JUAN APÓSTOL Y EVANGELISTA, SAN, II. EL EVANGELIO DE S. JUAN.


A pesar de su aparente sencillez, el Evangelio de J. (lo) presenta en sus relatos una tensión y un dramatismo intensos y tiene un acentuado carácter teológico, mucho más marcado que el de los demás Evangelios y, a veces, incluso que el de las cartas de S. Pablo. La cuestión de quién fue el autor fue presentada como problemática, especialmente desde hace siglo y medio, por los continuos ataques de la crítica acatólica. Y aunque los modernos descubrimientos de papiros joánicos, la serena ponderación de las fuentes históricas y el análisis minucioso de la obra entera fortalecen más y más la postura tradicional sobre su origen joánico, la unidad de su contextura literaria y su valor histórico, de hecho, siguen algunos considerando estas cuestiones como enigmáticas. Todo ello constituye lo que ha venido llamándose la «cuestión joánica».
      1. Descripción y contenido. Muchos son los planes propuestos para describir y ordenar el contenido de lo, según los motivos ordenadores que se suponen en la mente del autor. Todos ellos tienen algo de verdad. Pero ninguno satisface plenamente. He aquí los principales. El autor habría seguido un plan cronológico-geográfico; o un plan litúrgico; o un plan psicológico-dramático, que se desarrollaría a base de la ceguera del judaísmo, hasta culminar por etapas sucesivas en el drama de la Pasión; o un plan temático, utilizando como soporte las principales ideas teológicas; o un plan cíclico, que iría exponiendo en círculos concéntricos, pero con diferente desarrollo, las mismas ideas; o un plan simbólico, cuyo hilo conductor sería: o bien el Éxodo, para indicar que la segunda Alianza sigue los mismos trazos que la primera, o bien el Génesis, como recalcando que a la primera creación ha venido a suceder la segunda creación, la sobrenatural, realizada por Cristo; o un plan numérico, a base del número siete, del cual hablaremos luego. Y hasta hay quienes opinan que es inútil la pretensión de señalar un plan determinado, porque no hay ninguno orgánicamente preestablecido. Por todo ello damos aquí la división más natural que parece desprenderse de la simple lectura de la obra.
      Los 21 capítulos de lo pueden distribuirse de esta manera: Prólogo (1,1-18), donde se apuntan los principales temas del libro, a base de un magnífico himno al Logos encarnado. I Parte: Actividad pública de Jesús en el mundo (1,19-12,50). Tras la preparación realizada por el Bautista y la elección de los discípulos (1,19-51), Jesús se revela a sí mismo mediante señales (milagros) y discursos. A) Primeras manifestaciones (2,1-4,54): Bodas de Caná (2,1-11); purificación del Templo en Jerusalén (2,12-25); conversación con Nicodemo (3,1-21); nuevo testimonio del Bautista (3,22-36); encuentro con la samaritana (4,1-42); curación, desde Caná, del hijo de un funcionario real en Cafarnaúm (4,43-54). B) Revelación personal de Jesús ante las autoridades judías con resultado negativo (5,1 -12,50): Curación, en sábado, del paralítico de la piscina (5,1-47); multiplicación de los panes y discurso sobre el pan de vida con la promesa de la Eucaristía (6,1-71); Jesús en Jerusalén durante la fiesta de los Tabernáculos (7,1-52); la mujer adúltera (7,53-8,11); Jesús, luz del mundo (8,12-47); curación del ciego de nacimiento (9,1-41); el Buen Pastor (10,1-21); Jesús en la fiesta de la dedicación del Templo (10,22-42); resurrección de Lázaro (11,1-53); conclusión de la actividad pública (11,54-12,50). 11 Parte: Vuelta de Jesús al Padre (13,1-20,31; más el apéndice de 21,1-25): A) Discursos de Jesús en el círculo íntimo de sus discípulos (13,1-17,26): la última Cena (13,1-30); solemnidad de la despedida (13,31-14,31); nuevo discurso de despedida con promesas y palabras de consuelo (15,116,33); oración sacerdotal de Jesús (17,1-26). B) La glorificación de Jesús (18,1-20,29): por su Pasión y muerte (18,1-19,42); resurrección y apariciones (20,1-29). Epílogo (20,30s.). Apéndice: aparición de Jesús en Tiberíades, pesca milagrosa, primado de S. Pedro, suerte futura de S. Pedro y de S. Juan, epílogo final (21,1-25).
      Este orden parece a primera vista metódico y claro. Sin embargo, cuando se examinan de cerca los distintos pasajes, pronto se descubren serias dificultades, a las que todavía no se ha podido responder satisfactoriamente, y que se centran principalmente en tres puntos: la sucesión de los cap. 5-7, dentro del cap. 7, y la soldadura de los cap. 14-15. El 6, cronológica y geográficamente considerado, parece continuación lógica del 4, que relata el segundo viaje de Jesús a Galilea, mientras que los cap. 5 y 7 se desarrollan en Jerusalén. La discusión de 7,15-24 vendría lógicamente después de 5,47, pues se refiere al paralítico de la piscina, curado en sábado. En 14,30 s., Jesús termina su discurso de despedida con las palabras «Levantaos, vámonos de aquí»; y en lugar de irse, intercala un prolongado discurso y la oración sacerdotal (cap. 15-17). Estas son las principales anomalías, aunque no las únicas. La trasposición de los cap. 5-6 lleva como consecuencia que la predicación de Jesús sólo duró dos años y algunos meses. Y así quedaría salvada la laguna que supone el orden actual, pues hay casi un año del que nada nos dice el Evangelista (desde la fiesta, Pascua o Pentecostés, de 5,1 hasta la Pascua de 6,4). Con la trasposición, a la Pascua de 6,4 seguiría la fiesta de Pentecostés de 5,1.
