JESUCRISTO EN LA LITURGIA
Presencia de Cristo en la Liturgia. La parte de J. en la Liturgia (v.) es no
sólo viva y real, sino preponderante, porque en realidad no existe más que un
solo sacerdote: J., y una sola Liturgia: la de Jesucristo. La Enc. Mediator Dei
tiene el mérito, entre otros, de haber expuesto con toda profundidad y exactitud
que la acción litúrgica es, ante todo, una acción del mismo J.: «en toda acción
litúrgica -dicejuntamente con la Iglesia, está presente su divino Fundador»;
luego va indicando esa presencia de Cristo en las diversas acciones litúrgicas:
Misa, sacramentos, sacramentales, oración pública de la Iglesia y año litúrgico
(ed. M. Garrido, en Curso de Liturgia, Madrid 1961, 568 ss., no 20, 22, 31,
67-74, 127, 142, 163). El Conc. Vaticano 11, en la Const. Sacrosanctum Concilium
(art. 7) sobre la Sagrada Liturgia, no hace otra cosa que seguir en esto a la
Mediator Dei.
Todo ello está fundado en el Sacerdocio de Cristo y para entenderlo
adecuadamente hay que tener en cuenta la gran síntesis de la historia y de la
vida cristiana propuesta en la Epístola a los Hebreos (v.; cfr. C. Spic,
L'épitre aux hébreux, 2 vol., París 1953-54, especialmente 1, 286-329). El
sentido profundo que se desprende de todas estas afirmaciones es que en la
tierra no existe más que una sola santificación, que es la realizada
continuamente en los hombres por Cristo, y que no existe más que un culto, que
es el ofrecido ininterrumpidamente en ellos y con ellos por Cristo. La Liturgia
terrestre es verdadera santificación y verdadero culto, porque en ella se hace
presente la santidad y el culto de Cristo ahora glorioso en los cielos. La
tradición patrística y litúrgica ha tenido siempre gran solicitud por inculcar
que en nuestra Liturgia terrestre es siempre y principalmente J. mismo quien
actúa bajo el velo de los ritos (v.) y por el instrumento de los ministros
humanos, de modo que, siempre y principalmente, Cristo es eJ ministro principal
de toda la acción litúrgica bajo todas sus formas.
Son muchas las fórmulas litúrgicas, tanto de la liturgia oriental como de
la occidental, en las que se invoca a J. para que Él mismo realice la acción
litúrgica, especialmente la del sacrificio de la Misa: «... per Christum Dominum
nostrum, qui oblatione su¡, remotas sacrificiis carnalium, seipsum pro salute
nostra of ferens idem Sacerdos et sacer Agnus (se) exhibuit...» (Missale
Gothicum: PL 95,116). En el Missale Mixtum se lee inmediatamente antes de las
palabras de la consagración: «Adesto, adesto, lesu bone Pontifex, in medio
nostri: sicut fuisti in medio discipulorum tuorum: sanctifica hanc oblationem,
ut sanctificata sumamus per manus sancti Angeli tu¡, sancte Domine ac Redemptor
aeterne...» (PL 95,116). En el Cherubikon de la liturgia llamada de S. Juan
Crisóstomo se dice casi diariamente: «Tú has sido hecho hombre, no cambiando
nada de lo que eres, Tú has sido hecho nuestro Sumo Pontífice, Tú nos has dado
el ministerio de este sacrificio público e incruento... Pues Tú eres el que lo
ofreces y el que eres ofrecido, el que distribuyes y eres distribuido, oh
Cristo, Dios nuestro» (cfr. S. Salaville, Le coup de lance et la plaie de cóté
dans la liturgie orientale, «Union des Églises», mayo-junio 1929, 77-86; Christ
Pontife dans 1'iconographie bizantine, ib., 112-125; Liturgies orientales, ib.,
94; M. Jugie, Messe en Orient, en DTC 10,1320 ss.). Lo mismo se encuentra en la
liturgia oriental de S. Gregorio Nacianceno (cfr. J. A. Assemani, Codex
Liturgicus, V11,106). No es rara en las pinturas de los s. XIII-xv la
representación de J. revestido con los orríamentos sacerdotales de la
celebración del santo sacrificio de la Misa, como puede verse en la basílica de
S. Lorenzo extramuros de Roma. Con respecto al sacrificio eucarístico son
asimismo bien explícitos el Conc. de Trento (cfr. sess. 22, De sacrificio Missae,
c. 1 y 2, Denz. Sch. 1739 ss.) y otros muchos textos litúrgicos (v. MISA).
Lo mismo puede afirmarse con respecto a los otros sacramentos (v.). Bien
conocido es el texto de S. Agustín, varias veces citado en los documentos
pontificios: «Que bautice Pedro, Pablo, o judas, siempre es Él (Cristo) quien
bautiza» (Tract. 6 in /oannem, n° 7); y en otro lugar: «Él (Cristo) es quien
bautiza, ni dejó alguna vez de bautizar, como afirma Petiliano, sino que sigue
actuando aún, no con el ministerio del cuerpo, sino por obra de su invisible
majestad» (Contra Litteram Petilanii, 3,49,59). Por eso el Catecismo Romano
dice: «el mismo Dios instituyó los sacramentos por medio de Cristo, e igualmente
debe creerse con firmeza y constancia que Él es quien también los administra
interiormente» (11,1,23). Así se comprende mejor la frase de Honorio
Augustodunense: Qui ordinantur Christo incorporantur (Sacramentarium, 24).
