Jerarquía Eclesiástica I. Teología.
I. Nociones generales. 2. Institución divina de la jerarquía eclesiástica.
3. Vigencia histórica de la jerarquía en la Iglesia. 4- Funciones de la
jerarquía. 5. Conclusión y remisiones.
1. Nociones generales. Jerarquía significa etimológicamente «sagrado
principado» (i= p h
2. Institución divina de la Jerarquía eclesiástica. La J. viene exigida
por la naturaleza misma de la Iglesia (v.), tal como fue instituida por
Cristo: espiritual y encarnada, visible e invisible, con proyección
escatológica y realizándose en el tiempo. A pesar de las profundas diferencias
ontológicas entre el misterio de la Encarnación (v.) y el misterio de la
Iglesia, se da entre ambos una fecunda analogía, ya valorada por la enc.
Mystici Corporis y de nuevo por el Vaticano 11: «En virtud de una analogía no
carente de valor, se asemeja (la Iglesia) al misterio del Verbo encarnado.
Porque así como la naturaleza asumida sirve al Verbo de Dios como un
instrumento vivo de salvación unido a él de manera indisoluble, de forma
similar la estructura social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo para
acrecentar el cuerpo» (Lumen gent., 8). La Iglesia, portadora de los
sacramentos y medios de salvación, es el signo eficaz de la presencia
salvífica de Cristo en el mundo hasta la consumación de los siglos (cfr. ib.
n° t). Así como Cristo realizó nuestra redención en cuanto que fue Dios y
hombre (cfr. S. Tomás, Contra gentes, lib. 4, cap. 74), así también la Iglesia
por él instituida, continuadora de su misión, no es mera ideología o mera
comunión: tiene una dimensión social, encarnada, llamada a ser medio de
salvación sobrenatural para cada hombre completo -alma y cuerpo en unidad-; y
téngase en cuenta que, «tras el acontecimiento pascual (muerte y resurrección
de Cristo), el hombre no puede encontrar a Cristo y unirse a él al margen de
esta sociedad visible e institucional que es la Iglesia de Cristo, con la que
Cristo constituye realmente un todo» (P. Faynel, L'Église, 1,223-224). La
Iglesia es el Cuerpo místico (v.) de Cristo y lógicamente ha de participar de
la condición visible de la Cabeza. «En ella lo humano está ordenado y sometido
a lo divino, lo visible a lo invisible» (Vaticano 11, Const. Sacros. Conc, n°
2), pero la realidad de ambos aspectos es incuestionable. Por eso necesita, si
ha de subsistir, unas autoridades, una J., ya que ha de ordenarse como una
singular sociedad de hombres, como el Pueblo de Dios (v.). La visibilidad
social de la Iglesia, que implica multitud de personas ordenadas,
orgánicamente y de manera estable, a un mismo fin, parece exigir naturalmente
un gobierno jerarquizado (cfr. S. Tomás, Suma teol., Suplem., q40, a6).
A pesar de este cúmulo de razones convergentes, dado que la Iglesia no
es una sociedad natural como las demás, es decir, dado que su existencia y
naturaleza no dependen de la iniciativa de los hombres sino de la iniciativa
de Dios, la existencia de la J. eclesiástica se justifica fundamentalmente, y
en definitiva, por la voluntad positiva de Cristo. Ésta consta ampliamente por
los hechos siguientes:
a) Cristo elige a «los doce» Apóstoles (v.), para que le acompañen y,
como él, prediquen y expulsen con autoridad a los demonios (Mc 3,13-19); les
confiere autoridad en la Iglesia (Mt 16,18; 18,18) y, por voluntad de Cristo,
actúan en su nombre (Mt 10,40); les garantiza la asistencia indefectible de su
Espíritu y les trasmite su propia misión salvífica (lo 20,21), encargándoles
hacer discípulos en todo el mundo y bautizar (Mt 28,18-20). El Conc. Vaticano
II expone así el hecho: «El Señor Jesús, habiendo orado al Padre, llamó a sí a
los que él quiso y agrupó a doce para que estuvieran con él y para enviarlos a
predicar el Reino de Dios..., para que, participando en su potestad,
convirtieran a todos los pueblos en discípulos suyos, los santificaran y
gobernaran y, de esta forma, propagaran la Iglesia y la apacentaran,
sirviéndola bajo la guía del Señor» (Lumen gent., 19).
b) Elección de otros «discípulos» cualificados, distintos de «los doce»,
inferiores a ellos, pero con misión de índole superior a la de los simples
miembros de la Iglesia. Cristo los envía a predicar autorizadamente en su
nombre: «el que a vosotros oye a mí me oye» (Lc 10, 1-20).
c) La elección de Pedro como vicario de Cristo y jefe del colegio
apostólico (Mt 16,18-19; lo 21,15-17; v. PRIMADO DE S. PEDRO).
d) La interpretación de esta voluntad de Cristo por los Apóstoles en la
Iglesia primitiva. Los doce actúan como grupo rector, al que son incorporados
Matías (Act 1,15) y Pablo (Rom 1,1; 11,13; Act 26,16) y, en virtud de la
efusión especial del Espíritu en Pentecostés, desempeñan: el ministerio
cultual del N. T. (cfr. Act 8,14-17) para el que habían sido consagrados por
Cristo en la última Cena (Le 22,19; 1 Cor 11,24; Conc. de Trento, Denz. 1740;
v. SACRAMENTOS); el magisterio habitual, ordinario, y el extraordinario en los
casos conflictivos o en ocasiones más solemnes (Act 15,28-29; Gal 1,8-9; 1 Cor
7,12-16; V. MAGISTERIO ECLESIÁSTICO); y el gobierno pastoral de las nuevas
comunidades que van estableciendo (tema habitual de Act y de las cartas
pastora les) (V. PASTORAL, PRAXIS; CIRCUNSCRIPCIONES ECLESIÁSTICAS; OFICIO
ECLESIÁSTICO; etC.).
