LEGITIMIDAD


Pugna entre legalidad y legitimidad. Los hombres del Antiguo Régimen creían que I. coincidía con la legalidad (v.); su educación, la práctica de la vida política y la doctrina de los autores demostraba que las situaciones injustas se resolvían de acuerdo con los principios del orden existente, pues lo injusto era un accidente cuya eliminación estaba prevista. Al plantearse el orden natural como algo en flagrante contradicción con el existente -s. XVIII- ya la legalidad no se cree legítima, al no explicarse de acuerdo con la razón. La crisis está en el proceso de la racionalización de la cultura occidental, porque en toda pretensión de I. hay una no disimulada invocación al misterio, «que puede ser absorbido por la fe, pero no asimilado por un análisis racional» (Fuero). Antes de la crisis, el sentido religioso se desvela en la trasmisión del poder. La herencia, por ser una muestra más clara de la confianza en Dios, es el título más puro de designación. Si la trasmisión no es regular, siendo el gobierno de exigencia indeclinable en la vida social, quien lo alcanzó ilegalmente puede legitimar su título con el ejercicio. El orden posee una justificación trascendente que el poder ha de servir y en este servir al orden estriba la I.
      Cuando Bodino libera al soberano de la obediencia a sus propias leyes, indica la ruta que llevaría a la nación a sentirse igualmente libre para reformar la base del orden, es decir, la Constitución, que es la obra de Siéyes. El crujido de todo el edificio se produce con la irregular trasmisión de poder, cuando los monarcas ceden ante la revolución. En España prescinde el pueblo directamente de las fórmulas (motín de Aranjuez) y las Cortes de Cádiz se declaran en «legítima constitución» y el rey como «su único y legítimo señor». Esta pugna entre legalidad y I. es más notoria en el Decreto de Valencia y en las pretensiones de D. Carlos. El proceso, con varias manifestaciones, culmina en la fórmula híbrida de la monarquía constitucional en que a «la gracia de Dios» se une la de la Constitución. Conforme se estima irracional el primer extremo, lo cual no quiere decir que lo sea, la I. se desliza hacia la fórmula voluntarista de la mayoría.
      Tipología de la legitimidad. Tiene razón Hauriou cuando hacer notar que la I. es algo que en última instancia no puede referirse a la legalidad. La posibilidad de hacerse obedecer descansa siempre en la creencia en la bondad del orden, que a su vez se manifiesta legítimo por ser efectivo. Entendemos por efectividad la posibilidad de proveer normalmente, dentro del mismo orden, a la solución de todas las cuestiones. En este sentido diríamos que un orden es efectivo en cuanto supone la existencia de un soberano, de quien tiene la última palabra. La I. de éste ha sido explicada por una tipología harto conocida con tres tipos. Legal, que descansa en la ley, correspondiendo los derechos del mando «a los llamados por esas ordenaciones»; tradicional, que descansa en la santidad de lo que rigió desde lejanos tiempos, y carismática, como entrega «a la santidad, heroísmo y ejemplaridad de una persona y a las ordenaciones por ella creadas o reveladas». Max Weber, su bien conocido autor, asegura que los tres no se dan en toda su puerza, y sí podríamos recordar en su esquema la evolución de las formas políticas de Aristóteles, es bien seguro que el orden legítimo de nuestro tiempo participa de todas en diferente medida, no siendo menor la presencia de la carismática. Los jefes o líderes poseen en nuestros días relevancia extraordinaria y siendo, como es, la autoridad carismática la que se ofrece como más directamente nacida de la libérrima voluntad del súbdito, es la de menor consistencia, fenómeno que no se encuentra alejado, a mi juicio, de la terrible inestabilidad de nuestros regímenes.
      Hacia un concepto de legitimidad. Como habrá podido advertirse, la I. es un valor que se ofrece disociado de la legalidad en los periodos críticos que llamamos revolucionarios. Hasta entonces, el hombre acepta la ley, convencido de que el desarrollo del orden obedece a ciertas creencias que estima válidas. Si la Revolución francesa es el periodo que abre la pugna entre estos conceptos de I. y legalidad más rotundamente, el proceso racionalizador es de todos los tiempos. La l., ya se ha dicho, traspasa la razón; por eso, no sólo en nuestros días, sino siempre que se somete a prueba racional los fundamentos del orden, aparece la pugna, ya que la norma basada en unos principios legítimos pierde su efectividad cuando aquéllos se consideran absurdos aunque no lo sean. Por otra parte, el amor a la seguridad hace que se presuman legítimos todos los actos del titular con tal carácter y hasta que las ilegalidades -reforma constitucional- acaben sancionadas como legítimas (Heller). Nos referimos al orden constitucional en sentido material con eliminación de preceptos que figuran en las Leyes Fundamentales por decisión del poder constituyente y no debido a su naturaleza.
      Toda I. es algo transitorio y relativo, o sea, que ha de referirse al pueblo y al momento. Ciertos autores afirman que la I. se reduce a creer que las instituciones que nos gobiernan son las mejores, porque pueden resolver los conflictos que se planteen (Lipset). Pese a todo, el giro decisivo del pensamiento contemporáneo ha llevado a definir unilateralmente la l., considerando sólo legítimo el orden democrático. Ahora bien, esta creencia repele lógicamente la definición de orden democrático en el sentido de proceso en que se somete al acuerdo de la mayoría la decisión fundamental, para referir el orden democrático a un núcleo de verdades indiscutibles a las que la voluntad humana debe servir, y no haciéndolo, por correcto que haya sido el mecanismo electoral, el régimen se considera ilegítimo. Nadie cree que la democracia (v.) sea el reino de las verdades relativas (Kelsen) ni que por albergar todas las ideologías sea el más cómodo de los regímenes. Se mantiene que la I. de un régimen tiene carácter material con servidumbre obligada al respeto de ciertos principios y al desarrollo de la personalidad humana. En suma, un concepto material de I. que alguna escuela muy notoria ha resumido en la servidumbre a los principios de la civilización judeocristiana, en los que el hombre debe participar por obligación; consensus sobre las verdades, no sobre los procedimientos.
     
      V. t.: LEGALIDAD.
     
     

BIBL.: C. BRINTON, Anatomía de la Revolución, Madrid 1958; M. WEBER, Economía y Sociedad, I,III,IV, México 1944; J. F. FUEYo, Estudios de teoría política, Madrid 1968, 31-95; A. BRECHT, Teoría de la política, Barcelona 1963, Introducción, cap. XIII; J. WINCKELMANN, Legitimitüt und Legalitdt in Max Webers Herrschaftssoziologie, Tubinga 1952.

 

D. SEVILLA ANDRÉS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991