Juicio Particular y Universal


1. Noción e ideas generales. Cuando se habla de j. en la teología católica se entiende la medida y el dictamen que Dios hace de las obras humanas valorando justamente su contenido en orden a la retribución eterna de cada persona. Brevemente podría definirse discussio meritorum, examen de méritos, puesto que, según S. Tomás, tiene dos sentidos: a) dar cuenta por el examen de los mérito: per discussionem meritorum reddere rationem (Expos. in Ev. Mal., 25c); b) recibir la sentencia, ya que todos los hombres serán premiados o castigados. Si esa medida y dictamen se refieren al momento de la muerte cuando individualmente cada uno debe rendir cuentas a Dios acerca del empleo de su vida, se llama juicio particular. Si nos referimos al momento final de la historia, cuando Cristo vendrá glorioso a juzgar a los vivos y a los muertos (v. PARUSíA), se denomina j. universal.
La palabra j., del latín iudicium, tiene inicialmente un sentido lógico. Es una operación intelectual por la que, relacionando dos ideas, expresamos su conveniencia o disconformidad. De esta manera enjuiciamos las cosas, los acontecimientos, las personas, etc. La convivencia humana ha organizado la posibilidad de dirimir autoritativamente los conflictos entre las personas y sus intereses haciendo justicia, dando a cada uno lo suyo, juzgando la verdad de las cosas en oficio público. Para ello, ha constituido jueces que averigüen la verdad y emitan el juicio. El juez es como la expresión de la razón ante la comunidad a la que representa y a la que sirve. En un plano eminente, Dios es juez incorruptible y absoluto de la vida humana que nadie puede falsificar ante Él, de modo que juzga justísimamente a cada hombre y a toda la humanidad. Es Regla y Arbitrio Supremo de todas las cosas, y todos y todo están sometidos a su juicio.
El hombre barrunta el j. de Dios tanto en el remordimiento y temor de la conciencia cuando obra mal, sabiendo que es responsable de sus acciones y que sus pecados no pueden quedar impunes ni ocultos, como cuando siente la necesidad profunda de una justicia inviolable y poderosa que dé a cada uno lo suyo, por encima de los egoísmos abusivos y connivencias de los hombres. Pero, es la fe la que nos instruye con plenitud, enseñando que hay un j. p. y otro u., general o final.
Este j. definitivo que Dios pronuncia sobre la vida humana fijando irrevocablemente el destino personal bienaventurado (v. CIELO III) o infortunado (v. INFIERNO III) es un punto central de la Revelación (v.). La terrible condición de la muerte no consiste en la muerte misma, con todo lo que pueda tener de dolor, sino en el j. de Dios, que decide la salvación o la condenación para siempre. «En el otro mundo, dice S. Juan Crisóstomo, a quienes sus propias obras falten, nadie los podrá socorrer, no porque no quiera sino por ser imposible» (Homil. sobre San Mateo 78,1: PG 58,712). No será posible rectificar porque el j. de Dios fija lo que ha decidido la propia libertad humana durante la vida. Dios no busca la condenación de nadie, ya que quiere que todos los hombres se salven; lo que Dios hace en el j. es declarar la verdad objetiva del comportamiento de la libertad, midiendo la responsabilidad y evaluando el mérito de forma que aparezca evidente y sin apelación posible el tenor de la sentencia que ya será irreformable.
Aunque no se puede disimular la terribilidad del j. de Dios, que arranca del hecho mismo de comparecer una criatura ante la Majestad infinita, sin embargo, presenta condición alternante y está suavizada por la revelación de la misericordia divina; será tremendo para los impíos; para los que han luchado por ser fieles está lleno de esperanza. Cristo ha prometido que tomará la defensa de sus discípulos en presencia de su Padre y delante de sus ángeles (Le 12,8; cfr. Apc 3,5). Al decir de S. Juan de la Cruz, «a la tarde te examinarán en el amor» (Avisos y sentencias, 57, Burgos 1931, 831), y Mons. Escrivá de Balaguer trae en Camino este pensamiento posibilitante de grandes decisiones, de grandes empresas: «¿no brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?» (n. 746). Una comprensión racional y prudente del j. de Dios no sitúa ante la idea de una salvación restrictiva y aleatoria, sino que lleva a empeñarse generosamente en el amor, tratando de conseguir la Vida eterna, que es el premio al que Dios ordena las buenas obras. Si Cristo empeñó su vida, el creyente consciente no puede malversar el tesoro divino con el que nos compró. Cristo pagó para la salvación humana con su preciosísima sangre (1 Pet 1,18-19; 1 Cor 6,20; 7,23), y todo el Evangelio se hace eco del anuncio del Señor: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (lo 10,10). El cristiano, que vale tanto, debe vivir con esa confianza, pero sin olvidar la secuencia decisiva del j. que corresponde exactamente a la realidad temporal de la libertad.
