Jesucristo, Dios y Hombre 1.
 

1) Introducción. El nombre Jesucristo es el resultado de la fusión de dos palabras: jesús, el nombre propio -civil, podría decirse (aunque de origen celestial: Le 1,31)- del Salvador, y Cristo, el título mesiánico con que los Apóstoles -y, en su seguimiento, la Iglesia de todos los tiempos- expresaron su fe en el misterio trascendente de Jesús. De esta forma, el nombre mismo del Redentor -Jesucristo- constituye una profesión condensada de la fe que arranca de aquella primera y fundamental de Simón, piedra de la Iglesia: Tú, Jesús, eres el Cristo, el hijo de Dios vivo (cfr. Mt 16,16). El mismo Pedro, después de Pascua y con la fuerza del Espíritu, confesó ante el senado de Israel: la salvación tiene lugar in nomine Domini Nostri Jesu Christi (Act 4,10) y, además, con absoluta exclusividad: «en ningún otro está la salvación, porque a la humanidad no le ha sido dado ningún otro nombre por el que pueda uno salvarse» (Act 4,12). Las palabras del Apóstol Pedro contienen en síntesis toda la cristología, es decir, el núcleo del saber revelado que la Iglesia posee acerca de su Fundador y Señor, Jesucristo. Desentrañar el sentido y las implicaciones de este nombre santo, compuesto por ángeles y hombres, es la tarea que en esta materia corresponde al teólogo dogmático, bajo la guía del Magisterio eclesiástico.
La fe cristiana sintetiza la verdad sobre nuestro Salvador afirmando que es perfecto Dios y perfecto Hombre en la persona única del Verbo: éste es, pues, el punto de partida de la teología dogmática que se propone profundizar en la realidad y en el misterio de Jesús. El símbolo Quicumque la expresa de esta manera: «Es, pues, la fe recta que creamos y confesemos que nuestro Señor Jesucristo, hijo de Dios, es Dios y hombre. Es Dios engendrado de la sustancia del Padre antes de los siglos, y es hombre nacido de su madre en el siglo: perfecto Dios, perfecto hombre, subsistente de alma racional y de carne humana; igual al Padre en la divinidad, menor que el Padre según la humanidad. Pero, aun cuando sea Dios y hombre, no son dos, sino un solo Cristo, y uno sólo no por la conversión de la divinidad en la carne, sino por la asunción de la humanidad en Dios; uno absolutamente, no por confusión de la sustancia, sino por la unidad de la persona. Porque a la manera que el alma racional y la carne son un solo hombre, así Dios y el hombre son un solo Cristo. El cual padeció por nuestra salvación, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos, está sentado a la diestra de Dios Padre omnipotente, desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos, y a su venida todos los hombres han de resucitar con sus cuerpos y dar cuenta de sus propios actos, y los que obraron bien, irán a la vida eterna; los que mal, al fuego eterno. Esta es la fe católica y el que no la creyese fiel y firmemente, no podrá salvarse» (Denz. Sch. 76).
Fe expresada con la limitación propia de las palabras humanas, pero que es necesario mantener, observar y defender, íntegramente, con sentido vivo y verdadero, «fe firme y fervorosa en aquel Dios, Uno en esencia, Trino en personas, en cuyo nombre hemos sido bautizados e insertados en Cristo, Dios y hombre...» (Paulo VI). Sólo a partir de la fe objetiva de la Iglesia puede el creyente (y el teólogo, por tanto) adentrarse en una comprensión personal de Jesucristo, cuya calidad se medirá siempre por la fidelidad con que da razón de la fe común.
Para comprender a Jesucristo hay que tener presente su vida terrena y su ser actual glorificado, y, durante su vida pasible, el unirse en El la plenitud de gracia y la realidad humana sin detrimento de lo uno o de lo otro. Con esto se quiere indicar no que Jesucristo sea simplemente una figura transida por lo temporal y lo eterno, sino que lo temporal y lo eterno adquieren en El una dimensión nueva e insospechada. La realidad de Jesucristo, como quiera que se mire, exige la aceptación de su misterio total, aunque su modo de ser y de existir exceden toda capacidad humana. Es decir, no un simple sometimiento al misterio, sino una aceptación cabal y completa que implique la decisión de confiar en todo lo que El es. Ninguna realidad humana puede pedir una respuesta tan total; pero tampoco ninguna faceta de la Revelación, aun teniendo carácter absoluto, compromete la libertad tan radical, honda y afectivamente corno la fe en El.
