JUAN MARÍA BAUTISTA VIANNEY, SAN
Sacerdote francés, mucho más conocido como el cura de Ars, nacido en Dardilly,
en las cercanías de Lyon, el 8 mayo 1786. Después de una niñez en ambiente
campesino, padeciendo las consecuencias de la Revolución francesa, concibe a los
17 años el deseo de ser sacerdote. Inicia con grandes dificultades sus estudios.
Movilizado por un error, pasa desde 1809 a 1811 oculto en las montañas de Noés,
declarado desertor. Una amnistía le permite regresar a su pueblo. Prosigue sus
estudios y por fin el 13 ag. 1815 el obispo de Grenoble, mons. Simon, le ordena
de sacerdote a los veintinueve años. Continúa durante tres años, de 1815 a 1818,
repasando la Teología junto al P. Balley en Ecully, con la consideración de
coadjutor suyo. Muerto el P. Balley y terminados los estudios, el arzobispo de
Lyon le encarga del minúsculo pueblecillo de Ars, a treinta y cinco kilómetros
al Norte de la capital. El pueblo no tenía categoría de parroquia, sino que era
una simple dependencia de Mizérieux. Desde el 9 feb. 1818 hasta el día de su
muerte (4 ag. 1859) permaneció en aquel pueblecillo realizando un maravilloso
apostolado. Ha sido declarado patrono de todos los párrocos del mundo.
Difícilmente puede darse un contraste mayor entre la sencillez de una vida y su
irradiación. El que todo el mundo conoce como «santo cura de Ars», no fue cura,
es decir, párroco, en el sentido canónico de la palabra ya que, como hemos
dicho, la iglesia a la que atendía era sólo una dependencia de la parroquia. Sin
embargo, él se sintió íntimamente compenetrado con la feligresía, responsable de
cuanto en ella ocurría, y, por otra parte, todo el mundo, desde sus superiores
hasta las personas más sencillas del pueblo, veían en él, no sólo un auténtico
cura, sino el verdadero ejemplar de lo que un párroco puede ser.
Primeros años de su vida. Tuvo una infancia normal y corriente, propia de
su aldea, Dardilly, únicamente alterada por las consecuencias de los avatares
políticos de aquel entonces. En efecto, es aún niño cuando estalla la
Revolución. Al frente de la parroquia ponen a un cura constitucional y la
familia Vianney deja de asistir a los cultos. Pero Lyon es una de las diócesis
de Francia que mejor ha organizado el culto clandestino, y el pequeño oirá
muchas veces Misa en algún rincón de la casa, celebrada por aquellos heroicos
sacerdotes fieles al Papa que con tanta rabia persiguen los revolucionarios. Su
primera comunión la ha de hacer en otro pueblo, distinto del suyo, aunque no muy
lejano, Ecully, en un salón con las ventanas cuidadosamente cerradas para que
nada se trasluzca al exterior. A este pueblo habría de vincularse luego,
volviendo ya sacerdote como coadjutor, para hacer su aprendizaje pastoral.
Dardilly conserva, cuidadosamente restaurada, la casa de los Vianney, y su
visita resulta extraordinariamente evocadora. Se puede apreciar el ambiente de
austera pobreza, de profundo cristianismo, de laboriosidad en que transcurrieron
aquellos años. Cuando vuelve la paz religiosa concibe el gran deseo de ser
sacerdote. Su padre, aunque buen cristiano, pone algunos obstáculos, que por fin
son vencidos. Pero su instrucción elemental había sido prácticamente nula, y el
joven, ya de 17 años bien cumplidos, tropieza con enormes obstáculos para
aprender el latín y las demás asignaturas. Llega un momento en que su tenacidad
no basta, en que empieza a sentir desaliento, y entonces se decide a hacer una
peregrinación pidiendo limosna, a pie hasta la tumba de San Francisco de Regis,
en Louvex. El santo no escucha, aparentemente, la oración del heroico peregrino,
pues las dificultades para aprender subsisten. Pero le da lo sustancial: llegará
a ser sacerdote.
Antes ha de pasar por un episodio novelesco: un error hace que no le
alcance la liberación del servicio militar que el card. Fesch, tío del
Emperador, había conseguido para los seminaristas de Lyon. J. es movilizado, cae
enfermo, ingresa en el hospital de Ruán y, por fin, sin atender a su debilidad,
enviado a combatir en España. No puede seguir a sus compañeros, que marchan a
Bayona para incorporarse. Solo, enfermo, desalentado, J. M. se transforma en un
desertor.
En 1811 una amnistía le permite volver a su pueblo. Asiste a la muerte de
su anciana madre y prosigue sus estudios sacerdotales en Verriéres primero, y
después en el seminario mayor de Lyon. Todos reconocen la admirable conducta del
seminarista, pero, falto de conocimientos de latín, no saca provecho de sus
estudios y es despedido del seminario. Un sacerdote excepcional, el P. Balley,
que había dirigido sus primeros estudios, se presta a continuar preparándole,
logra su admisión a las órdenes y continúa instruyéndole hasta su muerte en
1818. Entonces, terminados sus estudios, es enviado a Ars.
Cura de Ars. Su actividad parroquial tuvo dos aspectos que, en cierta
manera, corresponden también a dos fases de su vida. Mientras no se inició la
«gran peregrinación» a Ars, el cura pudo vivir enteramente consagrado a sus
feligreses. Y así lo hizo, visitándoles casa por casa; atendiendo paternalmente
a los niños y enfermos; empleando mucho esfuerzo en la ampliación y
hermoseamiento de la iglesia; ayudando fraternalmente a los compañeros de los
pueblos vecinos. Todo ello acompañado de una vida de asombrosas penitencias, de
intensa oración, de ejercicio de la caridad, hasta quedarse sin nada, en
beneficio de los pobres. Nada excede, sin embargo, en esta primera parte de su
vida, del marco corriente de las actividades de un cura rural. Fue objeto
también de envidias por parte de sus compañeros, de calumnias procedentes de
algunos vecinos, y de dificultades internas, con, escrúpulos y perplejidades.
