JUSTICIA, IV. JUSTICIA SOCIAL. 2. ESTUDIO GENERAL.
1. Historia del vocablo. La voz j. s. es un neologismo introducido en virtud de
unas determinadas circunstancias que lo hicieron posible y necesario, pese a que
la terminología tradicional de la filosofía y del derecho contaba con
expresiones de significación esencialmente equivalente. Lo que desde mediados
del s. xix se viene denominando j. social es, en sustancia, la j. legal o
general (v. I) de los tratadistas clásicos, ya que su objeto propio e inmediato
lo constituye, en definitiva, el bien común (v.). Pero, para entender el hecho
histórico de la aparición del nuevo término, hay que tener en cuenta una
compleja serie de circunstancias que, aunque dejan intacta la mencionada
coincidencia esencial, permiten, sin embargo, establecer importantes matices que
atañen especialmente a los condicionaínientos económicos de la estructura total
del bien común.
a) El término «social». Ya desde fines del s. xvlii se venía llamando
cuestión social (v.) a la ocasionada por el trato económicamente injusto que
padecieron las clases trabajadoras de la naciente sociedad industrializada y
cuya forma más drástica fue el hecho del pauperismo (v.). Éste no se debió
exclusivamente a la economía capitalista, como el socialismo ha pretendido. La
verdadera razón del pauperismo y de todas las injusticias que a él llevaron
estuvo, concretamente, en la versión individualista de dicha economía: una
versión que, al adulterar los fines de ésta, la acarreó también muy graves
dificultades en el propio mecanismo de sus medios. Frente a ello se alzó una
concepción social, de la que fue esencialmente solidaria la idea correlativa de
una j. social inspirada en principios humanitarios y cristianos. De esta manera,
el adjetivo social tomó un claro sentido de superación del individualismo, sin
oponerse por ello a los derechos de la persona humana, irreductibles y previos a
los del Estado.
Ese mismo sentido es el que la voz social ha conservado dentro de la
expresión cuestión social, al adquirir el problema que esta locución significa,
otras dimensiones diferentes de las del pauperismo. De hecho, esta palabra fue
usada para designar un tipo especial de empobrecimiento y se refería
exclusivamente al inadmisible grado de miseria a que llegaron los trabajadores
industriales. En una segunda etapa, la cuestión social amplía su horizonte,
abarcando el problema de la clase media, el de los trabajadores agrícolas y el
de la constitución de las organizaciones profesionales en general, con un
replanteamiento radical del problema de la función del Estado y de intervención
del mismo en las estructuras económicas de la vida social. Y en el presente cabe
aún señalar una tercera etapa, en la que el campo de la cuestión social se
extiende al mundo entero, con el problema de los derechos de los países
subdesarrollados y de los deberes en que respecto de ellos se encuentran, por su
parte, los económicamente más fuertes.
Pero hubo, además, otra razón para que el neologismo apareciera: el
desconocimiento del alcance de las voces j. general y j. legal en una época en
la que la tradición a la que pertenecen estos términos tenía poca vigencia y
escasos cultivadores relevantes. Por una parte, la fórmula j. general se
prestaba, en esta situación, a ser tomada no como la que se refiere al bien
común, sino tan sólo como equivalente del concepto de la pura j. en general,
abstractamente entendida. Y, por su parte, el término j. legal se encontraba
afectado por el equívoco de la interpretación voluntarista, según la cual la ley
no consiste en lo que de ella se pensaba en la doctrina que tuvo a S. Tomás por
su principal representante (a saber, una ordenación de la razón, que tiene por
objetivo el bien común), sino única y solamente en lo mandado, con carácter
coactivo, por la autoridad estatal, sea o no sea justo.
Todo esto explica, en suma, la recepción de la nueva palabra j. social en
la Enc. Quadragesimo anno, donde aparece claramente enlazada a contextos
filosóficos tomistas, bien que de un modo fácilmente comprensible por el público
no especializado y, desde luego, con una intención distinta de la que
correspondería al tratamiento de una cuestión puramente científica.
b) En Italia, Francia y Alemania. En su equivalente italiaüo giustizia
sociale, y varios años antes de la publicación del Manifiesto comunista, el
vocablo ya había sido empleado entre los tratadistas cristianos del Derecho
natural, por L. Tapparelli d'Azeglio (v.) (Saggio teoritico di diritto naturale,
Palermo 1840, 353), quien además lo define (o. c. 354) por la función de «hacer
a todos los hombres iguales, en lo que concierne a los derechos de la
humanidad». Más tarde, el P. de Léhen, comentarista y divulgador de L.
Tapparelli, definía la justice sociale como la que consiste en «establecer,
dentro de cada sociedad, el equilibrio de los derechos y de los deberes» (Instituts
du droit naturel privé et public et du droit des gens, París 1866, 535).
Por esta época tiene lugar en Francia una fuerte polémica entre los
católicos sociales y los representantes de los llamados por éstos la escuela
clásica, principalmente Ch. Périn, para quien el término j. social no es otra
cosa que un neologismo vago y sin sentido, inspirado por un igualitarismo de
cuño autoritario y que amplía, de un modo desmesurado, el campo de la justicia
distributiva (v. ii). A su vez, los católicos sociales, representados sobre todo
por La Tour du Pin y Albert de Mun, consideran a sus rivales como portavoces de
un desenfrenado individualismo que se contenta con prometer a los pobres la
caridad y la lismosna, sin reparar en las obligaciones de estricta y mera
justicia que la sociedad tiene con ellos desde un punto de vista exclusivamente
natural y objetivo. El defecto en que ambas escuelas incurrieron fue la
equiparación de la j. social a la distributiva, sobre la base, como ya
anteriormente se ha indicado, de la ignorancia del sentido clásico de la j.
legal o general, expresamente referido al bien común y, por tanto, a todas las
exigencias que del mismo dimanan.
En Alemania se llevó a cabo un gran esfuerzo, parcialmente fallido, por
devolver al concepto de la j. legal su verdadera significación. En este caso se
encuentran principalmente V. Cathrein y H. Pesch (v.), que en una forma
explícita y directa vinculan esta j. al bien común y, por tanto, al derecho y
deber que la sociedad, representada por el Estado, tiene de conseguir que todos
los ciudadanos hagan cuanto es preciso para ese mismo bien. Pero si el defecto
de las dos escuelas francesas fue la equiparación de la j. social a la
distributiva, el de los tratadistas alemanes estuvo en la reducción de la j.
legal o general a la conmutativa (v. ii). Hay que aclarar, no obstante, que
concebían esta última en una forma su¡ generis, en virtud de la cual resultaba
preciso atribuir al Estado, o al gobernante, unas obligaciones que, puesto que
no podían consistir en la distribución de lo que no les pertenece, tenían
forzosamente que estribar en hacer que los ciudadanos respetasen mutuamente sus
derechos -también en materia económica- para el bien del conjunto de los
individuos y de las familias que integran la sociedad. Por lo demás, y a
diferencia de los polemistas franceses, que fueron, antes que nada, divulgadores
de ideas para el gran público, los mencionados pensadores alemanes se movieron,
la mayor parte de las veces, en el plano de la investigación y de la discusión
científica, tanto filosófica como teológica.