Los Apóstoles establecen nuevos ministros, los diáconos (v.), a quienes
hacen partícipes de algunas de sus responsabilidades (cfr. Act 6,1-7) e
incorporan a las tareas sacerdotales y misioneras a discípulos cualificados
como Bernabé, Silas, Tito, Timoteo, etc., a quienes a veces se denomina
también «apóstoles» (cfr. 1 Cor 9,5-6; Rom 16,7; Gal 1;19; 1 Thes 1,1 con 2,7;
etc.), sin duda por su participación en la misión apostólica. En todos estos
quehaceres actúan «en nombre del Señor» (Act 4,17; 8,12-16, pass.; 1 Cor
11,23), es decir, como «ministros» de Cristo (1 Cor 4,1) o embajadores, «como
si Dios exhortara por medio de nosotros» (2 Cor 5,20), y como «cooperadores de
Dios» (I Cor 3,9), en orden a edificar la Iglesia «sobre el fundamento de los
Apóstoles y Profetas, siendo piedra angular Cristo Jesús» (Eph 2,20).
Así, pues, existen autoridades eclesiales en el N. T., supeditadas a los
Apóstoles y establecidas por ellos, según las necesidades pastorales, a las
que, interpretando la voluntad de Cristo, hacen partícipes, en mayor o menor
medida, de la misión que habían recibido del Maestro. No de todas estas
autoridades sabemos con seguridad cuáles eran sus funciones específicas. Los
documentos, más atentos a la vida que a matizaciones jurídicoteológicas, a
veces no puntualizan demasiado cuando hablan de presbíteros, directores,
presidentes, pastores, guías, diáconos. Algunos de estos términos, tomados
inicialmente del uso corriente, parecen a veces tener valor sinónimo (cfr.
textos y análisis pormenorizado en M. Guerra, Epíscopos y presbíteros, Burgos
1962, 332-337); pero no cabe duda de que se trata de autoridades
jerarquizadas, que responden al plan de Cristo sobre su Iglesia. En efecto,
las figuras con las que Jesús matizó su proyecto de Iglesia, ejecutado
conscientemente por los Apóstoles a partir de Pentecostés -redil, grey, campo
de Dios, construcción, familia, templo, reino, cuerpo, pueblo (cfr. Lumen gent.,
6-7,9)- y la urgencia permanente de la unidad en el seno de la misma (cfr. lo
17,11.2122), ante el peligro de que las apetencias o las ideologías humanas
«dividan a Cristo» (1 Cor 1,13), explican obviamente que Cristo diera a su
Iglesia autoridades visibles y las estructurara jerárquicamente, para que
desempeñaran el servicio de la unidad.
La forma concreta de esa estructura es suficientemente clara: en su
vértice, Pedro, a quien, como a vicario personal suyo, constituyó en
fundamento visible y confirió el «poder de las llaves» en su grado supremo;
bajo esta cabeza visible, el colegio de «los doce»; y, supeditados a ellos,
los colaboradores inmediatos, a quienes, en distinto grado, «imponen las
manos» (cfr. 1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6), de suerte que éstos a su vez puedan
también imponerlas (cfr. 1 Tim 5,22). La finalidad inmediata de esta J. es el
servicio, la diaconía eclesial, a semejanza de Cristo que vino a servir (Mt
20,28), servicio que desempeña en la celebración del Sacrificio eucarístico,
en la oración, en la predicación de la palabra y en el gobierno de las
comunidades, de modo que «todo se haga con decoro y orden» (1 Cor 14,40).
A la luz de estos hechos podemos medir la arbitrariedad de quienes han
negado que Cristo instituyera en la Iglesia J. alguna. Esta negación obedece a
diversos apriorismos: así Marsilio de Padua (v.), en su Defensor pacis (a.
1326), para robustecer el poder imperial omnímodo, afirmó la constitución
«democrática» de la Iglesia, de modo que toda la autoridad, en el fuero
externo (V. FUERO II), radique en el pueblo, que la delega en el Emperador (cfr.
Denz.Sch. 941-946). Comparten esta actitud cuantos proyectan sobre el N. T.
determinados esquemas de orden sociológico o político, forzando a Cristo a
instituir una Iglesia meramente interna o con una estructura democrática que
permita a la autoridad civil absorberla o dirigirla. Así, p. ej., los
regalistas (V. REGALISMO), febronianos (V. FEBRONIO) y jansenistas (v.
