Justificación
Con el término j. se designa en Teología el paso del estado de pecado al
estado de gracia y de adopción de hijos de Dios. En esta acepción está
incluida la distinción usual entre el momento de la j. (j. actual) y el estado
mismo de j. o de gracia (j. habitual); ambos aspectos son imprescindibles en
cualquier aproximación al tema. La j. constituye el momento específico de lo
que suele llamarse apropiación por parte del hombre de la Redención (v.)
objetiva realizada por Cristo. Es lógico que la j. recoja y sintetice muchos
de los hitos que marcan la historia de la salvación (v.), poniendo de relieve
la intervención de Dios en esa historia y la libertad del hombre. Por todo
esto, una exposición cabal -escriturística, histórica o sistemática- remite a
la totalidad del mensaje cristiano y de modo especial a la antropología
latente en ese mensaje que debe conformarse a la revelación de las relaciones
entre Dios y el hombre. De ahí también la remisión constante al tema de la
gracia sobrenatural (v.).
1. Síntesis de la Revelación bíblica. El testimonio bíblico es
fundamental para la doctrina de la j., tanto por la profusión de textos que
ofrece como por la riqueza y contenido de esos textos. Y si el N. T.,
revelación plena de la vida de la gracia, es la fuente primordial, las
Epístolas de S. Pablo constituyen el punto de partida imprescindible, a pesar
del aspecto polémico que comentaristas posteriores han querido subrayar. La
doctrina paulina sobre la j. del hombre es tributaria de su doctrina sobre la
gracia y, por eso mismo, de su soteriología. No obstante, todo el N. T. (y en
cierto sentido el A. T.) alude a la j. implícitamente, cuando no lo hace de
modo directo. S. Juan, p. ej., se refiere a ella en multitud de testimonios
sobre el renacer del hombre, sobre la infusión de una nueva vida comunicada
por la fe y el Bautismo y cuando integra «justicia», «fe» y «caridad» en el
tema de la vida cristiana entendida como llamada a la santidad y a la plenitud
de unión con Dios Trino.
En la Epístola a los Romanos, S. Pablo habla de una «justificación que
da la vida» (5,18) y de la obediencia de Cristo por la que somos y seremos
«constituidos justos» (5,19); en la primera Ep. a los Corintios afirma que los
pecadores son «justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu
de Nuestro Dios» (6,11); y en la Ep. a Tito aborda el tema nuevamente en un
contexto de importancia singular; después de reconocer lo característico del
hombre sujeto al pecado, afirma la realidad de una nueva era, puesto que
«cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los
hombres, él nos salvó, no a causa de las obras de justicia que hubiésemos
hecho, sino por su misericordia, haciéndonos renacer por el bautismo y
renovándonos por el Espíritu Santo, que él derramó sobre nosotros con largueza
por medio de Jesucristo nuestro Salvador; para que, justificados por su
gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna» (Tit
3,4-7).
Los diversos elementos que aquí integran la doctrina paulina son: a) se
reconoce que Dios obra la salvación gratuitamente, movido por su misericordia
y por su amor a los hombres (por consiguiente, la j. también es obra de su
amor misericordioso); b) que la gracia de Cristo justifica al pecador; c) que
tal acción es eficaz y produce un renacer y una renovación en el hombre
justificado; d) se afirma la mediación de Cristo, e igualmente, la eficacia
del Bautismo y la comunicación del Espíritu Santo; e) se alude, finalmente, a
otros efectos de la j., p. ej., la constitución en herederos de la vida
eterna.
S. Pablo resalta uno u otro de estos elementos a lo largo de sus Cartas.
Con frecuencia el término j. va íntimamente unido al de justicia e incluso al
de santificación (cfr. 1 Cor 1,30; 6,11; Eph 4,24; Rom 6,10 y 19); de todas
formas, la j. suele designar la acción con que Dios perdona los pecados,
aunque, a veces, S. Pablo recoge también varios sentidos de ascendencia
veterotestamentaria.
a) El perdón de los pecados. El renacer de que habla S. Pablo va unido
al perdón de los pecados porque en ello consiste, parcialmente, la j.: «Él
(Dios) nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo
de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados» (Col
1,13; cfr. Eph 1,6-7; Rom 3,24). La doctrina no es exclusiva de S. Pablo; toda
la S. E. concibe la remisión de los pecados como verdadera y efectiva acción
de Dios. Las expresiones más corrientes para designarla son explícitas:
remitir, perdonar (Ps 31,1; 84,3; Mt 9,2 y 6; Le 7,47-48; lo 20,23; Mt 26,28),
borrar (Ps 50,3; Is 43,25; 44,22; Act 3,19); alejar (Ps 102,12); quitar,
apartar de en medio (2 Reg 12,14; 1 Par 21,8; Mich 7,18); quitar (lo 1,29; 1
Pet 2,24; cfr. Heb 9,28); lavar, purificar (Ps 50,4; Is 1,16; Ez 36,25; Act
22,16; 1 lo 1,7; compárese con la doctrina paulina: 1 Cor 6,11; Eph 5,25-26;
Tit 3,5; Heb 1,3).
Conviene recordar también que Cristo vence el pecado, y que parte de su
misión salvífica consiste en la remisión del pecado (cfr. Mt 1,21); y que
tanto S. Pedro como S. Pablo hablan de la conversión y de la iniciación
cristiana en función del bautismo para el perdón de los pecados (Act 2,38; cfr.
2 Pet 1,9; 1 Cor 6,11; Eph 1,7; V. BAUTISMO; PECADO; REDENCIÓN).
b) Renovación interior y santificación. El tema del perdón de los
pecados rara vez se encuentra aislado; las más de las veces va unido a la
afirmación de una renovación interior del hombre que se expresa de las formas
más diversas. Como Cristo resucitado, el cristiano vive una vida nueva (Rom
6,4), ha pasado de «enemigo» (cfr. Rom 5,10 y 12; 1 Cor 15,22; Is 64,4), de
«hijo de la ira» (cfr. Eph 2,3) a ser heredero de la vida eterna, hijo de
Dios, partícipe de la naturaleza divina: «.., no sólo somos reputados, sino
que verdaderamente nos llamamos y somos justos, al recibir en nosotros cada
uno su propia justicia, según la medida en que el Espíritu Santo la reparte a
cada uno como quiere» (1 Cor 12,11). El tema de la renovación va, pues,
estrechamente unido al del hombre nuevo (cfr. 2 Cor 5,17; Gal 6,15). De manera
que el tránsito o paso implicado en la j comprende no sólo el perdón de los
pecados sino también una renovación interior. Las más variadas descripciones
lo confirman: se habla de la j., como de un tránsito de la condenación eterna
a la salvación (Tit 3,4-7); del hombre viejo al hombre nuevo (Eph 4,21-24; cfr.
