JOSUÉ
Con este nombre se designa en la tradición bíblica de un lado al caudillo
religioso-político que, como sucesor de Moisés (v.), introdujo al pueblo de
Israel en la tierrra prometida (v. PALESTINA I), hacia fines del s. xiii a. C.;
y de otro el libro de Josué (los), sexto de los libros canónicos del A. T., cuyo
contenido versa sobre las frases principales de dicha conquista.
El libro. El material de fuentes disponible en relación a J. y su tiempo
es doble: bíblico y extrabíblico. El documento bíblico principal lo constituye
el libro de los, precedido, a modo de introducción, de noticias esporádicas en
Éxodo, Números y Deuteronomio. Por otro lado el material extrabíblico está
formado por los resultados arqueológicos y documentales en relación con la
época.
El libro se suele dividir en tres partes: la primera (1-12) narra hechos
relativos a la conquista de Palestina; la segunda (13-22), describe sobre todo
la división del país conquistado entre las distintas tribus israelitas (v.
ISRAEL, TRIBUS DE); finalmente, siguen unos capítulos a modo de epílogo, con dos
discursos de despedida (23-24). Como fecha de composición del libro las
hipótesis críticas señalan el s. vii a. C., aunque se descubran en él adiciones
y retoques posteriores, de los s. vi y v. Naturalmente, los orígenes y las
fuentes literarias del libro son mucho más antiguos. Como en los seres
vivientes, el proceso seguido hasta la redacción definitiva ha dejado en los una
cierta complejidad, que hace que se le vea más bien como una compilación de
tradiciones, dentro de unidad basada en el tema único que se estructura
alrededor de las hazañas del protagonista.
Destaca en los su carácter deuteronómico, común a un conjunto de libros
del A. T. cuya redacción se sitúa en la misma época y de los cuales el
Deuteronomio (v.) es el más representativo. El hecho de venir los inmediatamente
después del Deuteronomio, la presencia de paralelos literarios (los 1,3-5 y Dt
7,23-24) y el desarrollo de ciertos pasajes, hacen pensar que los es
continuación de ese último libro del Pentateuco (los 23,5-16 y Dt 7,1.20;
6,10-14). Junto a elementos arcaicos (los 6,25; 9,27; etc.) y otros posteriores
de la época monárquica (los 15,21-63; etcétera), destacan en los los grandes
pensamientos del Dt como elementos de una potente síntesis histórico-profética,
propia del s. vii a. C.: la observancia de las «leyes y mandamientos» que Yahwéh
ha dado al pueblo por medio de Moisés, es condición para vivir en la Alianza
(v.); la fidelidad lleva recompensa y prosperidad, la infidelidad, castigo y
desgracia; Yahwéh es el Dios único; esta fe condena todas las prácticas
religiosas cananeas o extranjeras; la bendición de Yahwéh por la fidelidad a
esta fe se concreta en la posesión de la tierra que Dios les da, Palestina.
Como se ve, los, más que narrar simplemente la historia de un periodo,
contiene una enseñanza dirigida a despertar y mantener viva la fe de los
israelitas de una época posterior, en distancia de siglos, a la conquista de
Palestina. Así se explica el carácter esquemático, la idealización, las
generalizaciones, la trasposición de situaciones sociales o políticas que, de
hecho, vinieron más tarde, la selección de acontecimientos del fondo tradicional
para presentarlos con una orientación precisa, etc. El fondo histórico, sin
embargo, se mantiene verídico, y el libro sigue siendo una fuente de historia
para el A. T., en concreto sobre la época de la conquista. Dos estratos
entremezclados, histórico uno, doctrinal el otro, con preponderancia del
segundo, prestan a la obra su carácter propio.
Palestina en la época de la conquista. La conquista de Palestina (v.) por
los hebreos se sitúa comúnmente en la segunda mitad del s. xiii a. C., momento
de transición de la Edad del Bronce a la Edad del Hierro. Predominaba la
civilización cananea (v. CANAÁN), más floreciente en la zona costera de
Siria-Palestina, desde la frontera con Egipto, al sur de Gaza, hasta el límite
norte de Ugarit, en la costa sudoeste de Antioquía. Al este las fronteras eran
fluctuantes, debido a la presión de los amorreos (v.), semitas también y
semejantes a los cananeos en lengua y cultura, que habitaban la Transjordania.