Los testimonios de la S. E. nos describen, relacionándolos íntimamente, los misterios de la Encarnación y de la Redención. La salvación está ya en acto desde el momento mismo en que el Verbo se hace carne: la pasión, la muerte y la resurrección gloriosa explicitan el sentido y finalidad de la Encarnación. Con y en Cristo, lo que irrumpe en la vida de los hombres es el amor eterno, libre y sobrenatural de Dios: «Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo -pues gratuitamente habéis sido salvados-, y nos resucitó y nos sentó en los cielos por Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia, por su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús» (Eph 2,1-10; cfr. Eph 1,1-12; Tit 3,3-5), «el amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por Él...» (1 lo 4,9; cfr. lo 3,16).
La misión del Hijo nos introduce en el seno del Padre, en la intimidad de la vida trinitaria y en las decisiones eternas (de creación, de Encarnación, de Redención). «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios» (lo 1,1).
A la luz de esta preexistencia eterna y de esta consustancialidad con Dios-Padre comprendemos con toda claridad que el hecho de que el Verbo se haga carne trasciende toda previsión, y a la vez se nos revela en toda su magnitud la grandeza y gratuidad del don de la gloria eterna. Creación, encarnación, redención, consumación convergen, y con derecho propio, en la realidad del Verbo hecho carne que es tan actual ahora como hace veinte siglos; Cristo sigue presente entre los hombres: presente de modo eminente en el sacramento de la Eucaristía -verdadera, real y sustancialmente-; presente también en su Iglesia y en las almas por el Espíritu Santo. Jesucristo es Señor respecto de la creación entera. Por ser quien es, J. es el primero y el último, el principio y el fin; con justicia toda la creación tiene en Él su último final, como es expresado en las imágenes decisivas del Apocalipsis sobre la vida indestructible que refleja la creación redimida: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido; y el mar no existía ya. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo. Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las cosas. Y dijo: Escribe, porque éstas son las palabras fieles y verdaderas. Díjome: Hecho está. Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin. Al que tenga sed le daré gratis de la fuente de agua viva. El que venciere heredará estas cosas, y seré su Dios y él será mi hijo» (Apc 21,1-7).
Estas consideraciones ponen de relieve cómo toda la teología se relaciona, en una u otra medida, con lo que Cristo es y hace, y, paralelamente, que la consideración teológica de Cristo implica y presupone todo el conjunto de la fe. Esto requiere del teólogo una fidelidad tan rigurosa como completa, pues no se trata sólo de ser fieles a unos datos históricos sobre lo que J. dijo e hizo a su paso por la tierra; se trata de fidelidad en su sentido más pleno a la totalidad de la fe siempre actual. De otra forma, se juega la inteligencia de lo que Dios ha revelado sobre Sí mismo y sobre el hombre. Esta fidelidad debe caracterizar, en su origen, cualquier visión del dogma cristológico y de su configuración.
2) La persona de Jesucristo y el misterio de su unidad. La inteligencia de la salvación que Dios ofrece al hombre supone la inteligencia de la misión de J. como Salvador, pero esta consideración resulta incompleta sin la reflexión sobre el misterio de Cristo en sí mismo. Cuando el Concilio de Calcedonia afirmó la unión de las dos naturalezas en una sola persona, no definió un aspecto marginal de la fe o una verdad abstracta sin relación con la vida, sino, al contrario, el núcleo mismo del credo y el fundamento del vivir cristianos. Podemos recordar aquí la frase que gustaban repetir los Padres en sus argumentaciones cristológicas: ¿cómo podríamos participar en la filiación divina por adopción, si el mismo hijo de Dios no hubiera entrado en comunión con nosotros, haciéndose hombre? Toda la cristología encuentra, pues, su punto focal en la aproximación al misterio de la unidad de Cristo.
a) La persona única de Jesucristo. Las S. E. nos hablan de Cristo presuponiendo claramente una unidad de supuesto, ya que es de un solo sujeto de quien predican a la vez acciones y cualidades divinas y humanas: El mismo Jesús que nació de María y trabajó en Nazaret es quien resucita a los muertos y afirma de Sí mismo que es Hijo de Dios Padre e igual a Él en ciencia y en poder (v. t, 5; III, 1, 3; ENCARNACIÓN I). ¿Cuál es el sentido y el alcance de esas afirmaciones bíblicas?: tal es la pregunta en torno a la que giran todas las controversias cristológicas y con respecto a la cual se decide la aceptación o el rechazo de la fe cristiana.
