JESUCRISTO, I. LA PERSONA DE JESUCRISTO Y LA HISTORIA II


4. La dimensión humana de Cristo. 5. El Hijo de Dios. 6. Los poderes y milagros de Jesucristo. 7. Otros temas y artículos relacionados.
     
      4. La dimensión humana de Cristo. Habiendo establecido el valor de documento histórico de las narraciones evangélicas, y reseñado brevemente las principales deformaciones que se les han dado a lo largo de la historia, vamos ahora a exponer las líneas estructurales del testimonio de aquéllas sobre Cristo, tanto por lo que se refiere a su divinidad como a su humanidad. Comenzaremos por esta última, extendiéndonos especialmente sobre ella, ya que de la divinidad de Cristo y de su misión redentora se trata más extensamente en otros lugares (v. II y Iu; ENCARNACIÓN DEL VERBO; MESíAS; REDENCIÓN; CRISTOLOGÍA).
      A través de los relatos evangélicos podemos conocer la trayectoria humana de Jesús en un momento concreto (le la historia, y dentro de un determinado ambiente soci,.lreligioso del judaísmo. Todos los hechos de la vida de Cristo están inmersos en una atmósfera sobrenatural, que refleja el misterio de su persona divina; pero la divinidad no destruye lo humano y lo corporal, de modo que en seis obras se manifiesta la «humanidad y benignidad» (Tit 3,4) del Maestro, que con su vida de entrega se convierte en el modelo para los hombres por Él redimidos. Así, su humanidad es el camino para llegar a su divinidad. Los evangelistas, que se preocupan de presentar a Jesús sobre todo como Salvador y Mesías, refieren, no obstante, una serie de detalles humanos en los que se muestra que su humanidad es real y no aparente o fantasmagórica. Así, dicen que se cansaba (lo 4,6), que tenía hambre (Me 11,12) y sed (lo 19,28), que lloraba, se emocionaba (Lc 19,41), y se entristecía (lo 11,33; Lc 22,44), que sentía especial afecto por Lázaro (lo 11,30; 13,23) y se compadecía de la miseria (Mt 15,32), e incluso que permitió ser tentado (Mt 4,1). Todo esto rezuma humanidad profunda, sin artificiosidades estoicas. En determinados momentos se manifiesta en Él una especial energía en condenar actitudes hipócritas (Mt 23,13-33) y expulsando a los traficantes del Templo (Mt 21,12). En sus conversaciones utilizaba la ironía e incluso argumentaciones que aprovechan la oportunidad del momento (lo 5,43; 7,5); en sus parábolas se refleja una inteligencia observadora de la realidad. Aprecia la naturaleza, proclama la belleza de los lirios del campo y la libertad de los pajarillos (Le 12,27); ensalza las ansias del pastor que perdió una oveja (Mt 18,12), y critica la arrogancia del fariseo autosuficiente que ora en el templo (Le 18,10). Todas estas alusiones reflejan un sentido observador, a la par que una sensibilidad profunda que emerge de una rica vida interior. Nada de desconexión con la realidad; Jesús vive con intensidad su vida humana y los evangelistas relacionan las enseñanzas de Jesús con hechos concretos de su existencia, sin dejarse llevar de esquemas abstractos: de ese mismo Jesús con el que han «comido y bebido» (1 lo 1,1), que fue realmente hombre, es del que afirman una dimensión divina superior que hace que sólo É1 tenga «palabras de vida eterna».
      Intento de semblanza psicológico-temperamental. Dado el carácter excepcional de la personalidad de Cristo no cabe trazar su perfil humano a base de los encasillados ordinarios de la psicología. Las turbas, admiradas de sus palabras, exclamaban: «Jamás hombre alguno habló como éste» (lo 7,45; Mt 7,27; Me 1,22). Jesús no es un rabino, ni un simple profeta al estilo clásico, ni un líder político, ni un filósofo, ni un simple fundador de un movimiento religioso, ya que exige para Él los honores de la divinidad. Y esto es tan patente que, como ya veíamos, los mismos racionalistas, que niegan su divinidad e incluso sus milagros, se ven forzados a reconocer que el gran «milagro» de los relatos evangélicos es la superioridad moral y espiritual del protagonista, emergiendo majestuoso e independiente en medio de concepciones ambientales llenas de estrechez y rutina formalista del mundo judío que le rodea. Al tratar de estudiar el perfil humano de Jesús debemos estar preparados para lo imprevisto. Para hablar, pues, de Él es preciso tener en cuenta su divinidad y, en lo humano, que obra con un sentimiento profético y mesiánico, que desborda las categorías humanas corrientes, y que actúa siempre con una tensión heroica que deriva de la entrega plena a la voluntad de Dios Padre. Supuestas estas consideraciones, podemos -a la luz de los datos evangélicos- caracterizar el modo de obrar de Jesús como equilibrado, reflejando una gran lucidez de juicio y una voluntad acerada indomable; sincero, auténtico, fiel a su misión concreta, moderadamente concentrado, independiente, sencillo, realista, no extático ni sentimental, humano y comprensivo sin ser débil; todo lo cual es fruto de un equilibrio de virtudes que se complementan y armonizan.
      Equilibrio de espíritu. La vida de Jesús se desarrolla en un ambiente de lucha, porque su mensaje choca con las concepciones ambientales. Con toda naturalidad dice en el sermón de la montaña: «Habéis oído que se dijo a los antiguos, pero yo os digo...» (Mt 5,21). Las clases dirigentes reaccionan con violencia; Jesús acepta el reto y los desenmascara con acusaciones lacerantes (Mt 23,1-8), porque se oponen al Espíritu Santo (Mt 12,31) y han pervertido la Ley (Mt 23,23). Jesús muestra un espíritu coherente sin vueltas atrás. Cuando en Nazaret tratan de despeñarlo, pasa seguro en medio de sus adversarios (Le 4,29-30). En su vida no hay depresiones nerviosas ni altibajos; todo fluye normalmente como de una profunda fuente interior, sin afectación. Toda su vida está presidida por la idea de la entrega a la voluntad del Padre (lo 11,9); cuando fue hallado en el Templo declaró a sus padres que tenía que «estar en las cosas de su Padre» (Le 2,49); y al morir exclama: «En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu» (Le 23,46). En esto radica la seguridad de su alma. En esta línea, la nota dominante en la vida de Jesús es la del recogimiento silencioso, que deriva de la ordenación de todas las acciones a un mismo fin. Jesús no obra nunca como un héroe desgarrado o un profeta inquieto y destrozado, sino como quien conoce la paz y reposo interiores y puede darlos a otros.