El oeste palestinense estuvo sometido durante algunos siglos a la presión
militar y burocrática de Egipto. A pesar de ello, los jefes cananeos dejados por
los egipcios al frente de sus ciudades, aunque bajo control y vigilancia,
crecieron en poder y número. Son los «reyes» de los 11-12. Sus «ciudades»,
pequeños centros urbanos, rodeados de imponentes murallas, con casas reducidas,
a lo largo de calles estrechas que conducían a la plaza situada junto a la
puerta de la ciudad y centro de la vida pública, eran numerosas en las regiones
fértiles y muy pocas en las zonas montañosas debido a la escasez de agua.
Entre la población semita existía una marcada división de clases: una
nobleza hereditaria, en gran parte no semita; los siervos, hombres «a mitad
libres», con ciertos derechos personales y de propiedad; un número considerable
de artesanos; y, por fin, una gran población de esclavos. Junto a ellos, vivían
en estado seminómada los llamados apiru (que aparecen en las tablitas
cuneiformes de el-°Amárnah, Palestina y Siria, así como en inscripciones
egipcias) cuya identificación ha constituido un problema histórico. Más que como
clase social, se les adivina formando un pueblo, numeroso y disperso, bajo un
poderoso jefe. No parecen distintos de los hebreos (v.) de la Biblia que
vivieron en Palestina antes de Moisés.
En lo religioso poseían los cananeos un panteón muy organizado, al frente
del cual estaba el dios `El. Sin embargo, la figura más destacada era Baal (v.),
«el Señor», dios de la tempestad. Junto a los lugares de culto (templos y
capillas adornadas con ídolos), tenían también instituciones sacerdotales. Los
autores bíblicos condenaron de manera repetida y constante, las creencias y
prácticas religiosas de los cananeos por crueles y licenciosas (prostitución
sagrada, homosexualidad, ritos orgiásticos). Su paganismo impregnado del culto a
la fertilidad, suponía para el pueblo hebreo, en contacto permanente comercial y
de vecindad con los cananeos, una tentación continua, tantas veces no superada.
La conquista. Emprender la conquista de la tierra prometida significó para
los israelitas el primer paso en la consumación del éxodo de Egipto: de nómadas
se convirtieron en sedentarios, de peregrinantes en pueblo con una patria. los
1-12 no parece un relato histórico completo, sino más bien una selección de
episodios a los que se atribuyó tradicionalmente un significado especial. Según
la narración bíblica, la conquista de Palestina da la impresión de una verdadera
invasión, progresiva, rápida y amplia, devastadora de lugares en su mayor parte:
J. al frente de «todos los hijos de Israel», partió de Setim para atravesar el
Jordán (paso que recuerda el del mar Rojo); acampó en Gálgala (v. GUILGAL), «al
límite oriental de Jericó»; dispuso el sitio solemne y conquistó Jericó (6),
preparada ya con anterioridad por los espías (2), y después de una tentativa
frustrada (7) tomó Ha¡ (8). Los de Gabaón (9) se desentendieron con astucia de
la coalición general de reyes de todo el país, prefiriendo quedar como esclavos
de los israelitas y así salvar sus vidas y ganarse la protección de los
triunfadores, como así sucedió (10,1-27). Josué mandó matar a todos los
habitantes de Maceda, Libna, Laquis, Eglón, Hebrón y Dabir, junto con sus
respectivos reyes (10,28-39); «batió toda la tierra... sin dejar escapar a nadie
y dando al anatema a todo viviente... desde Cadesbarne hasta Gaza, y todo el
territorio de Gosen hasta Gabaón» (10,40-41). «En una sola expedición» (10,42)
se hizo dueño del mediodía. Entonces Jabín, rey de Jazor, formó una coalición de
los reyes y pueblos del norte contra J. que los venció asolando sus ciudades,
excepto algunas, y pasando a filo de espada a todos sus habitantes. Toda la
tierra de Palestina, de norte a sur, quedó bajo el dominio absoluto de J. y de
los israelitas (11,17-21). Una lista de reyes vencidos cierra el relato de la
conquista (11,7-24).
La narración bíblica podría hacer suponer una ocupación guerrera, casi
relámpago; sin embargo, el hecho de formar parte de la conquista no sólo las
campañas de J., sino también todo el periodo de los jueces (v.) e incluso otros
movimientos más tardíos; ciertos indicios de que la penetración de los hebros se
prolongó en determinados lugares (los 15,63; 16,10; 17,12); el tiempo que
requiere la sedentarización de unas tribus nómadas; el éxito no siempre
favorable, que no se niega en el texto, pero que cabe pensar dada la
superioridad del armamento cananeo y que sus plazas estaban fortificadas; la
misma esquematización de los relatos, etc., sugieren un periodo más amplio y
complejo hasta la ocupación definitiva de Palestina, una ocupación más lenta y
prolongada, con acciones guerreras junto con otras de penetración pacífica. Dada
la importancia que tenían para J. lugares de la región central palestinense como
Silo (los 18,1), Siquem (24,1) y Tamnat Sare (19,50; 24,30), se subraya como
significativo el hecho de que los no haya conservado ninguna tradición detallada
de la conquista del país de Efraim y Manasés, saltando de Judá, al sur, al de
Isacar y Zabulón, al norte. Respecto al número de invasores se puede suponer que
junto con los israelitas que terminaron la peregrinación por el desierto,
huirían gentes nómadas o seminómadas del sur de Palestina (cfr. Num 21,21 ss.;
23,24; sobre Caleb: Num 13,6; 32,12; los 14,6-15, y 15,13-20).
