JUSTICIA, IV. JUSTICIA SOCIAL. 2. ESTUDIO GENERAL.


1. Historia del vocablo. La voz j. s. es un neologismo introducido en virtud de unas determinadas circunstancias que lo hicieron posible y necesario, pese a que la terminología tradicional de la filosofía y del derecho contaba con expresiones de significación esencialmente equivalente. Lo que desde mediados del s. xix se viene denominando j. social es, en sustancia, la j. legal o general (v. I) de los tratadistas clásicos, ya que su objeto propio e inmediato lo constituye, en definitiva, el bien común (v.). Pero, para entender el hecho histórico de la aparición del nuevo término, hay que tener en cuenta una compleja serie de circunstancias que, aunque dejan intacta la mencionada coincidencia esencial, permiten, sin embargo, establecer importantes matices que atañen especialmente a los condicionaínientos económicos de la estructura total del bien común.
      a) El término «social». Ya desde fines del s. xvlii se venía llamando cuestión social (v.) a la ocasionada por el trato económicamente injusto que padecieron las clases trabajadoras de la naciente sociedad industrializada y cuya forma más drástica fue el hecho del pauperismo (v.). Éste no se debió exclusivamente a la economía capitalista, como el socialismo ha pretendido. La verdadera razón del pauperismo y de todas las injusticias que a él llevaron estuvo, concretamente, en la versión individualista de dicha economía: una versión que, al adulterar los fines de ésta, la acarreó también muy graves dificultades en el propio mecanismo de sus medios. Frente a ello se alzó una concepción social, de la que fue esencialmente solidaria la idea correlativa de una j. social inspirada en principios humanitarios y cristianos. De esta manera, el adjetivo social tomó un claro sentido de superación del individualismo, sin oponerse por ello a los derechos de la persona humana, irreductibles y previos a los del Estado.
      Ese mismo sentido es el que la voz social ha conservado dentro de la expresión cuestión social, al adquirir el problema que esta locución significa, otras dimensiones diferentes de las del pauperismo. De hecho, esta palabra fue usada para designar un tipo especial de empobrecimiento y se refería exclusivamente al inadmisible grado de miseria a que llegaron los trabajadores industriales. En una segunda etapa, la cuestión social amplía su horizonte, abarcando el problema de la clase media, el de los trabajadores agrícolas y el de la constitución de las organizaciones profesionales en general, con un replanteamiento radical del problema de la función del Estado y de intervención del mismo en las estructuras económicas de la vida social. Y en el presente cabe aún señalar una tercera etapa, en la que el campo de la cuestión social se extiende al mundo entero, con el problema de los derechos de los países subdesarrollados y de los deberes en que respecto de ellos se encuentran, por su parte, los económicamente más fuertes.
      Pero hubo, además, otra razón para que el neologismo apareciera: el desconocimiento del alcance de las voces j. general y j. legal en una época en la que la tradición a la que pertenecen estos términos tenía poca vigencia y escasos cultivadores relevantes. Por una parte, la fórmula j. general se prestaba, en esta situación, a ser tomada no como la que se refiere al bien común, sino tan sólo como equivalente del concepto de la pura j. en general, abstractamente entendida. Y, por su parte, el término j. legal se encontraba afectado por el equívoco de la interpretación voluntarista, según la cual la ley no consiste en lo que de ella se pensaba en la doctrina que tuvo a S. Tomás por su principal representante (a saber, una ordenación de la razón, que tiene por objetivo el bien común), sino única y solamente en lo mandado, con carácter coactivo, por la autoridad estatal, sea o no sea justo.
      Todo esto explica, en suma, la recepción de la nueva palabra j. social en la Enc. Quadragesimo anno, donde aparece claramente enlazada a contextos filosóficos tomistas, bien que de un modo fácilmente comprensible por el público no especializado y, desde luego, con una intención distinta de la que correspondería al tratamiento de una cuestión puramente científica.
      b) En Italia, Francia y Alemania. En su equivalente italiaüo giustizia sociale, y varios años antes de la publicación del Manifiesto comunista, el vocablo ya había sido empleado entre los tratadistas cristianos del Derecho natural, por L. Tapparelli d'Azeglio (v.) (Saggio teoritico di diritto naturale, Palermo 1840, 353), quien además lo define (o. c. 354) por la función de «hacer a todos los hombres iguales, en lo que concierne a los derechos de la humanidad». Más tarde, el P. de Léhen, comentarista y divulgador de L. Tapparelli, definía la justice sociale como la que consiste en «establecer, dentro de cada sociedad, el equilibrio de los derechos y de los deberes» (Instituts du droit naturel privé et public et du droit des gens, París 1866, 535).
      Por esta época tiene lugar en Francia una fuerte polémica entre los católicos sociales y los representantes de los llamados por éstos la escuela clásica, principalmente Ch. Périn, para quien el término j. social no es otra cosa que un neologismo vago y sin sentido, inspirado por un igualitarismo de cuño autoritario y que amplía, de un modo desmesurado, el campo de la justicia distributiva (v. ii). A su vez, los católicos sociales, representados sobre todo por La Tour du Pin y Albert de Mun, consideran a sus rivales como portavoces de un desenfrenado individualismo que se contenta con prometer a los pobres la caridad y la lismosna, sin reparar en las obligaciones de estricta y mera justicia que la sociedad tiene con ellos desde un punto de vista exclusivamente natural y objetivo. El defecto en que ambas escuelas incurrieron fue la equiparación de la j. social a la distributiva, sobre la base, como ya anteriormente se ha indicado, de la ignorancia del sentido clásico de la j. legal o general, expresamente referido al bien común y, por tanto, a todas las exigencias que del mismo dimanan.
      En Alemania se llevó a cabo un gran esfuerzo, parcialmente fallido, por devolver al concepto de la j. legal su verdadera significación. En este caso se encuentran principalmente V. Cathrein y H. Pesch (v.), que en una forma explícita y directa vinculan esta j. al bien común y, por tanto, al derecho y deber que la sociedad, representada por el Estado, tiene de conseguir que todos los ciudadanos hagan cuanto es preciso para ese mismo bien. Pero si el defecto de las dos escuelas francesas fue la equiparación de la j. social a la distributiva, el de los tratadistas alemanes estuvo en la reducción de la j. legal o general a la conmutativa (v. ii). Hay que aclarar, no obstante, que concebían esta última en una forma su¡ generis, en virtud de la cual resultaba preciso atribuir al Estado, o al gobernante, unas obligaciones que, puesto que no podían consistir en la distribución de lo que no les pertenece, tenían forzosamente que estribar en hacer que los ciudadanos respetasen mutuamente sus derechos -también en materia económica- para el bien del conjunto de los individuos y de las familias que integran la sociedad. Por lo demás, y a diferencia de los polemistas franceses, que fueron, antes que nada, divulgadores de ideas para el gran público, los mencionados pensadores alemanes se movieron, la mayor parte de las veces, en el plano de la investigación y de la discusión científica, tanto filosófica como teológica.