      Para justificar las trasposiciones se ha inventado la hipótesis de una dislocación casual de las hojas del original o de las primeras copias. Pero ¿cómo demostrarla? ¿Cómo explicar que nadie supiera ordenar las hojas trastrocadas? ¿Y cómo no ha quedado el más mínimo vestigio de tal dislocación en la tradición manuscrita? Porque el hecho es que los modernos descubrimientos de papiros nos acercan mucho al tiempo del autor; pero ni en ellos ni en los códices más antiguos existe el menor indicio de tales trasposiciones. Ello induce a pensar que éstas son pura imaginación, sin consistencia alguna en la realidad de la historia. Además, sería impropio pretender que un autor del s. I escribiera una obra con las preocupaciones de orden lógico propias del s. xx. Y se olvida también la manera de escribir de los antiguos, que muchas veces lo hacían como por entregas, después de pensar y repensar mucho un tema y de volver luego sobre el mismo.
      Aunque lo tiene un orden general diáfano y una idea rectora evidente (cfr. 20,31), no aparece como una obra continua, sino más bien como redactada a intervalos. Se va elaborando a lo largo del ministerio apostólico de J. con elementos de épocas diferentes, con retoques, adiciones, complementos, nuevos enfoques de un mismo tema, redacciones diversas de un magisterio siempre idéntico. Parece, pues, evidente que los diversos episodios de lo fueron enseñados de palabra mucho antes de ser consignados por escrito. Ni debe echarse tampoco en olvido lo que entonces era costumbre general: la actividad de alguno o de varios secretarios (cfr. Rom 16,22; y lo mismo suponen Gal 6,11; 1 Cor 16,21; Col 4,18; 2 Thes 3,17, donde S. Pablo advierte que la firma es de su puño y letra). Éstos irían recogiendo, a trozos, las exposiciones histórico-doctrinales que, también a trozos, el autor les dictara. Por este camino se resolverán más enigmas que por el de las hipótesis sin fundamento histórico. En suma, sigue pareciendo lo más prudente no alterar el orden tradicional de lo.
      Las trasposiciones se prestan no poco a caprichos personales (p. ej., el comentario de Bultmann). Y las razones que se aducen para hacerlas, aunque tengan su valor, no son tan poderosas como para prescindir del orden, siempre uniforme, en que nos ha trasmitido el texto desde el s. n hasta hoy esa inmensa nube de ms. existentes. Por lo demás, también los antiguos tenían su método y lógica en los libros que escribían. Mantengamos el orden tradicional y sepamos esperar. Tal vez a fuerza de estudios serenos o de descubrimientos arqueológicos se logren soluciones que hoy no se ven.
      2. Género literario. Después de los empeños, ya frustrados, de buscar a lo antecedentes y semejanzas con los escritos alegóricos de Filón de Alejandría, y hasta con los mitos helenísticos de religiones mistéricas, no faltan hoy algunos hipercríticos que todavía niegan a lo el derecho a ser clasificado como Evangelio. Lo consideran más bien como una especie de poema sobre la figura de Jesús, compuesto a base de discursos imaginados por el autor y puestos en labios de Jesús, y a base de milagros meramente simbólicos, sin fundamento en la realidad histórica. Otros piensan en la lectura sinagogal del A. T.: lo sería como un comentario cúltico judío-cristiano al ciclo trienal de tales lecturas, aunque algunos discursos representen, más o menos, la doctrina de Jesús. Otros, en fin, creen que se trata de una obra de carácter meramente tipológico, que va siguiendo los pasos del Éxodo. lo no pertenecería, según tales autores, al género literario evangélico. Se trataría más bien de una obra puramente conceptual o, a lo más, kerigmática (predicacional), sin conexión con la realidad histórica. Podría también clasificarse como obra de carácter gnóstico.
      Pero tales teorías contradicen abiertamente a la historia y a lo en sí mismo. La frase acuñada por S. Ireneo (Adv. haer., 111,11) cuando nos habla del «Evangelio tetramorfo» (cuatro autores distintos de un Evangelio único), en la que indudablemente está comprendido lo, sigue teniendo vigencia hoy lo mismo que en el s. Ii. Y otro tanto se diga de Clemente de Alejandría (citado por Eusebio, Hist. ecles., V1,14,5 s.), cuando habla de lo como del Evangelio «espiritual», mientras que los otros tres, los Sinópticos, son «somáticos». Aunque la distinción no es del todo exacta, por cuanto también éstos, incluso el de Marcos, tienen su carácter y tendencia «espiritual», como lo tiene tantos datos de carácter «somático» (corporal) sobre la vida de Jesús, lo cierto es que también Clemente de Alejandría clasifica lo dentro del género literario evangélico (v. EVANGELIOS).
      Pero la contradicción de esas teorías con la realidad es aún más flagrante cuando se examina el texto de lo en sí mismo y en la finalidad que su autor se propuso: «Éstas (señales= milagros) se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre» (20,31). Esta sola frase define la obra en sí y su género literario como género evangélico. Con sus características propias, como las tienen también los otros, lo proclama lo específico de todo Evangelio: la mesianidad y filiación divina de Jesús, demostrada a base de los milagros por Él realizados. Fomentar la fe en Cristo y la vida sobrenatural por esta fe es la finalidad de lo. Y los elementos que el autor utiliza, enseñanzas y milagros de Jesús, pertenecen de lleno a la predicación apostólica, a la proclamación del kerigma o mensaje de la persona de Jesús. Todo ello demuestra que lo entra plenamente en la categoría de Evangelio, tal y como lo ha considerado siempre la tradición cristiana (cfr. Schnackenburg, o. c. en bibl., 2-15, con abundantísima bibl. reciente).