En la literatura y en la mitología greco-romana se habla con frecuencia de hijos de los dioses en sentido metafórico o panteísta. La tradición judeo-cristiana, al trasmitir la Revelación de Dios, destruye la ambigüedad con respecto a lo divino que reinaba en el mundo helenista. Dios, afirmaba el judaísmo y predican los cristianos de un extremo a otro del Imperio Romano, es un ser personal, distinto del mundo, dotado de vida propia, perfectísimo, eterno, omnipotente, creador y señor del universo que ha hecho surgir de la nada con su sola palabra... Toda relación entre el universo (o el hombre) y Dios no puede, pues, ser ya concebida por vía de identificación o confusión, sino de subordinación, conocimiento, amor, obediencia, etc., en el interior de la alteridad que la Revelación ha hecho conocer plenamente y que la noción de creación (v.) expresa con toda su profundidad.
Basta leer los escritos de los Padres apologistas (v. PADRES DE LA IGLESIA), para advertir el impacto que esa predicación produjo en el mundo greco-romano. Los cristianos recién convertidos del paganismo eran, en efecto, claramente conscientes de la pureza y perfección del mensaje sobre Dios propio del cristianismo, cuando no había sido -como dice claramente de sí mismo S. Justino (v.)la pureza de ese mensaje lo que provocó su conversión. Es necesario recordar esos hechos históricos para hacer revivir de algún modo el escándalo que la predicación sobre Cristo debía producir, y colocarse así en situación de maravillarse ante el misterio y de captarlo en toda su plenitud.
Es, en efecto, en el seno del estricto monoteísmo (v.) bíblico, de la afirmación neta y tajante de la absoluta distinción entre Dios y el mundo, donde se sitúa la predicación cristiana sobre el misterio cristológico, que consiste en afirmar que ese Dios absolutamente trascendente no sólo se ha acercado a los hombres, sino que se ha acercado de tal manera que se ha hecho Él mismo hombre aun sin dejar de ser Dios. Una mentalidad potencialmente racionalista, es decir, que haya asumido la fe cristiana pero que no se haya connaturalizado plenamente con ella, no acabará nunca de aceptar ese escándalo, y tenderá á reducirlo. Tal es el origen de las diversas deformaciones del dogma cristológico, tanto en la época antigua como en la moderna, a base de una presentación meramente moralista del misterio de Cristo, es decir, de la consideración de Cristo como hijo adoptivo de Dios, hombre tocado por lo divino o en el que Dios habita, o meramente como profeta perfectísimo y revelador pleno del amor de Dios, momento radical y definitivo de la manifestación de Dios a los hombres, etc. Expresiones todas ellas que excluyen, o encubren ambiguamente, el dato bíblico y dogmático fundamental: la realidad de Cristo Dios y hombre, la afirmación de la igualdad de Cristo con Dios Padre tal y como la predicó Jesús mismo y la trasmitió y mantuvo la tradición cristiana.
Señalemos que esas maneras de pensar y hablar, aunque se presenten -e incluso puedan aparecer así a los ojos de sus sustentadores- como respetuosas de la trascendencia divina, implican un desconocimiento profundo de la realidad de Dios. La Revelación cristiana anuncia, en efecto, que Dios es radicalmente distinto del mundo, pero afirma a la vez, e inseparablemente, que Dios puede comunicarse y que el hombre es capaz de Dios. Hay maneras de predicar a Dios como «el totalmente otro» que suponen implícitamente la aceptación del naturalismo (v.), es decir, la afirmación de que el hombre se realiza en sí y por sí y no por su ordenación y relación a Dios, ya que interpretan de tal manera la trascendencia divina que caen en la visión pagana o deísta de una divinidad cerrada en sí misma y ajena al mundo de los hombres, que acaban por tanto siendo ordenados a lo meramente mundano (inferencia ésta que ha sido claramente manifestada en la crisis de la teología barthiana: v. BARTH; RADICAL, TEOLOGíA). Es lo que, en plena controversia arriana, pusieron ya de relieve los Padres al combatir -especialmente en la polémica contra Eunomio (v. ARRIO Y ARRIANISMO, 5)la identificación entre inmutabilidad divina e incomunicabilidad en que Arrio basaba sus argumentaciones, y lo que le lleva a decir a Scheeben que «el que ni siquiera es capaz de levantarse a la idea de la deificación y de la glorificación sobrenaturales del hombre, o por lo menos no concibe esta idea en toda su pureza y precisión, ese tal se cierra el camino -por cuanto está de su partepara enfocar y apreciar debidamente el misterio todavía más elevado de la Encarnación» (Los misterios del cristianismo, Barcelona 1964, vol. 2,336).