JANSENio) del sínodo de Pistoya (v.; cfr. Denz.Sch. 2602-2612). Por su parte,
Lutero (v.), Calvino (v.) y, en general, las confesiones protestantes clásicas
admiten la institución del ministerio, pero no de una J. (v. PROTESTANTISMO):
todos los fieles estarían en el mismo plano; los ministros son elegidos por
ellos y en representación suya (cfr. Denz.Sch. 1767, 1776), cosa que
contradice tanto los datos bíblicos como los de la historia posterior. El
protestantismo liberal, los racionalistas y modernistas intentan explicar la
formación natural de la Iglesia como sociedad organizada, en virtud de leyes
históricas y a imitación de otras religiones, al margen de la intención
institucional de Cristo (cfr. Denz. 3540; V. LIBERAL, TEOLOGÍA; MODERNISMO
TEOLóGlco). En cuanto a los «ortodoxos» orientales, admiten sólo parcialmente
la estructuración jerárquica de la Iglesia, ya que no atribuyen ningún primado
de jurisdicción a Pedro; erróneamente afirman que «el texto de Mt 16,18 no
significa en modo alguno la ordenación de Pedro como primado de la Iglesia
universal con poder jurisdiccional sobre todo el Cuerpo» (P. Evdokimov,
Ortodoxia, Barcelona 1968, 141; v. ORTODOXA, IGLESIA).
Esta J. no queda ni confundida ni disminuida por la abundancia de
carismas (v.), que en la Iglesia primitiva se dan a veces en personas carentes
de autoridad jerárquica. El protestantismo liberal propendió a presentar una
imagen de aquella Iglesia esperando la inminencia de la parusía (v.) y movida
exclusivamente por el Espíritu, sin autoridad externa propiamente dicha.
Digamos, ante todo, que resulta artificial la llamada dialéctica entre
carismas y J., en un tiempo en que «la muchedumbre de los creyentes tenían un
solo corazón y una sola alma» (Act 4,32) y en el que también los Apóstoles y
otros ministros gozaban de abundancia de carismas (cfr. Act 2,4.8-11; 6,8;
8,4-8, etc.); en todo caso son las autoridades jerárquicas las que dan normas
autorizadas para discernir la autenticidad de los carismas (cfr. 1 Cor 14,
26-40): en la Iglesia todo está sometido a una jerarquía de gobierno, la cual
es también de orden carismático. Si, por una parte, se exhorta: «No apaguéis
el Espíritu» (1 Thes 5,19), por otra se manda: «Obedeced a vuestros pastores y
estadles sujetos» (Hebr 13,17). Fidelidad a las mociones del Espíritu y
obediencia a la J. se conjugan plenamente, puesto que el Espíritu es el alma
de la Iglesia y su función es vivificarla, no ser principio de división. De
hecho no consta que, ni en Palestina ni en las demás Iglesias de la primera
generación cristiana, los que ejercían funciones de gobierno fueran otros que
los Apóstoles, obispos-presbíteros y diáconos jerárquicamente establecidos. En
el Concilio de Jerusalén (v.), primera asamblea en la que se dan directrices
para toda la Iglesia, sólo se mencionan los Apóstoles y «presbíteros», sin que
tomen parte los «carismáticos» en cuanto tales (cfr. Act 15,2-4.6.22.28).
Todo lo cual no obsta para que los que hayan recibido cualquier carisma
sean altamente considerados, tanto en el N. T. como en la Didajé, ya que sus
dones extraordinarios, puestos al servicio de la Iglesia bajo las autoridades
jerárquicas, contribuyen a su edificación y difusión; por lo demás, si se
tratara de dones carismáticos ejercidos anárquicamente, no cabría duda de su
falta de autenticidad (cfr. 1 Cor 14,12; T. Zapelena, De Ecclesia Christi,
Pars apologética, 4 ed. Roma 1946, 190-197). El Vaticano II recoge esta
doctrina, que tiene en la Iglesia vigencia permanente: «Los carismas, tanto
los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son
muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con
agradecimiento y consuelo. Los dones extraordinarios no hay que pedirlos
temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos de los
trabajos apostólicos, sino que el juicio sobre su autenticidad y sobre su
aplicación pertenece a los que presiden la Iglesia, a quienes compete sobre
todo no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo bueno» (Lumen gent.,
12).
3. Vigencia histórica de la jerarquía en la Iglesia. «Esta Iglesia,
constituida y ordenada en este mundo como sociedad, permanece en la Iglesia
católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con
él» (Lumen gent., 8). La Iglesia, como organismo vivo, no nace ya adulta: está
sometida al fenómeno del crecimiento (cfr. Mt 13,31-32) no sólo en cuanto al
número de sus miembros sino también en cuanto al desdoblamiento de funciones
ministeriales que, como hemos visto, se da ya en vida de los Apóstoles. Cristo
instituyó la Iglesia no como un movimiento religioso circunstancial, sino con
la finalidad de que durara «hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20).
Por otra parte, el universalismo de la Iglesia y el proceso de crecimiento a
que se refieren algunas parábolas (cfr. Mt 13) descartan la posibilidad de que
Jesús pensara en un inminente fin de los tiempos (teoría del Reino
escatológico).
Pues bien, si la Iglesia ha de durar, también la J., elemento esencial
en la estructura de la misma. Se impone, pues, la sucesión apostólica (v.),
preparada e iniciada ya, como fenómeno normal, por Jesús y por los Apóstoles.
