JUAN DE LA CRUZ, SAN, III. OBRA LITERARIA
Los escritos de J. de la C. fueron publicados póstumos; bajo el título Obras
espirituales que encaminan a un alma a la perfecta unión con Dios, aparecen
publicados 27 años después de su muerte por F. Diego de Jesús (Alcalá 1618):
Subida al monte Carmelo, Noche oscura y Llama de amor viva. En 1627 se imprimió
el Cántico espiritual.
Su importancia como reformador en el panorama religioso de su tiempo, cuyo
alcance no vamos a analizar aquí, el acercamiento al santo varón que, sin duda,
fue, han ocultado, en el sentido más lato del término, al J. de la C. escritor,
al artista que compuso una de las obras breves más importantes de la literatura
castellana. Cuando digo «ocultar», no olvido las aproximaciones que a su poesía
han realizado autores como Menéndez Pelayo, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Emilio
Orozco, Helmut Hatzfeld, entre otros, de innegable importancia para el análisis
de la personalidad del escritor, pero insuficientes, en cierta medida, para la
dilucidación última, científica, de lo que como «obra literaria» es su
producción. La santidad del autor, su misticismo, su intensa vida espiritual no
son motivos suficientes para justificar a un escritor en cuanto tal. Un escritor
lo es por su práctica sobre el lenguaje. Y si tal práctica es la obra, y no sólo
un vehículo para hacerla llegar, resulta obvio que el enfrentamiento con ella
nos debe conducir necesariamente por otros caminos. Lo expuesto así no implica
una negación de otro tipo de acercamiento crítico en sentido absoluto, pero sí
la necesidad de concederle el crédito preciso en virtud de los postulados
teóricos de base. Así, si se parte del concepto de palabra como sonorización del
pensamiento, o del signo como representación del mismo, se da por supuesto que
el pensamiento, o las ideas, puedan existir fuera de su formulación lingüística,
algo que, sin entrar en mayores profundidades, resulta inaceptable. Por ello
analizar el impulso místico en la poesía de J. de la C. es, de entrada, un error
teórico, si, como ocurre, se entiende que tal impulso místico describe y explica
el fenómeno literario en su obra.
J. de la C. no es sólo uno de los mayores poetas de su tiempo, sino,
principalmente, uno de los más modernos. Y moderno no alude aquí al hecho
irrefutable de que su obra pueda ser gozada desde una sensibilidad actual,
característica de la que todos los clásicos participan en mayor o menor grado.
Con ello, muy al contrario, se pone de manifiesto su proximidad a los
planteamientos que han hecho posible la gran literatura del s. xx. Como el
Cervantes de El Quijote y las Novelas ejemplares, como Quevedo (en La vida del
Buscón y la poesía), como Góngora es un escritor de hoy, o mejor, una escritura
de hoy.
Ya C. Bousoño, en las iluminadoras páginas que le dedicó en su Teoría de
la expresión poética, describe el proceso de composición de su poesía como
contemporánea, en el muy concreto significado que en su libro posee el término:
contemporáneo por basarse en un método y una imaginería totalmente ajenos a su
época, y que sólo la gran renovación impuesta a partir de Baudelaire (v.) en la
literatura de Occidente pondría en funcionamiento. No hay que pensar, y Bousoño
lo demuestra ampliamente, que se trata de un mecanismo casual. La conciencia,
por parte de J. de la C., acerca de lo que hacía y de por qué lo hacía
(literariamente hablando) resulta evidentísima si se leen con detenimiento los
comentarios en prosa a los poemas.
Dice el poeta refiriéndose a las dos primeras estrofas qué abren el tercer
parlamento de la Esposa en el Cántico espiritual (Mi amado, las montañas,/los
valles solitarios, nemorosos,/las ínsulas extrañas,/los ríos sonorosos,/el silbo
de los aires amorosos.//La noche sosegada/en par de los levantes de la
aurora,/la música callada,/la soledad sonora,/la cena que recrea y enamora.):
«Las montañas tienen altura, son abundantes, anchas y hermosas, floridas y
olorosas. Esa montaña es mi Amado para mí. Los valles solitarios son quietos,
amenos, frescos, umbrosos de dulces aguas llenos, y en la variedad de sus
arboledas y suave canto de aves hacen gran recreación y deleite al sentido, dan
refrigerio y descanso en su soledad y silencio. Estos valles es mi Amado para
mí...». La lectura un poco detenida de las frases que anteceden muestran el
proceso de lo que Bousoño ha definido como «imagen visionaria». En efecto, dos
elementos, A (el amado) y B (las montañas, los valles, etc.) se presentan como
equivalentes por superposición imaginativa. Pero mientras en la superposición
tradicional (tropos) el punto de contacto que permite la identificación es una
semejanza objetiva, aquí no ocurre así. Sólo puede hablarse, a lo sumo, de un
lazo de unión (C) que consistiría en la identidad de sensaciones producidas por
A y B en el lector. Esta sensación, por principio irracional, es objetivable a
posteriori, lo que explica que de hecho valga la comparación entre A y B. Sin
embargo, su funcionamiento difiere de modo absoluto. La metáfora es siempre
lógica, la imagen visionaria no. Si se dice cabello de oro o dientes níveos, es
claro que el color (elemento objetivo, amarillo y blanco respectivamente)
permite un entendimiento racional de la superposición metafórica de los planos
distintos -cabello (A) y oro (B) o diente (A) y nieve (B)-. Si se afirma que mi
Amado es la montaña, no estamos en el mismo caso. En la última imagen caemos ya
de lleno en los procedimientos contemporáneos.