Un paso decisivo vino a darse en el último lustro del s. xix por obra de
Ch. Antoine (influido, según parece, por ideas del P. de la Begassiére). En su
célebre Cours d'Économie sociale (ed. 1899, 128), Ch. Antoine identifica, de una
manera inequívoca, la j. social con la legal, «cette justice qui a pour objet le
bien social el le bien commun á tous», complementando su pensamiento de este
modo: «la justice sociale exprime le lien juridique de la société, le principe
d'unité du corps social, c'est alors la seule justice légale».
Estas ideas penetraron muy pronto en Alemania, inicialmente a través de H.
Pesch, que emplea la fórmula soziale Gerechtigkeit en el mismo sentido de la
justice sociale de Ch. Antoine y fundamentándola en principios radicalmente
análogos. A esta misma dirección se sumaron, sin reservas importantes, J.
Mausbach (v.), O. Schilling, 1. Messner (v.), O. ven Nell-Breuning y P.
Tichleder. En conjunto, la escuela alemana estaba ya predispuesta a estas ideas
en virtud de su correcta elaboración filosófica del concepto de la j. legal o
general, pero parece que el impulso decisivo para la identificación de este
concepto con el de la j. social le vino, en definitiva, de los estudios de Ch.
Antoine sobre la modalidad de la j. que tiene por objeto el bien común.
c) En la Encíclica «Quadragesimo anno». Finalmente, Pío XI, al recogerla
en la enc. Quadragesimo anno, inserta la fórmula j. social en el siguiente
contexto: «Los recursos incesantemente acumulados por los progresos de la
economía social deben, pues, repartirse entre los individuos y las diversas
clases de la sociedad de forma que se procure esa utilidad común de que habla
León X111; o, para expresar de otra manera este mismo pensamiento, de modo que
se respete el bien de la sociedad entera. La justicia social no tolera que una
clase impida a otra el participar en estas ventajas» (Enc. Quadragesimo anno,
AAS 23,196).
Desde este momento, la voz j. social entra definitivamente en circulación
entre los escritores cristianos. El gran público llega a familiarizarse con su
uso, y toda clase de documentos políticos, económicos y sociales la emplean
reiteradamente como una fórmula que se acepta, al parecer, sin discusión.
Contribuyeron a esto, en gran medida, los rigurosos esclarecimientos del
concepto de la j. social aportados por A. Bucculeri (La giustizia soziale, en
Civiltá Cattolica, Roma 1936, 1,353-364; 11,111-123; 186198), quien mostró, una
vez más, la lógica conexión en que se encuentran objetivamente las nociones de
la j. social, el bien común y la j. legal o general. Sin embargo, en el campo de
la erudición, y especialmente en el de los estudios teológico-filosóficos, han
subsistido aún algunas vacilaciones, debidas, en su mayor parte, a ciertas
dificultades suscitadas por el problema de la intervención del Estado en materia
económica y por una indudable tendencia residual a confundir, en ciertas
ocasiones, los campos de la j. social y la distributiva. Tal es el caso en el
que se encuentran A. Vermeersch (v.), J. Tonneau y J. Kleinphappl, no porque
nieguen la j. social, sino porque tienden a distinguirla y separarla de la
general o legal.
2. El nexo entre la justicia social y el bien común. La relación de la j.
social con el bien común (v.) deriva inmediatamente del principio según el cual
el objetivo de la sociedad lo constituye el bien de todas las personas que la
integran. O dicho de una forma negativa: el fin de la sociedad en cuanto tal no
puede ser el bien privado de ninguno de sus miembros en particular, aunque ese
bien sea legítimo y no se oponga, por tanto, a los derechos de la sociedad misma
ni a los que respectivamente pertenezcan a los restantes miembros integrantes de
ésta. Todo ello, en suma, equivale a decir que el bien común, que es, por una
parte, el objetivo de la comunidad o sociedad, resulta, por otra parte, el
objeto propio y específico de la j. social como virtud qué ordena la convivencia
en sus aspectos o dimensiones naturales.
a) Justicia social, caridad y filantropía. Como virtud meramente natural,
la j. social difiere, pues, formalmente, del hábito sobrenatural de la caridad,
y ello incluso en los casos en que los contenidos de una y otra virtud sean
materialmente coincidentes. La caridad (v.) se fundamenta asimismo en un bien
común, pero éste no es el meramente natural en el que la j. social tiene su
cometido, sino el bien común supremo y sobrenatural en que Dios mismo consiste y
que hermana a los hombres bajo la condición de hijos de Él. Por otra parte, la
j. social es también formalmente diferente de toda filantropía o desprendimiento
de índole natural, y ello se debe a que constituye una obligación objetivamente
exigible y no tan sólo un modo de generosidad actualizable a través de un
impulso pura y simplemente subjetivo.
Desde un punto de vista psicológico, puede plantearse la cuestión de si de
veras cabe el ser socialmente justo cuando no se ama al prójimo. Esta cuestión
es también extensible a las restantes modalidades de la j. Pues bien, aunque el
fundamento objetivo de la j. en todas sus manifestaciones es siempre algún
derecho, la virtud consistente en respetarlo se apoya -considerada desde el
punto de vista del condicionamiento psíquico de sus ejerciciosen algún modo de
amor, entendiendo esto último no como un sentimiento, sino precisamente como un
acto de la voluntad, que, en el caso concreto de la caridad, tiene, en virtud de
su origen, una eficacia sobrenatural y divina. Aplicando estas consideraciones a
nuestro tema, llega a hacerse patente que, por no haber distinguido, de una
manera clara, entre el fundamento objetivo y el subjetivo de la j. social, se
han producido tanto las inadmisibles confusiones como las abusivas separaciones
de la misma respecto de la caridad y la filantropía. Esencialmente distinta de
las mismas, la j. social es, en la práctica, inseparable de la una o de la otra;
y, en consecuencia, tan desacertada en su confusión con cualquiera de ellas como
ineficaz la pretensión de lograrla sin el correspondiente apoyo subjetivo. Tal
es la causa de que cuando faltan las dos mencionadas formas de este apoyo se
corra el grave riesgo de convertir esa modalidad de la justicia en el
resentimiento y la venganza sociales.