      Lucidez de juicio y voluntad decidida. Jesús fue un hombre de carácter en el mejor sentido de la palabra. Exige a sus seguidores un sí tajante (Le 9,62), y Él mismo no es un espíritu amorfo y blando. Vino a traer la espada (Mt 10,34), y exige las decisiones más rotundas (Mt 5,29). Habla de «su hora» (lo 12,33; 2,4; 7,30), es decir, el punto de convergencia de su existencia terrena y el plan divino de redimir a la humanidad, libremente aceptada. Por eso dice que «ha venido» a llamar a los pecadores (Mt 9,13), a dar cumplimiento a la Ley (Mt 5,7), a hacer la voluntad del Padre (Le 2,49). Tiene, pues, una trayectoria clara ante su mente, con plena conciencia mesiánica y redentora; cuando el espíritu maligno trató de apartarle de ella, exclamó: «Apártate, Satanás» (Mt 4,10); y frase similar dice a Pedro, porque quiere quitarle el pensamiento de su desenlace trágico (Me 8,33).
      Esa firmeza de voluntad se basa en la clarividencia de su tarea. Como dice K. Adam, «desde el punto de vista psicológico lo que hizo trágico su destino fue la verdad y lealtad de todo su ser, y su fidelidad a sí mismo en servicio del Padre... la voluntad de Jesús es robusta, concentrada, flechera hacia un fin» (Jesús Christus, Barcelona 1945, 102). Su porte decidido arrastra, y'así, a su imperativo, los pescadores abandonan sus redes (Me 1,16), y los mercaderes obedecen dóciles a su mandato de desalojar el Templo (Mt 21,13). Jesús aparece seguro de sí mismo, sin conflicto interior, siempre dueño de la situación. Y, consumando su decisión de entrega, dice en Getsemaní: «Hágase tu voluntad y no la mía» (Mt 26,42).
      Fidelidad a su misión. Cuando expone su doctrina sobre el pan de vida, no se desdice ante el abandono de muchos (lo 6,67). Y a su vez exige fidelidad, decisión y lucha en los que le sigan: «El Reino de los cielos está en tensión, y sólo los esforzados lo conseguirán» (Mt 11,12). No admite dilaciones: «Dejad a los muertos enterrar a los muertos» (Mt 8,22). No se puede servir a dos señores. Cuando llega el momento, afronta con gallardía su destino en Getsemaní, pidiendo que dejen libres a sus discípulos. Ante el tribunal romano mantiene una digna actitud de silencio, pero declara que es Rey en sentido espiritual, como poco antes frente al Sanedrín había afirmado que era el Mesías esperado (Mt 27,29; lo 19,14; 18,37). «En la vida de Jesús no hay valores marginales, sino el sagrado hecho capital, la única cosa necesaria, la gloria del Padre y la salvación del mundo» (R. Guardini, La realidad humana del Señor, Madrid 1960, 85-90).
      Espíritu sincero, transido de autenticidad. Durante su vida, Jesús luchó constantemente frente a los convencionalismos farisaicos (Mt 23,24; lo 8,33.39; Me 12,40; Le 20,47; Mt 6,16). Jesús no soporta la caricatura de la religión, y manifiesta que el hombre no fue hecho para el sábado, sino el sábado para el hombre (Mt 12,12). Para £1 está ante todo la religión sincera y auténtica, «en espíritu y en verdad» (lo 4,24). De otra parte, Jesús jamás adoptó una actitud estoica y antinatural frente a los acontecimientos. Los evangelistas lo presentan llorando ante Jerusalén, y ante la tumba de Lázaro (lo 11,35), sintiendo temblor ante la muerte. Era tan profundamente humano que nada de lo que constituye el fondo del hombre en su sentido más noble le es extraño.
      En diversos momentos, los evangelistas nos muestran a Jesús concentrándose en la oración a fin de caldear su espíritu y almacenar fuerzas espirituales para su misión de entrega continua a la voluntad del Padre. Así, al iniciar su vida pública, se retira al desierto para meditar sobre su misión (Me 1,35; Le 5,16). Vive pensando en la culminación de su vida, como algo esencial al plan de redención: cuando fuera elevado a lo alto atraería todas las cosas a sí (lo 8,28; 12,32). Esa concentración contribuía a las reacciones vigorosas frente a los que se oponían a su fidelidad mesiánica (Mc 8,33). A veces refleja un temperamento ardiente, que vive unas ideas repensadas y profundamente meditadas: «apartaos de mí, siervos de iniquidad» (Lc 13,27). Después del coloquio con la samaritana rechaza la comida que le ofrecen los discípulos; es la reacción de un espíritu que ha vivido con intensidad el proceso de retorno de un alma descarriada: no tiene otra comida que hacer la voluntad de su Padre (lo 4,34). Sin embargo, Jesús no fue un asceta adusto, aislado de la sociedad de los hombres, sino que gustaba de participar de las nobles alegrías de la vida. En el momento de la despedida, su espíritu se desahoga, mostrándose tierno y conmovedor (lo 17,1 ss.).
      Espíritu realista, no extático. Jesús tiene un sentido heroico de la vida, y en su mensaje exige posturas definidas para entrar en el Reino de Dios (v.). Ahora bien, esta actitud no es fruto de un ingenuo idealismo. Está Jesús personalmente despegado de todo egoísmo sensual, pero conoce la complejidad del corazón humano, que se debate trágicamente en una lucha entre sus sueños de ángel y sus instintos de bestia. Jesús no es un temperamento desconectado de la realidad. «No hay en Él nada de excentricidades extáticas» (K. Adam, o. c., 117). En la vida de Jesús no hay crisis de formación. Desde niño se siente ya ligado «a las cosas de su Padre» (Lc 2,49), y por otra parte, conoce las complejidades de la vida: «la mirada de Jesús tan pronto es la de un intuitivo y de un poeta cuando abarca la realidad en su conjunto y profundidad, como es sencilla y razonable, positiva y lógica, cuando se trata de ver conexiones o de afirmar y probar realidades particulares» (K. Adam, o. c., 117).