Eph 3,9b-13; Col 3,9-10; 2 Cor 5,17; v. HOMBRE 11, 3); de la carne al espíritu
(lo 3,5-6; v. ESPÍRITU III); de la inmundicia a la pureza (1 Cor 6,9 ss.; Eph
5,26); de las tinieblas a la luz (Col 1,12-14; v. LUZ III); de la esclavitud a
la libertad (Rom 5,10-11); de la injusticia a la justicia (Rom 5,18-19; v.
JUSTICIA I). El hombre nuevo es llamado a ser santo, inmaculado e
irreprensible delante de Dios (Col 1,22; cfr. Rom 5,8; Eph 2,1-6; y toda la
doctrina de S. Juan sobre la gracia).
La formulación sintética por parte de S. Pablo de j. y santificación es
comunísima ya que los dos temas están con frecuencia unidos o al menos
yuxtapuestos. En Rom 3 ss., presenta el tema de la j.; en Rom 5 la
reconciliación con Dios; en Rom 6 la incorporación mística en Cristo por el
Bautismo; en Rom 8,5 ss., las operaciones del Espíritu. En Gal 3,23 ss., se
hallan unidas la fe, la j., la filiación divina y el «ser en Cristo». En Philp
3,7 ss. el «ser en Cristo» va unido a la justicia que se funda en su fe. En
Tit 3,4-7, resume en una sola frase todos los elementos de la doctrina de la
j. (v. SANTIFICACIÓN).
c) La justificación por la fe en Jesucristo. La doctrina paulina se
dirige directamente contra las concepciones farisaicas meramente jurídicas de
las relaciones entre Dios y el hombre; según esas concepciones, la j. sería
algo externo, sin implicaciones de santificación interior y fruto del
cumplimiento de los mandamientos de la Ley. El hecho queda reflejado en la
terminología que S. Pablo usa: tanto en el empleo de expresiones de origen
forense, como en la referencia a Gen 15,6, y en la insistencia en la gratuidad
de la j. y en la eficacia de la acción misericordiosa de Dios.
De ahí que la j. pueda_ formularse como un juicio o acontecimiento
místico y jurídico que declara justo al pecador y le constituye real y
efectivamente en hombre justo (cfr., además de los textos ya vistos, Rom 5,19;
1 Cor 6,11; y también Gal 3,6,13; Rom 4,5; 8,30). S. Pablo contrapone, a la
concepción cuasi-pelagiana de los fariseos y otros grupos judaizantes, una j.
por la fe en Cristo y no por las obras de la ley. Veamos los puntos centrales
de su doctrina:
(a) El acto de fe (v.) en Cristo es afirmado (cfr. Rom 3,21-22; 4,1-25;
Eph 2,1-12; 1 Cor 15,17; Rom 9,30; 1,16-17; 10,9-10) como indispensable para
la j. del hombre. Y la fe aparece como el camino a través del cual la justicia
de Dios, manifestada en Cristo, se hace -de modo real y efectivo- justicia del
hombre. Es de notar que Dios mismo suscita esa fe en el hombre: la fe no es
obra de la ley. Y como esa fe, la j. es don gratuito de Dios (Rom 3,23-24;
4,4-5; 11,6; Tit 3,4 y 1 Cor 6,17; cfr. Ex 31,13 y 1 lo 4,10). Todo indica,
además, que la fe indispensable para la j. del hombre es acto de conocimiento
(cfr. Rom 10,9-10), y también acto de confianza y abandono en la misericordia
de Dios, que obra por la caridad (cfr. Gal 5,6).
(b) Al decir S. Pablo que «el hombre se justifica por la fe, sin las
obras de la ley» (Rom 3,28), ¿excluye todas las buenas obras del hombre,
pasadas, presentes y futuras? Hay que distinguir dos aspectos para comprender
la mente del Apóstol. Por una parte, los gentiles y judíos que se convierten a
Cristo son justificados independientemente de sus obras anteriores; pues, en
lugar de cumplir la ley (natural o positiva; v.), todos pecaron y están
privados de la gracia de Dios (Rom 1-3). Pero por lo que se refiere a las
obras presentes y futuras no cabe decir lo mismo (cfr. Rom 2,6.13; 8,3-4).
Dios, que perdona las faltas pasadas, exige para la j. presente y venidera la
práctica de la ley en cuanto es expresión permanente de la voluntad de Dios.
De ahí las exhortaciones que cierran las Cartas (Rom 13,8-10, etc.); la misma
doctrina respecto de la relación entre la j. y las obras expuesta en Eph
2,1-10, y el hecho de que declarando superada la ley mosaica (cfr. Gal
2,15-21; 3,23-29), en el contexto mismo de esa polémica antijudaizante,
reafirme la necesidad de cumplir la ley (Gal 5,13-14). La ley, en efecto, en
cuanto se cifra en la caridad sigue siendo obligatoria para el cristiano. Es
la «ley de Cristo» (Gal 6,2), y su práctica es la condición de la salvación
final en el último juicio (Gal 6,7 ss.).
Podemos, pues, concluir que el hombre se justifica por la fe sola, a
condición de entender, como S. Pablo, que se trata de la fe que obra por la
caridad (Gal 5,6; cfr. 6,15 y 1 Cor 7,19). La caridad, por la que obra la fe,
forma parte integrante de la j. (v. LEY vli, 4).
2. La Reforma luterana y el Concilio de Trento. El testimonio de la S.
E. fue aceptado, reconocido y poseído pacíficamente por la Tradición, y la
doctrina sobre la j. se desarrolló amparada bajo el signo de la doctrina de la
gracia. En el s. xvi, sin embargo, la Reforma protestante conmociona en sus
mismas bases el sentido de la Revelación bíblica, sentido que la Iglesia
mantuvo en la doctrina promulgada por el Concilio tridentino. El propósito de
este apartado es ayudar a entender más plenamente la doctrina del Conc. de
Trento, 'situándolo en su contexto histórico. Aunque de por sí la historia no
configura el dogma, no obstante, su consideración ayuda en ocasiones a la
comprensión de las verdades definidas. La importancia de la sistematización
que hace Trento exige por lo demás un estudio detallado.
a) Antecedentes de la escisión protestante. La evolución de la
civilización occidental desde el s. xiv hasta los albores de la pseudorreforma
protestante es significativa e imposible de trazar, aun a grandes rasgos, en
toda su complejidad. Sin embargo, es necesario advertir que los s. xIv y xv
condicionan la especulación posterior sobre la gracia y la j. porque
condicionan las directrices de la antropología vigente en el s. xvi. Motivo
más que suficiente para señalar algunas notas que esclarezcan el sentido de
esa especulación.