b) El bien común, fuente de derechos y deberes. Pero ahora se trata
solamente del fundamento objetivo de la j. social. Y en este sentido hay que
aclarar que el bien común, en tanto que es objeto de j., constituye un derecho
que ha de ser respetado por todos los miembros de la sociedad. Lo cual quiere
decir que existe una j. (precisamente, la j. social) que obliga a subordinarse
albien común, de tal modo, por tanto, que el hecho de someterse y ajustarse a
las exigencias de este bien no tiene que ser mirado como algo excepcional o
especialmente altruista y generoso. Cabe decir que el derecho que el bien común
constituye tiene por titular a la sociedad misma, pero no abstractamente, sino
como un conjunto formado por personas, cada una de las cuales tiene, a su vez,
el derecho a participar en dicho bien. Por consiguiente, quien no se subordina
al bien común no se limita a prescindir de su derecho propio y personal a
participar en él, sino que además se opone a los derechos que, respecto a la
participación en ese bien, tienen los otros miembros de la sociedad. De ahí que
sean totalmente inválidas las objeciones que pretenden fundarse en que la
sociedad, e igualmente el bien de ella, no son, propiamente hablando, una
persona; porque, en definitiva, se trata de los derechos que las concretas
personas que integran la sociedad tienen a participar en el bien que de esta
misma resulta. E inversamente: quien se subordina al bien común, no sólo
extiende y aplica su voluntad a un objeto adecuado a la dignidad de la persona
humana, sino que se comporta de una manera justa, por respetar los derechos que
las demás personas que integran la sociedad tienen a la participación en dicho
bien.
Una vez hechas estas aclaraciones, importa determinar, con la mayor
exactitud posible, la forma en que la j. social apunta, desde cada uno de los
miembros de que la sociedad está compuesta, a todos los restantes. La j. social
no obliga a nadie, de una manera directa, con ningún ciudadano en concreto, ni
siquiera con todos, pero de forma que sea particularmente con cada uno, sino por
cierto a la inversa: con todos a la vez y en general. Este principio ha de ser
comprendido de un modo riguroso, si se quiere entender lo que la j. social es en
sí misma. Cierto que cada hombre ha de ser justo con todos los demás hombres.
Pero existen dos formas de que cada cual sea justo con los otros: Primera,
ajustarse en cada situación que se presente al derecho que cada uno de los otros
tiene a su respectivo bien privado; segunda, respetar el derecho que todos
tienen, en general, al bien común.
3. Justicia social y justicia general. Lo primero es lo que en la
terminología clásica se denomina j. particular, no, claro está, en el sentido de
que haya que practicarla solamente con una o varias personas, sino porque,
áunque debe ejercerse con cualquiera, sin ninguna excepción, siempre está
referida, sin embargo; y de una manera inmediata, a un bien particular: en cada
caso, el que pertenece propiamente a un hombre determinado o a un determinado
grupo de hombres. En cambio, el segundo modo se denomina, en esa misma
terminología, j. general, por tener como objeto el bien común. O dicho de otra
manera: lo que en los actos de la j. particular es respetado es, en cada
concreto caso y situación, el respectivo derecho particular a un bien
particular, mientras que lo que se respeta en los actos de la j. general es el
derecho de todos a participar en el bien común.
Como ya se indicó, la j. social se identifica con la llamada j. general.
Ahora bien, toda j. puede, en un amplio sentido, ser llamada social: en primer
lugar, por suponer la sociedad, o convivencia, al menos de dos personas, y en
segundo lugar porque contribuye a mantener el orden y la armonía sociales, en la
misma medida en que, por el contrario, toda injusticia constituye un acto de
insolidaridad y de desorden. Así, pues, hace falta que la j. social sea social
por algo más que por esas dos razones que convienen a toda forma de j. Ese algo
más es, en efecto, el que aparece en la j. legal o general en cuanto tiene por
objeto el bien común, es decir, no un simple bien privado, por legítimo que éste
pueda ser, sino el bien al que la sociedad misma se orienta en virtud de una
exigencia natural de su dinamismo objetivo.
De esta suerte, la j. legal o general puede, en resolución, ser llamada
social, no de un modo antitético, como si fuera antisocial la que concierne, de
una manera directa, a los derechos y los bienes particulares, sino porque la que
tiene por objeto propio el bien común atañe inmediatamente al objetivo y la
razón de ser de la sociedad en cuanto tal. El texto en el que Pío XI pone de
manifiesto las condiciones y las exigencias de la j. social es una prueba
patente de lo que se acaba de decir. En ese texto se afirma: «Lo propio de la
justicia social es exigir a los individuos todo lo que es necesario para el bien
común; así como en un organismo viviente no se atiende suficientemente a su
totalidad si no se da a cada parte y a cada miembro lo que éstos necesitan para
ejercer sus funciones propias, de la misma manera no se puede atender
suficientemente a la constitución equilibrada y al bien de toda la sociedad si
no se da a cada parte y a cada miembro, es decir, a los hombres, dotados de la
dignidad de personas, todo lo necesario para cumplir su función social propia» (Divini
Redemptoris, AAS 29, 1937, 92).
Fácilmente se advierte en este texto la distinción entre lo que la j.
social da y lo que, en cambio, pide; pero a la vez es evidente la conexión entre
ambas dimensiones por medio del bien común, fundamento unitario de las dos. Es,
sin embargo, frecuente que al hablar de la j. social se piense, de un modo casi
exclusivo, en los derechos de los económicamente débiles en una determinada
organización de la sociedad. A esta organización se la llama injusta
-socialmente injusta- por no reconocerse en ella esos derechos o porque no
permite el efectivo ejercicio de los mismos, aunque en teoría los acepte y
proclame con toda solemnidad. ¿Hay que decir entonces que la atención a esa
clase de derechos no compete, en rigor, a la j. social, sino a la particular, y
que, por ende, el uso del primer término es abusivo en tales ocasiones? La
realidad es que no existe tal abuso. Y no lo hay, porque lo que esa manera de
entender la j. social echa de menos es una organización total de la sociedad,
donde se haga posible el ejercicio de los derechos en cuestión, pero
precisamente en nombre del bien común y fundándose en él. Lo que la j. social
recaba entonces es que la sociedad entera se ordene y organice de tal modo que
el bien particular de algunos de sus miembros no prive realmente a otros de su
respectivo bien particular. Y esa exigencia procede, en definitiva, de la índole
misma del bien común, que es, por principio, la de algo participable por todos y
cada uno de los miembros de la comunidad (cada cual en función de sus
merecimientos y necesidades).