      No es un visionario que viva abstraído en una atmósfera de sonambulismo o en una tensión antinatural. Es un gran observador de la realidad de la vida, como se demuestra en las descripciones de sus parábolas: todas las clases y situaciones sociales desfilan en sus maravillosos cuadros pedagógicos tomados del ambiente. En su amor a los hombres no fue un filántropo teorizante, que da culto a la Humanidad en abstracto, sino que está en contacto con las gentes, y conoce los egoísmos particulares y exhorta a entrar en el Reino, porque la puerta es estrecha (Mt 7,14), y sólo los esforzados entrarán en él (Mt 11,12). Conoce las deficiencias de sus discípulos, y manifiesta incluso que son defectos difíciles de soportar (Mc 9,13; 8,17), pero no los abandona. Sabe que el hombre lleva un peso que le arrastra hacia lo sensual e inmediato, por eso no quiere que se hagan juicios fáciles peyorativos por la conducta de los demás, sino que exhorta a luchar y a ser fiel a la llamada de Dios.
      Espíritu sencillo e independiente. En la vida de Jesús no encontramos gestos teatrales. Se niega a someterse al capricho de los judíos que le pedían un portento de índole cósmica (Mt 12,39). Cuando realiza milagros es para dar a conocer su mesianidad y movido del deseo de remediar una necesidad, pidiendo muchas veces al beneficiado que no divulgue la curación (Mt 12,38). En Jesús no encontramos los grandes contrastes que se observan en diversos personajes de la historia, cuyas genialidades se sitúan sobre un fondo gris y a veces abyecto. En Él todo es armónico, sin sombras, sin gestos teatrales que halaguen a la masa. No usa procedimientos de altisonantes oratorias, sino que su predicación se sirve de la parábola para poner al alcance del auditorio más rudo las más altas verdades. Y hablaba con propia autoridad y no de prestado (Mt 5,54). Al mismo tiempo muestra un espíritu de total independencia, rompiendo con todos los particularismos y predicando un mesianismo sin fronteras y una fraternidad universal.
      Espíritu de mansedumbre, exento de blandos sentimentalismos. Jesús dice de sí mismo que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). En efecto, no ha habido en la historia temperamento más comprensivo y condescendiente con el prójimo. Pero al mismo tiempo muestra gran entereza de carácter: «Jesús es una mezcla de majestad y dulzura, y mantiene su línea en todas las vicisitudes... Sabe condescender sin rebajarse. Es el modelo del equilibrio» (L. de Grandmaison, o. c., 11,105). Así, arroja a los mercaderes, lleno de santa ira (Mt 21,13), y desenmascara a los fariseos (Mt 23,13). Su temperamento es a la vez vigoroso y suave, duro y condescendiente. Jesús tiene entrañas de mansedumbre cuando se trata de abrir los brazos al arrepentido; pero al mismo tiempo, santa cólera cuando se conculcan los derechos divinos: «A veces el Cordero ruge como un león contra los hipócritas y falsificadores de la religión con fines bastardos... Pero lo dominante es la indulgencia y el perdón. Nunca tuvo una palabra dura para las turbas que le molestaban» (B. Allo, El escándalo de Jesús, Buenos Aires 1949, 138).
      Espíritu comprensivo. Una de las características de Jesús es el contraste entre su intransigencia con el pecado y la indulgencia con el pecador. Exige decisiones heroicas y tajantes de sus seguidores, predica un ideal que debe ser aceptado sin compromisos, pero al mismo tiempo es indulgente con las debilidades humanas. Jesús ama a los pecadores, por eso los busca y admite a su compañía, con escándalo de los puritanos fariseos. Jesús quiere el arrepentimiento de los caídos, y le repugna la actitud soberbia y aséptica de los fariseos, con sus formalismos privados de toda espiritualidad y ética. Es magnánimo al extremo; hay que perdonar -dice- hasta setenta veces siete, e incluso amar a los enemigos (Mt 18,22). Las parábolas del hijo pródigo y del Buen Pastor reflejan este espíritu de comprensión y de humanidad, muy lejos del espíritu huraño e intransigente, que desprecia al pecador. Pero nunca condesciende con el pecado, ni promete bienes temporales a los que le sigan. No halaga las pasiones, el orgullo, la vanidad, la ambición. Su ideal exige espíritu de total renuncia (Mc 8,35; 12,9). Los que están más cerca del Reino son los desheredados, los mansos, los que sufren (Mt 5,21). Nada de concesiones a la sensualidad.
      Espíritu austero y abierto. Jesús no fue un asceta extremoso, sino que convivía normalmente con sus conciudadanos, sintonizando con sus grandes problemas vitales. Trae un mensaje de liberación espiritual, y busca santificar con su presencia el medio ambiental en que vive. Predica los peligros de la riqueza, de la ambición desorbitada, de la sensualidad, porque sabe que el corazón humano se deja llevar por lo inmediato y superficial. Jesús considera sólo los valores permanentes del alma eterna. Por eso, para seguirle hay que tomar su cruz (Mt 10,38), es decir, seguir su trayectoria de entrega. El sacrificio en la vida se impone para asegurar lo permanente, lo único necesario (lo 12,24). Pero Jesús no predica una ascesis de exaltación del sufrimiento en lo que tiene de negativo, sino sus consecuencias positivas, en cuanto que con la renuncia el alma recupera su libertad espiritual. En el sermón de la montaña llama bienaventurados a los pobres, a los que sufren, porque están más cerca del Reino de Dios (Mt 5,11 ss.). Pero la ascesis impuesta por Cristo no es destructora, y, aceptada con idealismo, es salvadora: «mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,30). Los evangelistas presentan a Cristo tomando parte en los banquetes, incluso con gentes a las que la sociedad de entonces no consideraba. Es el médico de las almas y las busca en el ambiente en que se desarrolla su vida; sólo así es posible acercarse a ellas.
      Conclusión. Jesús es un milagro desde el punto de vista humano. En su vida encontramos armonizados sentimientos en apariencia contrapuestos. Los mayores santos tuvieron luchas interiores para llegar al dominio de sí mismos, y en su personalidad reflejan las huellas de esa lucha del espíritu contra el egoísmo y la sensualidad. Para llegar a la cima de la virtud han pasado caídas y altibajos, viviendo en tensión constante de superación para mantenerse en el camino heroico de la virtud. En cambio, en Jesús no encontramos ni tensiones ni sentido de culpabilidad, ni necesidad de rectificación de la vida. Su trayectoria ha sido rectilínea y plena.