      Un paso decisivo vino a darse en el último lustro del s. xix por obra de Ch. Antoine (influido, según parece, por ideas del P. de la Begassiére). En su célebre Cours d'Économie sociale (ed. 1899, 128), Ch. Antoine identifica, de una manera inequívoca, la j. social con la legal, «cette justice qui a pour objet le bien social el le bien commun á tous», complementando su pensamiento de este modo: «la justice sociale exprime le lien juridique de la société, le principe d'unité du corps social, c'est alors la seule justice légale».
      Estas ideas penetraron muy pronto en Alemania, inicialmente a través de H. Pesch, que emplea la fórmula soziale Gerechtigkeit en el mismo sentido de la justice sociale de Ch. Antoine y fundamentándola en principios radicalmente análogos. A esta misma dirección se sumaron, sin reservas importantes, J. Mausbach (v.), O. Schilling, 1. Messner (v.), O. ven Nell-Breuning y P. Tichleder. En conjunto, la escuela alemana estaba ya predispuesta a estas ideas en virtud de su correcta elaboración filosófica del concepto de la j. legal o general, pero parece que el impulso decisivo para la identificación de este concepto con el de la j. social le vino, en definitiva, de los estudios de Ch. Antoine sobre la modalidad de la j. que tiene por objeto el bien común.
      c) En la Encíclica «Quadragesimo anno». Finalmente, Pío XI, al recogerla en la enc. Quadragesimo anno, inserta la fórmula j. social en el siguiente contexto: «Los recursos incesantemente acumulados por los progresos de la economía social deben, pues, repartirse entre los individuos y las diversas clases de la sociedad de forma que se procure esa utilidad común de que habla León X111; o, para expresar de otra manera este mismo pensamiento, de modo que se respete el bien de la sociedad entera. La justicia social no tolera que una clase impida a otra el participar en estas ventajas» (Enc. Quadragesimo anno, AAS 23,196).
      Desde este momento, la voz j. social entra definitivamente en circulación entre los escritores cristianos. El gran público llega a familiarizarse con su uso, y toda clase de documentos políticos, económicos y sociales la emplean reiteradamente como una fórmula que se acepta, al parecer, sin discusión. Contribuyeron a esto, en gran medida, los rigurosos esclarecimientos del concepto de la j. social aportados por A. Bucculeri (La giustizia soziale, en Civiltá Cattolica, Roma 1936, 1,353-364; 11,111-123; 186198), quien mostró, una vez más, la lógica conexión en que se encuentran objetivamente las nociones de la j. social, el bien común y la j. legal o general. Sin embargo, en el campo de la erudición, y especialmente en el de los estudios teológico-filosóficos, han subsistido aún algunas vacilaciones, debidas, en su mayor parte, a ciertas dificultades suscitadas por el problema de la intervención del Estado en materia económica y por una indudable tendencia residual a confundir, en ciertas ocasiones, los campos de la j. social y la distributiva. Tal es el caso en el que se encuentran A. Vermeersch (v.), J. Tonneau y J. Kleinphappl, no porque nieguen la j. social, sino porque tienden a distinguirla y separarla de la general o legal.
      2. El nexo entre la justicia social y el bien común. La relación de la j. social con el bien común (v.) deriva inmediatamente del principio según el cual el objetivo de la sociedad lo constituye el bien de todas las personas que la integran. O dicho de una forma negativa: el fin de la sociedad en cuanto tal no puede ser el bien privado de ninguno de sus miembros en particular, aunque ese bien sea legítimo y no se oponga, por tanto, a los derechos de la sociedad misma ni a los que respectivamente pertenezcan a los restantes miembros integrantes de ésta. Todo ello, en suma, equivale a decir que el bien común, que es, por una parte, el objetivo de la comunidad o sociedad, resulta, por otra parte, el objeto propio y específico de la j. social como virtud qué ordena la convivencia en sus aspectos o dimensiones naturales.
      a) Justicia social, caridad y filantropía. Como virtud meramente natural, la j. social difiere, pues, formalmente, del hábito sobrenatural de la caridad, y ello incluso en los casos en que los contenidos de una y otra virtud sean materialmente coincidentes. La caridad (v.) se fundamenta asimismo en un bien común, pero éste no es el meramente natural en el que la j. social tiene su cometido, sino el bien común supremo y sobrenatural en que Dios mismo consiste y que hermana a los hombres bajo la condición de hijos de Él. Por otra parte, la j. social es también formalmente diferente de toda filantropía o desprendimiento de índole natural, y ello se debe a que constituye una obligación objetivamente exigible y no tan sólo un modo de generosidad actualizable a través de un impulso pura y simplemente subjetivo.
      Desde un punto de vista psicológico, puede plantearse la cuestión de si de veras cabe el ser socialmente justo cuando no se ama al prójimo. Esta cuestión es también extensible a las restantes modalidades de la j. Pues bien, aunque el fundamento objetivo de la j. en todas sus manifestaciones es siempre algún derecho, la virtud consistente en respetarlo se apoya -considerada desde el punto de vista del condicionamiento psíquico de sus ejerciciosen algún modo de amor, entendiendo esto último no como un sentimiento, sino precisamente como un acto de la voluntad, que, en el caso concreto de la caridad, tiene, en virtud de su origen, una eficacia sobrenatural y divina. Aplicando estas consideraciones a nuestro tema, llega a hacerse patente que, por no haber distinguido, de una manera clara, entre el fundamento objetivo y el subjetivo de la j. social, se han producido tanto las inadmisibles confusiones como las abusivas separaciones de la misma respecto de la caridad y la filantropía. Esencialmente distinta de las mismas, la j. social es, en la práctica, inseparable de la una o de la otra; y, en consecuencia, tan desacertada en su confusión con cualquiera de ellas como ineficaz la pretensión de lograrla sin el correspondiente apoyo subjetivo. Tal es la causa de que cuando faltan las dos mencionadas formas de este apoyo se corra el grave riesgo de convertir esa modalidad de la justicia en el resentimiento y la venganza sociales.