      Podrá decirse que el género literario de los Evangelios en general, y muy particularmente lo, no antepone el interés histórico al interés teológico, kerigmático o didáctico. Esto parece cierto. En efecto, ni los Sinópticos ni lo pretendieron escribir una historia de Jesús al modo de hoy, ni tampoco una crónica de su vida y de su obra al modo de los escritores medievales o de tiempos más antiguos. Pretendieron, ante todo, proclamar por escrito, como antes lo hicieron de palabra, el mensaje de Jesús; dar a conocer su vida, su obra y su persona tal como lo predicaban los Apóstoles, para así fundamentar la fe de los creyentes. Pero también es cierto que esa predicación teológica, kerigmática, didáctica, y su consignación por escrito, tiene por base hechos reales, históricos, testificados por los mismos Apóstoles, quienes primero fueron «testigos oculares (de esos hechos) y luego servidores de la Palabra» (Le 1,2), plasmada más tarde en esos cuatro Libros. Y lo cierto es que también lo contiene multitud de precisiones históricas, cronológicas y topográficas, las cuales le sirven para desentrañar mejor el valor teológico de los hechos reales que refiere. Y no existe razón válida alguna para negar la realidad de tales hechos.
      Los discursos de Jesús referidos por lo, comparados con los discursos que traen los Sinópticos, presentan frecuentes contrastes. En los Sinópticos abundan las imágenes y las parábolas, tomadas de cosas sencillas y costumbres populares, expuestas en lenguaje directo; en lo, en cambio, el lenguaje es con frecuencia metafórico (cfr. los conceptos de luz, verdad, agua, espíritu, testimonio de Dios, etc.), se caracteriza por fórmulas densamente significativas («Yo soy», «vosotros en mí y yo en vosotros», «permaneced en mí», etc.), acuña fuertes antítesis (luztinieblas, vida-muerte, ser de aquí abajo-ser de allá arriba, verdad-mentira), y hasta usa no raras veces expresiones con doble significado (exaltar, ver, mirar, en sentido material y espiritual al mismo tiempo). Para explicar la diferencia de unos discursos con otros no es suficiente decir que en los Sinópticos y en lo los oyentes y los temas son distintos. Porque también en los Sinópticos discute Jesús con los judíos y trata de cuestiones teológicas; y, sin embargo, el lenguaje se diferencia del de lo. Por otra parte, dentro de éste no se advierte diferencia cuando habla Jesús o cuando habla el evangelista (cfr. 1,1-18; 12,44-50; 3,13-21.31-36; 1 lo). No puede, pues, caber duda de que en los discursos de Jesús encontramos la expresión teológica del autor y el valor simbólico que éste da a los hechos. Pero ¿en qué medida reproduce los pensamientos y las palabras mismas de Jesús? Éste es el problema planteado.
      Desde luego, el Jesús que habla en lo no es el Jesús ya glorioso, sino el histórico, el terrestre. Pero este Jesús, mucho más que en los Sinópticos, manifiesta tener plena conciencia de su origen divino (lo 7,29), de su unidad con el Padre (10,30), de su preexistencia (8,58), de su próxima vuelta al Padre, que le dará la antigua Gloria (17,5). Esa plena conciencia de Jesús y la profunda fe del autor en Él explicarían el lenguaje tan marcadamente teológico de Jesús en lo: lenguaje que no deja de ser histórico, aun cuando esté más o menos revestido y matizado por el evangelista. A ello se añade que el autor ha sabido referir los hechos, y sobre todo los discursos de Jesús, con un dramatismo propio de un verdadero genio. El resultado de tal elaboración es un verdadero Evangelio que, basado en hechos reales, adquiere un carácter profundamente teológico y un simbolismo siempre pregnante, conseguido gracias a la profunda fe del autor y a su manera de presentar los hechos y los discursos del Maestro. Deseando que el lector participe y se posesione de esa misma profunda fe, el autor nos pinta con subido dramatismo descriptivo un Jesús histórico que actúa y habla siempre con plena conciencia de su ser humano-divino.
      3. Unidad, contextura interna y procedimientos redaccionales. El comentario del teólogo protestante R. Bultmann (v.) señala el final de una época que ya va siendo superada. Había él imaginado tres fuentes independientes que, mal refundidas, habrían dado origen a lo. Éstas serían: una colección de discursos gnósticos, puestos en labios de Jesús (O f f enbarungsreden, discursos de revelación), una colección de milagros (Semeia-Quelle, fuente de signos), y fuentes sinópticas. Hoy, partiendo de los estudios de E. Schweizer y de Ruckstuhl, los autores de todos los campos se inclinan más en favor de la profunda unidad de lo. Tras un análisis minucioso de toda la obra, se ve cómo campean a lo largo y ancho de la misma ciertas características de lengua y estilo que bien pueden señalarse como propias de S. Juan. Tales características, que no podemos detallar aquí, se oponen abiertamente a la pretendida división de fuentes y confirman la absoluta unidad global de lo. Ésta es también la conclusión a la que se llega por el análisis ideológico.
      Se ha indicado antes la hipótesis de una posible trasposición de los capítulos, introducida por un hecho casual o voluntario. Pero ni lo uno ni lo otro se demuestra. Por eso se retiene hoy, casi unánimemente, el orden tradicional, a pesar de sus anomalías. Desde luego, hay que prescindir de algunas frases que, según algunos autores, parecen introducidas por los discípulos del apóstol, quienes hacen acto de presencia en 21,24. Estas frases podrían ser las explicaciones que se dan en 4,2.44; el paréntesis de 7,22; tal vez 19,35. Pero estas frases en nada modifican la contextura de la obra en sí. Esta contextura se examina hoy desde otros puntos de vista: el análisis del pensamiento, y el lenguaje y estilo; y esto, tanto en las unidades parciales de la obra, como en el conjunto de la misma. Pues bien, los episodios y relatos históricos con los discursos correspondientes pueden estudiarse primero como partes aisladas, como unidades parciales, que confluyen luego hacia la unidad total de la obra. Y el caso es que en tales unidades parciales, como en toda la obra, tanto la marcha progresiva del pensamiento como el léxico y el estilo son siempre uniformes y constantes. Por eso la obra entera presenta una unidad maciza y una contextura realmente férrea.