      5. El Hijo de Dios. La realidad humana de Cristo conduce al misterio de su Persona: la armonía y perfección humanas de Jesús son un auténtico milagro moral, que no se explica sin la aceptación del testimonio que El mismo nos da sobre su mesianidad y su divinidad.
      Históricamente no han faltado, sin embargo, intentos de truncar ese camino (v. 3). La exégesis racionalista, p. ej., a la par que niega la divinidad de Cristo, lo presenta a veces como el mayor profeta de la historia, el campeón de un elevado ideal moral enmarcado en un ambiente de expectación escatológico-apocalíptico, del que nace la formulación de un nuevo movimiento religioso. El protestantismo liberal (v. LIBERAL, TEOLOCíA) -explotando en ocasiones la doctrina luterana sobre la kénosis o humillación de la divinidad en Cristo- prescinde también de la realidad divina de Cristo, intentando explicar su personalidad superior acudiendo a algunas ideas psicológicas sobre el subconsciente. Jesús, según esta teoría, tendría dos conciencias: una clara, humana, y otra subconsciente, semidivina; y en esta zona misteriosa residirían sus inagotables tesoros espirituales. Es lo que dice R. Seeber: «La divinidad está constituida por una energía, una especie de idea-fuerza divina que hace del hombre Jesús el órgano de Dios, su instrumento para la fundación del Reino de los Cielos. Por efecto de la invasión de la voluntad divina Jesús se convertía, en cierto modo, en la misma voluntad personal de Dios». Esta tesis es, en realidad, una modalidad de la antigua herejía del adopcionismo (v.), según el cual es la inhabitación de Dios en Jesús lo que le convierte en mediador entre Dios y los hombres. Se trataría, pues, de una mera presencia moral de lo divino en Jesús profeta, que es por tanto considerado como un hombre divinizado en un sentido meramente moral y afectivo. Por ello, estos autores, en vez de hablar de la divinidad de Cristo, hablan sólo de la divinidad en Cristo (cfr. L. de Grandmaison, o. c., 11,212).
      En realidad, como afirma la doctrina católica -formulada solemnemente en Éfeso y Calcedonia- hay en Cristo una Persona divina con dos naturalezas o principios de acción, una divina y otra humana (v. III, 2). Jesús no es un fantasma divino revestido de una humanidad ficticia o aparente, ni un puro hombre inspirado o movido por una fuerza divina, sino la Segunda Persona de la Santísima Trinidad (v. 111, 1, y TRINIDAD, SANTÍSIMA), que asume realmente una naturaleza humana. Cristo es, pues, «perfecto Dios y perfecto hombre» (Símbolo Quicumque).
      Los relatos evangélicos, sin hacer vivisecciones conceptualistas, nos presentan claramente a Cristo como un ser único que tiene reacciones, cualidades y poderes tanto divinos como humanos. Los testigos presenciales y ecos de la tradición recogen hechos y facetas del Maestro, sin disociar en una dualidad incompatible los dos horizontes -divino y humano-, sino, al contrario, relacionándolos con toda naturalidad en una unidad personal admirable. En los actos y palabras de Cristo hay siempre algo divino, si bien su divinidad no se presenta en todo su esplendor y se revela en lo humano. Ese es el misterio del Hombre-Dios. De hecho las declaraciones más explícitas de su carácter divino las hace Cristo sobre todo en las últimas discusiones con los escribas poco antes de la Pasión. Declararse Hijo de Dios era la mayor de las blasfemias, ya que ni al mismo Mesías atribuían las interpretaciones judías una procedencia divina. Por eso, Jesús, al principio de su predicación, se abstiene de afirmaciones públicas tajantes, pero insinúa y manifiesta su naturaleza divina en su modo de actuar y en afirmaciones mediante las que se declara superior a las realidades fundamentales de Israel: a la Ley, al sábado, al Templo. Por eso también prefiere habitualmente usar la expresión Hijo del hombre (v. MESíAs), que le servía de un lado para insinuar su carácter mesiánico, y, de otro, le ponía a salvo de denuncias que le comprometieran como blasfemo y le permitía ir preparando a sus oyentes. Consideremos con detalle los diversos momentos de esta pedagogía y revelación divinas.
      jesús se manifiesta revestido de poderes divinos. Jesús afirma ser superior a los grandes personajes del A. T., como Abraham, Moisés, Salomón y Jonás (lo 8,56; 12,41; Lc 10,24; Mt 12,41). Es más, Jesús se considera superior a las grandes instituciones tradicionales -el Templo de Jerusalén (v. TEMPLO I1), el sábado (v.), y la Ley de Moisés (v. LEY vii, 4)- y con poder de abolirlas (Mt 12,6; 12,8; 5,11); declarando que tiene un mensaje por el que suspiraron los antiguos profetas (Le 10,24). Además, se atribuye el poder de perdonar los pecados, cosa exclusiva de Dios (Mt 9,1; Mc 2,1-12; Lc 5,17-26). Y cuando realiza milagros lo hace en nombre propio y, de ordinario, sin acudir con súplicas a Dios como hacían los grandes taumaturgos del A. T. Así, dice al leproso: «Quiero, sé limpio» (Mc 1,41), y a la joven difunta: «levántate» (Mc 5,41); no actúa Jesús con potestad delegada divina como los antiguos taumaturgos, sino en nombre y con fuerza propia (v. t. lo que se dirá luego en el n° 6).
      Los vientos se calman a su imperio, y los discípulos exclaman: «¿Quién es éste al que los vientos obedecen?» (Mt 4,23; 9,35; Mc 1,34), pregunta parecida a la de los que le oyen perdonar pecados; es decir, ¿quién es éste que se atribuye y ejerce poderes divinos? En Jesús jamás se insinúa un sentimiento de arrepentimiento o de culpabilidad: «¿Quién me argüirá de pecado?», pregunta (lo 8,46), afirmando así su impecabilidad. Y con toda naturalidad identifica su Reino con el de Dios, y afirma que como juez del mundo determinará la suerte de cada uno. Todo esto implica que Jesús se mueve en una atmósfera sobrehumana. No cabe más disyuntiva que afirmar que era un megalómano o aceptar que es un ser excepcional y prestar fe a todas sus palabras. Y por los relatos evangélicos se descubre que Jesús era sencillo, humilde, con gran sentido de la realidad: todo lo contrario de un alucinado o un exaltado.
