Laicos. Derecho Canónico
Origen y evolución histórica del término «laico».
Para obtener claridad en la noción de l. conviene recordar el origen y la
evolución histórica del término.
En los primeros tiempos de la Iglesia, los seguidores de Cristo aparecen, en el
marco de la convivencia de los demás hombres, con una mismas notas definidoras:
todos tienen un mismo Señor, una fe, un Bautismo (Eph 4,5); todos son ante
Cristo y la Iglesia iguales porque no hay judío ni griego; no hay siervo o
libre; no hay varón ni mujer. Todos son uno en Cristo Jesús (Gal 3,28; Col
3,11). Para designarse, frente a quienes no formaban parte de la Iglesia, se
llamaron «discípulos», «hermanos», «santos», «elegidos», etc. Ya en los albores,
del resto de los discípulos se habían destacado los Doce Apóstoles (v.) con una
clara preeminencia en el gobierno y en la predicación. Luego se agregará Matías
a los Doce y, equiparado en misión, aunque sin formar parte de los Doce, el
apóstol Pablo. Ef torno a los Apóstoles aparecen también, diferenciados del
resto de discípulos, unos cooperadores a los que se llamará diáconos, auxiliares
o mini§tros de los Apóstoles, y más tarde seniores, episcopi y presbyteri (v.
OBISPO; PRESBÍTERO; DIÁCONO). Al lado de éstos surgen, por la riqueza de la
acción del Espíritu Santo, una serie de ministerios carismáticos, como los
doctores, los profetas, los glossolali (agraciados con el don de lenguas), cuyos
carismas (v.) se ejercen en servicio de la comunidad eclesial, sin tener un
contenido jurisdiccional. Por fin, sin ninguna caracterización especial, sino la
misma fe, el mismo Bautismo y el mismo Señor, quedan el resto de los discípulos:
los fieles comunes y corrientes.
A estos últimos no se les dio en un principio un nombre propio y específico. Tan
sólo a medida en que las necesidades de la predicación hicieron preciso
referirse al resto del pueblo cristiano común, en cuanto distinto de quienes
tenían ministerios institucionales o carismáticos, se recurrió a la designación
de hermanos o fieles, designando así a los destinatarios de la predicación que
no eran Apóstoles ni, más tarde, clérigos. Así S. Pablo usa el término idiótes
(1 Cor 14) aludiendo a la masa de fieles que carecen de función pública en la
comunidad cristiana. A medida gtie fúeron cristalizando ciertas formas de
organización, aquellos que por la imposición de las manos y por la destinación a
las funciones del culto y gobierno eran llamados kléros o clerus
(obispos-presbíteros y diáconos) se destacaron del resto de los fieles, formando
el ordo clericorum. Cuando, en contraste y oposición a este ordo, se quiso
designar al resto de los cristianos, apareció la denominación laikós o laicos.
Aunque referida al pueblo llano israelita, la primera utilización de la palabra
l. se encuentra en la Epístola a los corintos de S. Clemente Romano (v.) ca. los
años 95 ó 96 de nuestra Era.
Los resultados de las más recientes investigaciones sobre la definición nominal
de l. permiten afirmar que: a) es un término derivado del griego laós (pueblo),
mediante el sufijo -ikós (sufijo, empleado por retóricos y sofistas, que
expresaba pertenencia a una categoría social); no es original del lenguaje
eclesiástico y fue poco usado en el lenguaje helénico; b) etimológicamente
significa miembro del pueblo llano, por contraste con la Administración pública;
c) la palabra l. mantuvo en los s. i a iii su significado etimológico y se
utilizó para aludir a los fieles comunes, diferenciándolos de los clérigos; d)
sólo en los s. Iv y v hay ciertos indicios de una confusión de la condición
teológica de fiel a la noción de l.; sin embargo, la confusión no se opera hasta
épocas posteriores; por tanto, el carácter profano o sagrado, al menos en los
tres primeros siglos, debe contemplarse en la figura del fiel y sólo
traslaticiamente en la de l.; e) en los cinco primeros siglos l. no fue empleado
como sinónimo de fiel (miembro del Pueblo de Dios); aunque alguna vez fiel se
utilizó en sentido restringido de l. (fiel no clérigo); f) no se ha podido
probar una relación directa entre el texto de S. Pedro (1 Pet 2,10) y el uso del
término laico; aunque, como agudamente advierte Hervada, si la Iglesia no se
hubiese considerado Pueblo de Dios, difícilmente se hubiera usado la palabra
laico; g) la palabra significa, por tanto, miembro del pueblo llano
(etimológicamente) y aplicada a la Iglesia significó a los fieles comunes y
corrientes (no investidos de ministerio institucional o carismático) (v. t. i,
l).