      b) El bien común, fuente de derechos y deberes. Pero ahora se trata solamente del fundamento objetivo de la j. social. Y en este sentido hay que aclarar que el bien común, en tanto que es objeto de j., constituye un derecho que ha de ser respetado por todos los miembros de la sociedad. Lo cual quiere decir que existe una j. (precisamente, la j. social) que obliga a subordinarse albien común, de tal modo, por tanto, que el hecho de someterse y ajustarse a las exigencias de este bien no tiene que ser mirado como algo excepcional o especialmente altruista y generoso. Cabe decir que el derecho que el bien común constituye tiene por titular a la sociedad misma, pero no abstractamente, sino como un conjunto formado por personas, cada una de las cuales tiene, a su vez, el derecho a participar en dicho bien. Por consiguiente, quien no se subordina al bien común no se limita a prescindir de su derecho propio y personal a participar en él, sino que además se opone a los derechos que, respecto a la participación en ese bien, tienen los otros miembros de la sociedad. De ahí que sean totalmente inválidas las objeciones que pretenden fundarse en que la sociedad, e igualmente el bien de ella, no son, propiamente hablando, una persona; porque, en definitiva, se trata de los derechos que las concretas personas que integran la sociedad tienen a participar en el bien que de esta misma resulta. E inversamente: quien se subordina al bien común, no sólo extiende y aplica su voluntad a un objeto adecuado a la dignidad de la persona humana, sino que se comporta de una manera justa, por respetar los derechos que las demás personas que integran la sociedad tienen a la participación en dicho bien.
      Una vez hechas estas aclaraciones, importa determinar, con la mayor exactitud posible, la forma en que la j. social apunta, desde cada uno de los miembros de que la sociedad está compuesta, a todos los restantes. La j. social no obliga a nadie, de una manera directa, con ningún ciudadano en concreto, ni siquiera con todos, pero de forma que sea particularmente con cada uno, sino por cierto a la inversa: con todos a la vez y en general. Este principio ha de ser comprendido de un modo riguroso, si se quiere entender lo que la j. social es en sí misma. Cierto que cada hombre ha de ser justo con todos los demás hombres. Pero existen dos formas de que cada cual sea justo con los otros: Primera, ajustarse en cada situación que se presente al derecho que cada uno de los otros tiene a su respectivo bien privado; segunda, respetar el derecho que todos tienen, en general, al bien común.
      3. Justicia social y justicia general. Lo primero es lo que en la terminología clásica se denomina j. particular, no, claro está, en el sentido de que haya que practicarla solamente con una o varias personas, sino porque, áunque debe ejercerse con cualquiera, sin ninguna excepción, siempre está referida, sin embargo; y de una manera inmediata, a un bien particular: en cada caso, el que pertenece propiamente a un hombre determinado o a un determinado grupo de hombres. En cambio, el segundo modo se denomina, en esa misma terminología, j. general, por tener como objeto el bien común. O dicho de otra manera: lo que en los actos de la j. particular es respetado es, en cada concreto caso y situación, el respectivo derecho particular a un bien particular, mientras que lo que se respeta en los actos de la j. general es el derecho de todos a participar en el bien común.
      Como ya se indicó, la j. social se identifica con la llamada j. general. Ahora bien, toda j. puede, en un amplio sentido, ser llamada social: en primer lugar, por suponer la sociedad, o convivencia, al menos de dos personas, y en segundo lugar porque contribuye a mantener el orden y la armonía sociales, en la misma medida en que, por el contrario, toda injusticia constituye un acto de insolidaridad y de desorden. Así, pues, hace falta que la j. social sea social por algo más que por esas dos razones que convienen a toda forma de j. Ese algo más es, en efecto, el que aparece en la j. legal o general en cuanto tiene por objeto el bien común, es decir, no un simple bien privado, por legítimo que éste pueda ser, sino el bien al que la sociedad misma se orienta en virtud de una exigencia natural de su dinamismo objetivo.
      De esta suerte, la j. legal o general puede, en resolución, ser llamada social, no de un modo antitético, como si fuera antisocial la que concierne, de una manera directa, a los derechos y los bienes particulares, sino porque la que tiene por objeto propio el bien común atañe inmediatamente al objetivo y la razón de ser de la sociedad en cuanto tal. El texto en el que Pío XI pone de manifiesto las condiciones y las exigencias de la j. social es una prueba patente de lo que se acaba de decir. En ese texto se afirma: «Lo propio de la justicia social es exigir a los individuos todo lo que es necesario para el bien común; así como en un organismo viviente no se atiende suficientemente a su totalidad si no se da a cada parte y a cada miembro lo que éstos necesitan para ejercer sus funciones propias, de la misma manera no se puede atender suficientemente a la constitución equilibrada y al bien de toda la sociedad si no se da a cada parte y a cada miembro, es decir, a los hombres, dotados de la dignidad de personas, todo lo necesario para cumplir su función social propia» (Divini Redemptoris, AAS 29, 1937, 92).
      Fácilmente se advierte en este texto la distinción entre lo que la j. social da y lo que, en cambio, pide; pero a la vez es evidente la conexión entre ambas dimensiones por medio del bien común, fundamento unitario de las dos. Es, sin embargo, frecuente que al hablar de la j. social se piense, de un modo casi exclusivo, en los derechos de los económicamente débiles en una determinada organización de la sociedad. A esta organización se la llama injusta -socialmente injusta- por no reconocerse en ella esos derechos o porque no permite el efectivo ejercicio de los mismos, aunque en teoría los acepte y proclame con toda solemnidad. ¿Hay que decir entonces que la atención a esa clase de derechos no compete, en rigor, a la j. social, sino a la particular, y que, por ende, el uso del primer término es abusivo en tales ocasiones? La realidad es que no existe tal abuso. Y no lo hay, porque lo que esa manera de entender la j. social echa de menos es una organización total de la sociedad, donde se haga posible el ejercicio de los derechos en cuestión, pero precisamente en nombre del bien común y fundándose en él. Lo que la j. social recaba entonces es que la sociedad entera se ordene y organice de tal modo que el bien particular de algunos de sus miembros no prive realmente a otros de su respectivo bien particular. Y esa exigencia procede, en definitiva, de la índole misma del bien común, que es, por principio, la de algo participable por todos y cada uno de los miembros de la comunidad (cada cual en función de sus merecimientos y necesidades).
