INTUICIÓN
1. Noción. La palabra castellana i. deriva directamente de la latina intuitio, y
ésta, juntamente con la equivalente intuitus, son formas sustantivas derivadas
del verbo intueor, compuesto de in y tueor. El verbo tueor significa, de una
manera primaria, mirar con los ojos de la cara, y, de una manera traslaticia,
percibir con cualquier otra facultad cognoscitiva, incluso con el entendimiento,
al modo como lo hace la vista. De donde intueor (supuesto que el prefijo in
significa aquí tendencia o dirección hacia alguna cosa) significará
primariamente mirar hacia algo, e intuitio (o intuitus), el acto de mirar hacia
algo, pero, de modo traslaticio, significarán respectivamente percibir algo a la
manera como lo 'hace la vista, y el acto de esa percepción.
Algo semejante hay que decir de la palabra «visión» que, aunque
morfológicamente distinta, guarda un estrecho parentesco semántico con la de i.
La palabra castellana visión deriva de la latina visio, forma sustantiva
proveniente del verbo videre, y tiene un sentido primario de ver con los ojos
corporales, de donde se ha trasladado a significar cualquier aprehensión
cognoscitiva, ya sensible, ya intelectual, semejante a la de la vista. Esa
traslación de sentido la expone Santo Tomás así: «La palabra visión se aplicó en
un primer momento para significar el acto del sentido de la vista, pero, por la
dignidad y certeza de este sentido, se extendió luego, en el lenguaje usual, a
significar todo conocimiento sensible, como cuando se dice: vea Vd. cómo sabe, o
cómo huele, o cómo quema, y ulteriormente se extendió también a significar el
mismo conocimiento intelectual, según aquello del Evangelio: `Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios'» (Summa Theol. 1, q67 al,c).
Tenemos, pues, que tanto la i. como la visión significan primariamente el
acto del sentido de la vista (con la única diferencia que hay entre los actos de
mirar y de ver), pero que traslaticiamente se han extendido a significar todo
acto de conocimiento que se verifique de un modo parecido al del sentido de la
vista. Esto último es evidente, pues si no fuera así, no habría fundamento
alguno para trasladar los nombres de i. y visión a otros actos de aprehensión
(v.) cognoscitiva. Por eso, nos interesa determinar cuál es ese modo propio de
conocer del sentido de la vista por cuya participación se apropian esos nombres
otros actos de conocimiento.
El texto de Santo Tomás citado anteriormente hace alusión a la dignidad y
certeza que caracterizan el sentido de la vista. Por otra parte, comentando a
Aristóteles, señala también Santo Tomás otras excelencias de la vista: «La
primera es que conoce más perfectamente... La segunda es que nos manifiesta más
cosas... La tercera es que por la vista y por el tacto conocemos más
principalmente los cuerpos sensibles, y sobre todo por la vista» (In 1 Metaph.
lect. 1). En resumen, todas estas excelencias nos indican que el sentido de la
vista es el más perfecto de todos los sentidos exteriores en el orden del
conocimiento. Luego aquí, en esa perfección cognoscitiva, hay que poner el
fundamento para la traslación de los nombres de visión e i. a los actos de otras
facultades cognoscitivas distintas de la vista, y de este modo, la i. podrá ser
descrita, al menos provisionalmente, como la forma perfecta del conocimiento
dentro de cada grado o nivel cognoscitivo de que se trate.
2. La intuición en el conocimiento sensitivo. Dando por sentado que el
conocimiento sensitivo se cumple en un proceso (v. CONOCIMIENTO) que comienza en
los actos de los séntidos externos y culmina en las aprehensiones del más
elevado de los sentidos internos, que es la cogitativa, consideremos en primer
lugar la i. en la primera etapa de ese proceso, o sea, en la sensación externa,
y después la iremos considerando en las etapas sucesivas, es decir, en las
aprehensiones de todas y cada una de las facultades sensitivas internas: el
sensorio común, la imaginación, la memoria y la cogitativa (o estimativa) (v.
PERCEPCIóN; SENSACIÓN).
a) Los sentidos externos que no son la vista se dice que intuyen en la
medida que guardan en sus operaciones cierta analogía con la operación de la
vista. Pero ¿en qué puede consistir esa analogía? En el acto del sentido de la
vista podemos distinguir dos cosas: primero, aquello que es común a todos los
sentidos externos y que viene a ser como el género próximo de su definición, y
segundo, aquello que le es propio y que hace como de diferencia específica.