Tales son, en última instancia, las coordenadas teológicas que permiten enfocar la cristología, y las que en los siglos Iv y v, a través de la clarificación de los conceptos de naturaleza (v.) y persona (v.), llevaran a la formulación dogmática de la regla de la fe con respecto al misterio de Cristo. De manera sintética podríamos tal vez expresarlas así: el misterio de Cristo nos da a conocer que Dios puede comunicarse al hombre hasta el punto de asumir una naturaleza humana de modo que ésta subsista por la Persona divina; una naturaleza humana no pierde nada de su perfección y de su actividad, antes al contrario es elevada y potenciada, al ser asumida por Dios en unidad de Persona. Cristo es, en efecto, perfecto Dios y perfecto hombre, en unidad de Persona y dualidad de naturalezas.
La historia de las definiciones dogmáticas sobre Cristo, así como la de la teología sobre este tema, han sido ya hechas en otros artículos de esta Enciclopedia (v. ENCARNACIóN II, 7; CRISTOLOGíA); nos corresponde aquí más bien encuadrar el dogma en sí mismo, mostrando su contenido e implicaciones. Añadamos, por lo que a la historia se refiere, una única observación, que integra las consideraciones anteriores. Habiendo Cristo dicho de Sí mismo que es Hijo de Dios Padre, la admisión de su testimonio, es decir, de la afirmación de su igualdad con el Padre y de su distinción personal con respecto a Él, implica el reconocimiento de la distinción de Personas en Dios y la interpretación a esa luz del misterio cristológico. Aunque el dogma trinitario no implique necesariamente el cristológico -la Encarnación es un acto libre de Dios-, están de hecho unidos por esa libre decisión divina, y, por tanto, en la historia de la Revelación y en la comprensión del cristiano. Era en ese sentido inevitable que históricamente el primer momento de la defensa del dogma cristológico se situara a nivel de la verdad trinitaria. En efecto, la mentalidad racionalista a que antes hemos aludido, situada ante el escándalo de Cristo, tiende lógicamente a enfrentarse en primer lugar con el problema de la comunicación en el interior de la propia vida divina, y, por tanto, a negar -como hizo Arrio- la realidad de un Hijo natural de Dios, es decir, consustancial al Padre y distinto de Él, lo que arrastra consigo una interpretación de las palabras de Cristo como la simple declaración de un mero hombre que se proclama hijo de Dios sólo por vía de adopción y santidad (de ahí la continuidad entre los dos momentos de la doctrina del propio Arrio).
Viceversa, una vez reafirmada netamente en el Conc. de Nicea (v.) la divinidad del Verbo, se estaba en condiciones de plantear en toda su claridad el problema cristológico, yendo al fondo de las declaraciones sobre su filiación divina hechas por Cristo. El tema, en efecto, aparece ahora en toda su nitidez: ¿qué unión existe entre el Verbo divino y el hombre Cristo-Jesús?, e incluso, más precisamente, ¿en qué sentido puede hablarse del «hombre-Cristo»?, ¿es Cristo acaso hombre por sí mismo y luego unido al Verbo, o más bien la humanidad de Cristo subsiste por el Verbo de modo que el mismo existir de Cristo en cuanto hombre es por razón del ser que el Verbo comunica a la naturaleza humana por Él asumida? La tendencia racionalista se manifiesta aquí en esos errores antitéticos, aunque concordes en la raíz, que son el nestorianismo (V. NESTORIO Y NESTORIANISMO) y el monofisismo (V. EUTIQUES y MONOFISISMO), frente a los que la ortodoxia cristiana acabó de perfilar las formulaciones dogmáticas. Remitiendo de nuevo para la exposición histórica a los artículos citados, limitémosnos aquí a reseñar sintéticamente los puntos centrales de la fe católica sobre el misterio de Cristo, basándonos precisamente en la definición del Conc. que constituye el término, resumen y culminación de esa historia: el de Calcedonia (v.). «Siguiendo a los Santos Padres -dice dicho Conc.- todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente y verdaderamente hombre de alma racional y de cuerpo, consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad y consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a nosotros menos en el pecado; engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a su divinidad, y, en los días culminantes, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad. Que se ha de reconocer a uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión, sino conservando más bien cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo» (Denz.Sch. 301-302).