      Jesús se declara explícitamente Hijo de Dios Padre. Al final de su vida, ante el Sanedrín, Jesús manifiesta con toda fuerza sus pretensiones mesiánicas aplicándose a Sí mismo las perspectivas del libro de Daniel (Mt 26,64). Pero ya antes, no pocas veces había hablado de su Padre en contraposición a la paternidad general divina sobre todos los hombres. Y así lo dice ya a María y a José cuando lo encuentran en el Templo (Le 2,49). En dos momentos de su vida se abren los cielos para descubrir su especial filiación divina: «Tú eres mi Hijo muy amado en quien tengo mis complacencias» (Mc 1,11; Mt 3,17), se escucha durante el bautismo (v. BAUTISMO 11, 3 A), y se repite en la transfiguración (v.) en el Tabor (Mc 9,6).
      Se considera superior a los ángeles (Mc 1,13) y se aplica el texto del Salmo 110 en que se le llama «Señor» (Mt 22,43-45; Mc 12,36-37). Estas insinuaciones encuentran su complemento en su solemne frase a los discípulos que volvían eufóricos de su primera expedición apostólica: «El Padre ha puesto en mí todo poder y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Mt 11,25; Lc 10,21). Esto implica una comunidad de vida con el Padre, por eso dice que «da la vida eterna» (lo 17,1). En la última Cena declara: «Todo lo que tiene el Padre es mío» (lo 16,15). Es la confirmación de lo que había dicho a los judíos días antes: «Ni a mí me conocéis, ni a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre» (lo 10,14; 15,28). Y en otra ocasión: «Creed en mis obras para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (lo 10,14; 15,28). Al apóstol Felipe le dice: «el que me ve a mí, ve al Padre» (lo 10,14); y en este contexto de identificación con el Padre, contesta a Tomás: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (lo 17,25). Esto prueba que Jesús tenía conciencia de pertenecer a una esfera supra-humana, es decir, tenía conciencia de su divinidad.
      Cabe resumir este apartado citando la confesión de Pedro, aceptada y confirmada por Jesús, que se encuentra en el Evangelio de S. Mateo (16,16-17): «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». La expresión «Hijo de Dios» tenía en el A. T. un sentido amplio de filiación moral y providencia especial (así el título de «Hijo de Dios» se aplica a Israel como pueblo elegido de Dios: Ex 4,22-23; Ier 31,9; Os 11,1; Ps 2,7; o a los justos: Dt 14,1; Os 2,1; Eccli 4,11; o a los ángeles: lob 1,6; 2,1; 38,7; Ps 29,1; 89,7). También en el N. T. tiene a veces esa acepción amplia (cfr. Rom 8,15; Apc 21,7), pero en él y aplicada a Cristo tiene además otra acepción fuerte y restringida para indicar no una mera relación moral, sino una comunión de naturaleza. A Cristo se aplica de modo propio y original esa acepción, como se acaba de ver en las diversas declaraciones que hace Cristo sobre su filiación a Dios Padre (v. además ni, 1).
      El Jesús de la historia es el Cristo de. la fe. Los Apóstoles no comprendieron a veces en toda su profundidad el misterio de la persona de Cristo mientras convivieron con El; y al verle muerto en la cruz llegaron a dudar o a temer, algunos al menos. No esperaban su resurrección (v.) inmediata; pero al comprobarla, volvieron a meditar sobre los hechos anteriores de la vida de Jesús y sus misteriosas frases sobre su personalidad. A partir de la efusión del Espíritu Santo el día de Pentecostés (v.) acaban de comprender el sentido espiritual y universalista del Reino anunciado por Jesús, viendo en su muerte el cumplimiento de los antiguos vaticinios sobre el Siervo de Yahwéh (Is 42; 49; 50; 52,13; 53,11; V. SIERVO DE DIOS). Y, con la fuerza del Espíritu Santo, empiezan a predicar que Jesús está a la diestra de Dios, y que es el Señor, título que se daba sólo a Dios (Act 2,33.36), y el Príncipe de la vida (Act 3,15).
      Se encuentra, pues, desde el primer estadio de la catequesis y predicación apostólicas la afirmación del CristoDios. Es importante notar que esa afirmación se da ex abrupto, desde el comienzo: es decir, no ha habido nada que se parezca a un proceso lento de divinización de un Jesús histórico, sino la evidencia radical de una realidad trascendente que los Apóstoles deben aceptar. Los Apóstoles, como judíos, eran radicalmente monoteístas, y en su mente no cabía la divinización de un hombre, ni siquiera el Mesías. Además, ¿cómo habían de divinizar a un hombre que había sido ajusticiado, y que, en ese sentido, se muestra como impotente ante sus enemigos? Sólo el propio Jesús aclara su misterio, y, el día de Pentecostés, los Apóstoles recibieron una iluminación especial por la que confiesan plenamente y sin vacilación el sentido de las palabras y de la vida de Cristo y la realidad divina del Jesús de Nazaret con el que habían convivido. Llevados de la fortaleza del Espíritu Santo predican sin temor por todas partes que Jesús es el Señor, el Kyrios, Dios. El Jesús de la historia y el Jesús de la predicación, el Cristo de la fe, son el mismo, son idénticos desde el comienzo mismo de la predicación. No hay en ella cambio o evolución a este respecto; puede recordarse aquí la preocupación de los Apóstoles y predicadores del Evangelio de transmitir íntegramente los hechos y doctrina de Jesús sin modificaciones ni interpretaciones que los falsifiquen (2 lo 7; 2 Pet 1,16; Gal 1,8 ss.; 1 Tim 4,6-8; 6,20; 2 Tim 1,13-14; etc.; v. t. lo dicho en el . n° 2 sobre los datos evangélicos). Esta preocupación, por ser fieles en la trasmisión del «depósito de la fe» (v.) recibida, es y será una preocupación constante en la Iglesia y consustancial con ella a través de los siglos.
      Las epístolas paulinas se hacen eco de esta fe común en las diversas comunidades cristianas; así, la expresión de Philp 2,11, «y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor», que tiene el aire de una aclamación al estilo de las imperiales de la época, implica una resuelta confesión de fe. En algunos textos se relaciona el título Señor con la resurrección (Rom 4,24; 1 Cor 9,1; 2 Cor 4,14), mientras en otros se relaciona con el de juez de la historia (1 Thes 4,16; 3,13; 5,23; 2 Thes 1,7; 2,1). Pero también el título Señor parece aplicado a Jesús en relación con su vida mortal (1 Thes 2,15; 4,2; 1 Cor 7,10), y se cita en la frase estereotipada de «hermanos del Señor» (Gal 1,19).