Cuestión distinta a la expuesta es la relativa a la situación real y jurídica de
los l. en la Iglesia. No hay duda de que, en los primeros siglos, todos los
fieles, incluidos los l., sienten y viven las consecuencias del carácter activo
de su condición común de cristianos, como se desprende de los escritos de la
época sobre la común vocación a la santidad y a la difusión del mensaje
evangélico, que llega en numerosos casos a plasmarse en el martirio. A partir de
la Edad Media, la situación de los l. evolucionará hacia una visión pasiva y
discente de su inserción en la Iglesia. Los factores de esta evolución son fruto
de ciertas perspectivas doctrinales y sobre todo de las difíciles coyunturas
históricas.
En un primer momento, la pasividad y discencia laical será consecuencia, entre
otras, de la equiparación clérigomonje, por la que el l. se contrapone no sólo
al detentador de un ministerio público en la Iglesia, sino al perfecto, esto es,
al consagrado al altar y a los consejos evangélicos de castidad, pobreza y
obediencia, es decir, al apartamiento del mundo; y también de la gravísima
crisis cultural en la que la masa de gentes se encuentra sumida en la Alta Edad
Media, que provocará no sólo una identificación clérigo-hombre culto y
laico-lego, sino también una centralización de los esfuerzos culturales de la
Iglesia en manos del clero y en favor de la promoción del clero. Esta situación
histórica llevaba consigo una inevitable minusvaloración del l., en la que
incide también la polémica sacerdocio-reino (v. INVESTIDURAS; MEDIA, EDAD II).
En los siglos posteriores la situación cambia, pero la temática sobre el laicado
resulta influida por la experiencia negativa de los cátaros (v.), beguinas y
begardos (v.), fraticelli, etc., así como por la necesidad de salir al paso a
los planteamientos protestantes que obliga a estudiar y profundizar sobre todo
en el papel de la Jerarquía (v.) en la Iglesia; a ello se puede añadir la
necesidad de oponerse a nuevas formas de cesaropapismo (galicanismo, josefinismo,
etc.; v.) o a movimientos antirreligiosos o simplemente anticlericales que, bajo
la bandera del «laicismo» (v.), se desarrollaron en el s. xix. Así se explica el
poco relieve con que aparecen los l. en el Código de Derecho Canónico de 1917.
¿Cómo surge, en este horizonte, el despertar de la responsabilidad del laicado?
Entre las diversas causas del fermento laical de los últimos tiempos cabe
destacar: la toma de conciencia de la autonomía de lo temporal y la legítima
laicidad de la comunidad política; la concepción más personal y existencial de
la vida religiosa; la situación social y política en los países
democrático-liberales y su influencia en la Iglesia; la atención sobre la
participación activa de todos los fieles en la liturgia; la doctrina de los
autores espirituales; los avances de la teología, de los estudios bíblicos y
patrísticos, especialmente en el tema del sacerdocio común; y el impacto teórico
y práctico de los más recientes movimientos asociativos de índole laical (V.
ASOCIACIONES V).
Los laicos en la doctrina del Concilio Vaticano II. Una de las aportaciones
decisivas de la doctrina conciliar reside en la distinción entre fiel y laico.