Una de las corrientes intelectuales más incisivas es la que inaugura
Ockam (m. 1346; v.), cuyas afirmaciones sobre el conocimiento del singular
concreto, son imprescindibles para entender los planteamientos teológicos
voluntaristas posteriores. El conceptualismo de Ockam favoreció, además, un
nominalismo de matiz agnóstico, que se desarrolló especialmente en Oxford y
que influyó de modo decisivo en el extrinsecismo moral de los reformadores. El
pesimismo luterano, en cambio, surgió como reacción contraria a la exagerada
visión optimista del nominalismo.
Los planteamientos armónicos de S. Tomás y de S. Buenaventura quedaron
oscurecidos: el tema de la santificación interior, y la armoniosa síntesis
entre naturaleza y gracia fueron relegados a un segundo plano. Mientras, el
tema del amor misericordioso y justificante de Dios hacia el pecador (punto de
partida de S. Agustín) fue reducido, paradójica y exclusivamente, a una
voluntad soberana absolutamente independiente. Por otra parte, la llamada
«teoría de la aceptación» (marco de la distinción entre la potentia Dei
absoluta y la potentia Dei ordinata) de Duns Escoto (v.) fue alterada hasta el
punto de ser prácticamente otra doctrina en el pensamiento de los que de modo
más inmediato influyeron en los protestantes. Esta línea de evolución
teológica culminó con la oposición ficticia entre gracia, caridad y fe. A todo
esto hay que añadir la decadencia de la escolástica (v.) que provocó la
desconfianza frente a la actividad racional; el difundirse de doctrinas
místicas en sí acertadas, pero no siempre bien interpretadas; y el influjo de
tendencias individualistas nacidas del movimiento humanista. Y tenemos así
pergeñado, en líneas muy generales, el cuadro en que aparece Lutero. Martín
Lutero (1483-1546; v.) encontró, en efecto, un panorama intelectual orientado
hacia el hombre visto principalmente como individuo; se trataba de una
orientación que atendía predominantemente a las exigencias psicológicas y que
concedía importancia casi exclusiva a las actitudes del corazón y a la
voluntad. En este contexto, no sorprende que su doctrina sobre la gracia se
vuelque en uno de sus efectos: en la j. del hombre.
b) La justificación en el pensamiento protestante. Las fuentes para
conocer esa doctrina son los escritos del mismo Lutero, los Loci communes
(1521) de Melanchton, la Confessio Augustana (1530) y en su comentario
posterior, la Apologia de 1531, ambos también de Melanchton (v.). La primitiva
concepción de Lutero quedó en parte difuminada por ese desarrollo histórico
que ha suscitado no pocas controversias; no obstante, los protestantes
acabaron adoptando un esquema que no deja lugar a dudas en la mencionada
Confesión de Augsburgó, a la que nos atenemos.
La Confesión afirma que los luteranos enseñan «que los hombres no pueden
justificarse ante Dios con sus propias fuerzas, méritos y obras, sino que son
justificados gratuitamente a causa de Cristo por la fe, cuando creen que han
recibido en sí la gracia y que les han sido remitidos los pecados por Cristo
que por su muerte satisfizo por nuestros pecados. Esta fe la imputa Dios como
justicia ante Él mismo» (Artículo 4; cfr. además: Art. de Esmalcalda, parte
III, art. 13; Formula concordiae, parte II, c. 3). Se puede, pues, distinguir
un aspecto positivo: la j. se realiza por la sola fe; y otro negativo: la j.
no depende de las obras. Tales fundamentos implican una concepción pesimista
respecto del hombre, su pecado y sus obras, siempre y necesariamente malas.
En general, tanto Lutero como sus seguidores parten de una corrupción
intrínseca y radical de la naturaleza humana después del pecado original (v.
PECADO III), que identifican formalmente con la concupiscencia (v.). Con este
fundamento antropológico, el Bautismo se concibe como un sacramento incapaz de
sanar el pecado original, y la libertad, como una realidad anulada. Así en su
De servo arbitrio, Lutero mismo habla de un libre albedrío que es sólo nominal
ya que ha muerto después del pecado de Adán; de manera que el hombre caído es
siempre pecador y no puede hacer nada con miras a su justificación. El
planteamiento le conduce a la afirmación de un Dios que sustituye en Cristo al
hombre pecador. De allí la necesidad y suficiencia para la j. de una fe
fiducial: un acto de confianza -formalmente de la voluntad- en la misericordia
divina; de allí la adulteración de conceptos claves como son la fe, el pecado,
la libertad, la gracia; de allí también que la j. sea algo puramente
extrínseco, nada interior o inherente al alma, sino una declaración hecha por
Dios en consideración de la obediencia de Cristo que cubre con su justicia al
pecador, es decir, una no-imputación de los pecados (iustitia forensis sive
iudicialis). La j. entendida así no regenera al hombre interiormente, ni
siquiera son perdonados sus pecados: el hombre «justificado» es perdonado en
Cristo, pero permanece en pecado, es simul peccator et iustus, a la vez
pecador y justo.
Por lo que se refiere a las diferencias entre Lutero y los otros
iniciadores del protestantismo, se puede señalar que Melanchton adoptó un
luteranismo mitigado ya que aceptó el libre albedrío porque evolucionó,
siguiendo a Zwinglio, hacia un sinergismo que reclama la colaboración del
hombre justo a la acción divina. Calvino (150964; v.) sostiene por su parte
que Cristo asume al justificado en el Espíritu Santo para realizar Él la
respuesta de la fe; de este modo subraya, mucho más que Lutero, la
santificación como fruto de la j., pero pone, con Zwinglio, el acento en una
doble predestinación (absoluta por parte de Dios) que resulta inconciliable
con la liber tad humana (V. LOTERO Y LUTERANISMO I, 2 y II, 2; CALVINO Y
CALVINISMO, 3).
c) El Concilio de Trento (1545-63). El decreto De iustificatione,
promulgado en la sesión VI del Concilio (13 en. 1547) consta de 16 capítulos y
33 cánones, y se estructura basándose en la distinción entre tres
justificaciones: conversión al cristianismo de quien antes no lo era, la
regeneración y desarrollo propios de la j., recuperación de la j. si se ha
perdido (si bien se ocupa de modo especial de las dos primeras).