4. justicia social y justicia particular. Al exponer la historia del
vocablo, hubo que hacer algunas referencias a las concepciones que reducen la j.
social a alguna de las dos modalidades de la j. particular: la conmutativa o la
distributiva. El defecto esencial de esas concepciones estriba en el
desconocimiento, o en el olvido, de que las dos últimas modalidades de j. son
-una vez más importa subrayarlo- formas o modos de la j. particular, mientras
que, en cambio, la j. social, al tener por objeto el bien común, no se refiere,
de una manera directa, a ningún tipo de bienes particulares, aunque es preciso
añadir que indirectamente atañe a ellos, en calidad -como en seguida hemos de
ver- de fundamento y norma de toda conmutación y distribución de los mismos.
Porque cabe también otra deformación en la manera de interpretar el nexo entre
la j. social y las dos formas de la justicia particular: limitarse a entenderlo
como una pura y simple yuxtaposición de las obligaciones respectivas.
Ante todo, importa hacerse cargo de que la j. social es cosa muy distinta
de un conjunto de vagas aspiraciones sociales éticamente equívocas e
indefinibles. No es infrecuente que, en vez de considerarla como una virtud con
su objeto propio y específico, se la tome como un oscuro sentimiento con mejor
intención que valor práctico. Si la j. social tuviera este carácter no cabría
invocarla en calidad de norma objetiva de la convivencia y, por lo mismo, toda
apelación a ella, para tener la necesaria concreción, habría de resolverse en la
j. conmutativa y la distributiva. Pero ello supondría que el bien común no es
susceptible de una j. propia y adecuada, específicamente irreductible a las
modalidades de la j. particular. Así, pues, hace falta, en primer término, que
la j. Social no se limite a añadirse a la conmutativa y la distributiva como un
vago e indefinible complemento que se les quiere hacer. Pero tampoco se trata de
que la j. social deba alinearse con las otras o inscribirse en el mismo plano
que ellas, con alguna función determinada que estas últimas no logren por sí
mismas en su referencia a los bienes particulares. Como j. general que es, la j.
social se encuentra en otro plano, el del bien común; y como norma objetiva de
la convivencia, tiene que constituir el fundamento y el esencial principio
ordenador al que se sometan todos los derechos, y del que surjan todos los
deberes, de la j. particular.
Es decir: 1° la j. social y la particular (en sus dos formas) son
esencialmente diferentes, porque se mueven en distintos planos, que son los que
corresponden a los objetos propios e inmediatos de su respectiva competencia; 2°
no son simplemente diferentes, sino que además, y sobre todo, constituyen un
orden estrictamente jerárquico, donde la primacía pertenece a la j. social como
norma objetiva a la que se subordinan los dos modos de la j. particular, de la
misma manera que todo bien particular, aun el legítimo, debe subordinarse al
bien común; 3° la j. conmutativa y la distributiva son, por tanto, instrumentos
de la j. social, o, lo que es lo mismo, medios para llevar hasta la esfera de
los bienes particulares las exigencias de la j. social respecto del bien común.
Resulta, así, que la j. social y las dos formas de la j. particular se
enlazan mutuamente en un doble e inverso sentido. La j. particular necesita de
la j. social como de la norma a la que objetivamente se subordina y en la que,
en último término, se funda; y la j. social necesita de la particular para ser
llevada a la práctica, es decir, para poder realizarse en el ámbito de los
bienes particulares y de las personas concretas que de hecho componen la
sociedad. Esta doble e inversa relación no establece un círculo vicioso, porque
ni la j. social es a su vez un instrumento de la particular, ni ésta, por su
parte, una norma de aquélla. La norma y los instrumentos que la sirven tiene
siempre una mutua relación, mas no en el mismo, sino en distinto sentido, de una
manera análoga a lo que acontece con el fin y los medios. No es, pues, ni que la
j. social carezca de relación con los bienes particulares, ni que la j.
particular sea enteramente ajena al bien común, sino sencillamente que la j.
social se refiere, a través del bien común, a los bienes particulares, y que la
j. conmutativa y la distributiva se enlazan, a través de éstos, con aquél. Y
todo ello, en suma, por dos razones que hay que considerar conjuntamente:
primera, porque en la práctica las relaciones de j. son, en todos los casos,
relaciones entre personas concretas, y segunda, porque en justicia estas
relaciones deben contribuir al bien de todos y subordinarse, por tanto, a él.
De esta suerte, conviene por completo a la j. social lo que S. Tomás
afirma de la general o legal, con la que en rigor se identifica: «la justicia
legal ordena suficientemente las relaciones de los hombres entre sí, pero de un
modo inmediato en lo que concierne al bien común y de un modo mediato en lo que
atañe al bien particular» (Sum. Th. 2-2 q58 a7 adl). La distinción entre lo
inmediato y lo mediato es, por tanto, la clave para entender la diversa manera
en que la j. social se refiere, por una parte, al bien común y, por otra, a los
bienes particulares. Y a la luz de esta misma distinción se establece la
posibilidad de deshacer los equívocos y las confusiones que, con tanta
frecuencia, se han deslizado en las habituales controversias sobre el alcance de
la j. social y la relación de ésta con la j. particular.
Quienes afirman que la j. particular tiene su esfera propia están, sin
duda, en lo cierto; y hay que darles, por tanto, la razón, mientras sostengan
que esa misma esfera no es objeto directo de la j. social; pero se excederían si
pretendiesen que el ámbito en cuestión no puede ser regulado por la j. social de
una manera indirecta; porque ello sería tanto como negar la subordinación de los
bienes particulares al común, o, respectivamente, la de la j. particular a la
general o social, lo que en definitiva equivaldría a la eliminación de toda
norma superior de la convivencia, quitando a la vez su base a la propia j.
particular. E inversamente: quienes afirman que la j. social tiene un objeto
propio, en el que no cabe suplantarla con la j. particular, están también en lo
cierto; pero no tendrían razón si mantuviesen que ese objeto propio e inmediato
de la j. social no necesita de la j. particular como de un medio o instrumento a
su servicio, porque ello equivaldría a desconocer que, en la aplicación a la
práctica, todas las relaciones de j. vienen a consistir, como ya se indicó, en
relaciones entre personas concretas (incluyendo, claro está, la distinción entre
las personas físicas y las morales y, por supuesto, la que se da, desde otro
punto de vista, entre los gobernantes y los gobernados).