El término de fiel (nomen gratiae) ha de entenderse en la línea de la igualdad
radical de todos los bautizados (v. FIEL); por su parte, el término laico (nomen
officii) sólo cobra sentido a la luz del principio de diversidad funcional (v.
t, 2). Significa este último principio que, al margen de la común condición de
bautizado, no todos los fieles cumplen en la Iglesia una misma función, ni
tienen por ello un mismo estatuto jurídico. Así en los clérigos aparece una
preeminencia de su función ministerial sobre las demás, de modo que, si bien
continúan radicalmente insertos en el mundo, su función en el orden temporal
queda totalmente subordinada a su ministerio sagrado (v. SACERDOCIO V). Los
religiosos, por su lado, en tanto son testigos públicos, en nombre de la
Iglesia, del sentido escatológico de la vocación cristiana y prefiguran el orden
convivencia) definitivo, quedan por tal función segregados del mundo, hasta el
punto que sin esa separación no habría posibilidad de distinguir propiamente su
función específica (v. RELIGIOSOS): pues, como es sabido, la búsqueda radical de
la santidad y plenitud de vida cristiana (v. 11) y el fenómeno asociativo (v. 1,
6) con finalidad apostólica son derechos propios de todos los fieles, sin
distinción de funciones. En cambio, el l. es el cristiano cuya función
específica en la Iglesia arranca de su inserción radical en el mundo,
participando, junto con los demás hombres, en la construcción del orden
temporal, edificando ese orden según el plan querido por Dios e informándolo con
el espíritu del mensaje evangélico. Es propio del l. la nota de secularidad o
«compromiso temporal» a partir del cual queda configurada de modo típico su
función eclesial, tanto respecto del mundo como de la misma Iglesia (in mundo et
in Ecclesia).
La Const. Lumen gentium, después de haber definido a la Iglesia como nuevo
Pueblo de Dios (cap. II) y expuesto el tema de la Jerarquía en sus distintos
grados (cap. III), dedica el cap. IV a los l.; la definición contenida en el n.
31 es descriptiva o tipológica, más que teológica u ontológica; dice así: «Con
el nombre de laicos se entiende aquí a todos los fieles cristianos, a excepción
de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que viven en un estado
religioso reconocido por la Iglesia, es decir, los fieles cristianos que, por
estar incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en pueblo de Dios
y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de
Jesucristo, ejercen, por su parte, la misión de todo el pueblo cristiano en la
Iglesia y en el mundo». La Lum. gent. en el mismo n. 31 continúa diciendo: «El
carácter secular es propio y peculiar de los laicos... A los laicos pertenece
por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios,
los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las
actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida
familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están
llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu
evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la
santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás,
brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad. A
ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos
temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se
realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean
para la gloria del Creador y del Redentor».
Por su parte, el Decr. Apostolicam actuositatem se refiere, en el contexto del
apostolado, a los l. en los siguientes términos: «Hay en la Iglesia diversidad
de ministerio, pero unidad de misión. A los Apóstoles y a sus sucesores les fue
entregado por Cristo el oficio de enseñar, santificar y gobernar en su nombre y
con su potestad. Los laicos, por su parte, hechos partícipes del oficio
sacerdotal, profético y real de Cristo, desarrollan en la Iglesia y en el mundo
la función que les corresponde en la misión del entero Pueblo de Dios. Ejercen
verdaderamente un apostolado con su actividad dirigida a la evangelización y
santificación de los hombres, y a la animación y perfeccionamiento de las cosas
temporales con el espíritu evangélico, de tal modo que su actividad en este
orden temporal constituya un claro testimonio de Cristo y contribuya a la
salvación de los hombres. Siendo propio del Estado de los laicos vivir en medio
del mundo y de los negocios seculares, están llamados por Dios para que, movidos
por el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo obrando como
obraría un fermento» (n. 2).