Podemos, pues, establecer y comentar lo siguiente:
a) La unión del Verbo Encarnado no es una unión en la naturaleza, como si la naturaleza divina y la humana, uniéndose, dieran origen a una naturaleza nueva, sino que permanecen íntegras y sin confusión después de la unión. Una unión en una única y nueva naturaleza no es en realidad ni siquiera pensable, ya que implicaría mutabilidad en Dios. De hecho, los monofisitas se veían por eso abocados a negar la realidad de la naturaleza humana de Cristo. Subrayemos por eso que el dogma católico afirma la realidad plena y completa de la humanidad de Jesús, como fue definido en la época antigua no sólo frente al monofisismo, sino, antes, frente al apolinarismo (v.): el Verbo ha asumido no sólo un cuerpo humano, sino una naturaleza humana completa con todo lo que implica de vida racional y volitiva.
b) Por otra parte la unión no es meramente moralaccidental, por vía sólo de adopción y santidad, sino físicosustancial, es decir, en la hipóstasis o persona (unión hipostática). El Verbo, Hijo unigénito de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, tiene realmente unida a Sí una naturaleza humana, distinta de su naturaleza divina, pero que ha verdaderamente asumido en virtud de la decisión trinitaria por la que se produce la Encarnación.
c) El misterio del Verbo Encarnado no es, pues, el misterio de la santificación o divinización de un hombre, sino el de la asunción de una naturaleza humana en la Persona divina. En otras palabras, Cristo no es un hombre constituido con independencia de la unión hipostática y habitado por Dios, sino que la naturaleza humana de Cristo existe por la existencia misma de Dios. Hay, pues, así dos naturalezas, pero un único sujeto, y ese sujeto no es un sujeto moral (Dios y un hombre unidos), sino físico y sustancial: el Verbo, Hijo consustancial de Dios Padre que, por la Encarnación, asume una naturaleza humana, es decir, se une real y verdaderamente a una naturaleza humana a la que comunica el ser. De ahí que Cristo sea Hijo natural de Dios Padre, y en modo alguno hijo adoptivo: siendo uno solo el sujeto, es una sola la filiación.
d) La unión hipostática comienza en el mismo instante de la concepción de Cristo, como afirma el texto evangélico (efr. Le 1,30-33.38). La naturaleza humana de Cristo no ha preexistido ni un solo instante a la unión; afirmarlo conduciría inevitablemente a una visión meramente adopcionista de la Encarnación (V. ADOPCIONISMO), ya que desconocería lo que se acaba de afirmar en el parágrafo anterior (que la naturaleza humana de Cristo no existe por sí misma, sino por el Verbo), y por tanto llevaría a interpretar de manera reductiva o minimizante el misterio de la Encarnación, confundiéndolo con el de la santificación.
e) Al comunicar a la naturaleza humana asumida su ser personal, el Verbo no perdió ni disminuyó su divinidad, sino que elevó a Sí la naturaleza humana que asumía haciéndola existir y dotándola de las prerrogativas y propiedades que de la unión hipostática derivaban y que se encaminaban a la realización de la tarea redentora, salvadora y glorificadora que Cristo debía realizar según el decreto de Dios Padre. La humillación (exinanitio, kenosis), de que habla S. Pablo (Philp 2,7), no consiste en un debilitamiento de la divinidad (idea absurda y contradictoria en absoluto), sino en la voluntaria renuncia que Cristo hace a los derechos y honores que como a Dios le competían, y en la asunción igualmente voluntaria de la condición de siervo, es decir, del sometimiento a la pasión y a la muerte.
f) Cristo subsiste en dos naturalezas, ambas plenas, perfectas, íntegras: la divina y la humana. La naturaleza humana tiene, pues, en Cristo todas sus facultades y virtualidades, elevadas como consecuencia de la unión, pero en modo alguno destruidas, aniquiladas o adulteradas por lo divino. Todo lo que es propio del hombre, tanto la capacidad intelectiva y volitiva, como la corporalidad y la posibilidad de sentir el dolor, está en Cristo no por un milagro o como consecuencia de una conexión accidental, sino como algo que fluye de la realidad de su naturaleza humana. Esa naturaleza además no está inactiva e inerte, sino que ejerce plenamente la actividad que le es propia. Por razón de la unidad de sujeto -es decir, el hecho de que la naturaleza humana no sea persona por sí misma, sino que esté asumida por la Persona del Verbo- todas esas acciones de Cristo son acciones realizadas real y verdaderamente por la Segunda Persona de la Santísima Trinidad según la naturaleza humana que ha unido a Sí.