2. Implicaciones de la idea del juicio. Es fácil advertir que la doctrina del j. implica un conjunto de verdades, racionales unas, reveladas otras, que componen una red de valores y relaciones conformando la existencia de la criatura desde el punto de vista moral y religioso. El hombre no es un ser independiente ni aislado; se debe a Dios, se debe a los demás; depende de Dios y depende de los demás. Dotado de libertad, su comportamiento está abierto a una amplia gama de posibilidades y es él quien puede y debe decidir opcionalmente. Por eso se le imputan sus decisiones y es responsable de las mismas. Su libertad no es absoluta. Tiene señalados unos caminos o normas que Dios le ha fijado de antemano, de las que tiene conocimiento a través de la propia conciencia y por manifestación expresa de la voluntad de su Creador a través de la ley positiva contenida en la Revelación. En ese campo de la norma no es libre sino que está necesitado, moralmente, aun cuando conserva la libertad psicológica de elección. Más allá de su estructura natural de criatura, Dios le ha regalado un destino más alto elevándole a la participación de la naturaleza divina por la gracia, haciéndole hijo suyo, con la consecuencia lógica de poder recibir como herencia el cielo. Para eso le confiere medios y auxilios sobrenaturales que debe usar responsablemente. Pero el hombre puede aceptar o rechazar ese destino y esos medios. Como su condición sobre la tierra es efímera, llega un momento en que muere (v. MUERTE vi), debiendo dar entonces razón de su vida. Al final de los tiempos resucitará su cuerpo (V. RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS) y se recompondrá el hombre, que es esencialmente alma y cuerpo unidos. Dios hará entonces el j. u. de la historia y de toda la humanidad.
3. Teología del juicio particular. La S. E. centra especialmente la atención en la sentencia . final de Cristo, constituido juez de vivos y muertos (lo 5,22.27; Act 10, 42), y no habla de modo explícito de un j. p. Pero, por otra parte, está claro que el j. final no acontecerá hasta el fin de los tiempos; si no hubiera j. p., querría decir que se difiere la sentencia hasta el fin del mundo quedando un vacío inexplicado e inexplicable entre la muerte individual y la retribución y j. universales, comprometiendo además la inmortalidad del alma. El Magisterio de la Iglesia, interpretando la Revelación, ha resuelto el dilema definiendo que la retribución después de la muerte es inmediata; hay, pues, un j. p., ya que no puede haber sanción si no hay previamente j.
En los primeros siglos del cristianismo, cuando todavía no habían aflorado estas cuestiones de un modo reflejo, se plantearon indirectamente con ocasión de la inmortalidad del alma, que es evidentemente un presupuesto de la escatología retributiva. Las preocupaciones de los primeros escritores cristianos estaban determinadas en gran parte por el problema del gnosticismo (v.) que limitaba la retribución a sola el alma y que afirmaba la maldad de la materia. Eso hace que hablen poco de la retribución inmediata a la muerte o que incluso caigan en el error defendiendo la retribución diferida hasta el j. final, en cuyo caso no se ve la necesidad del j. p. Lactancio lo negó: «Nadie, pues, piense que las almas son juzgadas inmediatamente después de la muerte» (Divin. Instit. 7,21, B: PL 6,802-803); S. Justino, S. Ireneo y Tertuliano tampoco son del todo claros. Sin embargo, los testimonios explícitos sobre la retribución inmediata tampoco faltan, siendo sobre todo muy numerosos en el caso de mártires. El error que mencionamos pervive pasada esa primera época. Todavía encontramos vestigios en el s. xiv en las famosas homilías del papa Juan XXII; y ha sido recientemente repetido por algunos autores protestantes modernos (Th. Burnet, C. Stange, H. Thielicke, K. Barth, E. Brunner, O. Cullmann) cuya escatología, a pesar del aparato cultural con que es presentada, es en realidad tan primitiva como la de aquellos antiguos escritores cristianos que no acertaron a componer la síntesis de los datos de la Revelación (v. LUTERO y LUTERANISMO II, 2).