Del análisis comparado de los textos citados pueden obtenerse las siguientes
conclusiones:
a) El laico és miembro del Pueblo de Dios y la especif idad de su misión ha de
entenderse a la luz de la común condición de fiel. El l. (nomen o f f icii) es
uno de los modos propios de realizar la común condición de fiel (nomen gratiae)
: v. 1, 3. Por comprenderlo así, la Comisión Doctrinal, encargada de elaborar el
texto de la Const. Lumen gentium, desglosó, después de la discusión conciliar de
los días 16 a 25 oct. 1963, el primitivo capítulo De Populo Dei et speciatim de
laicos en dos capítulos autónomos: uno sobre el Pueblo de Dios (actual cap. II)
y otro sobre los laicos (actual cap. IV), mostrando que en la mente de los
Padres Conciliares la base común a cualquier diversidad ministerial residía en
la condición radical y previa de bautizado (fiel). El cap. IV de la Lumen
gentium y el Decr. Apostolicam actuositatem deben interpretarse siempre, en
consecuencia, a la luz del cap. II de la Lumen gentium. Una excesiva exaltación
del laicado, que no partiese de su subordinación ante la condición de bautizado,
comprometería tanto la común dignidad y libertad de todo fiel como el principio
de unidad e igualdad fundamentales, lo que supondría jurídicamente
estamentalizar a la Iglesia, esta vez cambiando el anterior signo clerical y
hierarcológico por otro de tipo laical.
b) El laico, como algo inherente d su condición, no tiene en la Iglesia, como el
ministro sagrado, un ministerio oficial. La necesaria distinción entre el
laicado y la clerecía no debe ser interpretada en el contexto de la
contraposición activo-pasivo, etc. Se trata de poner de relieve la diversidad de
funciones, todas ellas necesarias para la consecución de la entera y única
misión de la Iglesia. No hay, por tanto, funciones pasivas, lo que, como es
obvio, supondría un contrasentido. Los l. tienen una función activa en la
Iglesia y en el mundo, pero esta función, a diferencia de la que corresponde al
clérigo, no es un ministerio oficial y público. Esta característica de su
función, activa y privada, se advierte claramente en el caso del apostolado:
existe una actividad apostólica de los l. para la evangelización y santificación
personal de los hombres, y para la construcción del orden temporal según el
espíritu evangélico, como función activa, privada y propia de ellos, sin
necesidad de ningún mandato de la Jerarquía: v. 1, 4-5. Distinta a esta función
propia de los l. aparece la actividad apostólica de la Jerarquía, a la que ésta
puede llamar, como colaboradores, a los l., p. ej., la Acción Católica (v.): v.
I, ó.
c) El laico tiene una específica misión que cumplir en la Iglesia y en el mundo.
La actividad de los l., como miembros activos del Pueblo de Dios que poseen una
función específica, se ejerce en la Iglesia y en el mundo. En cuanto a la
Iglesia, los l. participan en la incoación del Reino de Cristo desde su interior
en tanto actúan su sacerdocio común en la recepción de los sacramentos, en la
práctica de las virtudes, en el servicio a los demás cristianos según su sentido
de la fe y los carismas, extraordinarios u ordinarios, que el Espíritu gratuita
y libremente otorga; participando en la misión salvífica de toda la Iglesia a
través del ejercicio de su propio y específico apostolado y la vivencia de su
propia espiritualidad; etc. Ahora bien, la característica típica de toda la
actividad de los I. en la Iglesia consiste en que, en virtud de la radical
inserción de la vocación laical en el mundo, aparece permeada o matizada por esa
relación constitutiva con el mundo secular (v. 1, 3 y 5). Olvidar esta nota
capital no significa sino clericalizar la actividad de los l. en laLAICOS
IIIIglesia. En este contexto, Del Portillo ha advertido del peligro de
considerar la restauración del diaconado considerándolo como máxima expresión
del apostolado laical; o la de ciertas asociáciones que, llamándose laicales,
piden a sus miembros que, mientras ejerzan su profesión, se abstengan de
cualquier apostolado, y lo ejerzan, por el contrario, sólo en los tiempos libres
y vistiendo un hábito.