En la actualidad es distinto el peso que se atribuye a los resultados
arqueológicos en orden a iluminar los problemas que presenta la conquista hebrea
de Palestina y a una reconstrucción histórica más exacta. A la escasez de
inscripciones se añade la ambigüedad de los resultados de las excavaciones,
incluso alguna vez en conflicto, al menos aparente, con la tradición bíblica. He
aquí una selección de estos datos: Tell Beit Mirsim, probablemente la Dabir de
los y Betel fueron destruidas en el s. xii a. C.; Laquis, según un estudio
comparativo de documentos, alrededor del 1220 a. C. En Jazor se señalan dos
ocupaciones sucesivas por los israelitas durante los s. xii y xi. El problema de
Jericó (los 6) sigue sin solución: el viento barrió casi en todo el lugar los
restos de la última ocupación cananea. Ha¡ (los 7-8), destruida en el 2200, no
fue reocupada más que por un pequeño grupo entre los s. XII u XI. En Betel (los
7,2) se advierte una marcada ruptura entre la última ocupación cananea del s.
XIII y la primera israelita del s. XII. En Siquem y Gabaón no se han encontrado
señales de destrucción de la época de la conquista (cfr. W. F. Albright, o. c.
en bibl., cap. III).
División de la Tierra Prometida entre las 12 tribus. La segunda parte de
los (13-21) contiene la división del país conquistado entre las 12 tribus (v.
ISRAEL, TRIBUS DE), con la descripción de los límites de cada distrito y
enumeración de las ciudades. Primeramente el reparto de la Transjordania entre
las tribus de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés, hecha por Moisés, a la que
precede una introducción (13). El sacerdote Eleazar (v.) y J. dieron Hebrón a
Caleb (14) y distribuyeron parte del territorio y ciudades entre las tribus de
Judá (15,13-62), José (16,1-4), Efraim (16,5-10) y Manasés (17,1-18). La tierra
restante quedó repartida en Silo, ante el tabernáculo de la reunión (18,1-10 y
19,51) entre las otras tribus: Benjamín (18, 11-28), Simeón (19,1-9), Zabulón
(19,10-16), Isacar (19, 17-23), Aser (19,24-31), Neftalí (19,32-39) y,
finalmente, Dan (19,40-48). Los hijos de Israel dan a J. la ciudad de Tamnat
Sare (19,49-50) y se designaron las ciudades de refugio (20,1-9) junto con
aquellas donde iban a vivir los levitas (21,4-38). -Las tribus orientales,
terminada su misión de ayuda, volvieron a sus tierras (22).
Estos capítulos pueden sugerir la idea de que la organización tribal
apareció en Palestina inmediatamente después de la conquista hebrea. A ello, sin
embargo, se oponen las peculiaridades de la «tribu» en su constitución y
desarrollo. La palabra «tribu» designa un grupo de gentes que viven juntas,
ligadas entre sí por lazos de parentesco de sangre y por la conciencia de
proceder de un tronco común. La tribu se compone de clanes, y éstos de familias.
El espacio vital de una tribu es cambiante, y no se deja circunscribir a unos
límites o fronteras territoriales fijas. De hecho, la organización tribal se
encuentra entre los nómadas o seminómadas; los pueblos sedentarios se organizan
de otros modos. Dentro de una unidad, fundada en la dicha conciencia de proceder
de un mismo tronco, la tribu no constituye un todo cerrado, sino que admite
separaciones y fusiones, un movimiento de ósmosis de las tribus entre sí y con
grupos extraños a ellas, por las vías por las que los hombres llegan a hacerse
hermanos de sangre, en especial por medio de matrimonios (cfr. Dt 23,8). Se
comprende, pues, que el desarrollo de las tribus y los clanes requiera siglos.
Por todo esto, la distribución del territorio de Palestina entre las 12 tribus
se suele considerar como un hecho anterior a la conquista por los israelitas,
pudiendo derivar del tiempo de los patriarcas, en el Bronce Medio (cfr. Gen
12-13).