Por lo demás, en la S. E., aunque -como decíamos- no se hable explícitamente del j. p., se incluyen numerosos textos que lo implican (v. i). Especialmente, todos aquellos en que se dice que Dios retribuye a cada uno según sus méritos y que, por tanto, ha de juzgarnos a todos, o que cada uno ha de dar cuenta de sus obras ante Él (Ps 63,13; Eccl 3,17; 11,9; 12,14; ler 32,19; Eccli 16,123; Mt 16,27; Rom 2,6; 2 Cor 5,10; Apc 20,12). El tema del j. y de la retribución es, de hecho, constante. Dios ha ido a lo largo de los siglos previniendo al hombre con esa idea tremenda de un j. definitivo y para que le ayude a respetar la ley divina. «Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás», recomienda el Eclesiástico (7,40). La fidelidad a Dios no es una opción libre y caprichosa sino un imponente deber. La condición de criatura supone un marco existencial definido, que no puede traspasarse sin incurrir en el j. de Dios. Aunque el pensamiento del j. no es un aviso amenazador por sí mismo, persecutorio, sino preventivo de la debilidad inconsciente o de la libertad torcida, ya que Dios tiene orientado al hombre hacia un destino eterno que es de amor, es no obstante una llamada a la autenticidad y a la obediencia.
Ciertamente, ninguno de esos textos habla de un j. p. (aunque hay algunos que lo pueden insinuar más directamente: Eccli 11,26-28; Heb 9,27), pero el acento sobre la responsabilidad personal e intransferible de cada persona es tan marcado que conducen necesariamente a esa idea. Sería adulterar totalmente el sentido de las S. E. quedarse en la afirmación de un j. de orden meramente históricocolectivo. En otras palabras, el j. p. está contenido implícitamente en la doctrina bíblica sobre la retribución, que afirma una suerte distinta para los justos y pecadores, iniciada inmediatamente después de la muerte; así se ve claramente en la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro (Le 16,19-31), en las palabras de Jesús al buen ladrón (Le 23,43) y en los pasajes paulinos de Philp 1,23; 2 Cor 5,6.8.
Así -como decíamos- lo entendió la unanimidad de los Padres, que superaron en seguida las vacilaciones manifestadas por algunos escritores del principio. Limitémonos a dos citas muy claras. S. Juan Crisóstomo dice en una homilía: «Nadie de cuantos hay sobre la tierra, a quien al morir no se halle desatado de sus pecados, podrá escapar a la cuenta que se le pedirá de ellos. Así como vemos que de nuestras cárceles salen los reos cargados de cadenas para presentarse ante el tribunal, así las almas todas, en el momento de salir de este mundo atadas por las cuerdas de sus pecados, son presentadas ante el terrible tribunal de Dios» (Homil. sobre San Mateo, 14,4: PG 57,222). S. Jerónimo es también claro: «Por día del Señor se entiende el día del juicio o el día en que parte cada cual de su cuerpo. Porque lo que ha de acontecer a todos en el día del juicio, eso mismo se cumple en cada uno el día de la muerte» (In Joel, 2,1: PL 25,965).
La existencia de una retribución inmediata, lo que implica un j. p. a la hora de la muerte, pertenece a la regla del creer cristiano. Es, en fecto, verdad de fe que el alma humana es inmortal (Denz.Sch. 1440) y que al morir recibe inmediatamente su destino (Denz.Sch. 857858; 1000-1002; 1304-1306). A esa sanción debe lógicamente preceder un j. en el instante de morir y antes del j. u.; y así lo enseña, de hecho, la ordinaria predicación cristiana. Para muchos teólogos esta conclusión pertenece a la fe porque es enseñanza propuesta sin equívocos por el magisterio ordinario y universal que se manifiesta a través de la predicación y de los catecismos; el Conc. Vaticano 1 había preparado, de hecho, una definición que no llegó, sin embargo, a aprobarse por la interrupción de sus trabajos «Inmediatamente después de la muerte -decía el proyecto-, que es el término de nuestra vida, nos presentaremos ante el tribunal de Dios para que cada uno dé cuenta de lo que hizo mientras vivió» (Collectio Lacensis, 7,564). Otros la valoran como próxima a la fe, dado que el Magisterio solemne no la ha sancionado. Otros piensan que está implícitamente definida. A tenor del Vaticano 1 (Denz.Sch. 3011) podemos decir que pertenece a la fe, aunque no haya sido definida dogma de fe.