«Jesús, al retirarse, no entrega a Pedro ni sólo una esperanza futura ni sólo
once o doce colaboradores, sino toda una sociedad extendida, organizada y
estructurada. Pedro coge en mano las riendas de una comunidad en marcha, las
riendas que tenía Jesús» (M. Miguens, Iglesia y jerarquía..., 1370-1371). Este
mismo fenómeno se da luego entre los Apóstoles, cuya actuación pudiera
sintetizarse en la afirmación de S. Clemente Romano hacia el a. 95: «Los
Apóstoles nos predicaron el Evangelio de parte del Señor Jesucristo;
Jesucristo fue enviado de Dios. En resumen, Cristo de parte de Dios, y los
Apóstoles de parte de Cristo... Y así, según pregonaban por lugares y ciudades
la buena nueva y bautizaban a los que obedecían el designio de Dios, iban
estableciendo a los que eran primicias de ellos -después de probarlos por el
espíritu- por inspectores y ministros de los que habían de creer» (Carta a los
corintios, 42,1.4). Adviértase que estas autoridades, al igual que los
Apóstoles que las constituyen, no actúan por delegación del pueblo sino que
son anteriores a él, tienen que constituirlo, son también fundamento inmediato
del mismo.
La teología protestante suele hacer hincapié en la imposibilidad de la
sucesión apostólica, dado el papel irrepetible de los Apóstoles: «Los dos
elementos constitutivos del apostolado son: a) haber visto al Resucitado; b)
haber recibido de él el mandato de atestiguar su resurrección y, a la luz de
esa resurrección, la totalidad de su persona y de su obra» (J.-L. Leuba,
Apótre, en Vocabulaire biblique, 2 ed. Neuchátel-París 1956, 19). Ninguno de
esos dos elementos es trasmisible. Sin embargo, hay que tener en cuenta otro
elemento: la naturaleza y finalidad de la potestad o potestades que Cristo
confirió a sus Apóstoles: se trata de una potestad fundamental (cfr. Eph
2,20), que dice relación no sólo a la etapa fundacional de la Iglesia sino
también a la permanencia de la misma en el tiempo; de ahí que se les conceda
«para edificar» la Iglesia (2 Cor 13,10), la cual, como hemos visto, ha de
durar hasta el fin del mundo. Este elemento es de la esencia constitutiva del
ser Apóstol, y se trata de una potestad necesariamente trasmisible, que
trasciende el limitadísimo horizonte personal de los Apóstoles. Como resume
Journet, «los Apóstoles reciben simultáneamente los poderes intrasmisibles,
necesarios para fundar la Iglesia, y ciertos poderes trasmisibles, necesarios
para conservarla» (Théologie de PÉglise, 151). La sucesión apostólica se
refiere a estos últimos, que son los propios de la J.: potestad cultual,
magisterial y de gobierno eclesial. «Por lo cual los Apóstoles, en esta
sociedad jerárquicamente organizada, se preocuparon de establecer sucesores.
En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio, sino que,
a fin de que la misión a ellos confiada continuase después de su muerte,
confiaron a modo de testamento a sus cooperadores inmediatos el encargo de
completar y afianzar la obra por ellos comenzada, encomendándoles que
atendieran a toda la grey, en la que el Espíritu Santo los colocó para
apacentar a la Iglesia de Dios (cfr. Act 20,28)» (Lumen gent., 20). Así, pues,
los sucesores de los Apóstoles ejercen su potestad pastoral del mismo modo que
ellos: refrendados por el Espíritu Santo.
La vida de la Iglesia atestigua a este respecto una conciencia de
continuidad, sin dudas ni fisuras. La evolución se da exclusivamente en cuanto
al relieve social de los jerarcas. El esquema jerárquico de la Iglesia de los
primeros tiempos aparece plenamente desarrollado y consolidado, incluso en
cuanto a terminología, ya a principios del s. ii, en las cartas de S. Ignacio
de Antioquía (v.). Se trata de un esquema aplicado a cada iglesia particular,
entendida no como parte de la Católica sino como encarnación de ésta en cada
una de aquéllas: no es la iglesia de Corinto, de Esmirna, de Roma, etc., sino
la Iglesia en Corinto, en Esmirna, en Roma, etc.; las fórmulas epistolares,
desde S. Pablo, insisten en esta importante realidad (cfr. 1 Cor 1,2; 2 Cor
1,1; S. Clemente Romano, Carta a los Corintios, pról.; S. Ignacio de Antioquía,
A los efesios, pról.; Magnes., pról.; Tral., pról.; Filadelf., pról.; Esmir.,
pról.; S. Policarpo de Esmirna, Filip., pról.) que permite aplicar a las
iglesias particulares las notas esenciales de cualquiera de ellas y justifica
un vaivén entre la Católica y cada iglesia propiamente tal (cfr. N. López
Martínez, El sacerdote, ministro de la Iglesia particular, en Teología del
sacerdocio, 3, Burgos 1971, 101-111). Pues bien, S. Ignacio atestigua la
existencia, en cada Iglesia, de una J. integrada por el Obispo, los
presbíteros y los diáconos: «Sin éstos no hay Iglesia» (Tral. 3,1). Supuesto
el hecho, S. Ignacio desarrolla su alcance eclesial: el Obispo, único en cada
Iglesia, hace las veces de Cristo (Ef. 6,1-2; Magnes. 3,1-2; cfr. O. Perler,
L'Évéque représentant du Christ selon les documenta des premiers siécles, en
L'Épiscopat et I'Église universelle, París 1962, 35-43), es el centro de la
unidad y, en consecuencia, nada debe hacerse sin contar con él (cfr. Ef. 1,3;
5,2; Magnes. 4; 7,1; Esmir. 8,1-2; 9,1; etc.). Bajo la autoridad del Obispo y
constituyendo un solo presbiterio con él, los presbíteros -mencionados siempre
en plural- representan a los Apóstoles (cfr. Magnes. 6,1; Esmir. 8,1, etc.;
cfr. B. Botte, «Presbyterium» et «Ordo episcoporum», «Irenikon» 29, 1956, 6),
presiden con el Obispo (Magnes. 6,2), al que han de estar unidos como las
cuerdas con la lira (Ef. 4,1). Finalmente los diáconos han de someterse al
Obispo y a los presbíteros (cfr. Magnes. 2), pero los fieles han de
respetarlos como a Jesucristo (Tral. 3,1). Preocupado por el tema de la
unidad, amenazada desde dentro por el docetismo (v.) y desde fuera por las
persecuciones, S. Ignacio recuerda siempre la necesidad de que los fieles
cierren filas, con amor y sumisión, en torno a esta J.: «Seguid todos al
Obispo, como Jesucristo al Padre, y al colegio de presbíteros como a los
apóstoles; en cuanto a los diáconos, reverenciadlos como al mandamiento de
Dios» (Esmir. 8,1). No trata de justificar históricamente la estructura
jerárquica de la Iglesia: es un hecho fundamental que da por supuesto y del
que S. Ignacio procura sacar enseñanzas; lejos de intentar introducir
novedades, procura cerrarles el paso; no inventa la J., sino que la encuentra
instituida por Cristo y trata de afirmarla para afirmar la Iglesia.