Por consiguiente, ni la j. social hace innecesaria a la particular, ni
ésta, a su vez, puede prescindir de aquélla. Ambas se reclaman mutuamente, sin
confundir sus objetivos propios. Y es tan defectuoso el separarlas como el no
distinguirlas. Veámoslo, de un modo más explícito, examinando la relación que la
j. social tiene, por una parte, con la conmutativa y, por otra, con la
distributiva.
a) Justicia conmutativa. Al regular, en principio, todas las prestaciones
que las- personas se hacen entre sí, la j. conmutativa obliga a dar en la misma
medida de lo que se recibe. P. ej., en la compraventa, que es un caso de mutua
prestación, y en general en todos los intercambios, lo conmutativamente justo es
que ambas partes respeten la igualdad aritmética entre los bienes o servicios
canjeados; y de ahí que no se cumpla esta j. no sólo cuando no se corresponde en
absoluto a lo que se recibe, sino también cuando una de las partes da menos que
la otra. Pues bien; en la hipótesis de que todos los miembros de la sociedad
cumpliesen con la j. conmutativa, ¿no habría que decir que ya está logrado el
objetivo de la j. social o general? -O, dicho de otra manera: ¿no es suficiente,
para que una sociedad sea justa, el que todos los miembros que la integran
respeten las exigencias de la j. conmutativa en la totalidad de los servicios y
beneficios que mutuamente se hagan?
Evidentemente, desde el punto de vista de los hechos, éste que da sentido
a la pregunta sobrepasa los límites de lo que la experiencia puede atestiguar;
pero no es ése el problema, y no lo es porque se trata de algo que, desde el
punto de vista de la moral, se nos presenta, en cambio, y con la misma
evidencia, como absolutamente obligatorio. Sin embargo, ello no constituye un
fundamento que por sí solo pueda justificar una respuesta afirmativa a la
pregunta. En primer lugar, cabría aducir que el bien común no estriba en la
yuxtaposición o mera suma de los bienes particulares. Y se podrían añadir otras
razones enlazadas con ésta y muy fáciles de argumentar. Pero aquí vamos a
limitarnos a una, que es la más decisiva para entender esencialmente la
cuestión.
Cuando se habla de la j. conmutativa, hay que tener en cuenta que, aunque
ésta es la norma de todos los intercambios, no es, sin embargo, una norma que
obligue a intercambiar. Dicho de una manera rigurosa: la obligación que la j.
conmutativa establece es meramente hipotética, no en el sentido de que sólo
valga en ciertos casos, sino radicalmente, o sea, en el sentido de que implica
el supuesto de que se admita algún caso de intercambio. Una vez que un
intercambio es aceptado, cada una de las partes tiene la obligación de dar a la
otra lo equivalente a lo que de ella recibe. Tal equivalencia es necesaria para
que pueda hablarse de j., ya que el simple cumplir lo convenido puede en algún
caso ser injusto desde el punto de vista de la ética de la conmutación, que
preceptúa, de un modo obligatorio, el atenimiento a la igualdad aritmética de
los valores en canje. Pero es patente que nadie falta a dicha equivalencia si
empieza por no aceptar el intercambio. Quien así no quisiera recibir no tendría,
por lo mismo, la obligación de dar. ¿Qué ocurriría, cabe entonces preguntarse,
si ningún miembro de la sociedad no quisiera intercambiar nada? Esta pregunta es
efectivamente tan legítima como la que antes formulábamos, y su sentido se
comprende a fondo al advertir que la existencia de los intercambios es una
necesidad que se desprende de la división de las actividades laborales, que es,
a su vez, precisa para el bien común. En consecuencia, aunque la j. conmutativa
no obliga por sí sola a intercambiar, la j. social, específicamente referida al
bien común, exige en general que haya intercambios, ya que si éstos no se
realizaran, la división del trabajo, además de inútil, resultaría nociva para
todos los miembros de la sociedad. O sea, que quien se negase en general a todo
tipo o clase de intercambio estaría faltando a la j. social, aunque
indudablemente no atentaría en nada a la conmutativa.
Por la misma razón, la j. conmutativa, que ni en general ni en concreto
obliga a intercambiar nada, tampoco puede ser el fundamento de que el gobernante
expropie un bien particular, ni siquiera admitiendo la condición de que el
poseedor de este bien sea compensado con otro equivalente. En la práctica, el
hecho mismo de la expropiación viene a ser una especie de intercambio forzoso,
en el que las exigencias de la j. conmutativa son cumplidas, si la indemnización
es la adecuada; pero, a título de forzoso, no puede estar basado en la j.
conmutativa, sino en la social o general, por ser precisamente el bien común lo
que confiere a ese canje su carácter moralmente obligatorio, justificando, así,
por una parte, la facultad que el gobernante pone en ejercicio al ordenar la
correspondiente expropiación y, por otra parte, el deber en que se encuentra el
gobernado de acatar esa orden. Y otro tanto acontece con el trabajo. Por sí
sola, la j. conmutativa únicamentE obliga a trabajar cuando de esta manera se
corresponde a algún servicio o beneficio equivalente, que se acepta en la forma
de un canje o intercambio. Por el contrario, la j. social no sólo puede imponer
el deber de trabajar por el bien común, sino que, en ciertos casos, tiene
también la posibilidad de ser el fundamento de la obligación de trabajar más, si
así lo exige el bien.
b) Justicia distributiva. Por lo que toca a la j. distributiva, nos
encontramos asimismo en el caso de tener que afirmar que su sentido es también
radicalmente hipotético, tal como ya se aclaró para la j. conmutativa. De la
misma manera que esta j. no obliga a conmutar, sino únicamente a que, si el
intercambio se realiza, ambas partes observen la igualdad entre los bienes o
servicios canjeados, tampoco la j. distributiva obliga a distribuir, sino tan
sólo a que, si se hace la distribución, se guarde en ella la debida proporción
entre los beneficios y las aportaciones o los méritos, y entre las cargas y las
capacidades. Por consiguiente, no se hace ninguna ofensa a esa j. si no se
reparte nada. Claro está que la falta de distribución puede constituir una grave
injusticia, pero no una injusticia distributiva, sino general o social.
La j. distributiva, que no obliga de suyo a la distribución, dictamina la
forma en que ésta ha de realizarse, si es que, en efecto, hay que ponerla en
práctica. Ni concierne tampoco a la cantidad o número de personas que deban
participar en los beneficios y en las cargas de la distribución. Aunque a
primera vista resulte extraño y hasta inadmisible, es preciso afirmar que la j.
distributiva no sufre lesión alguna si se llega a excluir de sus beneficios y
sus cargas a una porción, por grande que ésta sea, de la totalidad de los
miembros de la sociedad. Evidentemente, esta exclusión es injusta, mas no, por
cierto, injusta distributivamente, sino socialmente, puesto que es la j. social
o general la que reconoce en todos los ciudadanos deberes y derechos respecto
del bien común.