El final del prólogo explicita la finalidad del Concilio: «exponer a
todos los fieles de Cristo la verdadera y sana doctrina acerca de la misma
justificación que `el sol de justicia' (Mal 4,2) Cristo Jesús, `autor y
consumador de nuestra fe' (Heb 12,2), enseñó, los Apóstoles trasmitieron y la
Iglesia católica, con la inspiración del Espíritu Santo, perpetuamente
mantuvo; prohibiendo con todo rigor que nadie en adelante se atreva a creer,
predicar o enseñar de otro modo que como el presente decreto establece y
declara» (Denz.Sch. 1520); el carácter dogmático del Decreto viene más
explicitado y confirmado por el can. 33 (Denz.Sch. 1583). Una lectura atenta
del prólogo y de las conclusiones de los capítulos evidencia de modo más que
suficiente que no sólo los cánones contienen la doctrina de la Iglesia, sino
también los capítulos que exponen la misma doctrina de forma positiva; tanto
capítulos como cánones sirven de cauce magisterial y manifiestan claramente su
carácter normativo. A todos ellos, pues, nos atendremos en la exposición
sistemática que sigue.
3. Naturaleza de la justificación. a) La primera conversión. La idea
dominante del Decreto tridentino gira en torno a esta primera conversión, obra
gratuita de Dios, iniciativa divina que provoca la cooperación del hombre. La
j. se presenta así como una acción conjunta de Dios y del hombre. La
afirmación excluye el pelagianismo, el semipelagianismo y también el falso
misticismo propugnado por la doctrina protestante. En este sentido los
capítulos 5 y 6, 8 y 9, suponen los primeros cuatro, fundamento soteriológico
del decreto. El cap. 3 habla ya de la j. como un renacer que da a los hombres,
«por el mérito de la pasión de Aquél (Cristo), la gracia que les hace justos»
(Denz.Sch. 1523). Mientras, el cap. 4 describe la j. del pecador como paso «al
estado de gracia» y «de adopción de hijos de Dios, por el segundo Adán,
Jesucristo Salvador» (Denz.Sch. 1524, cfr. can. 5: sobre la necesidad del
Bautismo, o su deseo, para este paso). Los otros cap. mencionados son
preparatorio-descriptivos del proceso de j. Los cap. 5 y 6 (cfr. can. 2-6 y
7,9) que tratan de la necesidad y del modo de la preparación rechazan
claramente la opinión que concibe al hombre como meramente pasivo: «... cuando
en las Sagradas Letras se dice: `Convertíos a mí y yo me convertiré a
vosotros' (Zach 1,3), somos advertidos de nuestra libertad; cuando
respondemos: `Conviértenos, Señor, a ti, y nos convertiremos' (Lam 5,21)
confesamos que somos prevenidos de la gracia de Dios» (Denz.Sch 1525). Los cap.
6, 8 y 9 insisten sobre el modo de la preparación a la vez que excluyen una j.
por la sola fides (cfr. especialmente, el cap. 9 y el can. 14: Denz.Sch. 1533
y 1564).
La afirmación de la gratuidad de la j. (cfr. Denz.Sch. 1529) corre
paralela a la afirmación de la gratuidad de la gracia e implica la respuesta
libre del hombre; de ahí la insistencia sobre la necesidad de una preparación
y sobre la intervención de la voluntad. La doctrina tridentina se hacía eco de
una tradición largamente mantenida y cultivada: «Quien te creó sin ti, no te
justifica sin ti. Quiero decir que Dios te creó sin que tú lo supieras, pero
no te justifica si no prestas el consentimiento de tu voluntad» (S. Agustín,
Sermo 169,11,13). No es otra la naturaleza del consentimiento que supone la
doctrina de S. Tomás de Aquino al admitir actos preparatorios (cfr. Sum. Th.
1-2, 8112; 8113 a3). La cooperación libre del hombre es exigida por la misma
gratuidad de la gracia e incluso, por la naturaleza del mérito (cfr. Conc. de
Cartago: Denz.Sch. 226; Indículo: Denz.Sch. 245248; Conc. Araucasiano 11:
Denz.Sch. 373-379,388,395396; Conc. de Trento: Denz.Sch. 1525,1532,1548,1553,
1582; y Conc. Vaticano I: Denz.Sch. 3014). Trento afirma la gratuidad de la j.
y la cooperación libre de modo inequívoco: Dios «excita y ayuda a convertirse,
y hace que se dispongan a su propia justificación asintiendo y cooperando
libremente con la misma gracia, de manera que -al tocar Dios el corazón del
hombre por la iluminación del Espíritu Santo- ni puede decirse que el hombre
mismo no hace nada en absoluto (puesto que puede también rechazarla), ni
tampoco puede moverse a ser justo delante de Él por su libre voluntad, sin la
gracia de Dios» (Denz.Sch. 1525).
El perdón de los pecados y la f e que justifica. En el meollo de la
doctrina católica rigen dos hechos importantes: la realidad de una conversión
desde el pecado y la realidad de una fe inquebrantable en Dios que justifica.
O, desde otra perspectiva, en la j. se entrecruzan dos momentos: la conversión
(v.) del pecador cuyos pecados son perdonados y la fe como momento positivo de
la metanoia. Este punto es tratado más ampliamente en el cap. 8 del Decreto
tridentino cuando se declara que el hombre se justifica por la fe y
gratuitamente.
La gratuidad de la j. por lo demás es afirmada constantemente porque se
trata de la donación de una gracia, de una disposición hecha posible por Dios,
pero también mediante actos sobrenaturales (cfr. Denz.Sch. 15251526;
1551-1554; 1942) y libres al mismo tiempo. Y se afirma una fe justificante
como la entiende la Iglesia, según su perpetuus consensus, en el sentido que
siempre le ha dado (cfr. Denz.Sch. 1532; 1559; Rom 3,22-24). Se trata de una
fe viva que es fundamento de la j.: «Decimos que nos justificamos por la fe,
porque ésta es el principio de la salvación humana, el fundamento y raíz de
toda justificación, de modo que sin ella nadie puede agradar a Dios (Heb.
11,6), y llegar a la comunidad de sus hijos. Y decimos que nos justificamos
gratuitamente porque nada de lo que precede a la justificación, bien sea la fe
o bien las obras, merece la misma gracia santificante. Pues si ella es gracia
no se debe a las obras. De otro modo como dice el mismo Apóstol, la gracia ya
no sería gracia» (Denz.Sch. 1532).