      Conviene señalar también los procedimientos de que se vale el autor para conseguir esa unidad y esa contextura interna. Tres son los principales: el simbolismo numérico, la redacción por inclusión y la formación de grupos ideológico-literarios similares.
      La existencia de un simbolismo numérico, en especial a base del número siete, parece innegable. Siete son los milagros («señales») realizados por Jesús: la conversión del agua en vino (2,1-11), la curación del hijo de un funcionario real en Cafarnaúm (4,43-54), la curación del paralítico de la piscina (5,5-9), la multiplicación de los panes (6,1-14), el caminar de Jesús sobre las aguas (6,16-21), la curación del ciego de nacimiento (9,1-7) y la resurrección de Lázaro (11,1-44). Antes o después de los milagros se intercalan conversaciones, o discusiones teológicas de Jesús con los judíos. Siete son también los viajes que hace por Palestina: de Judea a Caná (1,43), de Caná a Cafarnaúm (2,12), de Cafarnaúm a Jerusalén (2,13), de Jerusalén a Caná (4,3.46), de Caná a Jerusalén (5,1), de Jerusalén a la orilla oriental del lago de Tiberíades (6,1) y de Galilea a Jerusalén (7,10). Igualmente, desde que Jesús centra definitivamente su actividad en Judea, también aparecen siete desplazamientos por ella y por las regiones cercanas (8,59; 9,35; 10,22; 10,39 s.; 11,7-17; 11,54; 12,1). Siete son los que dan testimonio en favor de Jesús: el Bautista (1,7), Jesús mismo (3,11), sus obras (5,36), las Escrituras (5,39), el Padre (5,37), los Apóstoles (15,27) y el Espíritu Santo (16,8-11). Por último, siete son las veces que Jesús repite la frase «Yo soy», seguida de un sustantivo como predicado: «Yo soy el pan de vida» (6,35; cfr. 6,41.4$. 51.54), «Yo soy la luz del mundo» (8,12; cfr. 12,46), «Yo soy la puerta» (10,7), «Yo soy el buen pastor» (10,11.14.16), «Yo soy la resurrección y la vida» (11,25), «Yo soy el camino y la verdad y la vida» (14,6), «Yo soy la vid» (15,1.5). Deducir de aquí que lo está estructurado a base de la perfección simbólica del número siete sería ir demasiado lejos. Aunque este número se encuentra diseminado por toda la obra, su distribución lógica es bastante irregular y no puede servir para clasificar las distintas partes que la componen. Pero tampoco puede afirmarse que el repetido uso del número siete sea simplemente casual. Parece haber en ello alguna intencionalidad. Por lo menos es un procedimiento literario que confirma este hecho: que todo el Evangelio de J. fue ideado por la misma mente y procede de la misma mano.
      El procedimiento de la inclusión consiste en señalar el principio y el fin de un relato mediante la repetición de una idea o por una antítesis. Y ello vale para relatos breves, para secciones más extensas y aun para toda la obra. Respecto de relatos breves, obsérvese la repetición de la misma idea en 1,19 y 1,34; 2,1 y 2,11; 2,13 y 2,23; 4,43 y 4,54; 9,1 y 9,41. Para secciones más extensas y aun toda la obra, véanse algunos ejemplos: en 1,29 y 19,36 Jesús es presentado como Cordero de Dios. En la sección de 2,1-4,54 expresamente se dice, al principio y al fin, que Jesús convirtió el agua en vino en Caná de Galilea. La Madre de Jesús está presente en Caná, cuando aún no ha llegado «la hora» de Jesús (2,4), y vuelve a estar presente cuando llega esa «hora», en el Calvario (19,25 ss.). En 2,19-21 Jesús habla a los judíos de la destrucción del templo de su cuerpo y de su reedificación en tres días por la resurrección, y en 20,9 se hace constar que, al ver el sepulcro vacío, los discípulos entendieron, por fin, la Escritura de que a los tres días (cfr. 20,1) había de resucitar. En 3,14 dice Jesús a Nicodemo que el Hijo del hombre ha de ser «levantado en alto», y en 12,32, al final de la primera parte del Evangelio, se repite la misma idea. Otro tanto habría que decir de las ideas apuntadas en el prólogo (1,1-18), diseminadas y ampliadas a lo largo de toda la obra, y recogidas en el epílogo de la vida pública (12,37-50). El procedimiento literario de la inclusión nos confirma, pues, que la mente que ideó lo es una sola, y que uno solo es quien lo redactó, aun supuesta la ayuda de uno o varios secretarios.