      S. Pedro dice: «Dios ha enviado su palabra a los hijos de Israel, anunciándoles la paz por Jesucristo, que es el Señor de todos» (Act 10,36). En otra ocasión, afirma que Dios-Padre lo ha constituido Señor, Mesías (Act 2,36), y en su segunda epístola escribe que «no fue siguiendo artificiosas fábulas como os dimos a conocer el poder y la venida de Nuestro Señor Jesucristo, sino como quienes han sido testigos oculares de su majestad» (2 Pet 1,16). S. Pablo, y eso desde recién convertido, proclama que «Jesús es el Hijo de Dios» Act 9,20.22); y ese título aparece luego constantemente en sus epístolas. No son éstos los únicos títulos que en los escritos neotestamentarios son aplicados a Jesús; se le llama Santo (Act 4,27.30; 7,52; 22,14), Príncipe de la vida (Act 3,15), Príncipe y Salvador (Act 5,31). A la vista de estos testimonios queda claro que el mesianismo cristiano difiere esencialmente del judío, y que Cristo no es simplemente el Mesías (v.), sino mucho más. Como dice J. Bonsirven, «Jesús responde a la expectación de su pueblo, pero sobre un plano trascendente y universalista; su misión sólo podía ser llenada por un Hijo de Dios; era, pues, inevitable que este título y esta dignidad terminaran por poner en plano secundario el punto de vista mesiánico... Pedro al aplicar a Cristo celeste (Act 3,20-24) la profecía de Moisés (Dt 18,15.18), invocada también por Esteban (Act 8,37), da a entender el rango singular que hay que asignarle» (Théologie du Nouveau Testament, París 1951, 196).
      S. Pablo predica a Cristo glorificado presente a su Iglesia, su Cuerpo místico, y si no se detiene a veces a afirmar explícitamente la divinidad de Cristo, es porque la supone vivida y experimentada en Él (Philp 3,12; 2 Cor 10,8). Así, la gracia de Cristo es la de Dios (1 Thes 6,28; 2 Thes 3,18; 2 Cor 13,13); Cristo nos perdona como Dios (Col 3,13; Eph 4,32), y será nuestro juez (Philp 3,20 ss.), transformando nuestro cuerpo (2 Cor 5,10). La Iglesia es de Dios y de Cristo (Eph 5,5; 1 Thes 1,1). En 1 Cor 8,6 se pone en el mismo plano a Cristo y a Dios: «Para nosotros no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también». Igualmente se atribuyen a Cristo prerrogativas que pertenecen sólo a Dios: nuestras acciones tienen a Cristo por fin (Rom 14,7-10); somos para Él (1 Cor 3,22.23); tenemos que hacer su voluntad (Eph 5,17), pues es Señor soberano (1 Cor 7,32.34.35; 2 Cor 5,9). En las doxologías se le dan títulos divinos (2 Tim 4,18: Eph 5,19; 1 Tim 3,16); se le llama «el Señor de la gloria» (1 Cor 2,8). El título Hijo de Dios aplicado a Cristo aparece 19 veces en las epístolas paulinas. En Tit 2,13 se le llama «Dios y Señor nuestro», y en Rom 9,5 se dice: «Cristo está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos de los siglos».
      Todo ello no va en detrimento de la afirmación de su humanidad. S. Pablo declara que Cristo es hombre (Rom 5,12.15; 1 Cor 15,21,45.47) con carne como la nuestra, e hijo de David (Rom 1,3). Y, sin embargo, afirma que es Dios: «En Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), es decir, la divinidad en todo su poder. Es el equivalente a la frase del'prólogo de S. Juan (lo 1,14): «y el Verbo se hizo carne». Pablo desarrolla esta idea bajo otros símiles: p. ej., Cristo es la «imagen de Dios» (2 Cor 4,4; Col 1,15); en Heb 1,3 se le llama «irradiación de la gloria de Dios»; presenta a Cristo antes de la creación preexistiendo a todo y expresando su encarnación a base de un anonadamiento de su divinidad: «Cristo, existiendo en forma de Dios... se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres» (Philp 2,7). Por eso, todo debe serle sometido en el cielo y en la tierra. Tomó una carne semejante a la nuestra (Rom 8,3); se sometió a la Ley (Gal 4,4), a la circuncisión (Rom 15,8) y a la obediencia hasta morir en la cruz; luego fue exaltado a la gloria (Col 3,3; 1 Tim 3,16; Rom 1,4; Act 2,36). Así, la visión de Cristo glorificado tenida por los Apóstoles, conocida según las palabras de Jesús y la gracia del día de Pentecostés, lleva a reconocer su carácter divino no en un aspecto afectivo o moral, sino de participación de la dignidad divina, en un sentido trascendente muy superior a toda «apoteosis», es decir, en el de consustancialidad con Dios Padre.
      6. Los poderes y milagros de Jesucristo. Al presentarse como el Mesías (v.) esperado, Jesús se hace punto culminante del proceso ascendente de la Revelación en el Antiguo Testamento. Y por eso, ya en el sermón programático sobre las bienaventuranzas (v.), se sitúa por encima de la Ley y de las tradiciones de los maestros de Israel: «Habéis oído que se dijo a los antiguos, pero yo os digo... (Mt 5,21). Conforme a esta perspectiva de su conciencia mesiánica y aun divina se considera (como decíamos: v. n° 5) superior a las grandes instituciones mosaicas, como el Templo, el sábado y la Ley; se atribuye el poder de perdonar los pecados, que es privativo del mismo Dios, etcétera. Y realiza milagros, pero en virtud propia no como los taumaturgos del A. T. (Mc 1,41; 5,41). No habla como delegado de Dios, sino con fuerza y poder propios. Y hasta los vientos y fuerzas atmosféricas le obedecen (Mt 4,23; 9.35; 10,1; Mc 1,34). Y con ese poder funda la Iglesia (v.) y su jerarquía y le promete su asistencia hasta el fin de los siglos (v. 11, 3).