Estas verdades han sido analizadas y elaboradas por la teología cristiana mediante la profundización en los conceptos de naturaleza y persona, y prolongadas, en la época escolástica tardía, mediante el estudio del llamado constitutivo formal de la personalidad. Esos temas han sido ya expuestos (v. ENCARNACIÓN II, 6 y 9), podemos, pues, limitarnos aquí a la descripción general ya hecha. Añadamos, sin embargo, una doble advertencia. La Encarnación, la realidad de Cristo perfecto Dios y perfecto hombre, es un misterio sobrenatural en sentido estricto y pleno: una verdad a la que asentimos por la fe, basados en la palabra divina, pero que no podemos desentrañar de modo exhaustivo, ya que excede a las fuerzas de nuestra razón. De ahí que esté viciado en la raíz todo acercamiento intelectual a Cristo que pretenda aprisionar su misterio intentando explicarlo sin residuos y reducirlo a categorías que no sean escandalosas para la mente humana; como ya advertía el Papa Celestino en una de las cartas dirigidas al emperador Teodosio durante la controversia nestoriana, hay que desconfiar 'de quienes «pretenden reducir la Majestad divina a lo que la razón humana comprende». Nuestro acercamiento a Cristo debe ser siempre religioso, en la fe y en la humildad, sin hacer de Él un mero objeto de curiosidad intelectual y menos aún sin pretender someterlo a nuestros juicios, sino, al contrario, con el espíritu de quien aspira a vivir de Él llenando su inteligencia de lo que ese misterio revela.
Pero, precisamente por eso mismo, es necesaria una actividad intelectual encaminada a profundizar cuanto sea posible en su misterio: no podemos, en efecto, vivir de Él sin conocerlo. Las formulaciones y precisiones ya reseñadas -y que son el fruto de siglos de esfuerzo teológico- se encaminan precisamente a esa finalidad: aspiran a acuñar y perfilar un lenguaje que, aunque limitado, por humano, refleje y respete el misterio y, respetándolo, lo dé a conocer y permita unirse a él por la contemplación y la vida. Todas ellas en última instancia no son más que comentarios y glosas del hecho fundamental: que Cristo Jesús que fue concebido en Nazaret, nació en Belén, creció, trabajó y predicó en Galilea y Judea, murió en la cruz, resucitó y está ahora en la gloria, sentado a la derecha de Dios Padre, es verdaderamente Dios y hombre, de modo que su vida, su Muerte y su Resurrección nos redimen y nos abren las puertas a la participación en la vida divina, según el aforismo patrístico, tantas veces repetido: «el Hijo de Dios se hizo hijo del hombre, para que los hijos de los hombres pudieran llegar a ser hijos de Dios».
b) Cristología y teología. Cristo es el Hijo de Dios hecho hombre: ésa es, en síntesis, la fe cristológica trasmitida por la Iglesia. En esa profesión de fe el punto de partida es teológico, es decir, se parte de la afirmación de Dios, para predicar luego su Encarnación. ¿Es necesario seguir siempre ese itinerario intelectual?, tal es la cuestión planteada por algunos autores contemporáneos que han intentado edificar una cristología partiendo de la humanidad de Cristo.
En el mundo protestante esos intentos se relacionan con Bultmann (v.) y su proyecto de desmitologización (v.), y con Bonhóffer (v.) y. su consideración de Cristo como «el hombre para los otros» (v. RADICAL, TEOLOGÍA). En el campo católico esas ideas han sido desarrolladas sobre todo por algunos escritores holandeses, concretamente A. Hulsbolsch, P. Schoonenberg y E. Schillebeeckx. Reseñamos a continuación con un cierto detenimiento sus opiniones, para manifestar así mejor el alcance del acto magisterial de Paulo VI del que se hablará después.
A. Hulsbolsch (cfr., p. ej., su artículo Jezus Christus, gekend als mens, beleden als Zoon Gods, «Tijdschriftvoor Theologie» 6, 1966, 250-273) afirma que Cristo no es más que un hombre y que no es Hijo de Dios, o al menos que no lo es en el sentido retenido por la fe tradicional: «Jesús es un hombre que es hombre de un modo nuevo y superior. Ya no es (según la nueva cristología que él propone) el Hijo, uno con el Padre en la naturaleza divina. Es un hombre provisto excepcionalmente de gracia» (p. 254). Adoptando una perspectiva evolucionista, Hulsbolsch ve en todo lo creado una manifestación de Dios, y en Cristo la manifestación más alta de la divinidad gracias a su haber sido perfectamente hombre.