      Adviértese también en lo otro procedimiento que se podría llamar ideológico-literario, el cual corrobora por un lado la unidad de la obra, y por otro el hecho de haber sido compuesta como por etapas distanciadas entre sí. Agrupando relatos y discursos, pueden formarse varios bloques que contienen, cada uno de por sí, según la idea del escriturista protestante Dodd, el núcleo sustancial de todo el Libro, o sea: hechos y enseñanzas de Jesús, su pasión y su resurrección. O en otras palabras: contienen el kerigma completo de la predicación apostólica. Y, sin embargo, estos bloques se enlazan de tal manera, que en un episodio posterior, además de aludir con frecuencia al episodio anterior, se manifiesta evidente progreso en conformidad con el conjunto de la obra. Estos bloques, dejando aparte la presentación del Bautista (1,19-51), están formados por los cap. 2-4; 5 y 7; 6; 8-9; 10; 11 y 12. Tal procedimiento podría compararse a una carretera que subiera en espiral hasta la cima de una montaña. La montaña y el territorio adyacente son siempre los mismos, pero en cada vuelta se descubren nuevos panoramas. También se ha comparado este procedimiento a las olas del mar en marea creciente. Cada nueva ola cubre el espacio que cubrió la anterior; pero, al mismo tiempo, siempre avanza más hacia la orilla. El procedimiento ideológico-literario de lo nos permite ver en cada episodio la esencia de todo el Evangelio; pero, al mismo tiempo, nos va conduciendo a la totalidad de su revelación. Todo ello es indicio de la composición paulatina y por etapas, y sobre todo es prueba de la unidad de la obra.
      4. Relación con los Sinópticos y con otras posibles fuentes. a. lo y los Sinópticos. Ya anteriormente (v. 2) se ha señalado, con relación a los discursos de Jesús, una de las principales diferencias entre lo y los Sinópticos (V. EVANGELIOS II). Se añaden ahora otras referentes a la temática. Fuera de la pasión, sólo cinco relatos se encuentran también en los Sinópticos; todo lo demás es material propio de lo. Los relatos comunes son: expulsión de los mercaderes del templo (lo 2,13-16), la multiplicación de los panes (6,1-13), Jesús caminando sobre las aguas (6,16-21), la unción de Betania (12,1-8) y la entrada triunfal en Jerusalén (12,12-19); a pesar del relato común, la narración de lo reviste caracteres propios. De los 29 milagros narrados por los Sinópticos, solamente dos, la multiplicación de los panes y el caminar de Jesús sobre las aguas, se encuentran también en lo. De los discursos referidos por éste no hay vestigio en los Sinópticos. La predicación del «Reino de Dios», tan importante en ellos; diversas cuestiones de moral práctica; el amor de Jesús a los pecadores y a los pobres (tan propio de Lucas), aparecen en lo como cosas marginales o enfocados desde otros puntos de vista. Muy diferente es también el escenario de la actividad de Jesús, con sus frecuentes desplazamientos de Galilea a Judea, y viceversa. Propio de lo es nombrar las principales fiestas litúrgicas del calendario judío, sobre todo las tres (¿o cuatro?) pascuas que señala. El tono tan elevado y trascendental de lo no impide que en muchos detalles geográficos sea éste mucho más concreto que los Sinópticos. De todo lo cual se deduce con plena garantía que no es posible demostrar dependencia literaria directa del mismo con respecto a los Sinópticos. Algunos autores intentan descubrir cierta dependencia con respecto a Marcos; otros, de Lucas; y alguno que otro, de Mateo. Pero estos intentos no resisten el examen objetivo de los hechos. Por eso, se considera ya caducada la opinión, bastante difundida en el s. XIX, de que J. había pretendido completar los Sinópticos y darnos un retrato de Jesús más elevado que el de ellos. Literariamente, no existe tal dependencia.
      Otra cuestión muy distinta es si conoció J. la tradición oral sinóptica. Aquí obligan los hechos a inclinarse necesariamente por la afirmativa. No en vano el apóstol, antes de su traslado a Efeso, fue testigo presencial y parte activa, durante más de 30 años, en la difusión oral del mensaje de Cristo por Palestina y regiones cercanas, y conoció también la predicación de S. Pablo (cfr. Gal 2,1-10). Las alusiones a la familia de Jesús, a la prisión del Bautista, a la elección de los Apóstoles, a la actividad taumatúrgica de Jesús, así como las preferencias por S. Pedro y otros detalles podrían servir como ejemplo de la dependencia de J. respecto de la tradición oral sinóptica.
      b. Otras posibles fuentes. 1) Qumrán. Se ha hecho notar la semejanza de vocabulario que se advierte al comparar los documentos de Qumrán (v.) con lo: «practicar la verdad», «ser hijos de la luz», son frases frecuentes en lo y en los escritos de Qumrán, como lo son igualmente las antítesis Dios y mundo, ser de arriba y ser de abajo, luz y tinieblas, espíritu de verdad y espíritu de mentira. Y ambos coinciden también en considerar estos dualismos, no con carácter metafísico y cósmico, al modo de la gnosis, sino simplemente en su carácter ético-religioso. Sin embargo, el valor de las palabras, el espíritu que las anima, el trasfondo del pensamiento y las perspectivas (en Qumrán, apartamiento del judaísmo oficial para formar un grupo aislado y restringido; en lo, expansión universal del cristianismo profundo), son tan diferentes, que es imposible admitir, sin más, una influencia directa, sobre todo literaria. Cuestión muy distinta es la posible influencia indirecta, por medio de Juan el Bautista. Es posible, por formular una hipótesis, que éste hubiera tenido algunos contactos con la escuela de Qumrán, y que su discípulo, J. (cfr. lo 1,35), tomara de él ese vocabulario en cierto modo común. Pudo haber, pues, alguna dependencia oral indirecta en cuanto al vocabulario. Pero tampoco debe olvidarse que ese vocabulario común podría derivarse del A. T. y haberse cargado luego, en forma divergente, de contenido esencialmente distinto en Qumrán y en lo. Desde luego, este último ha asimilado profundamente los grandes temas religiosos del A. T. Es su fuente principal, aunque no cite sus palabras con demasiada frecuencia. Junto a ella está también el judaísmo palestinense, no el rabínico, sino el abierto al helenismo, y sobre todo, a las corrientes apocalípticas y sapienciales de su tiempo, que tanto se manifiestan en los escritos apócrifos.