Parece que este nítido esquema jerárquico no se desarrolló socialmente
al mismo ritmo en todas las iglesias; por otro lado en la documentación y
escritos conservados no se ocupan siempre del tema de la J. e., la dan por
supuesta; es lógico que en esos escritos y testimonios conservados de diversas
iglesias haya algunos en los que no destaque el obispo con absoluta claridad
documental y terminológica, o que se hable globalmente del presbiterio, que le
incluye. Desde el s. III el relieve social del obispo como máxima autoridad
jerárquica en la iglesia particular, aun independientemente de su condición de
cabeza del presbiterio, es manifiesto en todas partes. Por estas fechas se
comprueba también que, en torno a la J. mencionada por el N. T. y por S.
Ignacio como de origen divino, han ido surgiendo oficios nuevos, aunque
siempre se mantenga una clara distinción entre ellos y la J. propiamente
dicha, que goza de prerrogativas eclesiales absolutamente singulares. En
cuanto a la J. de origen divino-apostólico, el esquema es siempre idéntico.
Así, en la Iglesia de Alejandría, Orígenes (v.) alude con frecuencia a «una
tríada jerárquica compuesta por el Obispo, presbíteros y diáconos» (cfr. A.
Vilela, La condition..., 59-61). A continuación de esta tríada, aparecen
también las viudas, los doctores y los lectores, pero no son considerados como
jerarcas. En la Iglesia de Siria la Didascalia de los apóstoles (v.) menciona
igualmente una J. integrada por el Obispo, los presbíteros y los diáconos, que
están en un plano superior a los lectores, viudas y diaconisas (v.); destaca
de manera especial en esta Iglesia la figura del Obispo. En Cartago,
Tertuliano (v.) habla del orden eclesiástico y del clero refiriéndose a la J.,
que engloba también al Obispo, presbíteros y diáconos, a quienes llama duces,
auctores, praepositi, maiores y pastores «(cfr. Vilela, o. c., 228-232); por
su parte, S. Cipriano (v.) conoce esta misma J. y menciona además, como
miembros del clero, pero en calidad de ministros inferiores, a los
subdiáconos, acólitos, exorcistas y lectores, que se distinguen de los laicos
y de la J. propiamente dicha (ib. 261-268). En Roma, la Tradición apostólica
de S. Hipólito (hacia el a. 215; v.) nos trasmite los ritos litúrgicos de la
ordenación de los ministros que integran la J.: el Obispo, los presbíteros y
los diáconos, únicos ministros a quienes se imponen las manos para el servicio
litúrgico, bien perfilado para cada uno de esos grados; se mencionan también
los grados clericales inferiores, las viudas y las diaconisas en la Iglesia de
Roma, pero se mantiene siempre la tríada sagrada como distinta y superior.
A partir del s. III, huelga la comprobación histórica del hecho de la J.
en la Iglesia: aparece evidente. Queda también suficientemente diferenciada la
J. de origen divinoapostólico -Obispo, presbíteros y diáconos- de los grados
inferiores del clero, de origen eclesiástico, más numerosos en Occidente que
en Oriente y considerados casi siempre como vivero de candidatos a los grados
superiores de la J. sagrada (v. ORDEN, SACRAMENTO DEL). Dentro de la J. cabe
destacar el relieve, creciente socialmente, del Obispo (v.), a medida que se
desarrollan cuantitativamente las comunidades y se hacen más complejos los
problemas de gobierno. A ello contribuyen el alcance social de las funciones
litúrgicas que preside (la concelebración del Santo Sacrificio eucarístico,
las ordenaciones de ministros), la reserva de algunas que no siempre le
competen en exclusiva por razón del episcopado (administración del Bautismo,
la asistencia al Matrimonio, algunas bendiciones, etc.), la representación de
su iglesia en los Concilios, la disgregación material del presbiterio y la
creación de las diócesis (v.) a partir del s. Iv y, sobre todo, la conciencia
práctica de la sucesión apostólica, con todas las consecuencias que ello
implica en el ejercicio autorizado del magisterio y del gobierno (cfr. V.