      Los relatos evangélicos presentan a Jesús obrando milagros para fortalecer la fe de los oyentes al tiempo que remediaba males de todo orden, desde las enfermedades físicas y mentales hasta la muerte, ya que se relatan diversas resurrecciones. No se puede entender el ascendiente del Maestro sin sus intervenciones taumatúrgicas. Los críticos modernos de tipo racionalista, que parten del a priori de la imposibilidad de los milagros, tratan de considerar las referencias evangélicas a ellos como interpretaciones infantiles de una época en que todavía no existían las exigencias críticas de una verdadera ciencia (v. MILAGRO III). Desde Strauss a Bultmann, han considerado lo milagroso como superestructura legendaria y pueblerina, que arranca de la tendencia idealizadora y mitificadora de la «conciencia anónima» de la «comunidad primitiva cristiana». No cabe duda que existen relatos taumatúrgicos en la literatura helénica pre-cristiana, como las curaciones legendarias de Asclepios en Epidauro, y, más tarde, las atribuidas al pitagórico ambulante Apolonio de Tyana, si bien estos relatos son del s. iv d. C. y fueron creados para oscurecer los relatos evangélicos. En la tradición israelita estaban los milagros de Moisés, de Elías, de Eliseo y de otros profetas. Incluso en los escritos rabínicos aparecen portentos atribuidos a determinados rabbis. Pero eso no demuestra nada, ni quita su historicidad a las narraciones evangélicas (v. 2).
      En la perspectiva de los Evangelios los milagros de Jesús son llamados fuerzas (dynameis), signos (semeia), prodigios (terata) o maravillas (thaumasia). Los milagros de Jesús manifiestan la victoria sobre las fuerzas satánicas que afligen a los pacientes con enfermedades. En aquella época se pensaba que las enfermedades tenían su origen en pecados de los sujetos que las padecían o de sus antepasados (lo 9,2). Jesús critica esa explicación como absoluta, pero otras veces la acoge o parece acogerla en parte. Así, después de una curación recomienda al sujeto que no vuelva a pecar (lo 5,14); y con ocasión de la curación de la paralítica en día de sábado dice Jesús al arquisinagogo: «Esta hija de Abraham, a quien Satanás tenía ligada dieciocho años ha, ¿no debía ser soltada de su atadura?» (Lc 13,16). Sin embargo, cuando los apóstoles le plantean expresamente el problema de la relación de la enfermedad del ciego de nacimiento con posibles pecados de éste o de sus padres, Jesús contesta paladinamente: «Ni pecó éste ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios» (lo 9,3).
      Jesús tiene un estilo propio en el modo de realizar los milagros: no necesita orar a Dios para que ocurra el portento, como era costumbre en los taumaturgos del A. T., aunque a veces lo hace para enseñar a sus discípulos. Las curaciones suelen realizarse por su simple mandato (Mt 8,2; Mc 1,41; Lc 5,12). Sus milagros son siempre en relación con la fe, y jamás en plan de castigo. Algunas veces establece contacto con los enfermos (Mc 1,31), pero sin manipulaciones mágicas ni ademanes espectaculares. Los relatos evangélicos suelen ser concisos a este respecto (Mc 5,1-20; 9,14-29).
      La realidad histórica de los milagros evangélicos es innegable: sin ellos no es concebible la persona y mensaje excepcionales de Jesús. Puede tal vez estudiarse si ciertas narraciones milagrosas han sido amplificadas por las exigencias del estilo midráshico (v. MIDRÁS) tan querido de los judíos. Con todo, en los relatos evangélicos se da a entender que Jesús realizó muchos milagros que no fueron consignados. Así, Jesús dice que si en Tiro y Sidón hubieran sido realizados los portentos acaecidos en Corazeín y Betsaida habrían hecho penitencia (Lc 10,13-15; Mt 11, 21-24). Y, sin embargo, los evangelistas no narran ningún milagro realizado en aquellas dos ciudades; es decir, la tendencia del estilo de las narraciones evangélicas no es a amplificar o exagerar, sino más bien la contraria.
      Jesús huye de toda ostentación taumatúrgica (Mt 12,39), y no quiere que sus prodigios sean publicados de modo desordenado (Mt 9,31; Mc 1,45) para no crear una atmósfera mesiánica falsa, de tipo temporalista y material, en torno a su persona. Todo es circunspección en el actuar de Jesús, y sólo realiza portentos para manifestar su mesianidad, aliviar enfermos y confirmar la fe de los oyentes. Este modo de obrar difiere totalmente del de los taumaturgos del paganismo, que buscan la ostentación y el desahogo de su vanidad. En contraste con los relatos evangélicos están también las relaciones infantiles y milagreras de los evangelios apócrifos (V. APÓCRIFOS BÍBLICOS 11), que buscan deleitar al lector con hechos portentosos. Digamos, brevemente, para terminar, que cuando se escriben los Evangelios, los testigos directos de los milagros de Jesús, y sobre todo de su resurrección, son aún muy numerosos. La misma resurrección (v.) de Cristo, su milagro capital, es relatada incluyendo con toda veracidad las dudas y desconfianzas de los Apóstoles mientras la comprueban.
      7. Otros temas y artículos relacionados. Para hechos y cuestiones particulares de la vida de J. pueden verse los artículos siguientes: GENEALOGÍA DE JESÚS (GENEALOGÍA III); CRONOLOGÍA II, 7-10; MARÍA I (ANUNCIACIÓN, VISITACIÓN, etc.); JOSÉ, SAN I; SAGRADA FAMILIA; PRESENTACIÓN DE JESÚS; EPIFANÍA 1; INOCENTES, DEGOLLACIÓN DE LOS; JUAN BAUTISTA, SAN; TENTACIÓN Y AYUNO DE CRISTO (TENTACIÓN I); BIENAVENTURANZAS; PARÁBOLAS; DISCÍPULOS; APÓSTOLES; IGLESIA I, 2; TRANSFIGURACIÓN; CENA DEL SEÑOR; PASIÓN Y MUERTE DE CRISTO; SIETE PALABRAS, LAS; RESURRECCIÓN DE CRISTO; ASCENSIÓN.