Pues bien, lo que la vista tiene de común con los demás sentidos
exteriores es el ser una potencia pasiva de conocimiento que está por naturaleza
ordenada a ser inmutada por un estímulo sensible exterior, y, por consiguiente,
exige la existencia actual y la presente e inmediata acción sobre ella del
estímulo exterior, que es su objeto propio y el término inmediato de su
conocimiento; en cambio, lo que la vista tiene de propio es ser el más
cognoscitivo de todos los sentidos exteriores y manifestarnos mayor número de
diferencias entre las cosas. Pero si un nombre, que se aplica primitivamente a
una cosa y no a otras (de las que le separan determinadas características), se
extiende luego a significar también esas otras cosas, ello no será sino en
cuanto éstas llegan a asemejarse de alguna manera a las características propias
de aquélla, siempre sobre la base de otros caracteres o notas comunes. De modo
que si la palabra i., que primariamente significa el acto del sentido de la
vista, se extiende luego a significar también todos o algunos actos de los otros
sentidos exteriores, ello será, de un modo primario, en razón a que los actos de
los otros sentidos participan de alguna manera de le que es propio de la vista,
y de un modo secundario, en razón a que convienen con ella en ciertas
características comunes. Así, la i. sensitiva externa significará, primero, la
mayor perfección cognoscitiva -claridad, penetración, discernimiento- del acto
de algún sentido externo por respecto a otros actos menos perfectos de ese mismo
sentido, y segundo, supondrá la existencia real y la inmediata aprehensión del
objeto de ese acto.b) El sensorio común (v. t. SENSACIÓN), así llamado por ser
la raíz común de todos los sentidos externos, también realiza a su modo la i.
Aunque se trata del primero de los sentidos internos, tiene un estrecho
parentesco con los externos, pues lo propio de éstos es percibir sus objetos en
cuanto están presentes y los inmutan actualmente, en lo cual coincide el
sensorio común que, diferenciándose en esto de los otros sentidos internos, no
forma ninguna imagen interior en donde queden representados sus objetos en
ausencia de ellos, es decir, cuando ya no están presentes. Sin embargo, en el
sensorio común se da una cierta elevación por respecto a los sentidos externos,
pues éstos no pueden volver sobre sí mismos, pero sí el sensorio común, en su
función de conciencia sensible. Además también corresponde a este sentido un
cierto juicio de discreción o discernimiento entre los datos de los distintos
sentidos exteriores (p. ej., comparar y distinguir los colores y los sabores
entre sí, y éstos respecto a los olores, etc.).
Pues bien, por lo que se refiere a la i. aplicada al sensorio común, cabe
decir que se realiza en él con mucha propiedad, no sólo porque conserva todos
los caracteres comunes a los sentidos externos, exigiendo la presencia actual e
inmediata de su objeto, que son los actos y los datos de aquellos sentidos, sino
también porque contiene de un modo eminente aquella perfección propia de la
vista por la que ésta sobrepuja a los demás sentidos externos. Si la vista es el
sentido exterior que discierne mejor sus objetos, si es el más noble y elevado,
si es el más amplio y penetrante, todos esos caracteres, y todavía de modo más
perfecto, los tiene el sensorio común. Luego la i. se realiza en él con gran
propiedad, tanto por lo que se refiere a los caracteres comunes a todos los
sentidos externos, que son más secundarios, como por lo que se refiere a los
caracteres propios de la vista, que son más primarios. La única aparente
dificultad puede estar en la nota de inmediatez, pero ésta se da perfectamente
en el sensorio común en su función de conciencia sensitiva, y aun en el juicio
de él acerca de los sensibles exteriores la mediación que existe no es de aquel
tipo que es incompatible con la i., como veremos más adelante.