      2) El sincretismo helenístico. Durante decenios se insistió en el intento de acercar lo a las ideas religiosas del sincretismo helenístico, con sus religiones de misterios, sus mitos, sus escritos recogidos en el Corpus hermeticum, su gnosticismo, sus derivaciones del mandeísmo (v.). Igualmente se ha acudido a las Odas de Salomón, ms. siriaco, traducido de un original griego, escrito en alabanza de Jesucristo. Hoy se consideran todos estos escritos como de fecha posterior a lo; y aun cuando las ideas podían estar ya difundidas antes por el mundo helenístico, por la mera comparación se ve claramente que las fuentes de lo son más puras y más centradas en el A. T., en el judaísmo, en la predicación apostólica, en la experiencia propia del autor sobre Jesús y el cristianismo.
      5. Autor. Considerar al apóstol J. autor de lo fue una cuestión muy debatida hace 50 años. Constituía la parte más esencial de la llamada «cuestión joánica», y de ordinario, fuera del campo católico, se resolvía en sentido negativo; hoy ha variado la situación no poco. Por una parte, son ya bastantes los autores de la escuela crítica que admiten la autenticidad; por otra, hoy interesa principalmente el aspecto exegético. No obstante, si se demuestra que el autor de lo fue uno de los Doce, el apóstol J., el valor de la obra como testimonio sobre la persona de Cristo y como reflejo fiel de sus hechos y doctrina alcanza una autenticidad extraordinaria. Y para demostrar un hecho histórico, el camino más seguro es acudir a los testimonios fidedignos de la historia.
      a. Testimonios de la tradición histórica. El primer testimonio explícito más claro y terminante en favor de la autenticidad data del último tercio del s. ii. Es de S. Ireneo: «...luego Juan, discípulo del Señor, que incluso reposó sobre su pecho, él mismo publicó un Evangelio durante su permanencia en Éfeso de Asia» (Adv. haer., III,1,1). Y nótese que S. Ireneo se apoya en los presbíteros de Asia que habían convivido con J. y que él mismo había sido discípulo de S. Policarpo de Esmirna, quien a su vez lo fue del apóstol S. Juan. Los eslabones de esta cadena unen a S. Ireneo con los tiempos de S. Juan. Por eso es tan grande el valor de su testimonio, el cual representa el sentir de las iglesias de Asia. Las iglesias de Siria están representadas por S. Ignacio y S. Justino, anteriores a S. Ireneo, quienes tienen ya citas o alusiones a lo; por Taciano, que lo incluye en su Diatéssaron; y por S. Teófilo de Antioquía, quien escribía, por los mismos años que S. Ireneo, que J. fue el autor del evangelio que comienza: «Al principio existía la Palabra». Clemente de Alejandría (a finales del s. u) testifica otro tanto como recibido de los antiguos. La iglesia de Roma nos legó un canon del N. T., el célebre Canon de Muratori (escrito hacia el 180), donde expresamente se afirma que J., uno de los discípulos de Jesús, fue el autor de lo. La afirmación fundamental -que J. es el autor del evangelio que lleva su nombre- es de tanto más valor cuanto que el escrito se dirige contra algunos herejes montanistas que abusaban de lo para fomentar su falsa doctrina; y en este caso, al autor del Canon le hubiera sido más fácil refutar a sus adversarios negando la autenticidad de lo. Existía, pues, en Roma la firme persuasión de que J. el apóstol era su autor. De Roma proceden también dos prólogos antimarcionitas (a. 160-180), en los cuales se afirma que J. el apóstol, cuando aún vivía, entregó su Evangelio a las iglesias de Asia, como lo había atestiguado Papías de Hierápolis (hacia el a. 135; v.), discípulo directo de Juan. Y el otro prólogo añade que el Apóstol escribió primeramente, en Patmos, el Apocalipsis (v.), y luego, en Asia, su Evangelio. Hay quienes dudan del valor de estos prólogos, porque contienen algunos elementos de fidelidad sospechosa. Pero estos elementos no debilitan el valor de su testimonio sobre el autor de lo, por cuanto este sentir coincide con el de todas las iglesias del s. ii. Citemos, por último, a Tertuliano, quien, por el a. 200, desde África, dice expresamente que los Evangelios fueron escritos: dos por los apóstoles S. Juan y S. Mateo, y dos por los discípulos de los Apóstoles, S. Lucas y S. Marcos.
      Seguir citando testimonios de los siglos siguientes es innecesario. Argumentar en contra de la autenticidad por el silencio de los primeros 50 años del s. ii, como hoy hace todavía Barret, es demasiado inconsistente. El silencio no demuestra nada. Y además, ya S. Ignacio de Antioquía (hacia el a. 110) cita varias veces lo, aunque no diga expresamente quién fue su autor. También S. Justino (ca. 165) lo usa. S. Ignacio alaba a los efesios porque siempre estuvieron unidos de corazón «a los apóstoles»: plural que, para Éfeso, sólo puede referirse a dos: a S. Pablo y a S. Juan. Y S. Policarpo, discípulo de J., al escribir a la iglesia de Filipos, no tenía por qué citar el nombre del apóstol J., puesto que éste jamás había pasado a Macedonia. Debilísimo es, por consiguiente, el argumento del silencio. En cambio, la postura tradicional se corrobora con la difusión que lo alcanzó a los pocos lustras de su redacción (entre los a. 96-100), cosa muy difícil de explicar si su autor no hubiera sido el apóstol Juan. En efecto, los papiros descubiertos en Egipto, único país propicio por su clima para tal conservación, demuestran esa difusión tempranísima. El papiro Rylands (Manchester) 457 (=Psz), cuya fecha se señala hacia el a. 130 y que contiene un claro fragmento de lo, ha hecho enmudecer a no pocos críticos, que ponían el origen de lo hacia la mitad del s. ii. Lo mismo se diga del papiro Egertonz, con fragmentos de los cuatro Evangelios. Hacia el a. 200, o antes, se copió el papiro Bodmer II (=P66), que contiene casi todo lo. Todo ello demuestra la gran difusión alcanzada en Egipto por lo casi desde principios del s. ii, y la estima en que era tenido, igual a la de los Evangelios Sinópticos, porque a los cuatro se les consideraba de origen apostólico. Casi a la misma época, y a idéntica estima y difusión, nos lleva el hecho de que los principales escritores gnósticos del s. u lo utilizaran y comentaran. Solidísima es, por tanto, y más que ninguna otra, la postura tradicional que atribuye lo al apóstol S. Juan.