      Otros episodios y temas de la vida de J. pueden encontrarse en los artículos sobre cada uno de los doce Apóstoles (v.) y sobre otros personajes de los Evangelios como: NICODEMO; BARTIMEO; ZAQUEO; MARÍA MAGDALENA; MARÍAS, LAS; LÁZARO; VERÓNICA; JOSÉ DE ARIMATEA; HERMANOS DE JESÚS; BARRABÁS; HERODES; PILATO, PONCIO; PUBLICANOS; FARISEOS; SADUCEOS; CELOTES; SANEDRIM. Igualmente pueden verse los artículos sobre sitios o lugares geográficos donde J. vivió o estuvo en alguna ocasión, como: BELÉN; NAZARET; JORDÁN; CANÁ DE GALILEA; CAFARNAúM; CESAREA; BETANIA; TABOR; CENÁCULO; OLIVOS, MONTE DE LOS; CALVARIO; SEPULCRO, SANTO; PALESTINA I, 2; GALILEA.
      Para otras cuestiones generales sobre la persona, vida y obra de Jesucristo, consideradas en conjunto y desde puntos de vista históricos, o para temas relacionados, v.: EVANGELIOS; NUEVO TESTAMENTO; REVELACIÓN III; APOLOGÉTICA 1, 613; ALIANZA (Religión) II; MESÍAS; ENCARNACIÓN DEL VERBO; APÓSTOLES; IGLESIA.
     
     

BIBL.: Entre las Vidas de Jesús hay que mencionar (orden alfabético de autores; se cita última edición, hasta la fecha, en castellano): P. BERTHE, Jesucristo, su vida, su pasión, su triunfo, Buenos Aires 1943; J. M. BOVER, Vida de Nuestro Señor Jesucristo, Barcelona 1956; R. L. BRUCKBERGER, La historia de Jesucristo, Barcelona 1966; J. M. CABODEVILLA, Cristo vivo, 5 ed. Madrid 1971; L. CRISTIANI, Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador, Bilbao 1944; A. FERNÁNDEZ, Vida de Jesucristo, 2 ed. Madrid 1954; L. C. FILLION, Vida de N. S. Jesucristo, 8 ed. Madrid 1966; A. GOODIER, Vida pública de N. S. Jesucristo, 2 vol., Buenos Aires 1947; J. GUITTON, Jesús, 2 ed. Madrid 1965; W. HOLE, Vida de N. S. Jesucristo, Madrid 1941 (reproducción de láminas, que recogen los datos históricos, arqueológicos, etc.); J. JOMIER, La vida del Mesías, Barcelona 1966; J. LEBRETON, La vida y doctrina de Jesucristo, 4 ed. Madrid 1959; J. PREZ DE URREL, Vida de Cristo, 5 ed. Madrid 1966; F. PRAT, Jesucristo: su vida, su doctrina, su obra, 2 ed. México 1948; G. RICCIOTTI, Vida de Jesucristo, 8 ed. Barcelona 1963; D. Rors, Jesús en su tiempo, Barcelona 1954; F. J. SHEEN, Vida de Cristo, 5 ed. Barcelona 1968; C. VERSCHAEVE, Jesús, el Hijo del hombre, Barcelona 1959; F. M. WILLAM, Vida de Jesús en el país y pueblo de Israel, 4 ed. Madrid 1954. Un intento de elenco de las vidas de Cristo publicadas a lo largo de la historia puede verse en: A. MICHEL, Jésus-Christ, en DTC 8,1408-1411; R. AIGRAN, en Christus, Madrid 1962. Estudios históricos, apologéticos, exegéticos y críticos más importantes, sobre cuestiones particulares y de conjunto: M. J. LAGRANGE, Le judaisme avant Jésus-Christ, 2 vol., París 1935; J. BONSIRVEN, Le judaisme palestinien au temps de Jésus-Christ, 2 vol., París 1935; P. HEINISCH, Cristo, el Mesías, en el A. T., Barcelona 1966; VARIOS, La Venu du Messie, Tournai 1962; V. HOLZMEISTER, Chronologia Vitae Christi, Roma 1933; D. Rors (dir.), Las fuentes de la vida de Jesús, Andorra 1963; F. CEUPPENs, Theologia bíblica, III, De Incarnatione, 2 ed. Turín 1950; L. CERFAUX, Jesús en los orígenes de la Tradición, Bilbao 1970; J. HUBY, El Evangelio y los Evangelios, Buenos Aires 1949; M. J. LAGRANGE, El Evangelio de N. S. Jesucristo, 2 ed. Barcelona 1942 (hay ed. francesa de 1954); J. LEAL, Valor histórico de los Evangelios, 3 ed. Granada 1956; L. FILLION, Les miracles de N. S. Jésus-Christ, París 1909-10; P. BENOIT, La divinité de Jésus dans les Évangiles synoptiques, «Lumiére et vie» n° 9 (abr. 1953) 43-74; R. GUARDINI, La imagen de Jesús, el Cristo, en el Nuevo Testamento, Madrid 1967; íD, Realidad humana del Señor, Madrid 1960; J. ROSANAS, Cristo-Dios, Buenos Aires 1954; B. ALLO, El escándalo de Jesús, Buenos Aires 1949; P. BuISSE, Jesús ante la crítica, Barcelona 1930; F. M. BRAUN, Oú en est le probléme de Jésus?, BruselasParís 1932; M. LEPIN, Le probléme de Jésus, París 1936; J. GuITTON, El problema de Jesús, Madrid 1960; M. GARCíA CORDERO, Jesucristo como problema, Madrid-Salamanca 1961; W. TRILLING, Jésus devant l'histoire, París 1968; F. CANTERA, La cuestión de Jesús en el judaísmo moderno, «Sefarad» 6 (1946) 143-161; J. LEBRETON, Jésus-Christ, en DB (Suppl.) IV,966-1073; M. LEPIN, Jésus Messie et Fils de Dieu, París 1910; L. DE GRANDMAISON, Jesucristo, su persona, su mensaje, sus pruebas, 2 ed. Barcelona 1944; J. M. PONCE DE LEóN, Jesús, Legado divino, 2 ed. Buenos Aires 1942; J. LEAL, Jesucristo Dios y hombre, 2 vol., Granada 1942; J. ASENslo, Jesucristo, Profecía y Evangelio, Bilbao 1954; CH. PESCH, De Christo Legato divino, Friburgo Br. 1924; H. DIECKMANN, De Revelatione christiana, Friburgo Br. 1930; R. GARRIGOu-LAGRANGE, De revelatione, 5 ed. Roma 1950; K. ADAM, Jesucristo, 5 ed. Barcelona 1967 (11 ed. en 1945, con el título Jésus Christus); A. LANG, Teología fundamental, 1, La misión de Cristo, Madrid 1966.

 

M. GARCÍA CORDERO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991