      4. justicia social y justicia particular. Al exponer la historia del vocablo, hubo que hacer algunas referencias a las concepciones que reducen la j. social a alguna de las dos modalidades de la j. particular: la conmutativa o la distributiva. El defecto esencial de esas concepciones estriba en el desconocimiento, o en el olvido, de que las dos últimas modalidades de j. son -una vez más importa subrayarlo- formas o modos de la j. particular, mientras que, en cambio, la j. social, al tener por objeto el bien común, no se refiere, de una manera directa, a ningún tipo de bienes particulares, aunque es preciso añadir que indirectamente atañe a ellos, en calidad -como en seguida hemos de ver- de fundamento y norma de toda conmutación y distribución de los mismos. Porque cabe también otra deformación en la manera de interpretar el nexo entre la j. social y las dos formas de la justicia particular: limitarse a entenderlo como una pura y simple yuxtaposición de las obligaciones respectivas.
      Ante todo, importa hacerse cargo de que la j. social es cosa muy distinta de un conjunto de vagas aspiraciones sociales éticamente equívocas e indefinibles. No es infrecuente que, en vez de considerarla como una virtud con su objeto propio y específico, se la tome como un oscuro sentimiento con mejor intención que valor práctico. Si la j. social tuviera este carácter no cabría invocarla en calidad de norma objetiva de la convivencia y, por lo mismo, toda apelación a ella, para tener la necesaria concreción, habría de resolverse en la j. conmutativa y la distributiva. Pero ello supondría que el bien común no es susceptible de una j. propia y adecuada, específicamente irreductible a las modalidades de la j. particular. Así, pues, hace falta, en primer término, que la j. Social no se limite a añadirse a la conmutativa y la distributiva como un vago e indefinible complemento que se les quiere hacer. Pero tampoco se trata de que la j. social deba alinearse con las otras o inscribirse en el mismo plano que ellas, con alguna función determinada que estas últimas no logren por sí mismas en su referencia a los bienes particulares. Como j. general que es, la j. social se encuentra en otro plano, el del bien común; y como norma objetiva de la convivencia, tiene que constituir el fundamento y el esencial principio ordenador al que se sometan todos los derechos, y del que surjan todos los deberes, de la j. particular.
      Es decir: 1° la j. social y la particular (en sus dos formas) son esencialmente diferentes, porque se mueven en distintos planos, que son los que corresponden a los objetos propios e inmediatos de su respectiva competencia; 2° no son simplemente diferentes, sino que además, y sobre todo, constituyen un orden estrictamente jerárquico, donde la primacía pertenece a la j. social como norma objetiva a la que se subordinan los dos modos de la j. particular, de la misma manera que todo bien particular, aun el legítimo, debe subordinarse al bien común; 3° la j. conmutativa y la distributiva son, por tanto, instrumentos de la j. social, o, lo que es lo mismo, medios para llevar hasta la esfera de los bienes particulares las exigencias de la j. social respecto del bien común.
      Resulta, así, que la j. social y las dos formas de la j. particular se enlazan mutuamente en un doble e inverso sentido. La j. particular necesita de la j. social como de la norma a la que objetivamente se subordina y en la que, en último término, se funda; y la j. social necesita de la particular para ser llevada a la práctica, es decir, para poder realizarse en el ámbito de los bienes particulares y de las personas concretas que de hecho componen la sociedad. Esta doble e inversa relación no establece un círculo vicioso, porque ni la j. social es a su vez un instrumento de la particular, ni ésta, por su parte, una norma de aquélla. La norma y los instrumentos que la sirven tiene siempre una mutua relación, mas no en el mismo, sino en distinto sentido, de una manera análoga a lo que acontece con el fin y los medios. No es, pues, ni que la j. social carezca de relación con los bienes particulares, ni que la j. particular sea enteramente ajena al bien común, sino sencillamente que la j. social se refiere, a través del bien común, a los bienes particulares, y que la j. conmutativa y la distributiva se enlazan, a través de éstos, con aquél. Y todo ello, en suma, por dos razones que hay que considerar conjuntamente: primera, porque en la práctica las relaciones de j. son, en todos los casos, relaciones entre personas concretas, y segunda, porque en justicia estas relaciones deben contribuir al bien de todos y subordinarse, por tanto, a él.
      De esta suerte, conviene por completo a la j. social lo que S. Tomás afirma de la general o legal, con la que en rigor se identifica: «la justicia legal ordena suficientemente las relaciones de los hombres entre sí, pero de un modo inmediato en lo que concierne al bien común y de un modo mediato en lo que atañe al bien particular» (Sum. Th. 2-2 q58 a7 adl). La distinción entre lo inmediato y lo mediato es, por tanto, la clave para entender la diversa manera en que la j. social se refiere, por una parte, al bien común y, por otra, a los bienes particulares. Y a la luz de esta misma distinción se establece la posibilidad de deshacer los equívocos y las confusiones que, con tanta frecuencia, se han deslizado en las habituales controversias sobre el alcance de la j. social y la relación de ésta con la j. particular.
      Quienes afirman que la j. particular tiene su esfera propia están, sin duda, en lo cierto; y hay que darles, por tanto, la razón, mientras sostengan que esa misma esfera no es objeto directo de la j. social; pero se excederían si pretendiesen que el ámbito en cuestión no puede ser regulado por la j. social de una manera indirecta; porque ello sería tanto como negar la subordinación de los bienes particulares al común, o, respectivamente, la de la j. particular a la general o social, lo que en definitiva equivaldría a la eliminación de toda norma superior de la convivencia, quitando a la vez su base a la propia j. particular. E inversamente: quienes afirman que la j. social tiene un objeto propio, en el que no cabe suplantarla con la j. particular, están también en lo cierto; pero no tendrían razón si mantuviesen que ese objeto propio e inmediato de la j. social no necesita de la j. particular como de un medio o instrumento a su servicio, porque ello equivaldría a desconocer que, en la aplicación a la práctica, todas las relaciones de j. vienen a consistir, como ya se indicó, en relaciones entre personas concretas (incluyendo, claro está, la distinción entre las personas físicas y las morales y, por supuesto, la que se da, desde otro punto de vista, entre los gobernantes y los gobernados).