P. Schoonenberg critica las formulaciones dogmáticas de Nicea, Éfeso y Calcedonia, acusándolas de dualistas, y niega que, en la cristología, deba partirse de la preexistencia del Verbo. Para una cristología sin dualismos -dicehay que partir del hombre Jesús, y poner de relieve su absoluta apertura y disponibilidad frente a Dios Padre y frente a los hombres: es en virtud de eso por lo que Cristo debe ser considerado como el hombre escatológico, definitivo, modelo para todo otro hombre. Aunque no niega formalmente la divinidad de Cristo, afirma que sobre ese punto no sabemos positivamente nada (ya que -dice también- las formulaciones dogmáticas de Éfeso y Calcedonia son sólo el producto de una determinada época histórica); por otra parte ve a Cristo como «una persona humana, un yo humano, psicológico y ontológico, un centro de conciencia de decisiones y de vida» (cfr. Christus zonder tweeheid, en «Tijdschrift voor Theologie» 6, 1966, 289306; Ein Gott der Menschen, Zurich 1969).
Si estas dos teorías se apartan formal y explícitamente de las fórmulas dogmáticas definidas por la Iglesia, la de E. Schillebeeckx evita un enfrentamiento directo, pero está llena de ambigüedades. El dogma católico -dice (p. ej., cfr. Persoonlijke openbaringsgestalte van der Vater, «Tijdschrift voor Theologie» 6, 1966, 274-288)- implica «la presencia absoluta de Dios en Cristo», pero -añadehemos de interpretar esto evitando todo tipo de dualismos. Lo que esto significa en Schillebeeckx queda claro si tenemos en cuenta que impugna frases no sólo como «el hombre Jesús es Dios», sino también «Cristo es Dios y hombre» y propone que se diga «Jesús, el Cristo, es el Hijo de Dios en la realidad humana»; y que al reprochar a Hulsbolsch su no aceptación de la unión hipostática, afirma que es mejor llamarla «unidad» hipostática, y que de hecho la reinterpreta hablando sólo del carácter singular y único de la realidad humana de Jesús.
Las opiniones que acabamos de resumir brevemente (para una exposición más amplia, aparte de los textos originales, v. J. Galot, Tentatívi di una nuova cristología, «La civiltá cattolica» 3, 1970, 484-494) pueden ser cualificadas, sobre todo en sus formulaciones más tajantes, como de «neo-nestorianismo». En conjunto Cristo se reduce a ser un ejemplo para nosotros. De la pre-existencia del Verbo, se ha pasado a la pro-existencia de Cristo; del Hijo de Dios hecho hombre, al hombre escatológico o al hombre para los hombres. Y de esa forma la divinidad de Cristo es silenciada (y, en ocasiones, negada al menos implícitamente), y la trascendencia de su figura puesta en tela de juicio.
El reduccionismo cristológico que se encuentra en la escuela bultmaniana, en la teología de la muerte de Dios, y en los otros autores que hemos mencionado obedece en realidad a la subordinación del pensamiento teológico a una filosofía agnóstica que impide dar razón de la fe cristiana, ya que, de por sí, conduciría a su negación. De ahí la posición ambigua e incoherente de esos autores, y la oposición en que se sitúan con respecto a la tradición cristiana; lo que, por su parte, les conduce a una teoría sobre la evolución de los dogmas de tipo historicista y destructora del patrimonio de la fe. No es, pues, de sorprender que la Santa Sede, con fecha 21 feb. 1972, emitiese una importante declaración sobre la materia. Esta declaración, que proviene de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha sido aprobada y ratificada por Paulo VI, que ordenó que se promulgase para «salvaguardar de algunos errores recientes la fe en los misterios de la Encarnación y de la Santísima Trinidad». La declaración no menciona a ningún autor concreto, pero del texto y del contexto se deduce que las opiniones a las que se refiere son las anteriormente expuestas.