Tan propio de la j. distributiva es el referirse únicamente al modo, a la
manera de la distribución, que ni siquiera tiene esta j. el cometido de
establecer la cuantía de lo que se deba repartir. Tal determinación depende
objetivamente de las exigencias mismas del bien común. Para comprenderlo, basta
hacer una observación: el bien común recaba que una cierta parte de lo
conseguido entre todos los miembros de la comunidad sea reservada para atender a
las necesidades generales de la misma. Es lo sobrante lo que puede y debe ser
objeto de distribución. Y aun esto mismo que se acaba de decir no se fundamenta
tampoco en la justicia distributiva, sino en la social o general, que es la que
da el derecho a participar en el bien común, aunque la forma de la asignación de
los respectivos beneficios esté lógicamente determinada por la j. distributiva.
Igualmente, así como antes hubo que advertir que la sola j. conmutativa no
obliga, por sí misma, a trabajar, si no es en correspondencia a algún beneficio
equivalente, también ahora es menester observar que la justicia distributiva se
encuentra exactamente en el mismo caso. Es decir, que si alguien, con tal de
esforzarse menos, se contenta con participar también proporcionalmente menos en
el bien común, su conducta no podrá ser juzgada como una falta a la j.
distributiva y, por consiguiente, no habrá, por este lado, ningún fundamento
para forzarle o para castigarle. Pero en cambio, continúa siendo cierto que la
j. social -y en su nombre, el gobernante- puede obligar a ese miembro de la
sociedad a un rendimiento mayor, si el bien común lo exige y, por supuesto,
siempre que con ello no se atente a las exigencias naturales de la dignidad de
la persona humana. Advirtamos, de paso, que la obligación que el gobernante
tiene de respetar esas exigencias dimanantes de la dignidad personal del ser
humano no significan, en realidad, una negación, ni un aminoramiento, de lo que
antes se dijo, porque esa dignidad está incluida en la estructura misma del bien
común, que es un bien compartible por seres personales.
5. El ámbito de la justicia social. Considerada de una manera objetiva y
según el alcance que su propia esencia determina, la j. social tiene por ámbito
el de la sociedad en cuanto tal, en todos los aspectos regulables por el
principio de la subordinación al bien común. Y, a su vez, la esfera a la -que se
aplica este principio no se reduce a la del puro y simple bienestar material,
como si el bien común se limitase a sus dimensiones económicas, por importantes
y decisivas que éstas puedan ser.
a) Insuficiente reducción a los bienes económicos. Frente a ello nos
encontramos, desde el punto de vista de los hechos, con que el uso más
generalizado y frecuente de la palabra j. social es el que la vincula, de una
manera prácticamente exclusiva, a la justa distribución de las riquezas. Cuando,
sobre todo, se la mira desde una determinada situación social en la que se la
echa en falta, esa distribución suele presentársenos -y es lógico que así
ocurra- como un ideal que perentoriamente hay que llevar a la práctica, y se
convierte muy pronto en el fundamento de toda una serie de reformas que se
denominan, en ese sentido, sociales. El uso de este adjetivo como enlazado, de
un modo principal, por no decir totalmente excluyente, con los aspectos
materiales o económicos de la convivencia humana, es una abusiva restricción de
su significado, absolutamente inadmisible, no tan sólo en virtud de la propiedad
y del rigor del bien decir, sino sobre todo en nombre de las dimensiones y
aspectos superiores de la persona humana y de los niveles más altos del bien
común. La única explicación aceptable de ese hecho es la que en cierto modo
viene dada por la innegable urgencia de la equitativa distribución de los bienes
materiales para una justa organización de la sociedad. En cualquier caso, el
hecho que por lo pronto importa registrar es que, la mayoría de las veces, la j.
social es presentada con los siguientes rasgos y características, cada uno de
los cuales contribuye a empobrecer gradualmente su concepto: 1° la referencia,
casi exclusiva, a los bienes de índole económica; 2° la limitación de su
contenido a la justa distribución de esos mismos bienes; 3° la intención
reformadora, que, al dirigirse principalmente a los medios para lograr dicha
distribución, acaba por identificar con ellos a la j. social y, en consecuencia,
desatiende, entre otras cosas, el problema de lo que en general sea necesario
para mantener lo mismo que pretende.
b) Relación con las reformas sociales. La razón, que ya ha quedado
consignada, y según la cual es de evidente urgencia la equitativa participación
de todos los ciudadanos en los bienes de índole material, hace explicable la
tendencia a las reformas. No cabe duda que el bien común las pide y que, por
tanto, son una insoslayable exigencia de la j. social. Pero la causa de que ésta
las reclame no consiste en que ella misma, por su propia esencia, sea un
reformismo o un romántico anhelo de puro variar por variar. Muchas veces se
dice, fundándose para ello en la serena consideración de la realidad social, que
la j. social ha de tender a la implantación de un orden nuevo, pero no sola ni
principalmente a título de nuevo, sino sencillamente en calidad de verdadero
orden. Y es que, en rigor, no se puede admitir la separación, que con frecuencia
se hace, entre el orden y la justicia, como si en realidad fuera posible una
opción bien fundada que llevase consigo un detrimento de las exigencias del bien
común.
Las reformas son justas en la medida en que tienden a este bien y en que
objetivamente es previsible la necesidad de las mismas, tanto para llegar a
alcanzarlo, como, en su caso, para consolidarlo o mantenerlo. De ahí que la
totalidad de las medidas que se deban tomar sean, en su fundamento mismo, algo
enraizado en la j. social, no sólo cuando los medios previstos se encaminen al
logro o al incremento del bien común, sino también cuando se dirijan a la
conservación de lo que sea necesario o conveniente mantener. La justa
distribución de las riquezas no constituye, en este sentido, un caso aparte,
aislable de los demás problemas de la j. social. Además de ser un objetivo que
ante todo importa conseguir, tal distribución puede ulteriormente presentarse
como algo que ha de ser preservado de los ataques que lleguen a sobrevenirle.
Suponer lo contrario sería profesar un optimismo a todas luces ingenuo y que
parece desconocer que la mayor parte de las causas a las que se debe la injusta
distribución de las riquezas continúa siendo activa en cualquier situación,
amenazando las más sólidas conquistas.