c) La imaginación (v.), el segundo de los sentidos internos, tiene a su
cargo la conservación de las formas sensibles recibidas en los sentidos externos
y el sensorio común. Además puede conocer esas formas en ausencia de las mismas,
representándolas en una imagen intencional. Por último, tiene en el hombre el
oficio de componer, con los datos recibidos de los sentidos, objetos nuevos,
nunca percibidos, por lo que recibe el nombre de imaginación creadora. En cuanto
a la posibilidad de extender la i. a los actos de la imaginación, Santo Tomás
hace notar que la fantasía (que es otro nombre de la imaginación) tiene en
griego la misma raíz que luz y aparición, y por ello tiene mucho que ver con la
vista (cfr. In III de Anima, lect. 6). Y, en efecto, la i. es perfectamente
aplicable a los actos de la imaginación, pero precisamente en lo que es propio
del sentido de la vista, a saber, en la perfección cognoscitiva, en la
luminosidad o claridad, pues se trata de una facultad más elevada que todos los
sentidos externos, y no en razón de aquellos otros caracteres que son comunes al
conocimiento de los sentidos externos, a saber, la existencia real de su objeto,
y la inmediatez de su presencia física. La imaginación, en efecto, no intuye
cuando se representa un objeto ausente, si es que la i. ha de incluir la
presencia inmediata de dicho objeto; pero sí que intuye si esto quiere decir
solamente que ve a su modo el objeto representado.
d) La cogitativa (v.) es la facultad que. Corresponde en el hombre a la
estimativa natural de los animales (v.). Esta última tiene la misión de captar
ciertos aspectos no percibidos por los sentidos externos, como son la
conveniencia o nocividad de ciertas cosas respecto a la naturaleza específica
del animal. Pero en el hombre, en quien, además de los sentidos, existe la
razón, la facultad estimativa está ordenada, no sólo a subvenir a las
necesidades de la vida animal, sino también a facilitar las operaciones propias
de la vida racional. Ahora bien, éstas son principalmente dos: la especulativa,
por la que la razón aprehende las esencias universales abstraídas de las cosas
singulares, y la práctica, por la que la razón aplica las normas universales a
los casos singulares. Para una y otra es necesaria la cogitativa. Por lo que
hace a la función especulativa, «la cogitativa aprehende al individuo como
existente bajo una naturaleza común, y así conoce a este hombre en cuanto es
este hombre, y a este leño en cuanto es este leño, mientras que la estimativa no
aprehende al individuo en cuanto está bajo una naturaleza común, sino en cuanto
es término o principio de alguna acción o pasión, como la oveja conoce a este
cordero, no en cuanto es este cordero, sino en cuanto es amamantable por ella»
(S. Tomás, In II de Anima, lec. 13). Y por lo que hace a la función práctica de
la razón, la intervención de la cogitativa es también necesaria, porque «la
sentencia universal que toma la razón acerca de las acciones no es posible que
se aplique al acto particular sino por alguna potencia intermedia que aprehenda
lo singular, a fin de que se verifique un cierto silogismo, cuya mayor sea
universal -la sentencia del entendimiento-; su menor, singular -la aplicación de
la cogitativa-; y su conclusión, la elección de una acción singular» (S. Tomás,
De veritate, q10 a5c). Por lo demás, la distinta ordenación de la cogitativa y
la estimativa natural refluye también en el mecanismo de su ejercicio, y así
mientras la estimativa funciona de un modo instantáneo, como por instinto
natural, la cogitativa procede de un modo analógicamente discursivo, por
colación o comparación, y por eso se le llama también «razón particular».
De todo lo cual podemos concluir el modo como se aplica la i. a los actos
de la cogitativa. Si se atiende a lo que es propio del sentido de la vista -su
mayor perfección cognoscitiva-, la i. se realiza verdaderamente en la
cogitativa, y aún mejor que en cualquier otro sentido interior, pues es el más
perfecto de todos, por su cercanía con la razón; pero si se atiende a las
condiciones inherentes al conocimiento sensitivo externo, es decir, a la
existencia real de su objeto y su inmediata aprehensión, entonces la i. no se
realiza en la cogitativa, pues el objeto de ésta no sólo no le está presente en
su realidad física, sino que además no lo aprehende inmediatamente, sino
mediante cierta comparación o cuasi discurso. Lo contrario cabría decir,
respecto a este último punto, de la estimativa natural o de la misma cogitativa
en cuanto también cumple una función meramente instintiva.