Proaño, Conciencia de la función episcopal..., v. bibl.).
A nivel de la Iglesia universal, esta J., cuyos órganos más calificados
son los miembros del Colegio episcopal (v.), se presenta en la Iglesia primera
como el vehículo de la «comunión» que, partiendo de la unidad en la fe, tiene
sus manifestaciones externas más notables en la acción colegial de los
Concilios (v.). Con ocasión de éstos se aviva la conciencia de la jefatura
suprema que corresponde al Obispo de Roma sobre el colegio episcopal y sobre
toda la Iglesia, como sucesor de Pedro en el vicariato de Cristo (v. PRIMADO
DEL ROMANO PONTÍFICE). El Papado es el culmen de la J. de jurisdicción: «El
Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los
Apóstoles, y verdadero vicario de Jesucristo y cabeza de toda la Iglesia, y
padre y maestro de todos los cristianos; a él fue entregada por nuestro Señor
Jesucristo, en la persona del bienaventurado Pedro, plena potestad de
apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal, tal como aun en las actas
de los concilios ecuménicos y en los sagrados cánones se contiene» (Denz.
3059; cfr. 1307). Este dogma de fe (cfr. Denz.Sch. 3055 y 3058; Lumen gent.,
18), como tantos otros, se vivió en la Iglesia mucho antes de que las
circunstancias obligaran a formularlo. Si no se confunde con el fenómeno, más
tardío, de la centralización de la administración eclesiástica en la curia
romana (v.), no resultará difícil identificar las huellas, cada vez más
acusadas, de esta vivencia en cartas y embajadas de los Papas para resolver
problemas eclesiales fuera de Roma, a partir de la de S. Clemente Romano (v.)
a los corintios; en decisiones de carácter religioso, desde la adoptada por el
papa Víctor sobre la fecha de la Pascua (v.); en el pluriforme reconocimiento
de la superior principalidad de la sede romana por parte de los representantes
de otras iglesias, comenzando por el prólogo de la Carta a los Romanos de S.
Ignacio de Antioquía (v.); en toda una nutrida serie de hechos y actitudes
convergentes (cfr. G. Bardy, La théologie de 1'Église de saint Clément de Rome
á saint Irénée, París 1945), que, llegada la ocasión, desembocará en fórmulas
como la que en el a. 451 da la carta del Conc. de Calcedonia (v.) al papa S.
León, en la que los 520 padres conciliares afirman la presidencia del Papa a
la manera que la cabeza preside a los miembros: «Tu tamquam caput membris
praepositus eras» (Denz.Sch. 306), fórmula que evoca las que S. Pablo utiliza
para hablar de la capitalidad de Cristo. Esta relación de cabeza-miembros,
mucho más honda que la de jefe-súbditos, explica el alcance vital del supremo
grado de la J. en orden a fundamentar la unidad de la Iglesia.
He aquí la síntesis del Conc. Vaticano II: «El Romano Pontífice, como
sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad
así de los Obispos como de la multitud de los fieles. Por su parte, los
Obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de la
unidad de sus Iglesias particulares, forma- das a imagen de la Iglesia
universal, en las cuales ya base de las cuales se constituye la Iglesia
Católica, una y única. Por eso cada Obispo representa a su Iglesia y todos
juntos con el Papa representan a toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del
amor y de la unidad» (Lumen gent., 23). Así, pues, la J. se presenta
históricamente como el sistema nervioso de la Iglesia: es el complejo
instrumento de que se ha querido servir Cristo para darle cohesión y
trasmitirle su vitalidad.
4. Funciones de la Jerarquía. De lo dicho se desprende que la J, es el
órgano encargado de perpetuar autorizadamente el ejercicio de la misión
cultual-salvífica que Cristo comunicó a su Iglesia (cfr. Mt 28,18-20). De ahí
que las funci9nes propias de la J. sean las mismas que implica dicha misión:
culto perfecto al Padre y - o mediante - la salvación de los hombres. Cristo
es, por su- puesto, el único Mediador (1 Tim 2,5), el único Salvador (lo 4,42)
y el único Señor de la Iglesia, pero la J. es el instrumento de esa mediación,
de esa salvación y de ese señorío (v. IGLESIA II, 2). En esta línea
instrumental, garantizada por la asistencia del Espíritu Santo, la J, goza de
una peculiar potestad sagrada sin la cual no le sería posible el servicio a la
Iglesia que viene exigido por la misión (v. IGLESIA III, 3), Por su origen y
finalidad esta misión es única, pero al mismo tiempo es múltiple en cuanto a
los diversos grados de participación de que es susceptible la infinita riqueza
del misterio de Cristo y en cuanto a los varios aspectos participables: Cristo
sacerdote, profeta y rey. A ello se debe que los teólogos y el magisterio
eclesiástico hablen con frecuencia de una triple potestad de la J.: cultual,
de magisterio y de régimen, si bien la enumeración pueda hacerse de una u otra
forma, y teniendo en cuenta que cada uno de esos aspectos implica siempre de
algún modo los otros (v. IGLESIA III, 3-6), Así, según S. Tomás, nuestro
Salvador encargó a los Apóstoles de que: a) enseñaran la fe; b) santificaran a
los creyentes mediante los sacramentos; c) indujeran a éstos a la observancia
de los mandatos divinos (cfr. Opusc. 31). Según Pío XII, Cristo «concedió a
los Apóstoles ya sus sucesores la triple potestad de enseñar, regir y llevar a
la santidad a los hombres; potestad que, determinada con especiales preceptos,
derechos y deberes, fue establecida por f.1 como la ley fundamental de toda la
Iglesia» (enc, Mystici Corporis), El Vaticano II desarrolla este esquema en
varias ocasiones: al hablar del oficio episcopal (Lumen gent" 25-27; Christus
Dominus, 2; 12-16) y del de los presbíteros (Lumen gent., 28; Presbyt. ordinis,
4-6); el orden que adopta es: enseñar, santificar y regir. En realidad se
trata de tres aspectos de la única potestad sagrada; y cada uno de ellos
reclama a los otros dos.