      Por consiguiente, ni la j. social hace innecesaria a la particular, ni ésta, a su vez, puede prescindir de aquélla. Ambas se reclaman mutuamente, sin confundir sus objetivos propios. Y es tan defectuoso el separarlas como el no distinguirlas. Veámoslo, de un modo más explícito, examinando la relación que la j. social tiene, por una parte, con la conmutativa y, por otra, con la distributiva.
      a) Justicia conmutativa. Al regular, en principio, todas las prestaciones que las- personas se hacen entre sí, la j. conmutativa obliga a dar en la misma medida de lo que se recibe. P. ej., en la compraventa, que es un caso de mutua prestación, y en general en todos los intercambios, lo conmutativamente justo es que ambas partes respeten la igualdad aritmética entre los bienes o servicios canjeados; y de ahí que no se cumpla esta j. no sólo cuando no se corresponde en absoluto a lo que se recibe, sino también cuando una de las partes da menos que la otra. Pues bien; en la hipótesis de que todos los miembros de la sociedad cumpliesen con la j. conmutativa, ¿no habría que decir que ya está logrado el objetivo de la j. social o general? -O, dicho de otra manera: ¿no es suficiente, para que una sociedad sea justa, el que todos los miembros que la integran respeten las exigencias de la j. conmutativa en la totalidad de los servicios y beneficios que mutuamente se hagan?
      Evidentemente, desde el punto de vista de los hechos, éste que da sentido a la pregunta sobrepasa los límites de lo que la experiencia puede atestiguar; pero no es ése el problema, y no lo es porque se trata de algo que, desde el punto de vista de la moral, se nos presenta, en cambio, y con la misma evidencia, como absolutamente obligatorio. Sin embargo, ello no constituye un fundamento que por sí solo pueda justificar una respuesta afirmativa a la pregunta. En primer lugar, cabría aducir que el bien común no estriba en la yuxtaposición o mera suma de los bienes particulares. Y se podrían añadir otras razones enlazadas con ésta y muy fáciles de argumentar. Pero aquí vamos a limitarnos a una, que es la más decisiva para entender esencialmente la cuestión.
      Cuando se habla de la j. conmutativa, hay que tener en cuenta que, aunque ésta es la norma de todos los intercambios, no es, sin embargo, una norma que obligue a intercambiar. Dicho de una manera rigurosa: la obligación que la j. conmutativa establece es meramente hipotética, no en el sentido de que sólo valga en ciertos casos, sino radicalmente, o sea, en el sentido de que implica el supuesto de que se admita algún caso de intercambio. Una vez que un intercambio es aceptado, cada una de las partes tiene la obligación de dar a la otra lo equivalente a lo que de ella recibe. Tal equivalencia es necesaria para que pueda hablarse de j., ya que el simple cumplir lo convenido puede en algún caso ser injusto desde el punto de vista de la ética de la conmutación, que preceptúa, de un modo obligatorio, el atenimiento a la igualdad aritmética de los valores en canje. Pero es patente que nadie falta a dicha equivalencia si empieza por no aceptar el intercambio. Quien así no quisiera recibir no tendría, por lo mismo, la obligación de dar. ¿Qué ocurriría, cabe entonces preguntarse, si ningún miembro de la sociedad no quisiera intercambiar nada? Esta pregunta es efectivamente tan legítima como la que antes formulábamos, y su sentido se comprende a fondo al advertir que la existencia de los intercambios es una necesidad que se desprende de la división de las actividades laborales, que es, a su vez, precisa para el bien común. En consecuencia, aunque la j. conmutativa no obliga por sí sola a intercambiar, la j. social, específicamente referida al bien común, exige en general que haya intercambios, ya que si éstos no se realizaran, la división del trabajo, además de inútil, resultaría nociva para todos los miembros de la sociedad. O sea, que quien se negase en general a todo tipo o clase de intercambio estaría faltando a la j. social, aunque indudablemente no atentaría en nada a la conmutativa.
      Por la misma razón, la j. conmutativa, que ni en general ni en concreto obliga a intercambiar nada, tampoco puede ser el fundamento de que el gobernante expropie un bien particular, ni siquiera admitiendo la condición de que el poseedor de este bien sea compensado con otro equivalente. En la práctica, el hecho mismo de la expropiación viene a ser una especie de intercambio forzoso, en el que las exigencias de la j. conmutativa son cumplidas, si la indemnización es la adecuada; pero, a título de forzoso, no puede estar basado en la j. conmutativa, sino en la social o general, por ser precisamente el bien común lo que confiere a ese canje su carácter moralmente obligatorio, justificando, así, por una parte, la facultad que el gobernante pone en ejercicio al ordenar la correspondiente expropiación y, por otra parte, el deber en que se encuentra el gobernado de acatar esa orden. Y otro tanto acontece con el trabajo. Por sí sola, la j. conmutativa únicamentE obliga a trabajar cuando de esta manera se corresponde a algún servicio o beneficio equivalente, que se acepta en la forma de un canje o intercambio. Por el contrario, la j. social no sólo puede imponer el deber de trabajar por el bien común, sino que, en ciertos casos, tiene también la posibilidad de ser el fundamento de la obligación de trabajar más, si así lo exige el bien.
      b) Justicia distributiva. Por lo que toca a la j. distributiva, nos encontramos asimismo en el caso de tener que afirmar que su sentido es también radicalmente hipotético, tal como ya se aclaró para la j. conmutativa. De la misma manera que esta j. no obliga a conmutar, sino únicamente a que, si el intercambio se realiza, ambas partes observen la igualdad entre los bienes o servicios canjeados, tampoco la j. distributiva obliga a distribuir, sino tan sólo a que, si se hace la distribución, se guarde en ella la debida proporción entre los beneficios y las aportaciones o los méritos, y entre las cargas y las capacidades. Por consiguiente, no se hace ninguna ofensa a esa j. si no se reparte nada. Claro está que la falta de distribución puede constituir una grave injusticia, pero no una injusticia distributiva, sino general o social.
      La j. distributiva, que no obliga de suyo a la distribución, dictamina la forma en que ésta ha de realizarse, si es que, en efecto, hay que ponerla en práctica. Ni concierne tampoco a la cantidad o número de personas que deban participar en los beneficios y en las cargas de la distribución. Aunque a primera vista resulte extraño y hasta inadmisible, es preciso afirmar que la j. distributiva no sufre lesión alguna si se llega a excluir de sus beneficios y sus cargas a una porción, por grande que ésta sea, de la totalidad de los miembros de la sociedad. Evidentemente, esta exclusión es injusta, mas no, por cierto, injusta distributivamente, sino socialmente, puesto que es la j. social o general la que reconoce en todos los ciudadanos deberes y derechos respecto del bien común.