Pero el pueblecillo se transformó y empezó a decirse, con justa razón, que «Ars
ya no era Ars».
La peregrinación a Ars tuvo un comienzo muy sencillo. El santo cura, por
ayudar a sus compañeros, se desplazaba a los pueblos vecinos para predicar y
confesar con ocasión de misiones, jubileos y cumplimientos pascuales. La gente
quedaba prendada de aquel sacerdote tan santo y tomó la costumbre de dirigirse a
Ars cuando se les presentaba alguna dificultad o querían confesarse con mayor
detenimiento. Al principio era sólo un fenómeno local, circunscrito a las
diócesis de Lyon y Belley, pero luego fue tomando un vuelo cada vez mayor, de
tal manera que llegó a hacerse célebre en toda Francia y aun en Europa entera.
Empezaron a afluir peregrinos, se editaron libros para servir de guía y hasta se
montó en la estación de Lyon una taquilla especial para despachar billetes de
ida y vuelta a Ars. Aquel pobre sacerdote que tan trabajosamente había hecho sus
estudios y a quien la autoridad diocesana había relegado a uno de los peores
pueblos de la diócesis se convirtió en consejero buscadísimo por millares y
millares de almas, desde prelados insignes e intelectuales famosos, hasta
humildísimos enfermos y pobres gentes atribuladas.
Así se produjo el principal milagro de su vida: que pudiese subsistir bajo
el peso de aquel trabajo sobrehumano. Causa admiración la distribución de su
tiempo, lo reducido del sueño, la parquedad de las comidas, sus horas de
encerramiento en el confesonario. Pero Dios bendecía manifiestamente su
actividad. El que había hecho con dificultad sus estudios, se desenvolvía con
maravillosa firmeza en el púlpito, sin tiempo para prepararse, y resolvía
delicadísimos problemas de conciencia en el confesonario. En este ministerio
gozaba de un discernimiento de las conciencias, del que se recogieron centenares
de testimonios después de su muerte. Los prodigios se multiplicaron y él los
atribuyó a S. Filomena, cuyo pretendido sepulcro, recién descubierto por
entonces, había suscitado, al través de una novelesca vida publicada por un
canónigo italiano, un enorme entusiasmo. Lo cierto es que el Señor bendijo
aquella humilde parroquia, haciéndola escenario de curaciones y conversiones
maravillosas. El milagro más sonado y mejor documentado, es la multiplicación de
la masa para hacer pan, salvando la situación desesperada en que se encontraban
las acogidas en la Casa de la Providencia por él fundada.
Mas llegó un momento en que sus fuerzas le fallaron. El viernes 29 jul.
1859 se sintió indispuesto. Pero bajó, como siempre, a la iglesia a la una de la
madrugada. No pudo resistir toda la mañana en el confesonario. Predicó por
última vez llorando continuamente. A la noche se vio claro que estaba herido de
muerte. Y en efecto, pocos días después, el jueves 4 de agosto, a las dos de la
madrugada, fallecía santamente.
El significado de su santidad lo explicó admirablemente el papa Juan XXIII
en la Enc. Nostri Sacerdotii primitias de 31 jul. 1959, con ocasión del
centenario de su muerte. Hizo destacar cómo J. es el ejemplar más claro de
santidad sacerdotal, y la actualidad que su figura continúa teniendo.
El cura de Ars se integra en el conjunto de una generación renovadora que
florece en Lyon por aquellos mismos años. Compartió el seminario con el b.
Marcelino Champagnat (v.), fundador de los maristas (v.); con Juan Claudio Colin,
fundador de la Compañía de María (v.) y con Fernando Donnet, futuro cardenal
arzobispo de Burdeos. Estuvo en contacto con personalidades tan importantes como
el P. Lacordaire (v.) y Paulina Jaricot. A todos ellos edificó y aconsejó, y
todos confesaron haber recibido mucho de aquel humildísimo sacerdote.
BIBL.: F. TROCHU, Vida del cura de Ars, Barcelona, 4 ed. 1945 (fundamental para conocer al santo por estar elaborada de los procesos de canonización); R. FOURREY, El Cura de Ars auténtico, Barcelona 1967 (aclara, rectifica y aporta multitud de documentos, dando además un excelente juicio crítico de la bibliografía anterior acerca del santo); A. MONNIN, Le Curé d'Ars, París 1899; G. VIANNEY, Le b. Curé d'Ars, París 1911; J. DE FABRÉGUES, El santo cura de Ars, Madrid 1957; R. FOURREY, Giovanni Maria Vianney, en Bibl. Sanct. 6,1040-1045; J. A. VIDAL-QUADRAS, Juan Bautista Vianney, en F. PÉREZ-EMBID (dir.), Foriadores del mundo contemporáneo, 1, 4 ed. Barcelona 1967, 431-445.
LAMBERTO DE ECHEVERRÍA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991