Después de recordar brevemente las enseñanzas de la Escritura y de los Concilios ecuménicos sobre Cristo, la declaración continúa: «Son claramente opuestas a esta fe las opiniones según las cuales no sería revelado y conocido que el Hijo de Dios subsiste desde la eternidad, en el misterio de Dios, distinto del Padre y del Espíritu Santo; e igualmente, las opiniones según las cuales debería abandonarse la noción de la única persona de Jesucristo, nacida antes de todos los siglos del Padre, según la naturaleza divina, y en el tiempo de María Virgen, según la naturaleza humana; y, finalmente, la afirmación según la cual la humanidad de Jesucristo existiría, no como asumida en la persona eterna del Hijo de Dios, sino, más bien, en sí misma como persona, y, en consecuencia, el misterio de Jesucristo consistiría en el hecho de que Dios, que se revela, estaría presente de un modo sumo en la persona humana de Jesús. Los que piensan de semejante modo permanecen alejados de la verdadera fe de Jesucristo, incluso cuando afirman que la presencia única de Dios en Jesús hace que pl sea la expresión suprema y definitiva de la Revelación Divina; y no reconocen la verdadera fe en la unidad de Cristo, cuando afirman que Jesús puede ser llamado Dios por el hecho de que, en la que dicen ser su persona humana, Dios está sumamente presente». Y, finalmente, concluye: «lo que está expresado en los documentos conciliares arriba citados (es decir: Nicea, Constantinopla 1, Calcedonia, Lateranense IV, Vaticano II) sobre el único y mismo Cristo, Hijo de Dios, nacido antes de los siglos según la naturaleza divina y en el tiempo según la naturaleza humana..., pertenece a la inmutable verdad de la fe católica. Esto ciertamente no quita que la Iglesia considere como su deber, teniendo también en cuenta los nuevos modos de pensar de los hombres, realizar el esfuerzo de profundizar en esos misterios mediante la contemplación de la fe y el estudio de los teólogos, a fin de que sean cada vez mejor explicados en forma adecuada. Pero al realizar el necesario trabajo de investigación, es necesario estar atentos para evitar que esos sagrados misterios sean interpretados en un sentido distinto del que la Iglesia ha entendido y entiende» (AAS, 66, 1972, 237-241).
En síntesis, hablar sólo de una presencia singular y única de Dios en Cristo que hace de Él la revelación del amor divino y el lugar único de encuentro con Dios es insuficiente, ya que calla lo fundamental: que Cristo es la Revelación plena del Padre, y el paradigma de nuestra fe, precisamente porque es Dios. Todo otro modo de hablar es ambiguo e infiel a las Escrituras y a la Tradición cristiana. La cristología, en otras palabras, es, ante todo, un capítulo de la teología y no, simplemente, de la antropología. Pueden, pues, tener también aquí aplicación las palabras que S. Tomás escribió a otro respecto: «en el misterio de la Encarnación hemos de considerar más el movimiento de descenso de la divina plenitud a lo íntimo de la naturaleza humana, que el movimiento de progresión de la naturaleza humana hacia Dios» (Sum. Th. 3 q34 al adl).
Comentemos y precisemos este principio central cristológico, haciendo para eso referencia a las grandes controversias cristológicas de los siglos v y vi, de las que constituye en gran parte el eje estructural. La escuela antioquena que, en cristología, parte de la humanidad de Cristo, está lógicamente en condiciones de poner fuertemente de relieve la vida terrestre y pasible de Cristo, y -por lo que a la soteriología respecta- el mérito y la satisfacción o, en otra línea, la ejemplaridad de sus virtudes y de su entrega. Pero tropieza con dificultades a la hora de exponer la unidad de la persona de Cristo, corriendo el riesgo de quedarse en una perspectiva meramente moral. De ahí que los grandes padres antioquenos, aunque sean ortodoxos, no logrer, siempre acuñar expresiones que reflejen adecuadamente su fe, y finalmente la crisis que estalló en torno a Nestorio.
La escuela alejandrina, al partir de la divinidad de Cristo, dio pruebas de mayor penetración teorética y teológica; y por eso históricamente acabó imponiéndose, ya que su iter expositivo se adecua a la realidad profunda del misterio de Cristo. Es necesario, sin embargo, interpretarlo rectamente, ya que de no ser así está expuesto al riesgo de subrayar de tal modo la divinidad de Nuestro Salvador que se desvanezca su humanidad, lo que en cristología condujo al monofisismo y sus derivaciones, y en soteriología a una insistencia casi exclusiva en el Cristo glorificado, olvidando -o no concediendo el necesario relievea la vida pasible de Cristo como itinerario a través del cual llegó a la glorificación. De manera sintética cabría, pues, decir que una cristología acertada es aquella que asumiendo el punto de partida alejandrino integre dentro de sí las preocupaciones antioquenas; es decir -en palabras teoréticas y no históricas- la que partiendo de la preexistencia del Verbo y de la consideración de la Encarnación como acercamiento de Dios al hombre, sepa subrayar la realidad de la humanidad asumida y el valor redentor de los actos realizados por Cristo durante su existencia pasible, mostrando así el camino a través del cual se llegó a la glorificación de Cristo y a través del que cada hombre debe obtener su justificación. Fue ésta la tarea que se esforzaron por realizar los padres de los siglos v y siguientes, y la que consolidaron y definieron con el peso de su autoridad magisterial los grandes Concilios de Éfeso, Calcedonia y Constantinopla, que constituyen de esa forma la regla de fe para toda cristología futura.


J. L. ILLANES MAESTRE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991