¿Cómo será el juicio particular? Es natural que al intentar desentrañar los componentes del j. p. acudan a nosotros las representaciones naturales usuales con las que podemos configurarlo: tribunal, juez, discusión de la causa, etc.; hay que tener en cuenta, sin embargo, que nuestra noticia de las cosas trascendentes y escatológicas es muy escasa. Algunos datos son, no obstante, claros. Acontece en el instante en que se produce la muerte y al instante, porque no hay «discusión de causa» sino medida de Dios sobre la vida, conforme a su voluntad sobre nosotros, con la correspondiente sentencia de retribución. El Juez será Cristo Dios-Hombre a quien el Padre ha confiado el poder de juzgar, «juzgará en cuanto hijo del hombre», dice S. Tomás (Expos. in Ev. Mth. 25,c). No es necesario imaginar un lugar especial como si Cristo descendiera o el alma se trasladara, porque al separarse del cuerpo y acabar su vida terrena, puede, bajo la luz que Dios le dé, conocer con clarividencia su vida en una pura visión intelectual. A partir de estos datos centrales, las diversas representaciones a que se acude son «metáforas y símbolos del misterio del juicio» (Schmaus), que, siendo en sí legítimas para apoyar nuestra comprensión del hecho, deben usarse con moderación, ya que no puede negarse que pertenecen al campo de las deducciones o incluso al de las conjeturas.

4. Teología del juicio universal. La verdad del j. universal es tan clara en las enseñanzas de la S. E. y del Magisterio constante, que S. Agustín podía afirmar que «si no es aquel que no crea en la misma Escritura por no sé qué animosidad increíble o ceguera, nadie, en efecto, niega o duda que ha de verificarse por Cristo un juicio final tal como se nos anuncia en las Sagradas Letras» (De civitate Dei 20,30,5: PL 41,708).
Es dogma de fe que Cristo vendrá a juzgar a vivos y muertos, es decir, a todos los hombres de la historia humana. Cristo lo profetizó solemnemente y los discípulos lo escucharon impresionados (Mt 25,31-33). La certificada promesa de los ángeles de la Ascensión: «Este Jesús que ha subido de entre vosotros al cielo volverá de la misma manera que le habéis visto marchando al cielo» (Act 1,11) se grabó imborrablemente en la conciencia de los Apóstoles y, a una con las enseñanzas que habían oído de la boca del Maestro acerca de su retorno glorioso, provocó la imperiosa necesidad de incorporar este tema a la predicación primitiva: «Nos mandó predicar al pueblo y dar testimonio de que él mismo es el que ha sido constituido por Dios Juez de vivos y muertos» (Act 10,42).
La revelación del j. final está presente en todo lo largo de la S. E. y reviste caracteres impresionantes, como un eco o culminación de aquel j. original de la primera pareja pecadora, que no sólo es personal sino histórico, como históricas son sus consecuencias, hasta llegar al juicio de que habla el Apocalipsis. La idea del j. tiene -decíamos antes- un fuerte acento individual, aspecto básico y fundamental, pero tiene también -debemos añadir ahora- una dimensión colectiva. Así aparece muy claramente en los oráculos de los profetas contra los pueblos (Is 13-27; Ier 46-51; Ez 25-32). El tema más común en esta línea es el del castigo del pueblo judío cuando es infiel a su misión histórica, realizado por Yahwéh a través de invasiones, exilio, calamidades... (Is 7,17-25; 9,8-12; Os 8,1; 10,6-12; Am 2,5 ss.); pero con frecuencia se ensancha hasta los pueblos que combaten a Israel e incluso al mundo entero, entremezclándose unos y otros límites de la amenaza (Is 2,6-31; Ioel 3,1-15; Am 1-6; Zac 14). Será el día de Yahwé, que tan enfáticamente aparece señalado. Una perspectiva más acabada nos ofrecen las visiones de Daniel (Dan 12,1n) y los textos del libro de la Sabiduría (Sap 4,20; 5,1-23) sobre la resurrección de los cuerpos y la discriminación entre buenos y malos después de la muerte.