La j. social no se identifica tampoco con ninguno de los medios y
recursos, por lícitos que fueren, de que el gobernante ha de valerse para
consolidar la equitativa participación de todos los ciudadanos en el bien común.
En realidad, esos medios y recursos pertenecen propiamente, no a la j. social,
sino a la prudencia política. Y hay que añadir que es también de la prudencia
política de donde se derivan, de una manera inmediata, los contenidos concretos
de las reformas a que antes aludíamos. Sin embargo, es igualmente cierto que la
prudencia política, con ser imprescindible y decisiva y a pesar de tener una
función en la que nada debe suplantarla, tampoco puede sustituir, a su vez, a la
j. social, ni mucho menos oponerse a ella; antes, por el contrario, la supone, y
precisamente en calidad de norma que de un modo objetivo regula las decisiones
prudenciales ante las diversas y cambiantes circunstancias de la vida social.
Porque los principios a los que ha de atenerse la sociedad -y en los que debe
inspirarse toda la actividad del gobernante- tienen que ser los mismos antes y
después de las reformas, aunque la manera de aplicarlos haya de variar, en
cambio, en la medida en que las circunstancias lo reclamen. Y, en general, tan
nocivo como el rígido apego del gobernante a unas fórmulas útiles en una
determinada situación, pero ineficaces o incluso perjudiciales en otra, es el
dejarse llevar del reformismo y del puro afán de novedades hasta el punto de
pretender la modificación de los principios, como si toda j. no tuviera, junto a
la variedad de sus aplicaciones, la unidad radical de una misma e idéntica
inspiración.
c) La justicia social y los bienes económicos. Por otra parte, y todavía
en la esfera de los bienes de tipo material, la j. social tiene también una
competencia indirecta en la producción y no tan sólo en la distribución. El bien
común exige, efectivamente, que haya una suficiente cantidad de disponibilidades
materiales, porque tan cierto es que ese bien no se confunde con el provecho
para unos cuantos miembros privilegiados de la sociedad, como que tampoco
consiste en un mal común. En consecuencia, la j. social tiene que recabar la
necesaria y conveniente producción; de lo contrario, lo que habría que repartir
sería la escasez o la miseria. Por consiguiente, lejos de entorpecer la
producción, la j. social es económicamente dinámica y creadora. En su carta a Ch.
Flory (7 jul. 1952), Pío XII señala que el medio más natural y más seguro para
satisfacer las obligaciones de la j. social es «el incremento de los bienes
disponibles, mediante un sano desarrollo de la producción» (AAS 44, 1952,
621-622).
Naturalmente, la j. social no se interfiere en el campo de las leyes
técnicas de la economía, ni pretende forzar estas leyes para conseguir objetivos
utópicos. Por el contrario, y precisamente para ponerlas a su servicio, la j.
social ha de contar con ellas, respetando su propia naturaleza. Lo que no cabe
admitir es que esas leyes se puedan oponer a las exigencias morales del bien
común, como si la única técnica económica fuese la que se inspira en los
intereses de la versión individualista del organismo económico y social. Y
tampoco está justificada la creencia de que la armonía y la paz sociales
resultan, en una forma espontánea, del puro juego de los intereses productivos,
sin intervención alguna del Estado. Esta opinión, que es típica del viejo
liberalismo, ha sido expresamente rechazada por todos los representantes
actuales del neoliberalismo, que al seguir defendiendo los derechos de la
libertad y de la iniciativa privada, exigen precisamente en nombre de esos
mismos derechos, que el Estado intervenga en la medida de lo necesario para
garantizarlos y defenderlos de los abusos en que prácticamente degeneran con
gran facilidad.
d) La dignidad de la persona y la justicia social. Igualmente se pone de
manifiesto el alcance de la j. social cuando se advierte que el bien común
requiere para el trabajo unas condiciones propiamente humanas, de suerte que la
dignidad de la persona sea efectivamente respetada en la manera de desarrollarse
las actividades laborales. Tal es la causa de que la Iglesia haya levantado su
voz, una y otra vez, frente a todas las concepciones que miran el trabajo como
una simple actividad mecánica y que se limitan a ver en el trabajador un puro y
simple elemento de la producción. «La causa, dice Pío XII, de que la Iglesia, en
su doctrina social, insista siempre en las consideraciones debidas a la íntima
dignidad del hombre, reclamando que en el contrato de trabajo se asigne el justo
salario para el obrero, y exigiendo en favor de éste una asistencia eficaz en
sus necesidades materiales y espirituales, consiste en que el trabajador es una
persona humana, en que su capacidad de trabajo no debe ser considerada ni
tratada como una mercancía, y en que su obra representa siempre una prestación
personal» (Alocución a los trabajadores de la Fiat, 31 oct. 1948, en
Documentación Católica, 1949, 2).
La evidente insistencia de este texto en el carácter personal del hombre
se encuentra reproducida en innumerables declaraciones pontificias, que unas
veces hablan, en concreto, del trabajador y otras se refieren, en general, al
ciudadano, como titular de derechos que no se fundan en el poder del Estado,
sino en la dignidad de la naturaleza humana. A los efectos de la j. social, todo
ello significa que el bien común, al que esta j. está ordenada, tiene que
reconocer, y garantizar en su ejercicio, esos derechos que expresan la dignidad
personal del hombre, hasta tal punto que el sacrificio de los mismos sólo se
podría hacer en nombre de un bien común meramente aparente (AAS 43, 1951, 731).
El respeto a la dignidad personal del ser humano, influida como un
elemento integrante en la misma noción del bien común, lleva consigo el que la
j. social desborde el estrecho marco de las necesidades materiales o económicas.
Las razones más hondas en que se basa la justa distribución de las riquezas
obligan a ir más allá de la participación de todos los ciudadanos en este tipo
de bienes. Lo cual, en resolución, equivale a decir que constituiría una
verdadera injuria a la dignidad personal del ser humano el limitar « el ámbito
de la j. social a las dimensiones pura y simplemente materiales de la
convivencia. El evidente hecho de que estas dimensiones condicionan la
posibilidad efectiva de la participación en otros bienes o valores más altos no
debe hacer olvidar que son precisamente estos últimos los que mejor expresan la
categoría propia del hombre y, consiguientemente, el más elevado nivel del bien
común, objeto inmediato y propio de la j. social. El bienestar es solamente una
parte del bien común, y tan socialmente injusto como el excluir de esa parte a
algunos ciudadanos sería, a su vez, impedirles el acceso a la otra.
