ, Langues liturgiques, en DACL VIII,12971312; L. GODEFROY, Langues liturgiques, en DTC VIII,2580-2591; M. RIGHETTI, Historia de la Liturgia, I, Madrid 1955; C. VAGAGGINI, El sentido teológico de la Liturgia, 2 ed. Madrid 1965; J. A. JUNGMANN, La liturgie des premiers siécies, París 1962; fD, El sacrificio de la Misa, Madrid 1951; L. A. MOLIEN, La priére de 1'Église, I, París 1924; J. LECLERCQ, Le latín chrétien, langue d'Église, «La Maison Dieu» 11 (1947) 55-75; CH. MOHRMANN, Le latín liturgique, ib. 23 (1950) 5-30; fD, Notes sur le latin liturgique, «Irenikon» 25 (1952) 3-19; G. BARDY, La latinisation de I'Église d'Occident, ib. 14, p. 9-11,113-130; M. PALACIOS, El problema de la lengua litúrgica,. «Liturgia» 6 (1951) 206 ss.; J. A. EGUREN, La palabra litúrgica, «Liturgia» 20 (1965) 124-146; C. KOROLEYSKIJ, Liturgie en langue vivante, París 1955; P. WININGER, Langues vivants et liturgie, París 1961; H. SCHMIDT, Liturgie et langue vulgaire, Roma 1950; fi), Introductio in Liturgiam occidentalem, Roma 1960; F. CUMONT, Pourquoi le latin fút la seule langue liturgique de 1'Occident, en Mélanges Paul Frédéricq, Bruselas 1904; A. G. MARTIMORT, La discipline de 1'Église en matiére de langue liturgique (essai historique), «La Maison Dieu» 11 (1947) 55-75; fD, Le probléme des langues de 1946 á 1957, ib. 53 (1958) 23-55; M. ARROYO, Necesidad de una auténtica catequesis en vista a una participación litúrgica, especialmente eucarística, «Liturgia» 20 (1965) 147-164.

 

J. GUILLÉN CABAÑERO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991