También en los demás ritos de la Iglesia aparece esa presencia de J. que
hemos visto en las líneas anteriores. El testimonio de S. Agustín sobre la
oración de la Iglesia es muy expresivo: «Dios no podía conceder a los hombres
mayor don que aquel por el cual les dio por Cabeza al Verbo y los hizo sus
miembros, de modo que Él es Hijo de Dios e Hijo del hombre, Dios con el Padre y
hombre con los hombres; y cuando hablamos nosotros a Dios en la oración no
separamos el Hijo de Dios, y cuando ruega el Cuerpo del Hijo no separa de sí a
su Cabeza; y Él es el mismo Señor nuestro, Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador de
su cuerpo, que ruega por nosotros y ruega en nosotros y es rogado por nosotros.
Ruega por nosotros como Sumo Sacerdote; ruega en nosotros como Cabeza nuestra;
es rogado por nosotros como nuestro Dios» (Enarratio in Psalmos, 85,1: PL
37,1081). Con razón insertó Pío XII este texto augustiniano en la Mediator Dei
al hablar del Oficio Divino (v.), como oración oficial de la Iglesia (cfr. ed.
citada, 161, n° 142).
Mayor dificultad ha supuesto la consideración crítica del año litúrgico
(v.), sobre todo en la interpretación dada por O. Casel (v.). Dejando a un lado
lo más específico de la doctrina de Casel y la polémica que levantó, todos los
teólogos están de acuerdo en el hecho de una cierta presencia de J. en el año
litúrgico. De hecho esta presencia está claramente supuesta en la Enc. Mediator
Dei; en ella Pío XII, sin querer dirimir una pura controversia de teólogos y
liturgistas (según se afirma en un documento del Santo Oficio al Arzobispo de
Salzburgo referente a ciertas afirmaciones de Dom Reetz, abad de Seckau, sobre
este punto de la doctrina caseliana), subraya más bien el efecto de esta
presencia. Los misterios de la vida de Cristo están presentes y operan, ya que
en el año litúrgico no se da sólo una «renovación pura y simple de cosas
pasadas»; los misterios de la vida de J. están presentes en la Iglesia, de tal
modo que los hombres son capaces de sentir a J.; son ejemplos de perfección
cristiana, pero, aún más, son manantiales de gracia y prolongan en nosotros sus
efectos, son causa de nuestra salvación, cada uno a su modo (subrayemos esta
afirmación, pues es de suma importancia). Esta causalidad propia se efectúa
cuando celebramos la fiesta correspondiente, en la proclamación de la palabra de
Dios, en la celebración del sacramento, en todo su desarrollo simbólico. Esta
celebración nos alcanza el «contacto» salvador con el misterio correspondiente
de la vida de Cristo (cfr. Mediator Dei, ed. cit., 603-607, n° 149-168). Esta
misma doctrina ha quedado sintetizada en la Const. sobre la Sagrada Liturgia del
Vaticano II, al decir: «el círculo del año litúrgico desarrolla todo el misterio
de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y
la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor. Conmemorando así los
misterios de la Redención, abre las riquezas del poder santificador y de los
méritos de su Señor, de tal manera qt:e, en cierto modo, se hacen presentes en
todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse
de la gracia de la salvación» (no 102).
Todo lo dicho explica perfectamente el verdadero sentido del Per Christum
Dominum nostrum (por, por medio de, Cristo nuestro Señor), que se dice
generalmente al final de las oraciones litúrgicas; es una expresión de la
mediación de J. en todo acto litúrgico, que es siempre acto de culto a Dios y
acto santificador de los hombres, tan insistentemente repetida en todos los
ritos de la Liturgia cristiana, por serlo igualmente en los libros del N. T.,
especialmente en las epístolas paulinas. En la Carta a los Corintios (61,3) de
S. Clemente Romano (v.), escrita hacia el año 95, encontramos ya una magnífica
explicitación de esta fórmula litúrgica.
Fiestas de Cristo en el año litúrgico. Como es obvio, la oración cristiana
está desde el principio orientada cristológicamente. Son muchos los himnos y
cánticos insertados en el N. T. en honor a J. Esto lo conocían hasta los mismos
paganos: Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, en la carta que dirigió a
Trajano el año 212, declara que los cristianos arrestados «afirmaban que toda su
falta o su error se había limitado a reunirse un día fijo, antes del alba, para
cantar entre ellos un canto a Cristo como a un dios» (cfr. Epistolarium, X,96,
ed. Teubner, 308-309; ed. castellana por D. Ruiz Bueno en Actas de los Mártires,
Madrid 1951, 244-247). Muy pronto se establecieron fiestas conmemorativas de los
principales acontecimientos de la vida de J., de modo especial su Misterio
Pascual que es el centro de todo el año litúrgico (v.), formado principalmente
por los ciclos litúrgicos de Adviento (v.)-Epifanía (v.) y Cuaresma (v.)-Pascua
(v.) en los que tiene una importancia grande la vida y obra de J. En esos ciclos
litúrgicos se conmemoran los misterios de Navidad (v.), Epifanía (v.), Bautismo
de J. (v.), su Pasión, Muerte (v. SEMANA SANTA), Resurrección (v.) y Ascensión a
los cielos (v.).