La fe justificante no es la llamada fe fiducial (cfr. Denz.Sch. 1562)
sino que incluye la fe dogmática, es decir, la fe (v.) que admite como
verdadera la doctrina revelada por la autoridad de Dios que la revela (cfr.
Denz.Sch. 3008). Los cap. 7 y 8 del Decreto tridentino son una afirmación de
fe en Dios que se traduce en confianza en la palabra revelada, al tiempo que
reconoce la condición pecadora del hombre y la misericordia infinita de Dios.
Esta fe no excluye la confianza en la misericordia divina; al contrario, la
confianza es fruto de una fe auténtica en la verdad de todo lo que Dios revela
a los hombres. La misma fe dogmática confirma como elemento distintivo de la
fe y en un contexto que remite inequívocamente a la misericordia infinita de
Dios: el alma del creyente se abandona esperanzada en el amor misericordioso
de Dios, confiando que Él le será propicio por causa de Cristo (cfr. Denz. Sch.
1526). De manera que la fe que justifica es inicio y parte del proceso de
conversión a Cristo. No obstante, el principio de la j. es la gracia
proveniente de Dios por y en Cristo Jesús (cfr. Denz.Sch. 1525). La conversión
a Cristo es, pues, viva como la fe que radica en su base y como la gracia que
la previene. Esa fe es, por otra parte, inseparable de los demás actos que
también han de caracterizar, preparar y disponer a la j.; ésta es la fe que
mueve a la penitencia, a la esperanza, a la confianza, a la caridad, a la
guarda de los mandamientos, a las buenas obras, etc.
El Conc. de Trento es aquí -como a todo lo largo del Decreto- un eco de
la doctrina de los Padres: la cristiandad de los primeros siglos entendió
siempre así la j. por la fe, y los testimonios litúrgicos y doctrinales (sobre
el bautismo y sus ritos, sobre el catecumenado, etcétera) son una demostración
elocuente. «Sin la caridad puede ciertamente existir la fe, pero en nada
aprovecha», mantiene S. Agustín (De Trinitate XV,18,32), y S. Tomás recoge
igualmente esta doctrina (cfr. Sum. Th. 1-2 8113 a5).
Naturaleza de la j. De la necesidad y el modo de preparación de la j.,
pasa el Decreto de Trento a una definición más específica que confirma lo
dicho hasta el momento: «A esta disposición o preparación sigue la
justificación misma que no es sólo remisión de los pecados sino también
santificación y renovación del hombre interior, por la voluntaria recepción de
la gracia y los dones, de donde el hombre se convierte de injusto en justo y
de enemigo en amigo, para ser heredero según la esperanza de la vida eterna (Tit
3,7)» (Denz.Sch. 1528).
La definición -doctrina de fe- confirma la realidad del perdón de los
pecados y el carácter de regeneración que la j. tiene. Afirma además que la
gracia justificante es un don creado -inseparable del don increado-,
sobrenatural y distinto de Dios y de su voluntad y de su amor. Se indica con
esto, por una parte, que la gracia de j. no es pasajera sino que produce un
estado permanente del alma del justificado porque esta gracia «se difunde»,
«se infunde», «inhiere» (cfr. Denz.Sch. 1530, 1545,1561). Por otra, que hay un
paso del estado de pecado al estado de gracia. No se habla de dos procesos
distintos, sino de una sola acción de Dios que remite los pecados y renueva a
la vez al hombre en su interior, transformándole para la santidad.
Dios, en definitiva, no mira al pecador como si fuese justo, sino que le
hace justo; Dios no sólo declara su j. sino que la hace efectiva de modo que
el hombre, perdonados sus pecados, renace verdaderamente a la gracia, a la
novedad propia de la vida cristiana: «Si alguno está en Jesucristo ya es una
criatura nueva» (2 Cor 5,17), un «hombre nuevo» (cfr. Col 3,9-10), «creado
conforme a la imagen de Dios en justicia y santidad verdadera» (Eph. 4,24).
Causas de la j. La definición del cap. 7 es una definición general que
es perfeccionada de inmediato al señalar las causas. La causa final, dice el
Decreto, es la gloria de Dios y de Cristo y la vida eterna. La misericordia de
Dios es la causa eficiente, y la pasión de Cristo -en su calidad de mediador
que satisfizo por todos los hombres- la causa meritoria. La causa instrumental
de la j. es el Bautismo, sacramento de la fe. La causa formal es destacada en
el texto conciliar: «Finalmente, la única causa formal es la justicia de Dios,
no aquella con que Él es justo, sino aquella con que nos hace a nosotros
justos (cfr. can. 10 y 11), es decir, aquella por la que, dotados por Él,
somos renovados en el espíritu de nuestra mente y no sólo somos reputados,
sino que verdaderamente nos llamamos y somos justos, al recibir en nosotros
cada uno su propia justicia, según la medida en que 'el Espíritu la reparte a
cada uno como quiere' (1 Cor 12,11) y según la propia disposición y
cooperación de cada uno» (Denz.Sch. 1529).
La causa formal de la j. fue, de hecho, el tema más discutido por los
Padres conciliares ya que si había un acuerdo unánime sobre la verdad de la
justicia inherente, algunos defendían que existía una doble justicia. Estos
autores (G. Contarini, A. Pighius, J. Gropper, Girolamo Seripando) sostenían
la existencia de una justicia de Cristo -que imputada al hombre remite sus
pecadosy de una justicia inherente al alma: es, decían, la unión de ambas lo
que verdaderamente justifica. El Conc. de Trento rechazó la tesis partidaria
de la doble justicia, recogiendo lo que había de válido en el fondo de su
inquietud primordial (la preocupación por excluir el pelagianismo), y así
cuando afirma que la justicia es inherente y que el cristiano es verdadera y
profundamente renovado, subraya fuertemente el carácter cristológico de esa
justicia. El Concilio destaca una única causa formal frente a la doctrina
errónea de la imputación forense, y se sirve para ello de la terminología
aristotélica sobre la causalidad: la justicia inherente en el hombre
justificado es la causa formal de su santidad y justicia, pero no es el hombre
por su iniciativa quien causa eficientemente su justicia, sino que la
iniciativa proviene de la gracia conferida en virtud de los méritos de Cristo.
Con esto se indica el carácter cristológico que tienen la santidad y la
justicia inherentes, única causa formal de la justificación (cfr. Denz.Sch.