      En lo que va de siglo, punto clave para la crítica que niega la autenticidad de lo ha sido, y en buena parte sigue siéndolo, un célebre texto de Papías, conservado por Eusebio (Hist. ecles., 111,39,3-6). Según éste, Papías cita dos veces en un mismo párrafo el nombre de Juan: una, entre los Apóstoles, con el verbo en pasado; otra, con el discípulo Aristión, con el verbo en presente. Y a pesar de que Papías califica a ambos grupos de «presbíteros» (ancianos) y de «discípulos del Señor», Eusebio cree distinguir en el texto de Papías dos Juanes: uno, el apóstol; otro, el «presbítero». Pero esta distinción de Eusebio es bastante sospechosa. Interesado como estaba en resolver las dificultades exegéticas del Apocalipsis, un procedimiento cómodo sería negar su origen apostólico. Para esto, era a su vez un argumento cómodo distinguir la presencia sucesiva de dos Juanes en Éfeso. Desde luego, Eusebio da como cierto que el autor de lo y de 1 lo fue el apóstol; luego insinúa, como probable, que el autor del Apocalipsis fue el segundo, el «presbítero». Sin embargo, fuera de este texto de Eusebio, nada se sabe de ese segundo Juan. Muchos autores, católicos o no, dudan de su existencia. Parece que Eusebio se extralimitó en la interpretación de Papías, quien tenía razón para nombrar dos veces a J.: una en pasado, porque lo enumera en el grupo de los Apóstoles de quienes él tuvo noticias siendo joven; otra, en presente, porque, al tiempo en que está recogiendo las últimas noticias para su obra, ya sólo queda J. como único superviviente del grupo.
      Ahora bien, lo que hizo Eusebio al forzar los textos de Papías para atribuir al segundo Juan el Apocalipsis, eso hacen, yendo más allá que Eusebio, los críticos que, también en virtud del supuesto texto de Papías, atribuyen al segundo Juan la composición de lo. Pero esta argumentación tan débil no merecería la pena ni de consignarla frente a la fuerza de los numerosos y concluyentes testimonios de la historia. Por eso, van siendo cada vez más los críticos que lealmente se sitúan en la tradicional posición católica. Como ejemplo, véase cómo Strathmann concluye su artículo Evangelium des Johannes en Evangelisches Kirchenlexikon, 2 ed. 1962: «Los intentos de entrever en un texto de Papías traído por Eusebio 111,39, además del hijo de Zebedeo, a un segundo Juan presbítero, se apoyan en una mala inteligencia del pasaje».
      b. Datos que ofrece lo. La lectura de lo confirma también la conclusión sacada de los testimonios de la historia. Al igual que los Sinópticos, tampoco lo consigna expresamente quién sea su autor. Pero son muchos los detalles que indican que su autor fue, como luego afirmó la historia, J., hijo de Zebedeo, del grupo de los Doce elegidos por Jesús. La declaración final de lo dice expresamente de J.: «Éste es el discípulo que da fe de estas cosas y el que las escribió; y sabemos que su testimonio es verdadero» (21,24). Esta frase testifical, venga del propio J. o de sus discípulos, no puede ser rechazada. Por consiguiente, el autor de lo es «el discípulo a quien amaba Jesús» (21,7.20). ¿Quién era éste? Tiene que ser necesariamente un apóstol, puesto que este discípulo estuvo presente en la Cena (13,23), y a ella no asistieron más que los Apóstoles (Lc 22,14). A él también dejó Jesús encomendada su Madre (19,27). Por los-Sinópticos sabemos que Pedro, Santiago y su hermano J. forman el grupo más íntimo de Jesús (cfr. Mc 5,37; 9,2). Uno de estos tres tiene que ser el autor de lo. No puede ser Pedro, porque, además de nombrársele muchas veces por su nombre, es evidentemente distinto de aquel «a quien amaba Jesús» (cfr. lo 13,23-24; 20,2; 21,7.20). Tampoco Santiago, puesto que Herodes Agripa 1 (a. 41-44) le había dado muerte (Act 12,2) mucho tiempo antes de ser escrito ningún Evangelio, ,mientras que el autor de lo alcanzó una gran longevidad (lo 21,20-23). Sólo J., por consiguiente, puede ser el autor. Y por eso, precisamente, nunca aparece su nombre en la obra, sino que discretamente se oculta bajo la denominación de «aquel a quien amaba Jesús».
      Con esta conclusión concuerdan también otros datos que se desprenden de la lectura de lo. Su autor es un judío palestinense. Conoce con toda exactitud las fiestas del calendario judío y se interesa en relacionar con ellas los viajes de Jesús a Jerusalén y su presencia en el Templo. Sus indicaciones geográficas son numerosas y concretas (cfr. 3,23; 4,5-6; 10,22; 11,18.54). La topografía de Jerusalén es la anterior a la destrucción de la ciudad por los romanos (a. 70). El trasfondo de su lengua y su estilo son tan arameos, que se está viendo cómo el autor piensa todavía en su lengua materna. Es testigo ocular de muchos hechos, pues a veces señala las fechas (cfr. 1,29.35.43; 2,1; 11,6) y hasta las horas de los acontecimientos que relata (1,39 ¡su primer encuentro con Jesús! ; 4,6.52; 19,14). Son detalles que confirman lo anteriormente dicho.