      Tan propio de la j. distributiva es el referirse únicamente al modo, a la manera de la distribución, que ni siquiera tiene esta j. el cometido de establecer la cuantía de lo que se deba repartir. Tal determinación depende objetivamente de las exigencias mismas del bien común. Para comprenderlo, basta hacer una observación: el bien común recaba que una cierta parte de lo conseguido entre todos los miembros de la comunidad sea reservada para atender a las necesidades generales de la misma. Es lo sobrante lo que puede y debe ser objeto de distribución. Y aun esto mismo que se acaba de decir no se fundamenta tampoco en la justicia distributiva, sino en la social o general, que es la que da el derecho a participar en el bien común, aunque la forma de la asignación de los respectivos beneficios esté lógicamente determinada por la j. distributiva.
      Igualmente, así como antes hubo que advertir que la sola j. conmutativa no obliga, por sí misma, a trabajar, si no es en correspondencia a algún beneficio equivalente, también ahora es menester observar que la justicia distributiva se encuentra exactamente en el mismo caso. Es decir, que si alguien, con tal de esforzarse menos, se contenta con participar también proporcionalmente menos en el bien común, su conducta no podrá ser juzgada como una falta a la j. distributiva y, por consiguiente, no habrá, por este lado, ningún fundamento para forzarle o para castigarle. Pero en cambio, continúa siendo cierto que la j. social -y en su nombre, el gobernante- puede obligar a ese miembro de la sociedad a un rendimiento mayor, si el bien común lo exige y, por supuesto, siempre que con ello no se atente a las exigencias naturales de la dignidad de la persona humana. Advirtamos, de paso, que la obligación que el gobernante tiene de respetar esas exigencias dimanantes de la dignidad personal del ser humano no significan, en realidad, una negación, ni un aminoramiento, de lo que antes se dijo, porque esa dignidad está incluida en la estructura misma del bien común, que es un bien compartible por seres personales.
      5. El ámbito de la justicia social. Considerada de una manera objetiva y según el alcance que su propia esencia determina, la j. social tiene por ámbito el de la sociedad en cuanto tal, en todos los aspectos regulables por el principio de la subordinación al bien común. Y, a su vez, la esfera a la -que se aplica este principio no se reduce a la del puro y simple bienestar material, como si el bien común se limitase a sus dimensiones económicas, por importantes y decisivas que éstas puedan ser.
      a) Insuficiente reducción a los bienes económicos. Frente a ello nos encontramos, desde el punto de vista de los hechos, con que el uso más generalizado y frecuente de la palabra j. social es el que la vincula, de una manera prácticamente exclusiva, a la justa distribución de las riquezas. Cuando, sobre todo, se la mira desde una determinada situación social en la que se la echa en falta, esa distribución suele presentársenos -y es lógico que así ocurra- como un ideal que perentoriamente hay que llevar a la práctica, y se convierte muy pronto en el fundamento de toda una serie de reformas que se denominan, en ese sentido, sociales. El uso de este adjetivo como enlazado, de un modo principal, por no decir totalmente excluyente, con los aspectos materiales o económicos de la convivencia humana, es una abusiva restricción de su significado, absolutamente inadmisible, no tan sólo en virtud de la propiedad y del rigor del bien decir, sino sobre todo en nombre de las dimensiones y aspectos superiores de la persona humana y de los niveles más altos del bien común. La única explicación aceptable de ese hecho es la que en cierto modo viene dada por la innegable urgencia de la equitativa distribución de los bienes materiales para una justa organización de la sociedad. En cualquier caso, el hecho que por lo pronto importa registrar es que, la mayoría de las veces, la j. social es presentada con los siguientes rasgos y características, cada uno de los cuales contribuye a empobrecer gradualmente su concepto: 1° la referencia, casi exclusiva, a los bienes de índole económica; 2° la limitación de su contenido a la justa distribución de esos mismos bienes; 3° la intención reformadora, que, al dirigirse principalmente a los medios para lograr dicha distribución, acaba por identificar con ellos a la j. social y, en consecuencia, desatiende, entre otras cosas, el problema de lo que en general sea necesario para mantener lo mismo que pretende.
      b) Relación con las reformas sociales. La razón, que ya ha quedado consignada, y según la cual es de evidente urgencia la equitativa participación de todos los ciudadanos en los bienes de índole material, hace explicable la tendencia a las reformas. No cabe duda que el bien común las pide y que, por tanto, son una insoslayable exigencia de la j. social. Pero la causa de que ésta las reclame no consiste en que ella misma, por su propia esencia, sea un reformismo o un romántico anhelo de puro variar por variar. Muchas veces se dice, fundándose para ello en la serena consideración de la realidad social, que la j. social ha de tender a la implantación de un orden nuevo, pero no sola ni principalmente a título de nuevo, sino sencillamente en calidad de verdadero orden. Y es que, en rigor, no se puede admitir la separación, que con frecuencia se hace, entre el orden y la justicia, como si en realidad fuera posible una opción bien fundada que llevase consigo un detrimento de las exigencias del bien común.
      Las reformas son justas en la medida en que tienden a este bien y en que objetivamente es previsible la necesidad de las mismas, tanto para llegar a alcanzarlo, como, en su caso, para consolidarlo o mantenerlo. De ahí que la totalidad de las medidas que se deban tomar sean, en su fundamento mismo, algo enraizado en la j. social, no sólo cuando los medios previstos se encaminen al logro o al incremento del bien común, sino también cuando se dirijan a la conservación de lo que sea necesario o conveniente mantener. La justa distribución de las riquezas no constituye, en este sentido, un caso aparte, aislable de los demás problemas de la j. social. Además de ser un objetivo que ante todo importa conseguir, tal distribución puede ulteriormente presentarse como algo que ha de ser preservado de los ataques que lleguen a sobrevenirle. Suponer lo contrario sería profesar un optimismo a todas luces ingenuo y que parece desconocer que la mayor parte de las causas a las que se debe la injusta distribución de las riquezas continúa siendo activa en cualquier situación, amenazando las más sólidas conquistas.