Los textos escatológicos del N. T. completan la revelación sobre el j. final adornándola con símbolos e imágenes apocalípticas. Cristo irrumpe en la existencia histórica incoando el j. por la alternante postura de aceptación o rechace de su venida en carne y su misión como Hijo de Dios (lo 3,16-18; 5,22; 12,46-48). Progresivamente lo va desvelando en las parábolas (Mt 24,45-51; 25,1-30; Lc 12,35-48; 19,11-27) y al final de su vida pública declara que habrá un día en el que convocará a todas las gentes a su tribunal. Habrá, por así decir, una cita concreta de la humanidad con Cristo, que vendrá con gran poder y majestad para juzgar el mundo según sus obras (Mt 16.27; 25,31-46; cfr. Rom 2,2-10).
Esa misma firmeza que encontramos en las S. E. se impone en las expresiones de la fe, desde los Símbolos primitivos, hasta los grandes Símbolos de los concilios ecuménicos (cfr. Símbolo Niceno-Constantinopolitano, Denz.Sch. 125.150). Así en la Traditio apostolica de Hipólito Romano se interroga el que profesa la fe en Jesucristo, Hijo de Dios, si cree en su venida para juzgar a vivos y muertos (Denz.Sch. 10). Esta fórmula, tallada al compás de los textos del N. T. y que pervive indefectiblemente en todos los Símbolos, es glosada y explicitada en el Atanasiano o Quicumque con las siguientes palabras: «Está sentado a la derecha del Padre, de donde vendrá para juzgar a vivos y muertos. A su venida todos los hombres han de resucitar con sus cuerpos y dar razón de sus propias obras; y los que obraron el bien, irán a la vida eterna; los que obraron el mal, al fuego eterno» (Denz.Sch. 76). Igualmente preciso es el Símbolo del Concilio XI de Toledo (a. 675) (Denz.Sch. 540). La Constitución de Benedicto XII define la doctrina del j. u., además de la inmediata ejecución de la sentencia después de la muerte: «Definimos también que según la común ordenación de Dios, las almas de los que mueren en pecado mortal actual, inmediatamente después de la muerte bajan al infierno, donde son castigados con penas infernales, y que, no obstante, en el día del juicio todos los hombres comparecerán con sus cuerpos ante el Tribunal de Cristo para dar cuenta de sus obras, para que cada uno reciba según lo que hubiere hecho por el cuerpo, bueno o malo (2 Cor 5,10)» (Denz.Sch. 1001-1002).
En muchos textos de la S. E. el j. es presentado como una amenaza vengadora de la cólera divina que no aguanta el endurecimiento del corazón y castiga inexorablemente la soberbia, ya que la sordera impenitente de los pecados clama justicia ante el cielo. Esos mismos textos -y otros más explícitos- ponen de relieve que el transfondo del plan de Dios, «que pacientemente os espera, no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan a penitencia» (2 Pet 3,9), es el amor. Si el j. se abre a la condenación de quien se cierra a Dios por el pecado, su perspectiva propia es la del triunfo de Cristo y la de la instauración de la ciudad celeste. Así la teología del j. es estimulante de la búsqueda del reino de Dios y su justicia, por encima de todas las cosas (Mt 6,33). Esto explica la ansiosa expectación del cristiano aguardando el retorno de Cristo, confiado en la bondad de Dios, que le defenderá frente a todos sus enemigos. Para el cristiano el j. de Dios es ciertamente llamada a la responsabilidad, pero a la vez motivo de esperanza alentadora e inquebrantable. La tradición cristiana está vertida en esta tensión del ascetismo cristiano que inspira la secuencia del «Dies irae», de Jacopone da Todi, los versos de la Divina Comedia de Dante Alighieri, y el fresco insuperable de Miguel Ángel, sobre el j. final. Según la óptica preferente de una u otra época, es una misma realidad la que los autores contemplan subrayando el aspecto esperanzador o el aspecto terrible. Ambos aparecen armónicamente unidos en el siguiente texto de S. Gregorio Magno: «Reflexionad, hermanos muy queridos, cuál será el terror en la presencia de tal juez aquel día en el que ya no habrá remedio para el castigo. ¡Qué confusión la de aquel a quien, por merecerlo su culpa, le acontezca quedar avergonzado ante aquella congregación de ángeles y de hombres! ¡Qué pavor causará, además, al ver airado a Aquel a quien ni siquiera aplacado puede contemplar alma humana! En cambio, ¡cuánta será entonces la alegría de los elegidos, que merecen gozar la vista de Aquel ante cuya presencia ven que todos los elementos se estremecen, y entrar a la par con Él a las bodas! » (Homi. in Ev. 12,4: PL 76, 1120-1121).