1547). Por otra parte, la justicia de Dios, es decir, aquella por la que Dios
es justo, es causa eficiente de la justicia del hombre, pero no su causa
formal. La justicia del hombre es de origen divino y, sin embargo, se infunde
en él, real y verdaderamente; es una realidad que permanece en él, es una
justicia inherente (recuérdese la frecuencia con que aparece el verbo inhaeret)
aunque siempre le sea regalada: «Dios causa la naturaleza en una acción
creadora ininterrumpida y la justicia del justo en una actividad santificadora
continua» (M. Schmaus, o. c. en bibl. 144).
b) La segunda justificación. En el texto del cap. 7 del Decreto
tridentino se trata la desigualdad de la j. recibida por uno u otro hombre,
desigualdad que se explica por el carácter de regeneración interior que la j.
tiene. En esta perspectiva, se advierte la posibilidad de crecimiento a través
de las buenas obras que, desde luego, suponen la gracia y la j. ya recibidas,
pero que afectan a esa misma j : los hombres justificados crecen «en la misma
justicia recibida por la gracia de Cristo, 'cooperando la fe con las buenas
obras' (lac 2,22), y se justifican más (can. 24 y 32)» (Den.Sch. 1535).
De este crecimiento habla ampliamente la S. E. (cfr. Apc 22,11; Eccli
18,22; Iac 2,24, etc.). Es evidente que posibles buenas obras anteriores a la
j. no justifican en el sentido de que no merecen la j. que es don gratuito de
Dios, pero también es evidente que hay necesidad de todos los actos que, como
la fe, disponen a la j. (cfr. Denz.Sch. 1559), y sobre todo que la j. debe
fructifica ren obras (Denz.Sch. 1536-1539). Por eso se debe afirmar que las
buenas obras no son mero signo de la j., sino fruto de la misma y causa
-supuesta la gracia divinade su incremento. La doctrina expuesta en los cap.
11, 12 y 13 del Decreto son consecuencias o corolarios en dependencia directa
de esta posibilidad de crecimiento.
La observancia de los mandamientos (cap. 11) viene estudiada en su
necesidad y posibilidad, y va unida indiscutiblemente a las buenas obras que
el hombre puede y debe hacer (cfr. can. 18-21 y 23: Denz.Sch. 15681571 y
1573). El capítulo no deja lugar a dudas por lo que respecta a la tradición
escriturística y patrística en que se basan los Padres conciliares; tampoco
deja dudas sobre la comprensión realista que tienen del hombre y de sus
relaciones con Dios: «Dios, dice el Decreto citando a S. Agustín, no manda
cosas imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo
que no puedas (S. Agustín, De natura et gratia, cap. 43,50) y ayuda para que
puedas; 'sus mandamientos no son pesados' (1 lo 5,3), 'su yugo es suave y su
carga ligera' (Mt 11,30). Porque los que son hijos de Dios aman a Cristo y
'los que le aman', como Él mismo atestigua, 'guardan sus palabras' (lo 14,23);
cosa que con el auxilio divino, pueden ciertamente hacer...» (Denz.Sch. 1536).
Los Padres conciliares no son ingenuamente optimistas por lo que se refiere a
la naturaleza humana inclinada siempre al pecado, antes al contrario tienen
idea cabal de las fragilidades humanas, pero no olvidan que con la ayuda de
Dios el cristiano puede, por la gracia vivir con libertad y fidelidad la vida
cristiana: «Dios, a los que una vez justificó por su gracia no los abandona,
si antes no es por ellos abandonado» (Denz.Sch. 1537; citando de nuevo a S.
Agustín, De natura et gratia, cap. 26,29).
c) La tercera justificación. Si puede haber un crecimiento de la j., eso
indica que hay también la posibilidad de perderla (cfr. can. 23: Denz.Sch.
1573); lo que, a su vez, implica la posibilidad de recuperarla. El cap. 14 del
Decreto (Denz.Sch. 1542-1543) precisa esa recuperación dando así entrada al
tema del sacramento de la Penitencia (v.). Por otra parte afirma que la
pérdida de la j. no supone necesariamente la pérdida de la fe, sino más bien
de la gracia y de la caridad (aunque también existe la posibilidad de perder
la fe por el pecado de infidelidad). Insiste el Decreto en que la pérdida de
la gracia, por cualquier pecado mortal, no conlleva la pérdida de la fe,
subrayando así el carácter real de la j. contra toda doctrina que se quede en
una simple no-imputación de los pecados del hombre, y precisando el papel de
la fe en la j. En este sentido, además, la doctrina del Conc. de Trento
fundamenta las perspectivas ascéticas (v.) y místicas (v.) de la vida
cristiana. El hombre sigue inclinado al pecado y experimenta la debilidad y la
flaqueza de su condición, y solamente el conocimiento propio y un abandono más
responsable y pleno a la voluntad divina lo afianzan en la humildad y
fortaleza que capacitan para la lucha y la unión. Ese conocimiento y ese
abandono suponen siempre la ayuda omnipotente de Dios que se concreta, de modo
especial, a través de los Sacramentos (v. SACRAMENTOS; LUCHA ASCÉTICA).
4. Significado de la doctrina sobre la justificación. A la luz de las
declaraciones del Magisterio de la Iglesia, podemos afirmar que la j. es la
santificación y renovación interna del hombre por la gracia santificante (Denz.
Sch. 394; 1014; 1515-1516 y 1520; 1523-1524; 15451547; 1969; 3012); la gracia
de la j. obra, «como principio permanente de vida sobrenatural» (Denz.Sch.
3714), tanto el perdón de los pecados (Denz.Sch. 1515) como una renovación y
santificación inseparables de las virtudes teologales (Denz.Sch. 1530-1531).
Por consiguiente, se trata de un estado que Dios otorga gratuitamente al
hombre: Dios nos hace justos y amigos suyos (Denz.Sch. 1528), nos hace sus
hijos (Denz.Sch. 1522; 1524; 1942; 2623), herederos de la vida eterna (Denz.Sch.
1528; 3705) y partícipes de su naturaleza divina (Denz.Sch. 1921; 1942). La
doctrina católica pone de manifiesto la primacía de la misericordia divina, la
eficacia y gratuidad de su acción por la que el hombre queda realmente
purificado y elevado, sin detrimento de su libertad y de nada propiamente
humano. Se advierte aquí que el proceso de la j. tiene su origen en una
vocación divina, de modo que la gracia actual inicia y acompaña siempre todo
el proceso de j., fructificando -si el hombre la acoge- en gracia santificante
(primera j.) o en su incremento (segunda j.).