      En conclusión: los testimonios de la historia y la lectura atenta de la obra demuestran que el autor de lo no es otro que el apóstol S. Juan, hijo de Zebedeo, hermano de Santiago (el Mayor), íntimo de S. Pedro y aquel discípulo a quien amaba Jesús.
      6. Cuestiones complementarias. a. Lengua y estilo. La lengua de lo es muy pobre, tanto por lo que respecta al vocabulario como a la sintaxis. Pocos son los adjetivos, pocos los verbos compuestos, pocos los sustantivos concretos, mientras abundan los abstractos (mundo, vida, verdad, luz, etc.). Son frecuentes las expresiones netamente semíticas (caminar, en el sentido de conducta moral; nombre, por persona; prostitución, por infidelidad a la alianza; responder, por tomar la palabra; hijo de la luz, hijo de perdición, etc.). La sintaxis delata un inequívoco trasfondo semítico, p. ej.: empezar una frase por un casus pendens, sobre todo con el indeterminado pas (todo), y referirse luego a él por un pronombre en caso oblicuo;, el uso constante de la conjunción kai, la cual asume casi todos los diversos valores del wau hebreo; la machacona repetición de frases yuxtapuestas, unidas simplemente por kai, al modo hebreo, en lugar de la subordinación propia del griego. Estos y otros muchos detalles han inducido a algunos especialistas a pensar que la lengua original de lo fue el arameo. Desde hace 40 años, esta teoría va ganando algún que otro adepto. La mayoría de los autores, sin embargo, opinan que tal postura no está justificada. Juan dictaba su obra directamente en el griego de la koine hablada, pero después de haber pensado y repensado en su lengua materna lo que iba a dictar. Así es natural que aparezcan en la obra esos resabios enteramente arameos.
      En contraposición a esa pobreza de vocabulario y de sintaxis, J. ha creado una obra propia de un verdadero genio, por el dramatismo que ha sabido imprimir a los discursos de Jesús y a los relatos de sus milagros. Tal dramatismo se muestra en el movimiento de sus personajes, la frecuente repetición de las ideas esenciales, el progreso del pensamiento dentro de esas repeticiones, el uso frecuente y variado del paralelismo hebreo, al descubrimiento de las diversas facetas de una misma verdad teológica por medio de antítesis y de repetidos acercamientos a ella, y, sobre todo, la insuperable maestría, no obstante la suma sencillez de expresión, con que maneja el diálogo.
      b. Finalidad y destinatarios. Cuando se lee el prólogo (1,1-18), y sobre todo la conclusión (20,30-31), salta inmediatamente a la vista cuál fue la finalidad que el autor se propuso: dar mayor profundidad a la fe y a la vida de los que creen que Jesús es la Palabra reveladora salida del Padre, el cual viene al mundo para ser en él la luz, se encarna y fija su morada entre los hombres, y luego vuelve a la Gloria del Padre. O en otras palabras: el autor escribe lo para que los creyentes, al leer la obra, penetren más profundamente, por la fe, en el hecho de que Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios, y así consigan tener vida eterna. El autor quiere poner al creyente en contacto con Cristo, fuente de vida, por la fe en Él. Por tanto, no se dirige directamente a paganos, para convertirlos, sino a cristianos, con el fin de que sigan creyendo y sigan teniendo vida eterna. (Tal es el valor de los verbos «creer» y «tener vida» en 20,31, por estar en presente y no en aoristo.)
      Algunos autores suponen que lo tiene también alguna finalidad polémica contra quienes supervaloraban la misión de Juan el Bautista (cfr. 1,6-8), contra ciertos grupos judíos (cfr. 16,1-4) o contra herejías gnóstico-docetas que ya comenzaban en tiempos del apóstol (cfr. 1,14; 19,34). Sinceramente nos parece que los textos aludidos no traslucen, al menos con relativa probabilidad, la finalidad polémica que en ellos se quiere entrever.
      c. Trasmisión del texto griego. La seguridad que ofrece el texto griego de lo ya la quisieran para sí tantos textos de la Antigüedad que se consideran segurísimos e inconcusos. La única excepción, según algunos, es el pasaje de la adúltera (7,53-8,11). No se discute la historicidad del hecho o la canonicidad del texto; pero sí que proceda de la mano de S. Juan, pues falta en el papiro Bodmer II (=P"6, cerca del a. 200) y en los principales códices, como falta también en los Padres griegos hasta el s. xi. El vocabulario y el estilo de este trozo difiere no poco del vocabulario y el estilo de lo. Algunos piensan que el relato proviene de Lucas y que, por causas desconocidas, posteriormente haya pasado a lo.
      La situación de seguridad y fidelidad del texto no solamente es estupenda, como lo es, en general, la de los demás escritos del N. T., sino que, en cierto modo, aventaja a todos, porque, siendo lo el último escrito extenso del N. T., de fecha aproximada al a. 100, los papiros descubiertos en Egipto se acercan a la fecha de composición más que los otros papiros y códices con respecto a otros libros. Y los papiros de lo demuestran también la corrección y exactitud de los códices de siglos posteriores, puesto que con ellos coinciden.
     
      V. t.: EVANGELIOS.
     
     

BIBL.: A. GONZÁLEZ, Bibliografía sobre San Juan, «Cultura Bíblica» 12 (1955) 306-312; D. MOLLAT, Rassegna di lavori cattolici su Giovanni dal 1950 al 1961, «Revista Biblica» 1 (1962) 64-91.

 

SERAFÍN DE AUSEJO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991