Además de esos ciclos litúrgicos con impronta eminentemente cristológica-trinitaria,
la Iglesia ha insertado en su calendario litúrgico otras fiestas de J., como la
Transfiguración (v.), el Cuerpo y la Sangre de Cristo (v. CORPUS CHRISTI),
Corazón de Jesús, Cristo Rey. En el nuevo Calendario promulgado por Paulo VI por
la carta apostólica Mysterii Paschalis del 14 mar. 1969, incluye, además de las
anteriores, como fiesta de J., la Presentación del Señor en el templo (v.), que
ya el Codex Rubricarum de 1960 consideraba como fiesta del Señor; se vuelve así
al uso antiguo, es decir, el mantenido desde el s. v al x en el que comenzó a
divulgarse esta fiesta con el título de Purificación de la Virgen María. También
aparece como fiesta del Señor la Anunciación (v. MARíA iv, 4), que, según el
Liber Pontificalis, se introdujo en Roma hacia el s. vil con el título de
Annuntiatio Domini y así es conocida en los ritos orientales y en el rito
ambrosiano (v.).
Se considera también fiesta de J. la Dedicación de la archibasílica del
Santísimo Salvador, que se recuerda en los Calendarios de Roma desde el s. xi.
No podemos olvidar que J. también es celebrado en la fiesta de la Sagrada
Familia (v.) y en la de la Exaltación de la Cruz (v.). Han dejado de ser
obligatorias para la Iglesia universal las fiestas del Santísimo Nombre de Jesús
y la de la Preciosísima Sangre de Cristo que, en cierto modo, están incluidas en
otras celebraciones del año litúrgico, p. ej., la del 1 de enero, Semana Santa,
Solemnidades de Corpus Christi y Sacratísimo Corazón de Jesús, así como en la
fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz (para estos cambios en el Calendario,
cfr. Calendarium Romanum, ed. Typica, Vaticano 1969, 67,86,90,107,115,119,128 y
144). Otras fiestas de J. se dejan para los Calendarios particulares, para
muchas de las cuales se encuentran en el nuevo Misal, promulgado por Paulo VI
(v. LIBROS LITúRGICOS), formularios propios entre las Misas votivas.
En esas fiestas o solemnidades litúrgicas se da relieve especial a la
Humanidad de J., que es también objeto de culto por su unión hipostática con la
Segunda Persona de la Santísima Trinidad (v.), y, por lo mismo, se ha de adorar
con la misma veneración que la Divinidad, como enseña la doctrina de la Iglesia
(cfr. Conc. de Efeso, Denz.Sch. 259; Conc. Constantinopolitano 11, Denz.Sch.
431; Sum.Th. 3 q25 al-4). Dos son las solemnidades que reflejan de modo especial
el culto a la Humanidad de J., además de la del Cuerpo y la Sangre de Cristo: la
del Sagrado Corazón de J. y la de Cristo Rey. La primera se conoció como
devoción particular en la Edad Media; como fiesta litúrgica aparece en 1675, a
raíz de las apariciones de J. a S. Margarita María de Alacoque (v.); Pío IX la
extendió a la Iglesia universal en 1856; Pío X1 la elevó en 1928 al rango de
fiesta de primera clase y ha permanecido con la suma categoría litúrgica de
solemnidad en el Calendario de Paulo VI. Su fundamento teológico es grande: bajo
el símbolo del corazón se considera ante todo el Amor de J. La fiesta de Cristo
Rey fue establecida en 1925 por Pío XI para proclamar la realeza de J. sobre el
mundo; en el nuevo Calendario esta solemnidad se ha colocado en el último
domingo del año litúrgico, subrayando así el anuncio que la Iglesia hace del
triunfo total de Jesucristo.
V. t.: LITURGIA; AÑO LITÚRGICO; SACRAMENTOS.
BIBL.: S. TOMÁS DE AQuINO, Suma Teológica, 3 822,25,48,62 y 64; PH. OPPENHEIM, Christi persona et opus secundum textus liturgicos, «Ephemerides Liturgicae» 50 (1936) 224-242; G. MERCIER, Cristo y la Liturgia, Madrid 1963; T. FILTHAUT, La formación litúrgica, 2 ed. Barcelona 1965, 74-83; J. PASCHER, El año litúrgico, Madrid 1965; Á. DEL PORTILLO, Jesucristo en el sacerdote, en Escritos sobre el sacerdocio, 3 ed. Madrid 1971, p. 105-123; y la ya incluida en el texto del artículo.
M. GARRIDO BONAÑO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991