Por eso tienen un interés más bien relativo las polémicas acerca del
número de funciones específica mente distintas que implica la misión ( cfr .J,
Salaverri, La triple potestad de la Iglesia, «Miscel. Comillas» 14, 1950,
9-84; T, Zapelena, De Ecclesia Christi, 151-171) o sobre la prioridad de una
función con respecto a las otras dos. Esta prioridad puede establecerse desde
el punto de vista de las fases de ejecución de la acción misionera -como hace
habitualmente el Vaticano 11- o desde la realidad ontológica de cada función;
en este último caso la función cultual es la primera: «La Liturgia es la
cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la
fuente de donde dimana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se
ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el Bautismo, todos se
reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y
coman la cena del Señor» (Sacros. Concilium, 10). Es importante destacar que
la triple función presupone ontológicamente constituida la Jerarquía. Como
Cristo, «a quien el Padre santificó y envió al mundo» (lo 10,36; cfr. Presbyt.
ordinis, 2), cada grado jerárquico existe en virtud de su participación de la
unción sacerdotal de Cristo, por el sacramento del Orden (consagración) o por
la legítima elección; lo cual determina y condiciona la correspondiente misión
y el alcance en cada caso de la triple función. Aunque de suyo podría ser
válido el proceso inverso, partiendo de la misión, en una línea existencial,
indagar qué es el papado, el episcopado, el presbiterado y el diaconado, sin
embargo, este método se presta a manipular la misión en función de factores
demasiado contingentes, de las necesidades de un momento, de suerte que se
oscurezca o tergiverse el ser mismo de los grados jerárquicos, falseando así
datos revelados fundamentales. Tal ha sucedido en la concepción protestante
del ministerio, que ha desembocado en la negación de la J. propiamente dicha.
A la luz de la participación objetiva del sacerdocio y de la misión de Cristo,
propia de cada grado jerárquico, podemos esquematizar así las funciones o los
servicios de la J .:
a) Función magisterial: Implica la predicación del Evangelio, dar
auténticamente testimonio de la verdad (cfr. lo 18,37), guardar el «depósito»
de la fe (v.) y trasmitirlo (2 Tim 4,2) bajo la acción fecundante del Espíritu
(cfr. lo 14,26; 16,13). Se trata de una enseñanza oficial y auténtica con la
que ha de concordar toda predicación y enseñanza en la Iglesia, para que
ofrezca garantías de ajustarse al pensamiento ya la voluntad de Cristo. «El
oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha
sido encomendado Únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita
en nombre de Jesucristo» (Dei verbum, 10). Este Magisterio (v .), referido a
doctrinas sobre la fe o las costumbres, puede implicar la infalibilidad (v .)
de la Iglesia: cuando el Papa habla ex cathedra (Denz.Sch. 3065- 3075) o
cuando el colegio episcopal, en comunión con el Papa, reunido en concilio
ecuménico (v.) o disperso por el mundo, propone con carácter definitivo alguna
ver- dad revelada (cfr. Lumen gent., 25); o puede ser un magisterio meramente
auténtico, que, no infalible en cada uno de sus actos pero sí en su conjunto,
se realiza en nombre de Cristo por el Papa en su magisterio ordinario -
principalmente mediante las encíclicas (v .; cfr. Denz. Sch. 3885) - y se le
debe «obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento» (Lumen gent.,
25), o por los Obispos (v .), «doctores auténticos dotados de la autoridad de
Cristo», que «deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina
y católica» (ib.; v. CARTA PASTORAL). Éstos actúan con frecuencia mediante los
presbíteros (v .), «consagrados. ..para predicar el Evangelio», como «próvidos
cooperadores del orden episcopal y ayuda e instrumento suyo», tarea en la que
ejercen, «en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza»
(ib. 28); y aun mediante los diáconos (v .), quienes, aunque estén «en el
grado inferior de la J .» , «en comunión con el obispo y su presbiterio,
sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de. ..la palabra» (ib. 29). Los
presbíteros y los diáconos no son doctores auténticos, pero el valor
magisterial de su enseñanza radica en que actúan en nombre de Cristo, en la
medida en que son cooperadores del orden episcopal, por exigencia del
sacramento del Orden (v. PREDICACIÓN; HOMILÉTICA; CATEQUE- SIS).