e) La memoria (v.) (o en el hombre, la reminiscencia) es el sentido
interior ordenado a conservar las aprehensiones de la estimativa o de la
cogitativa. Además, es verdaderamente cognoscitiva de las cosas pasadas,
precisamente en cuanto pasadas. La diferencia entre la simple memoria y la
reminiscencia estriba en que la primera realiza su cometido de una manera
súbita, como ocurre en la simple evocación; pero la segunda inquiere en el
pasado y, estableciendo enlaces con las cosas recordadas, llega al conocimiento
de otras cosas que no se recordaban. «E1 hombre -escribe S. Tomás- no sólo tiene
memoria como los restantes animales, en una súbita recordación de las cosas
pretéritas, sino también reminiscencia, en una inquisición cuasi silogística del
recuerdo de las cosas pasadas» ISumma Theol. 1, q78 a4,c). Por lo que hace a la
aplicación de la i. a la memoria o a la reminiscencia, puede decirse casi lo
mismo que de la cogitativa, a saber, que si se considera lo que es propio del
sentido de la vista, bien justificada está la aplicación de la i. a ellas, pues
la memoria y la reminiscencia ven a su modo el pasado como pasado; pero si se
atiende a lo que es característica común de los sentidos externos, no hay
fundamento para esa aplicación, pues la reminiscencia prescinde, tanto de la
existencia actual de su objeto, como de la inmediatez de su aprehensión.
Respecto a este último punto, la simple memoria aventaja a la reminiscencia.
3. La intuición en el conocimiento intelectual. La aplicación de la i. a
las diversas facultades del conocimiento sensitivo a partir de la significación
primaria que es la de ver con los ojos del cuerpo, se hace, como hemos visto,
según una cierta analogía que hemos tratado de señalar en cada caso. Pero hay
que advertir que la analogía en cuestión tiene siempre una distancia bien
limitada, pues los distintos analogados quedan todos dentro del orden sensible.
En cambio, cuando partiendo del orden sensible queremos pasar al intelectual, la
distancia que hay que salvar es inconmensurablemente mayor; la analogía ahora
tendrá una distancia casi ilimitada, y por supuesto, jugará en ella un enorme
papel la metáfora.
Ciertamente, para encontrar alguna analogía propia hay que dejarse de
datos sensibles y atender a caracteres muy generales, como, p. ej., la
perfección cognoscitiva, que hemos encontrado en la vista dentro naturalmente de
su ámbito propio, que es el conocimiento sensitivo externo. Podría así
establecerse una analogía de proporcionalidad propia que dijera: el acto del
sentido de la vista se compara a los actos de los otros sentidos externos como
lo más perfecto a lo menos perfecto; luego de modo semejante el acto o actos del
entendimiento humano que podamos llamar intuitivos se compararán a los restantes
actos de nuestro conocimiento intelectual como lo más perfecto a lo menos
perfecto. Por eso, lo que nos interesa ahora averiguar es cuál es el
conocimiento intelectual más perfecto en el orden humano, o cuáles son los
caracteres del conocimiento intelectual perfecto que se pueden salvar en el
humano.
La perfección de un conocimiento debe referirse: 1) al sujeto cognoscente;
2) al acto del conocimiento; 3) al acuerdo entre lo conocido de una cosa y lo
que la cosa es en sí misma, y 4) a la nobleza o dignidad de la, cosa conocida.
Pues bien, trasladando todo esto al conocimiento intelectual humano, tendremos:
1) El sujeto cognoscente es siempre el mismo, específicamente hablando, en el
nivel en que nos hemos colocado: siempre conoce el hombre y conoce por su
entendimiento (v.); por este lado, pues, no podemos tomar la perfección del
conocimiento que vamos buscando aquí. 2) El acto del conocimiento intelectual
humano sí que admite grados de perfección, pues puede ser más firme (certeza,
v.) o menos firme (opinión, duda, v.), y también puede realizarse súbitamente,
de una vez (inteligencia, v.), o por pasos, laboriosamente (razón, v.). 3) El
acuerdo entre lo que nuestro entendimiento conoce de la cosa y lo que la cosa es
en realidad constituye la verdad (v.) formalmente dicha, y admite también
grados, pues la adecuación (ad-aequatio) puede ir desde la identidad absoluta
hasta cualquier tipo de semejanza, aunque sea remota. Desde este punto de vista,
y dentro de los conocimientos verdaderos, la mayor perfección estará del lado
del conocimiento positivo, propio, bien ajustado, sin intermediarios, frente al
cono cimiento negativo, impropio, por generalidades y a través de símbolos y
otros rodeos. 4) Por último, en cuanto a la nobleza y dignidad de la cosa
conocida, hay que hacer ciertas salvedades, porque dada la debilidad natural de
nuestro entendimiento, las cosas que por su perfección intrínseca son más
inteligibles de suyo, son en cambio menos inteligibles respecto de nosotros, y
así el conocimiento que podemos tener de ellas es muy imperfecto. El
conocimiento que alcanzamos de aquellas realidades que caen fuera del objeto
propio del entendimiento humano es sumamente imperfecto (aunque sea muy deseable
y en cierto sentido nos satisfaga más); pero si no salimos de dicho objeto
propio y se cumplen todas las demás condiciones para que un conocimiento sea
perfecto, cuanto más elevada y noble sea la realidad conocida tanto más perfecto
será el conocimiento.