Bousoño sigue en su libro con el análisis de otros recursos irracionales,
como el símbolo (en concepción diferente a la de Baruzi y otros sobre el mismo
J. de la C.).
Evidentemente, y Bousoño lo expone sin rodeos, no puede negarse una línea
previa teórica, más mística que literaria, como «esqueleto» del desarrollo de
los poemas (v. II). Sin embargo, tal aserción no invalida el acercamiento al
texto al margen de la mística. En principio, porque no hay que confundir la
anécdota o argumento con la obra como tal, y en segundo lugar, porque el hecho
de haber desarrollado con igual o superior precisión unas teorías religiosas
afines, no convierte a cualquier autor de libros doctrinales en un poeta como J.
de la C.
No sólo por su imaginería irracionalista cabe aplicarle la característica
de modernidad. En efecto, otros elementos, previos a aquélla, lo confirman.
Valbuena Prat comenta que su reacción ante lo real no era intelectual, como en
fray Luis de León (v.), sino «afectivamente lírica, como en el eco franciscano
de la tradición carmelita». La complejidad formal y significativa de los poemas,
su esfuerzo de construcción, demostrado por sus numerosos exegetas, desde Baruzi
hasta autores más modernos, como J. Vilnet, debe eliminar la concepción del
poeta como alguien transportado por el arrobo y la inspiración para dar paso a
la idea más apagada, pero más real, de scriptor, de orfebre de la palabra, que
con paciencia elabora en su mesa de trabajo un complejo entramado lingüístico. Y
no dejan de ser significativas las palabras que recuerda E. Orozco en su libro a
propósito del proceso escritural de los poemas. La madre Magdalena del Espíritu
Santo «asombrada de las palabras de las estrofas del Cántico, que tanto
comprendían y tanto adornaban, le preguntó interesada si se las había dado Dios,
y el Santo le contestó con naturalidad y sencillez: `Hija, unas veces me las
daba Dios y otras las buscaba yo'». La continua lucha con las palabras, la
búsqueda de una significación que los signos deben construir sobre una página en
blanco es el motor último de su poesía. En concebir la poesía como conocimiento,
como vehículo para descifrar la realidad (Dios, en su caso), radica su grandeza
y su actualidad. No es extraño, pues, que su nombre se asocie al de Mallarmé, al
de Juan Ramón Jiménez, al de Coleridge (otro moderno avant la lettre). De hecho,
cuando Jorge Guillén habla de «lenguaje insuficiente» refiriéndose a su obra
(epígrafe que también remite a Bécquer), está encuadrándolo en una de las dos
vertientes por las que se ha desarrollado la literatura contemporánea, aquella
que, por su propia impotencia, se ve reducida al silencio y a la destrucción.
Vertiente en la que coexisten Hólderlin, Arnim, Rimbaud y Trakl, Baudelaire y
Lautréamont.
De ahí la brevedad de su obra, toda ella exposición de un fracaso: el
fracaso que toda escritura comporta al pretender trasponer sus propios límites,
a sabiendas de su imposibilidad. Poesía individualizada y anónima a la vez.
Individualizada en lo que muestra de humanización, de testimonio de un hombre en
su irremplazable aislamiento e intransferible soledad desapareciendo en su
huella. Anónima en la voluntad evidente de fundirse en una tradición de la que
ha surgido y a la que pertenece. Aunque, tal vez, convenga mejor hablar de
poesía sin autor, pero no anónima. Ya Dámaso Alonso estudió en su día las
profundas raíces, métricas, estróficas y estilísticas, que le unen a Garcilaso
(v.), fray Luis y el petrarquismo (v.), en general. J. de la C., afirma D.
Alonso, «diviniza» una estrofa, la lira, pagana en Garcilaso y espiritualizada
en fray Luis. Sin pretender negarlo, tal vez cabría matizar: perfección en lugar
de divinización. Porque, en palabras de Valéry, lo que se llama «perfección
elimina la persona del autor; y por ello no deja de despertar cierta resonancia
mística, como lo hace toda búsqueda cuyo término se sitúa deliberadamente al
infinito». Si esa búsqueda (pretensión de conocimieno, al cabo) se funde
voluntariamente y de modo consciente en una tradición, no cabe duda de que ello
responde a plateamientos claros: el hombre busca la unión con la Divinidad, la
superación de lo terreno en el espíritu eterno e infinito del Creador. Lo que
para el místico es el peligro de un quietismo (v.) muy cercano al de M. Molinos
(a quien Vossler relaciona con J. de la C.), para el poeta es la integración en
la historia. Lo que tres siglos después definiría Ducasse como «volver a coger
el hilo indestructible de la poesía impersonal».
V. t.: II; ESPIRITUALIDAD, LITERATURA DE.
BIBL.: Ediciones. a) Obras completas: GERARDO DE S. JUAN DE LA CRUZ, 3 vol., Toledo 1912-14; SILVERIO DE S. TERESA, 4 vol., Burgos 1929; JOSÉ VICENTE DE LA EUCARISTÍA, Madrid 1957; LUCINIO DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO, ed. BAC, 6 vol., Madrid 1972.b) Ediciones parciales: El Cántico Espiritual, ed. de M. MARTíNEZ DE BURGOS, Madrid 1924 («Clásicos Castellanos»); Poesías, ed. de E. A. PEERS, Liverpool 1933; Poesías completas, ed. de P. SALINAS, Madrid 1936 (con versos comentados, avisos y sentencias, cartas): Poesías completas, ed. de L. GUARNER, Valencia 1941; Poesías completas, ed. de A. VALBUENA PRAT, Barcelona 1942.
JENARO TALÉNS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991