      La j. social no se identifica tampoco con ninguno de los medios y recursos, por lícitos que fueren, de que el gobernante ha de valerse para consolidar la equitativa participación de todos los ciudadanos en el bien común. En realidad, esos medios y recursos pertenecen propiamente, no a la j. social, sino a la prudencia política. Y hay que añadir que es también de la prudencia política de donde se derivan, de una manera inmediata, los contenidos concretos de las reformas a que antes aludíamos. Sin embargo, es igualmente cierto que la prudencia política, con ser imprescindible y decisiva y a pesar de tener una función en la que nada debe suplantarla, tampoco puede sustituir, a su vez, a la j. social, ni mucho menos oponerse a ella; antes, por el contrario, la supone, y precisamente en calidad de norma que de un modo objetivo regula las decisiones prudenciales ante las diversas y cambiantes circunstancias de la vida social. Porque los principios a los que ha de atenerse la sociedad -y en los que debe inspirarse toda la actividad del gobernante- tienen que ser los mismos antes y después de las reformas, aunque la manera de aplicarlos haya de variar, en cambio, en la medida en que las circunstancias lo reclamen. Y, en general, tan nocivo como el rígido apego del gobernante a unas fórmulas útiles en una determinada situación, pero ineficaces o incluso perjudiciales en otra, es el dejarse llevar del reformismo y del puro afán de novedades hasta el punto de pretender la modificación de los principios, como si toda j. no tuviera, junto a la variedad de sus aplicaciones, la unidad radical de una misma e idéntica inspiración.
      c) La justicia social y los bienes económicos. Por otra parte, y todavía en la esfera de los bienes de tipo material, la j. social tiene también una competencia indirecta en la producción y no tan sólo en la distribución. El bien común exige, efectivamente, que haya una suficiente cantidad de disponibilidades materiales, porque tan cierto es que ese bien no se confunde con el provecho para unos cuantos miembros privilegiados de la sociedad, como que tampoco consiste en un mal común. En consecuencia, la j. social tiene que recabar la necesaria y conveniente producción; de lo contrario, lo que habría que repartir sería la escasez o la miseria. Por consiguiente, lejos de entorpecer la producción, la j. social es económicamente dinámica y creadora. En su carta a Ch. Flory (7 jul. 1952), Pío XII señala que el medio más natural y más seguro para satisfacer las obligaciones de la j. social es «el incremento de los bienes disponibles, mediante un sano desarrollo de la producción» (AAS 44, 1952, 621-622).
      Naturalmente, la j. social no se interfiere en el campo de las leyes técnicas de la economía, ni pretende forzar estas leyes para conseguir objetivos utópicos. Por el contrario, y precisamente para ponerlas a su servicio, la j. social ha de contar con ellas, respetando su propia naturaleza. Lo que no cabe admitir es que esas leyes se puedan oponer a las exigencias morales del bien común, como si la única técnica económica fuese la que se inspira en los intereses de la versión individualista del organismo económico y social. Y tampoco está justificada la creencia de que la armonía y la paz sociales resultan, en una forma espontánea, del puro juego de los intereses productivos, sin intervención alguna del Estado. Esta opinión, que es típica del viejo liberalismo, ha sido expresamente rechazada por todos los representantes actuales del neoliberalismo, que al seguir defendiendo los derechos de la libertad y de la iniciativa privada, exigen precisamente en nombre de esos mismos derechos, que el Estado intervenga en la medida de lo necesario para garantizarlos y defenderlos de los abusos en que prácticamente degeneran con gran facilidad.
      d) La dignidad de la persona y la justicia social. Igualmente se pone de manifiesto el alcance de la j. social cuando se advierte que el bien común requiere para el trabajo unas condiciones propiamente humanas, de suerte que la dignidad de la persona sea efectivamente respetada en la manera de desarrollarse las actividades laborales. Tal es la causa de que la Iglesia haya levantado su voz, una y otra vez, frente a todas las concepciones que miran el trabajo como una simple actividad mecánica y que se limitan a ver en el trabajador un puro y simple elemento de la producción. «La causa, dice Pío XII, de que la Iglesia, en su doctrina social, insista siempre en las consideraciones debidas a la íntima dignidad del hombre, reclamando que en el contrato de trabajo se asigne el justo salario para el obrero, y exigiendo en favor de éste una asistencia eficaz en sus necesidades materiales y espirituales, consiste en que el trabajador es una persona humana, en que su capacidad de trabajo no debe ser considerada ni tratada como una mercancía, y en que su obra representa siempre una prestación personal» (Alocución a los trabajadores de la Fiat, 31 oct. 1948, en Documentación Católica, 1949, 2).
      La evidente insistencia de este texto en el carácter personal del hombre se encuentra reproducida en innumerables declaraciones pontificias, que unas veces hablan, en concreto, del trabajador y otras se refieren, en general, al ciudadano, como titular de derechos que no se fundan en el poder del Estado, sino en la dignidad de la naturaleza humana. A los efectos de la j. social, todo ello significa que el bien común, al que esta j. está ordenada, tiene que reconocer, y garantizar en su ejercicio, esos derechos que expresan la dignidad personal del hombre, hasta tal punto que el sacrificio de los mismos sólo se podría hacer en nombre de un bien común meramente aparente (AAS 43, 1951, 731).
      El respeto a la dignidad personal del ser humano, influida como un elemento integrante en la misma noción del bien común, lleva consigo el que la j. social desborde el estrecho marco de las necesidades materiales o económicas. Las razones más hondas en que se basa la justa distribución de las riquezas obligan a ir más allá de la participación de todos los ciudadanos en este tipo de bienes. Lo cual, en resolución, equivale a decir que constituiría una verdadera injuria a la dignidad personal del ser humano el limitar « el ámbito de la j. social a las dimensiones pura y simplemente materiales de la convivencia. El evidente hecho de que estas dimensiones condicionan la posibilidad efectiva de la participación en otros bienes o valores más altos no debe hacer olvidar que son precisamente estos últimos los que mejor expresan la categoría propia del hombre y, consiguientemente, el más elevado nivel del bien común, objeto inmediato y propio de la j. social. El bienestar es solamente una parte del bien común, y tan socialmente injusto como el excluir de esa parte a algunos ciudadanos sería, a su vez, impedirles el acceso a la otra.