La doctrina más reciente -Del Portillo, Lombardía y Hervada- se ha planteado la
cuestión de si los l. tienen capacidad para desempeñar cargos en la organización
eclesiástica, sobre la base del pequeño pasaje conciliar que admite el
ejercicio, por laicos llamados para ello por la jerarquía, de ciertos cargos
eclesiásticos con fin espiritual (Lumen gentium, 33). Estos autores,
distinguiendo la noción teológica de jerarquía de su significación jurídica
-Jerarquía como organización eclesiástica-, y matizando que tales cargos (quaedam
munera ecclesiastica, según la terminología conciliar) sólo pueden consistir en
todos aquellos para cuyo ejercicio no son necesarias facultades derivadas de una
participación ministerial en el Sacerdocio de Cristo, responden afirmativamente.
d) Secularidad y autonomía de lo temporal. El Concilio señala que «el carácter
secular es propio, peculiar, de los laicos» (Lumen gentium, 31), lo que
significa que los l. viven en el mundo, se santifican en el seno del mundo y
deben santificar al mundo desde su interior. Aunque en ocasiones los clérigos y
los religiosos puedan aparecer insertados en asuntos temporales, incluso en el
ejercicio de una profesión, tales apariciones son accidentales y excepcionales,
ya que su vocación propia, en razón del ministerio sagrado o en virtud del
testimonio escatológico, supedita la secularidad o la trasciende totalmente
-caso de los sacerdotes o de los religiosos, respectivamente-. La secularidad,
en cambio, es para el estado laical su nota principal; consiste en el puesto que
el bautizado tenga en las tareas de construcción y transformación del mundo,
considerando a éste no sólo como el ámbito espacio-temporal en el que se vive,
sino como una realidad mistéricamente relacionada con el orden que tiene a
Cristo como a su centro. En este sentido, la vocación laical es un modo de
autorrealización del fiel, en virtud del cual éste toma conciencia de la
posibilidad de ejercer integralmente su sacerdocio común en el seno del mundo
para recapitular a ese mundo en el Cristo total. La secularidad, en
consecuencia, entra en la noción común de fiel, especificando un modo de
autorrealización de aquélla y configurando una vocación típica, en la medida en
que la Iglesia sabe que la suerte del mundo no le es ajena, sino que debe
asumirlo cada vez más plenamente, razón por la que ciertos fieles -los l.-
informan el orden temporal con el espíritu evangélico mediante su inserción
radical en el mundo. Decimos «inserción radical», no sólo ambiental, porque la
integración de los l. dentro del mundo es absolutamente necesaria para la
consecución de los fines de la Iglesia, es voluntad divina, ya que de lo
contrario se quebraría la unidad del Universo, que tiene a Cristo como centro,
como principio y fin (alfa y omega), perdiendo el mundo su posibilidad de dar
gloria formal a I`ios.
Por tanto, corresponde propiamente a los l. asumir el mundo en Cristo, es decir,
buscar el reino de Dios, tratando y ordenando los asuntos temporales según las
exigencias del mensaje evangélico. En este punto conviene tener muy presente la
libertad de que gozan los l. a la hora de tratar y ordenar el mundo según el
mensaje evangélico, por cuanto esta tarea la realizan, no como ejecutores de
consignas de la Jerarquía eclesiástica, sino con plena y propia iniciativa,
dentro siempre de las normas de la fe y de la moral cristiana: v. I, 7. Este
principio fundamental de la libertad de los l. en lo temporal tiene sus raíces
más hondas en una correcta comprensión de las relaciones Iglesia-mundo, sobre la
base del principio de autonomía de lo temporal (v. AUTONOMÍA III; IGLESIA Iv,
5,7).