La doctrina sobre la j. se sitúa en el centro del dogma católico: en
ella repercuten la consideración de las relaciones entre hombre y Dios (un
Dios providente cuya misericordia brilla incluso en su justicia), del pecado,
de la libertad, de la Redención; y ella influye a su vez en la comprensión del
vivir cristiano, de la Iglesia, de los Sacramentos. El Conc. de Trento, como
hemos visto, hace hincapié en algunas tesis católicas centrales: la j. es obra
de Dios y afecta intrínsecamente al ser del hombre, la iniciativa de la j.
viene de Dios, pero en ella coopera el hombre libremente movido y sostenido
por la gracia. En esas frases está el núcleo del tema, en un entrecruzarse de
las perspectivas teológicas, cristológicas, antropológicas y eclesiológico-sacramentales,
en virtud del cual se iluminan unas a otras. La perspectiva teológica recuerda
que la iniciativa viene de Dios y que es la voluntad salvífica universal de
Dios lo que sostiene todas sus obras; la dimensión cristológica apunta hacia
la revelación que el Padre hace en el Hijo y mantiene siempre viva a través
del Espíritu Santo, renovando así al hombre con el don de la filiación
adoptiva. La eclesiológico-sacramental presenta a la Iglesia como «sacramento
visible» de la unión salvífica en Jesucristo, según la expresión del Conc.
Vaticano II (Const. Lumen gentium, 9). La antropológica nos hace ver al hombre
como ser ordenado a Dios, y llamado gratuitamente a la participación en la
vida misma divina, dotado de la capacidad de responder a Dios con libertad y
amor según El le requiere.
La doctrina de la j., de otra parte, recuerda el carácter de lucha que
tiene la existencia actual del hombre: «Toda la vida humana, la individual y
la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y
el mal, entre la luz y las tinieblas. Más aún: el hombre se nota incapaz de
dominar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de
sentirse aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar
y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe de
este mundo (cfr. lo 12,31), que le retenía en la esclavitud del pecado (cfr.
lo 8,34)» (Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 13). Pero frente a ese
panorama de lucha reconoce la realidad de la gracia: Dios, que ama al hombre,
es todopoderoso, y su amor ha vencido al mal y al pecado. La Redención operada
por Jesucristo pone a disposición del hombre pecador una nueva vida. Para
quien, reconociéndose pecador, se une a Cristo la salvación se ha hecho
posible, más aún participada ya realmente. La gracia transforma al pecador, y
le alcanza en lo más íntimo de su ser: Dios declara justo al pecador y su
declaración es efectiva porque opera un cambio radical en el hombre, un cambio
y una regeneración que incluyen el perdón de los pecados y un ser sobrenatural
que lo capacita para vivir la vida de Dios, para vivir un modo de existencia
caracterizado por uña relación nueva con Dios Trino y por la gracia o gracias
que la acompañan. El hombre justificado es más que un simple discípulo o
aceptador de una doctrina: «felicitémonos... y seamos agradecidos: se nos ha
hecho llegar a ser no sólo cristianos, sino Cristo mismo. ¿Os dais cuenta,
hermanos: comprendéis lo ctue Dios nos ha hecho? Es para que os llenéis de
admiración y de alegría. Se nos ha dado llegar a ser Cristo mismo» (S.
Agustín, In Ioann. Ev. tratt. 21,8). Y, en Cristo hijos de Dios y partícipes
de su naturaleza divina (v. FILIACIÓN DIVINA).
Se advierten así claramente los límites del planteamiento luterano y
protestante en general. Si la misericordia de Dios es infinita, ¿no es acaso
una limitación de ella admitir una corrupción intrínseca de la naturaleza
humana hasta el punto de hacer imposible su sanación por Dios mismo? Si Cristo
merece toda la gloria por su Muerte de Cruz, ¿no es restarle gloria reducirla
a una declaración que en realidad es inoperante?; ¿no equivale eso a hacer de
su Muerte un mero reconocimiento del pecado del hombre y, por tanto, solamente
un juicio y no un acto de salvación? Una justificación que no destruyera el
pecado, ¿no acabaría acaso abocando el hombre irremisiblemente a él y negando
la realidad del misterio pascual? ¿En que estribaría entonces la novedad de
vida proclamada por S. Pablo (2 Cor 5,17; Eph 2,10.15; 4,24; Gal 6,15; Col
3,3; etc.) y S. Juan (1 lo 1,2; lo 1,14; 14,16)?
El hombre debe reconocerse pecador; pero, al hacerlo, no se queda en él,
sino que se abre a la justicia que Dios le otorga, gratuita y copiosamente;
Dios al perdonar no niega al hombre, sino que lo afirma, e incluso reconoce su
pecado en el mismo momento que lo perdona. Dios ha creado libre al hombre y
respeta su libertad. El amor llama al amor, y el que es pecador, debe
reconocer la santidad divina también a través del reconocimiento de su pecado.
La experiencia del pecado y de la propia flaqueza le lleva a enfrentarse con
ellos porque sabe que le basta la gracia de Cristo (cfr. 2 Cor 12,9) y que la
vida cristiana se renueva cada día, comienza y recomienza constantemente. El
cristiano sabe que se puede hablar de mal y de pecado porque se puede hablar
de bien, de gracia, de santidad. No tendría sentido una voluntad divina
abocada a la santidad de su criatura -«ésta es la voluntad de Dios: vuestra
santificación» (1 Thes 4,3)si el hombre pudiera responder a las iniciativas de
Dios sólo con su pecado. No tiene sentido hablar de confianza en Dios si no se
habla a la vez de su amor omnipotente: «El Señor conducirá su rebaño a los
pastos, reunirá a los corderillos y los estrechará contra su corazón» (Is
40,11) ... «A la manera como una madre acaricia a su hijito, así os consolaré
yo. Os llevaré en mi regazo, y os acariciaré sobre mis rodillas» (Is
56,12-13)... «He venido, dice el mismo Cristo, para que tengáis vida, y la
tengáis en abundancia» (lo 10,10)... «El nuevo convertido emprende un camino
espiritual por el que, participando ya por la fe del misterio de la muerte y
de la resurrección, pasa del hombre viejo al nuevo hombre perfecto en Cristo»
(Conc. Vaticano II, Decr. Ad gentes, 13; cfr. Col 3,5-10; Eph 4,20-24). No
tendría sentido remitir a la misericordia divina sin aludir al amor que la
engendra, un amor creador de bien, de bien que viene de Dios, pero que es
inherente al hombre; un bien, por eso, suyo (del hombre) ya que se produce en
su libertad, en sus buenas obras, en la fe y la caridad que las anima.