La S. E. elude los pormenores curiosos sobre el j. final. Ignoramos cuándo sucederá (Mt 24,36) y dónde. La alusión del profeta Joel al valle de Josaphat (Ioel 3, 2.12) parece simbólica dado que el vocablo significa «Dios juzga». Sólo sabemos que Cristo vendrá en toda su gloria rodeado de los Ángeles (Mt 25,31), convocando a todos los hombres (Mt 25,32; cfr. Rom 5,10-12; 2 Cor 5,10) para retribuir a cada uno según sus obras conforme a la medida del amor (Mt 25,34-40) e instaurar su reino definitivo que entregará en manos de su Padre (1 Cor 15,23-28).
5. Síntesis teológica. Al fijar la doctrina se advierte que el problema teológico del j. es armonizar los dos momentos haciendo la síntesis de esa dualidad de j. u. y p. Para comprender mejor la coherencia de la doctrina católica, cabe, pues, formular la siguiente pregunta: si hay j. p., ¿para qué el u.? S. Tomás aborda ya la dificultad: «¿Cuál es la necesidad (del j. u.)?, ¿acaso no reciben todos su merecido al morir? Hay que señalar que es doble el premio que en el justo juicio de Dios se otorga a los hombres. Primeramente el premio del alma; después el del cuerpo. En cuanto al premio del alma se imparte en la muerte; pero entonces (en el j. final) recibirán también la gloria del cuerpo» (Expos. in Ev. Mth. 25,c). El Catecismo Romano o Catecismo del Conc. de Trento, da una respuesta más amplia que resume la doctrina clásica sobre este punto, diciendo: «En la explicación de este artículo (de fe) harán notar los párrocos dos tiempos en los cuales a todos es preciso presentarse delante del Señor y dar cuenta de cada uno de los pensamientos, de las acciones y también de todas las palabras, y, por último, sufrir cara a cara la sentencia del Juez. El primero es cuando cada uno de nosotros sale de esta vida; pues inmediatamente comparece ante el tribunal de Dios, y allí se hace examen justísimo de todo cuanto en cualquier momento haya hecho, dicho o pensado, y este juicio es particular. Y el otro es cuando en un solo día y en un solo lugar comparecerán al mismo tiempo todos los hombres ante el tribunal del juez Supremo, para que viéndolo y oyéndolo los hombres todos de todos los siglos, sepa cada uno lo que se ha decretado y juzgado de ellos mismos, y la publicación de esta sentencia será para los hombres impíos y malvados una parte, no la menor, de sus penas y tormentos; mas, al contrario, los piadosos y justos recibirán, con motivo de ella, grande premio y fruto, habiendo de verse claro cuál fue cada cual en esta vida; y este juicio se llamará general» (Part. la cap. 8, n. 3; ed. Magisterio Español, Madrid 1971, 79).
En resumen, los teólogos anotan estas razones del j. final: a) la gloria de Cristo, Salvador del mundo, implantando su señorío universal; b) la manifestación patente de la Providencia misteriosa en el destino personal y en el conjunto de la historia humana; c) la medida y sanción de la responsabilidad solidaria entre los hombres; d) la ratificación públicamente de la sentencia previa irrevocable dictada en el j. p.; e) la resurrección de los cuerpos que supondrá suplementos integradores de gloria en los bienaventurados y de tortura para los condenados (cfr. Catec. de Trento, par. la cap. 8, n. 4). El j. final será el triunfo definitivo del bien: vencidos el demonio, el pecado y la muerte y juzgado el hombre, todas las cosas volverán a Dios en una ofrenda de amor y en un himno de gloria sempiterna y de justicia, transmutada la humillación de la Cruz en victoria radical y sin fin.

V. t.: ESCATOLOGÍA III; MUERTE V y VI; INMORTALIDAD; MUNDO III, 2 (Fin del); RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS.


J. SANCHO BIELSA.
 

BIBL.: Documentos del Magisterio eclesiástico: Símbolos de fe (Denz.Sch. 10,30,41-64,125,150, etc.); CONC. I DE LYON, trece ecuménico (Denz.Sch. 838-839); CONC. II DE LYON, catorce ecuménico (Denz.Sch. 856-859); BENEDICTO XII, Const. Benedictus Deus (Denz.Sch. 1000-1002); CONC. DE FLORENCIA, diecisiete ecuménico (Denz.Sch. 1304-1306); CONC. VATICANO II, veinte ecuménico, Const. Lumen gentium, n. 48; PAULO VI, Profesión de fe promulgada el 30 jun. 1968 (AAS).

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991