b) Función santificadora. Comprende el ejercicio de la potestad cultual
del Orden, es decir, la celebración de la Eucaristía (v .) y la administración
ordinaria de los demás sacramentos (v.), excepto el Matrimonio (v.), así como
de los sacramentales (v .). Es una función que corresponde a la J. por razón
del sacramento del Orden; de ahí que la plenitud de la misma se dé en el
Obispo, quien «debe ser considerado como el gran sacerdote de su grey, de
quien deriva y depende en cierto modo la vida en Cristo de sus fieles»
(Sacros. Concilium, 41 ). El obispo es el único ministro ordinario de la
Confirmación y del Orden (cfr. Denz.Sch. 1318; 1326; 1777) y regula con su
autoridad la administración legítima y fructuosa de los demás sacramentos
(Lumen gent., 26). Los presbíteros, como verdaderos sacerdotes, unidos
jerárquica mente a su obispo, consagran la Eucaristía y son ministros
ordinarios del Bautismo (v.), Penitencia (v.) y Unción de los enfermos (v .);
pueden ser también ministros extraordinarios de la Confirmación (v.) y del
Orden (v.). Los diáconos pueden realizar diversas funciones litúrgicas (que
eRumera la Lumen gent., 29). Todas las funciones de la J. tíenen su centro en
la celebración de la Eucaristía, en la que se contiene todo el bien espiritual
de la Iglesia (cfr. Presbit. ordinis, 5) (v. t. LITURGIA).
c) Función rectora. Se trata del ejercicio de la potestad sagrada de
gobierno, de la jurisdicción pastoral, que garantice la organización de la
Iglesia como Pueblo de Dios, evite la anarquía e imponga un orden en el que
sea posible la libertad de los hijos de Dios, se les facilite su santificación
y los medios, doctrina y sacramentos, para conseguirla (cfr. 1 Cor 14,40 con
Gal 5,1). Equivale a la potestad legislativa, judicial y penal, propia de la
suprema autoridad en toda sociedad perfecta (v .), pero su ejercicio está
radicalmente condicionado por la finalidad sobrenatural de la Iglesia.
Propiamente, y por derecho divino, esta función corresponde en la Iglesia al
Papa ya los obispos. El Papa tiene una potestad de jurisdicción plena y
suprema sobre toda la Iglesia, potestad que es ordinaria e inmediata sobre
fieles y pastores (Denz.Sch. 3064) y «que puede ejercer siempre libre- mente»
(Lumen gent., 22). El colegio episcopal (v .), «junto con su cabeza, el Romano
Pontífice, y nunca sin esta cabeza, es también sujeto de la suprema y plena
potestad sobre la Iglesia universal, si bien no puede ejercer dicha potestad
sin el consentimiento del Romano Pontífice» (ib.) .Cada Obispo, «puesto al
frente de una Iglesia particular, ejerce su poder pastoral sobre la porción
del Pueblo de Dios a él encomendada» (ib. 23). «Esta potestad que
personalmente ejercen - los obispos - en nombre de Cristo es propia, ordinaria
e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en definitiva por la suprema
autoridad de la Iglesia» (ib. 27); es una potestad que les ha sido conferida
sacra mentalmente por la consagración episcopal ( ib .21) , y que se pone en
ejercicio al serles conferida a su cuidado una determinada parte del Pueblo de
Dios por la suprema autoridad. Los presbíteros son también rectores del Pueblo
de Dios ( cfr .Pres- byt. ord., 6), pero «dependen de los obispos en el
ejercicio de su potestad» y «en cada una de las congregaciones locales de
fieles representan al obispo» (Lumen gent., 28). Por su parte, los diáconos
gozan de esta potestad en la medida en que, para la realización de las otras
funciones, les haga el obispo partícipes de ella. Queda también la posibilidad
de que el Papa, en virtud de su plenitud de potestad, confiera a los diversos
grados jerárquicos participación de la misma, en orden a desempeñar
determinadas misiones o realizar algunos actos, según lo exijan las
necesidades o conveniencias de la Iglesia; históricamente abundan los ejemplos
(v. t. II; PRIMADO; DERECHO CANÓNICO; PASTORAL, PRAXIS; CIRCUNS- CRIPCIONES
ECLESIÁSTICAS; etc.).
5. Conclusión. Toda la razón de ser de la J. es el servicio vital al
Pueblo de Dios, del que forma parte esencial como instrumento permanente de
Cristo, instituido y sostenido por Él. La J. es el misterio de la autoridad
eclesial, dentro de la radical igualdad e indigencia de los miembros de
Cristo, a quienes corresponden diversas funciones para entre todos llevar a
cabo la misión total de la Iglesia. Exige, pues, a jerarcas ya laicos el
sacrificio de la fe: a los jerarcas para ser, en el ejercicio de su potestad,
siervos de los siervos de Dios; a los laicos (v.), para reconocer en ese
servicio de la J. el ejercicio de la potestad de Cristo mismo, a quien se debe
obediencia (v.) activa y generosa, condición indispensable para la vitalidad
cristiana individual y para colaborar a la unidad y edificación del Cuerpo de
Cristo.
v.t.: IGLESIA; SUCESIÓN APOSTÓLICA; PRIMADO; PAPA; OBIS- PO; PRESBÍTERO;
DIÁCONO; COLEGIALIDAD EPISCOPAL; MAGIS- TERJO ECLESIÁSTICO; ORDEN, SACRAMENTO
DEL; APOSTOLADO.
N. LÓPEZ MARTÍNEZ.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991