En resumen, las notas del conocimiento intelectual humano perfecto se
pueden reducir a éstas: certeza, inmediatez, exacto ajustamiento y nobleza
relativa de lo conocido. Algunos textos de Santo Tomás confirmarán esta
doctrina: «A la perfección del conocimiento pertenece la certeza del mismo, pero
a su imperfección el discurso del entendimiento por los principios a las
conclusiones» (De Veritate, q2 al ad4). «Entender una cosa en general y no en
especial es conocerla imperfectamente» (Sumina Theol. 1, q14 a6,c). «La
perfección del conocimiento consiste en que se conozca a la cosa del mismo modo
como es, pero no en que el modo de la cosa conocida esté en el cognoscente» (De
Veritate, q2 a5 ad6). «Como quiera que el entendimiento es llevado hacia la cosa
entendida por medio de la especie inteligible, de dos cosas dependerá la
perfección de la operación intelectual. La primera, de que la especie
inteligible se conforme perfectamente a la cosa entendida; la segunda, de que se
una perfectamente al entendimiento» (I Contra Gent. cap. 47).
Después de esto, veamos cómo se puede encontrar la i. en los distintos
actos de nuestro entendimiento. En primer lugar, hemos de descartar los actos
del entendimiento práctico. Para que un conocimiento práctico sea perfecto en su
línea, es decir, para que sea realmente práctico, no puede quedarse en las
normas más generales, que son las que resultan evidentes de suyo y se conocen
inmediatamente (p. ej., el primer principio del orden práctico: hay que hacer el
bien y evitar el mal) ; sino que debe tratarse de una norma de actuación muy
concreta y detallada. Pero en este caso, como será preciso atender a muchas
circunstancias, tanto objetivas como subjetivas, tanto pasadas, como presentes,
como previsibles en el futuro, las más de las cuales son esencialmente
variables, nos encontramos con que esa norma de actuación concretísima será en
general muy laboriosa (no será inmediata), y además no será infalible, sino sólo
probable en mayor o menor grado (no será cierta). Pero un conocimiento que no es
inmediato y cierto no merece, desde luego, llamarse intuitivo. La i. no puede
aplicarse al conocimiento intelectual práctico si es verdaderamente práctico.
a) Centrándonos, pues, en el conocimiento especulativo, examinemos en
primer lugar las dos líneas en que nuestro entendimiento puede moverse aquí: el
conocimiento esencial y el existencial. Por lo que hace al conocimiento esencial
sabemos que se desenvuelve en tres momentos: la simple aprehensión (v.), el
juicio (v.) y el raciocinio (v.). Descartemos de entrada el raciocinio: el
conocimiento discursivo es mediato, laborioso, lento (aunque pueda ser cierto).
De los juicios, sólo los inmediatos (evidentes de suyo) y absolutamente ciertos
podremos retener. Así son los juicios que versan sobre las primeras nociones y
que constituyen los primeros principios (el de contradicción, el de identidad,
el de razón suficiente, etc.; v. PRINCIPIO; INTELIGENCIA, 3) y también los
juicios tautológicos y claramente analíticos. Estos juicios bien se pueden
llamar intuitivos por su certeza e inmediatez, y constituyen otras tantas
intuiciones intelectuales, aunque no en sentido pleno, pues no cumplen otras
condiciones que pueden exigirse al conocimiento perfecto, p. ej., se matienen en
un plano de generalidad, sin descender a lo que es propio de cada cosa. Por lo
que hace a los actos de simple aprehensión hay que decir algo parecido. Las
aprehensiones complejas y muy detalladas que se ajustan mejor a las cosas
conocidas no son inmediatas, sino muy laboriosamente elaboradas, y además son
menos seguras, menos ciertas. Las aprehensiones de las nociones primeras (las de
cosa, algo, una, etc.) son súbitas, inmediatas, se obtienen sin discurso alguno,
y son asimismo las más ciertas, pues todas las demás se apoyan en ellas. Sólo,
pues, a estas últimas podrá aplicarse el nombre de i. intelectual, aunque con
las mismas limitaciones que señalábamos en los juicios inmediatos. Y esto sin
tener en cuenta que la simple aprehensión es siempre imperfecta en comparación
con el juicio.