Como en la práctica ambas injusticias están ligadas, es imprescindible
comenzar por la eliminación de la primera. Sin embargo, desde el punto de vista
de la teoría de la j. social, esta afirmación tiene ya un sentido muy distinto
de toda ideología que también recabase ese mismo comienzo, pero no por idénticas
razones, sino tan sólo por considerar que los bienes o valores culturales son de
una importancia secundaria, al estimarlos como simples medios para la
consecución de los otros. Una tal manera de pensar, aunque indudablemente
representa un craso materialismo, cuenta en la práctica con muchas
complicidades, y no se puede decir que éstas procedan exclusivamente del lado de
los menos favorecidos por la fortuna. Ello abona, por tanto, la necesidad de una
recta teoría de la j. social, por una parte, y por otra exige también que los
gobernantes conozcan, en primer lugar, esa doctrina -al menos, en sus puntos
esenciales- y, . además, en la práctica no sólo la mantengan, sino que cuiden de
que los ciudadanos sean formados en ella.
e) La justicia social y los bienes culturales. En este sentido hay que
repetir, a propósito de la j. social, el tópico de que el problema es, ante
todo, un asunto de formación o educación. Pero esto mismo sería mal entendido si
se lo interpretara, en la cuestión que nos ocupa, como una especie de simple
corolario o consecuencia de la necesidad, en que el progreso técnico pone al
hombre de hoy, con mayor apremio cada vez, de adquirir una serie de
conocimientos científico-positivos para estar a la altura de las circunstancias
y resolver así el doble problema de su aportación a la sociedad y de la forma de
encontrar en ella un puesto de trabajo. Todo eso es muy cierto y cada día habrá
de serlo más. Pero el verdadero problema rebasa ese planteamiento, si no se
pierde de vista el imperativo de la dignidad personal del ser humano. Este
imperativo entraña una forma peculiar de participación en los valores más altos
de la cultura: la forma que consiste en beneficiarse de ellos, no a título de
medios o recursos para otras finalidades, sino en calidad de bienes que en sí
mismos son apetecibles y en función de los cuales deben quererse los otros.
La fundamentación de la teoría de la j. social lleva consigo el
reconocimiento de una doble e inversa conexión entre la sociedad y los valores
más altos del bien común. En primer lugar, entre estos valores se hallan los que
conciernen al sentido de la existencia personal del hombre y de la significación
de la comunidad humana; por lo cual el conocimiento de los mismos no es
simplemente un asunto de ciertos especialistas que lo pudieran monopolizar y
guardar para sí; antes, por el contrario, debe ser poseído, en la medida
imprescindible o suficiente, por quienes tienen la función de gobernantes. (La
doctrina platónica del «rey-filósofo» respondía, en sustancia, a esta necesidad,
si bien es cierto que en una forma extremosa, corregida más tarde por el propio
Platón y por su discípulo Aristóteles). Así, pues, cabe decir que esos valores
tienen una función social, en el sentido de que las normas inspiradas en ellos
son necesarias para el gobierno de la sociedad. Pero, en segundo lugar, no sólo
esos valores, sino todos los que componen el ámbito superior de la cultura,
constituyen también un objetivo o fin de la convivencia humana, la cual, por
tanto, debe estar ordenada a la participación de todos los miembros de la
comunidad en esos mismos valores superiores de la cultura. Mantener lo contrario
no sería otra cosa que degradar al hombre, concibiéndole como un simple
instrumento productor de bienes materiales y como un ser que agota sus
necesidades en el consumo de esta clase de bienes.
La participación de todos los ciudadanos en los valores de la cultura
plantea dos clases de problemas. La primera de ellas se refiere a las
limitaciones esenciales -y, por consiguiente, permanentes- de tal participación.
Y la segunda atañe a lo que debe hacerse para conseguir que el condicionamiento
económico de esa misma participación no se convierta en un insalvable obstáculo
para la misma. Examinemos por separado y, brevemente, ambas cuestiones.
a) Hay dos clases de limitaciones efectivas de la posibilidad de
participar en los valores a los que nos referimos. La primera procede de la
cantidad de tiempo libre para entregarse a ellos; la segunda radica en el
respectivo grado de aptitud o capacidad personal que se posea para el cultivo de
los mismos. La j. social tiene que hacerse cargo de ambas limitaciones, pero no
aisladamente, sino poniéndolas en mutua conexión. Pues, lejos de ser injusto
socialmente el que las personas más dotadas dispongan de más tiempo para el
trato y cultivo de tales bienes, ocurre, por el contrario, que ello contribuye
al bien común, con la condición, claro está, de que se exija a esas mismas
personas una trasmisión de sus conocimientos, de un modo proporcional a los
beneficios que ellas mismas reciban de la sociedad a la cual pertenecen. La
posibilidad del acceso a los bienes culturales superiores debe encontrarse
abierta a todos los ciudadanos, pero los que sean más aptos para cultivar y
trasmitir estos bienes son los que más derecho tienen a dedicarse especialmente
a ellos y más deber, a su vez, de comunicarlos a los restantes miembros de la
sociedad.
b) La j. social no se confunde con lo que debe hacerse para superar los
condicionamientos económicos que impidan la participación de los ciudadanos en
los bienes culturales. Sin embargo, exige que se haga todo lo que sea posible y
necesario_ en ese mismo sentido. Para ello caben procedimientos muy diversos,
ninguno de los cuales tiene un valor estrictamente absoluto, ya que depende de
las diversas constancias que deban tenerse en cuenta como concreto punto de
partida. Pero sea el que fuere el procedimiento más idóneo en virtud de las
circunstancias, el gobernante tiene la obligación de atender a este cometido y
no puede mirarlo como algo secundario ni mucho menos como una especie de
generosidad, sino como un deber de estricta y mera justicia, precisamente de j.
social, es decir, de la que tiene por objeto propio el bien común, pues aunque
es cierto que la redistribución de cargas y beneficios que ello lleve consigo
favorecerá, de un modo lógico, a los miembros económicamente más débiles de la
sociedad, no es menos cierto que los más dotados aprovechan a la sociedad
entera, que cumple mejor su fin y sale además gananciosa con el
perfeccionamiento de los individuos y la satisfacción de los derechos que ellos,
como personas, poseen en el seno de la comunidad que con su trabajo mantienen.
V. t.: 11; 111; BIEN COMÚN.
BIBL.: Encíclicas: LEóN XIII, Rerum novarum, 1893; Pio XI, Quadragesimo anno, 1931; íD, Divini Redemptoris, 1937; Pío XII, Summi Pontificatus, 1939; JUAN XXIII, Mater et Magistra, 1961; PAULO VI, Populorum progressio, 1967.
A. MILLÁN PUELLES.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991