El misterio de la j. se entiende en toda su profundidad sólo partiendo
de esa consideración del carácter creador del. amor divino, y, en prolongación
de ella, de la realidad de la Encarnación (v. ENCARNACIÓN; JESUCRISTO III, 2).
Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre y como tal revela el sentido
de la vocación de cada hombre y de la humanidad entera, haciendo a la vez
posible su cumplimiento. La realidad de sus promesas -e incluso de su misma
Encarnación- quedan comprometidas, o al menos desdibujadas, si no se reconoce
el realismo de la transformación obrada en la j. Cuando Cristo dice: «Padre
Santo, guarda en tu nombre a estos que me has dado para que sean uno como
nosotros» (lo 17,11), no habla -a sus discípulos de todos los tiempos- de un
sueño o de una realidad exclusivamente escatológica. Jesucristo mismo señala
el sentido de la vida en unión con Él y el Padre y el Espíritu: «Santifícalos
-dice al Padre- en la verdad, pues tu palabra es verdad. Como tú me has
enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me consagro
a mí mismo, para que ellos también sean consagrados en la verdad. No ruego
sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra,
creerán en mí. Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos
también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado»
.(lo 17,17-21).
.«En esto conoceremos que somos de la verdad y aquietaremos nuestro
corazón ante Él, porque si nuestro corazón nos condena, mayor que nuestro
corazón es Dios, y todo lo conoce» (1 lo 3,19-20). Las palabras del Apóstol
inciden en el ámbito de lo humano y en el ámbito de lo divino de una manera
que nos supera, y que relaciona al hombre con Dios drástica, insólita, casi
incomprensiblemente, pero nos introduce en los barruntos de una verdad que
puede y debe llenar el alma. Son palabras de esperanza, de consuelo, de
salvación, de misterio, escritas para los hombres de todos los tiempos; son
palabras que revelan una relación inaudita y portentosa entre Dios y el hombre
y que hacen conocer que la fidelidad de Dios a su iniciativa salvífica se
traduce en una misericordia mayor de cuanto cabría imaginar. Toda la historia
de la salvación implica y supone un amor trinitario volcado en la criatura,
configurada precisamente a imagen y semejanza suya. La magnitud de lo que todo
esto significa se atisba, se concreta de modo más comprensible a los hombres,
cuando Dios Padre cumple en Jesucristo, la obra de la Redención y, así la j.,
tal y como la entiende la Iglesia católica, se une a las realidades más
profundas porque sitúa a los hombres frente al misterio de haber sido creados,
conocidos y amados por Dios, colectiva e individualmente, con un amor
absolutamente gratuito y trascendente, y de haber sido dotados de una libertad
capaz de rechazar ese amor, pero también, y sobre todo, de entregarse a él.
Cuando el pecador reconoce su pecado, reconoce que ha sido creado por
Dios a su imagen y semejanza: que es capaz de conocer y amar libremente a Dios
y en É1 a todas sus criaturas, es decir, que vive, y se mueve, y existe en y
por Dios (cfr. Act 17,25.28). Cuando el pecador se arrepiente, descubre el
conocimiento que Dios tiene de él; que ese conocimiento es ausencia en el
hombre de soledad radical, constitución de su mismo ser y experiencia
acompañada de amor que no se conforma con ser presencia genérica sino que urge
hasta convertirse en irrupción en su historia personal, comunión de vida
íntima en la que cada Persona deja su impronta, reclamando una respuesta
también personal, generosa y agradecida al amor infinito que la engendra.
Cuando el hombre justificado responde así, a pesar de su flaqueza y de su
pecado, constata que Dios es más íntimo a su ser que él a sí mismo, reforzando
paulatinamente la vocación de amor a la que es llamado. La j. en este contexto
es, para cada hombre, rasgo inequívoco de haber comenzado a vivir la historia
de las misericordias de Dios.
V. t.: GRACIA SOBRENATURAL; PECADO; ENCARNACIÓN II, 10; FE I, 3 y IV,
C,2; CONVERSIÓN; BAUTISMO; PENITENCIA; SANTIDAD; MÉRITO; CARIDAD III, 4;
HOMBRE II, 1.
MANUEL JOSÉ RODRÍGUEZ M.
BIBL.: Además de los escritos apostólicos (especialmente las Epístolas de S. Pablo a los Gálatas, Romanos y Efesios), y de los documentos magisteriales (especialmente el Decreto tridentino) citados en el texto, pueden verse: L. BILLOT, De gratia Christi, Roma 1928; C. BOYER, Tractatus de gratia divina, Roma 1952; J. DAUIAT, La gracia d nosotros, cristianos, Andorra 1958; R. GARRIGOU-L.AGRANGE, De gratia, Turín 1950; E. HUGON, De percato original¡ et de gratia, París 1925; J. H. NICOLÁS, Les profondeurs de la gráce, París 1969; P. PÁRENTE, Anthropologia supernaturaiis, 2 ed, Roma 1946; J. RIVIÉRE, lustification, en DTC 6, 2081-2192; M. J. SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo, Barcelona 1964, 648-690; M. SCHMAUS, Teología dogmática, t. V : La gracia divina, 2 ed. Madrid 1962, 17-164, 299-336; E. STAREMEIER, Glaube und Reclafertiguns, Friburgo Br. 1937; H. RONDET, La gracia de Cristo, Barcelona 1966; A. DESCAMPS y L. CERFAUX, Justice, Justification, en DB (Suppl.) 4,1417-1436; E. TOBAc, Le problérne de la just¡fication dans St. Paul, Gembloux 1941; F. PRAT, La teología de S. Pablo, 2 vol., México 1947; H. SCHUMACHER, El rigor de la Iglesia primitiva: La «nueva vida» según los documentos de los dos primeros siglos, Barcelona 1955; VARIOS, Augustinus Magister, «Études augustiennes», 3 vol., 1954 (ver especialmente vol. 2); L. BoUYER, Du protestantisme á 1'Église, París 1956; P. BLASER, Rechtfertigungsglaube be¡ Luther, Munich 1953; H. JEDIN, Historia doctrinal del Concilio de Trento, 2 vol., Pamplona 1972; J. M. DALMAU, La justificación, eje dogmático de Trento, «Razón y Fe» 131 (1945) 75-97; S. 1. DOCRX, Fils de Dieu par grúce, París 1948; ver además la bibl. de GRACIA SOBRENATURAL.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991