Josué, héroe de la conquista. Las diversas cuestiones apuntadas en los
apartados anteriores alrededor de los y su contenido, dan el sentido de la
provisionalidad de los resultados y, asimismo, de su verosimilitud en orden a
una reconstrucción histórica de J. y su tiempo. Junto a la dificultad de
detectar, sopesar y reconstruir la historia por unos datos fragmentarios y
traspuestos, destaca, en primer plano, la gran estima que la tradición israelita
tuvo de J. por su fe en Yahwéh, lo que posee tanto valor e interés como los
resultados de la crítica histórica. La tradición hebrea ha construido la
historia de la conquista alrededor de un héroe, dejando en el anonimato a las
gentes sencillas y corrientes, al pueblo que la hizo posible. Además los hechos
consignados y sus protagonistas han sido reelaborados en un proceso de
generalización e idealización, lo que explica expresiones como «los hijos de
Israel», «todo Israel», «los cananeos», etc. El mismo nombre de J. se ha
convertido en representativo y simbólico: «Dios salva» (Num. 13,16). Las
noticias que sobre J. aparecen en algunos libros del Pentateuco anteriormente
citados, preparan el papel principal que va a desempeñar en el libro que lleva
su nombre. Josué es «el hombre que resume en sí una gran acción, una época, una
epopeya» (Auzou, o. c. en bibl.).
Josué, hijo de Nun (Ex 33,11; Num 13,16; Dt 1,38; los 19,49; etc.)
pertenecía a la tribu de Efraim (1 Par 7,27) y su nombre era Oseas (hebr. Hóséa`),
que Moisés cambió por el de Josué (hebr. yéhósúa'). Su primera actuación al
frente del ejército israelita fue en la batalla contra los amalecitas (Ex
17,8-16). Sus relaciones con Moisés fueron como de padre a hijo, de maestro a
discípulo. En la segunda subida al Sinaí (v.) J. acompañó a Moisés como «su
ministro» (Ex 24,13). El mismo Éxodo sugiere un J. joven, fiel al maestro
entrañable de su vida: «Yahwéh hablaba a Moisés cara a cara; como habla un
hombre a su amigo. Luego volvía Moisés al campamento, pero su ministro, el joven
Josué, hijo de Nun, no se apartaba de la tienda» (Ex 33,11; cfr. Num 11,28). Num
14 resalta la fidelidad de J. a su fe en Yahwéh frente al desánimo de todo el
pueblo y de sus jefes. A instancias de Moisés, Yahwéh le ordenó que instituyese
a J. como sucesor suyo (Num 27,12-23), encargo que cumplió Moisés en la persona
de «su lugarteniente» (Dt 1,38) infundiéndole valor en la fe en Yahwéh (Dt
3,21-22; 31,7-8). Yahwéh empieza a comunicarse con J. directamente (Dt 31,14 y
23). A la muerte de Moisés, J. estaba «lleno del espíritu de sabiduría», y se
había ganado la obediencia de los hijos de Israel (Dt 34,9).
Ios 24 relata la constitución entre las tribus israelitas de una alianza,
dentro del espíritu de la del Sinaí. Todas se reconocen descendientes de
Jacob-Israel, con un mismo origen, tradiciones comunes y un único Dios: Yahwéh.
Esta confederación sagrada tomó más tarde un carácter militar que en Siquem se
constituyó oficialmente como liga de las 12 tribus, siendo reconocida su
existencia en Palestina en el s. xii a. C. y en cuya constitución J. desempeñó
con toda probabilidad un papel determinante. La conveniencia de este nuevo pacto
se apoyó en el hecho de ser obra de una nueva generación de adoradores de Yahwéh,
cuando las tribus se habían desarrollado en sus componentes propios y por
asimilación de otros nuevos, y era necesario tomar conciencia de su unidad
fundamental. La importancia de la obra de J. se refleja en la tradición
posterior (Idc 2,6-9; Neh 8,17). J. vivió 110 años; sus restos fueron sepultados
en Timnat Sérah, en la montaña de Efraim (los 24,30).
BIBL.: F. M. ABEL, Le livre de Josué, París 1950; B. UBACH, Josué, Jutges, Rut, Montserrat 1953; L. ARNALDICH, Josué, en PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia comentada, II, Madrid 1961; G. Auzou, El don de una conquista, Madrid 1967; W. F. ALBRIGHT, The Biblical Period from Abraham to Ezra, Nueva York 1965; A. SISTI-A. CARDINALI, Giosué, en Bibl. Sanct., 6,549-554.
M. GALLART RIBERA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991