      Como en la práctica ambas injusticias están ligadas, es imprescindible comenzar por la eliminación de la primera. Sin embargo, desde el punto de vista de la teoría de la j. social, esta afirmación tiene ya un sentido muy distinto de toda ideología que también recabase ese mismo comienzo, pero no por idénticas razones, sino tan sólo por considerar que los bienes o valores culturales son de una importancia secundaria, al estimarlos como simples medios para la consecución de los otros. Una tal manera de pensar, aunque indudablemente representa un craso materialismo, cuenta en la práctica con muchas complicidades, y no se puede decir que éstas procedan exclusivamente del lado de los menos favorecidos por la fortuna. Ello abona, por tanto, la necesidad de una recta teoría de la j. social, por una parte, y por otra exige también que los gobernantes conozcan, en primer lugar, esa doctrina -al menos, en sus puntos esenciales- y, . además, en la práctica no sólo la mantengan, sino que cuiden de que los ciudadanos sean formados en ella.
      e) La justicia social y los bienes culturales. En este sentido hay que repetir, a propósito de la j. social, el tópico de que el problema es, ante todo, un asunto de formación o educación. Pero esto mismo sería mal entendido si se lo interpretara, en la cuestión que nos ocupa, como una especie de simple corolario o consecuencia de la necesidad, en que el progreso técnico pone al hombre de hoy, con mayor apremio cada vez, de adquirir una serie de conocimientos científico-positivos para estar a la altura de las circunstancias y resolver así el doble problema de su aportación a la sociedad y de la forma de encontrar en ella un puesto de trabajo. Todo eso es muy cierto y cada día habrá de serlo más. Pero el verdadero problema rebasa ese planteamiento, si no se pierde de vista el imperativo de la dignidad personal del ser humano. Este imperativo entraña una forma peculiar de participación en los valores más altos de la cultura: la forma que consiste en beneficiarse de ellos, no a título de medios o recursos para otras finalidades, sino en calidad de bienes que en sí mismos son apetecibles y en función de los cuales deben quererse los otros.
      La fundamentación de la teoría de la j. social lleva consigo el reconocimiento de una doble e inversa conexión entre la sociedad y los valores más altos del bien común. En primer lugar, entre estos valores se hallan los que conciernen al sentido de la existencia personal del hombre y de la significación de la comunidad humana; por lo cual el conocimiento de los mismos no es simplemente un asunto de ciertos especialistas que lo pudieran monopolizar y guardar para sí; antes, por el contrario, debe ser poseído, en la medida imprescindible o suficiente, por quienes tienen la función de gobernantes. (La doctrina platónica del «rey-filósofo» respondía, en sustancia, a esta necesidad, si bien es cierto que en una forma extremosa, corregida más tarde por el propio Platón y por su discípulo Aristóteles). Así, pues, cabe decir que esos valores tienen una función social, en el sentido de que las normas inspiradas en ellos son necesarias para el gobierno de la sociedad. Pero, en segundo lugar, no sólo esos valores, sino todos los que componen el ámbito superior de la cultura, constituyen también un objetivo o fin de la convivencia humana, la cual, por tanto, debe estar ordenada a la participación de todos los miembros de la comunidad en esos mismos valores superiores de la cultura. Mantener lo contrario no sería otra cosa que degradar al hombre, concibiéndole como un simple instrumento productor de bienes materiales y como un ser que agota sus necesidades en el consumo de esta clase de bienes.
      La participación de todos los ciudadanos en los valores de la cultura plantea dos clases de problemas. La primera de ellas se refiere a las limitaciones esenciales -y, por consiguiente, permanentes- de tal participación. Y la segunda atañe a lo que debe hacerse para conseguir que el condicionamiento económico de esa misma participación no se convierta en un insalvable obstáculo para la misma. Examinemos por separado y, brevemente, ambas cuestiones.
      a) Hay dos clases de limitaciones efectivas de la posibilidad de participar en los valores a los que nos referimos. La primera procede de la cantidad de tiempo libre para entregarse a ellos; la segunda radica en el respectivo grado de aptitud o capacidad personal que se posea para el cultivo de los mismos. La j. social tiene que hacerse cargo de ambas limitaciones, pero no aisladamente, sino poniéndolas en mutua conexión. Pues, lejos de ser injusto socialmente el que las personas más dotadas dispongan de más tiempo para el trato y cultivo de tales bienes, ocurre, por el contrario, que ello contribuye al bien común, con la condición, claro está, de que se exija a esas mismas personas una trasmisión de sus conocimientos, de un modo proporcional a los beneficios que ellas mismas reciban de la sociedad a la cual pertenecen. La posibilidad del acceso a los bienes culturales superiores debe encontrarse abierta a todos los ciudadanos, pero los que sean más aptos para cultivar y trasmitir estos bienes son los que más derecho tienen a dedicarse especialmente a ellos y más deber, a su vez, de comunicarlos a los restantes miembros de la sociedad.
      b) La j. social no se confunde con lo que debe hacerse para superar los condicionamientos económicos que impidan la participación de los ciudadanos en los bienes culturales. Sin embargo, exige que se haga todo lo que sea posible y necesario_ en ese mismo sentido. Para ello caben procedimientos muy diversos, ninguno de los cuales tiene un valor estrictamente absoluto, ya que depende de las diversas constancias que deban tenerse en cuenta como concreto punto de partida. Pero sea el que fuere el procedimiento más idóneo en virtud de las circunstancias, el gobernante tiene la obligación de atender a este cometido y no puede mirarlo como algo secundario ni mucho menos como una especie de generosidad, sino como un deber de estricta y mera justicia, precisamente de j. social, es decir, de la que tiene por objeto propio el bien común, pues aunque es cierto que la redistribución de cargas y beneficios que ello lleve consigo favorecerá, de un modo lógico, a los miembros económicamente más débiles de la sociedad, no es menos cierto que los más dotados aprovechan a la sociedad entera, que cumple mejor su fin y sale además gananciosa con el perfeccionamiento de los individuos y la satisfacción de los derechos que ellos, como personas, poseen en el seno de la comunidad que con su trabajo mantienen.
     
      V. t.: 11; 111; BIEN COMÚN.
     
     

BIBL.: Encíclicas: LEóN XIII, Rerum novarum, 1893; Pio XI, Quadragesimo anno, 1931; íD, Divini Redemptoris, 1937; Pío XII, Summi Pontificatus, 1939; JUAN XXIII, Mater et Magistra, 1961; PAULO VI, Populorum progressio, 1967.

 

A. MILLÁN PUELLES.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991