Por autonomía de lo temporal debe entenderse, según la Const. Gaudium et spes,
n. 36, que las cosas creadas y la misma sociedad gozan de propias leyes y
valores, que el hombre, libre y responsablemente, debe descubrir, emplear y
ordenar cada vez más perfectamente, respondiendo tal autonomía a la voluntad del
mismo Dios. En este sentido, si bien la Iglesia está inserta en el mundo, no le
corresponde a ella como tal la edificación de este mundo, ni su ordenación; son
la generación natural y los vínculos sociales quienes originan la nación, la
familia, la amistad o la profesión, y estos fenómenos conservan siempre su
radical autonomía, su «legítima laicidad», según expresión de Pío XII referida
al Estado, la cual debe ser escrupulosamente respetada por la Iglesia. Ésta, no
obstante, debe influir sobre el mundo haciendo que sea cada vez más cristiano,
pero esta influencia es competencia propia de los laicos, los cuales la realizan
directamente desde el seno del mundo, en el que están insertados, y con una
radical autonomía, esto es, sin constituirse en ejecutores de directrices de la
Jerarquía. Precisamente por ello los l. no tienen una misión oficial en la
Iglesia, porque su vocación de ordenar el mundo según la voluntad de Dios no
posee sentido jerárquico. La influencia de la Iglesia sobre el mundo se realiza,
por tanto, a través de los laicos, actuando éstos con la libertad de acción que
exige la legítima y radical autonomía de lo temporal (Gaudium et spes, n° 43).
Derechos y deberes de los laicos. La Const. Lumen gentium, n. 36, invita a los
fieles a distinguir los derechos que les corresponden como ciudadanos del mundo
de aquellos otros que les pertenecen como miembros de la Iglesia. En
consecuencia, la mayor parte de la actividad de los l. está regulada por el
ordenamiento jurídico estatal, no sólo porque el ámbito secular tiene su propia
autonomía, sino también porque la actuación de los l., encaminada a tratar y
ordenar según Dios los asuntos temporales, pertenece a la plena y libre
iniciativa del l., en la que no cabe una injerencia autoritativa de la
Jerarquía: v. I, 4 y 7. Pero, en cuanto miembro del Pueblo de Dios por el
Bautismo, el estatuto jurídico del l. en el Derecho canónico puede -según la más
reciente doctrina: Lombardía, Prieto, Del Portillo- sintetizarse como sigue: 1)
es la concreción jurídico-canónica de la función eclesial consistente en buscar
el reino de Dios tratando y ordenando las cuestiones temporales; 2) constituye
una modalidad jurídica de la condición común de fiel; 3) se adquiere por el
Bautismo y se pierde por la profesión religiosa o por la asumpción del estado
clerical; 4) sus concretos derechos y deberes, que constituyen el estatuto
laical, más que fruto de una consideración autónoma del laicado, son
matizaciones que la nota de secularidad y el principio de autonomía de lo
temporal producen en los derechos fundamentales del fiel. En cuanto a su
contenido concreto: 1) derecho a recibir una atención pastoral adecuada a las
peculiares exigencias de sus tareas y de su espiritualidad; 2) derecho y deber
de participar activamente en la comunidad litúrgico-sacramental dentro de los
límites de su sacerdocio común; 3) derecho y deber de vivir con una
espiritualidad (v. Ii) configurada por la tipicidad de su función eclesial, y de
desarrollar un propio apostolado, distinto del que puedan, realizar como
colaboradores del apostolado jerárquico; 4) derecho de asociación, para fundar,
nombrar y regir entes colectivos cuyo fin se encamine a la obtención de su
misión eclesial; 5) derecho a una adecuada y progresiva formación religiosa, lo
que implica tanto el deber de recibir los medios de formación, como el derecho a
que se respete su autonomía en las cuestiones temporales; 6) derecho y deber de
contribuir a la organización de la Iglesia, expresando sus opiniones y consejos
a los pastores, incorporándose eventualmente a órganos consultivos de la
organización eclesiástica, participando en el apostolado jerárquico,
desempeñando determinados cargos eclesiásticos, a los que son llamados por la
Jerarquía en virtud de su particular prestigio, pericia y ejemplaridad de vida,
etc.; 7) deber de subvenir, personal y económicamente, a las necesidades de la
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PEDRO JUAN VILADRICH.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991