Antes de pasar adelante conviene advertir aquí que la inmediatez que es
necesaria y suficiente para la i. intelectual, hay que tomarla principalmente
por contraposición al discurso, es decir, al conocimiento por inferencia (V.
INDUCCIÓN; DEDUCCIÓN). Este conocimiento discursivo es mediato en el sentido más
fuerte, pues exige el previo conocimiento de una cosa para llegar, a partir de
él, al conocimiento de otra cosa (v. t. RACIOCINIO). Sin embargo, cuando se
conoce una cosa en otra o a través de otra, pero de modo que la mirada de la
mente no se detenga en.la primera, sino que vaya derechamente a la segunda, no
se puede decir que se trata ya de un conocimiento mediato en sentido propio. Tal
ocurre, p. ej., cuando a través de la especie inteligible llega el entendimiento
al conocimiento directo (y también inmediato, ¿por qué no?) de la cosa
representada en aquella especie (v. ENTENDIMIENTo, 4). Por lo demás, éste es el
único sentido en que puede hablarse de conocimiento inmediato en el plano
esencial y a nivel humano. Conocer la esencia de una cosa no es posible al
hombre sin usar algún medio, sea la especie inteligible sólo, sea también el
discurso. Por eso, si no empleamos el discurso, sino sólo la especie
inteligible, ese conocimiento será todo lo inmediato que nos es posible, y así
se podrá llamar intuitivo. S. Tomás, en efecto, dice que nosotros conocemos los
primeros principios simplici intuitu (por simple intuición) porque los conocemos
sine discursu (sin discurso); y es que «discurrir es propiamente llegar al
conocimiento de una cosa a partir del conocimiento de otra; porque no es lo
mismo conocer una cosa en otra que conocerla a partir de otra. Cuando se conoce
una cosa en otra, el que conoce es llevado hacia las dos con un solo movimiento,
como ocurre cuando se conoce algo a través de la especie inteligible, y este
conocimiento no es discursivo -sino intuitivo-. En cambio, se dice que una cosa
es conocida a partir de otra cuando no hay un solo movimiento hacia las dos,
sino que primero el entendimiento se mueve hacia una y, a partir de ella, se
mueve hacia la otra, y aquí sí que hay cierto discurso» (De Veritate, q8 a15,c).
b) Y ahora pasemos al conocimiento existencial. Una de las notas comunes a
las aprehensiones de todos los sentidos externos es, como ya vimos, el suponer
la existencia real de sus objetos y su inmediata presencia activa. Pues bien,
¿se encuentra algo de esto en el conocimiento 'intelectual? Y si se encuentra
¿se podrá buscar por aquí un nuevo sentido a la i. intelectual? En la
escolástica (v.) del s. xiv se generalizó la distinción entre noticia intuitiva
y noticia abstractiva en el sentido de que la primera es la que se obtenía sin
especie cognoscitiva, y la segunda la que se obtenía con ella o por ella. En
este sentido no podría admitirse tal distinción, pues todo conocimiento humano,
y más el intelectual, requiere alguna especie. Otros autores llaman simplemente
noticia intuitiva a la que versa sobre lo realmente existente y noticia
abstractiva a la que prescinde de la existencia real de su objeto. Siguiendo
esta terminología el conocimiento existencial del que ahora vamos a ocuparnos
sería el único que merecería el nombre de intuitivo.
Que nuestro entendimiento sea capaz de conocer la existencia de las cosas
exteriores o de nosotros mismos no puede ponerse seriamente en duda. Al
conocimiento de la existencia de algunas cosas llegamos discursivamente, por
demostración; así, p. ej., cuando demostramos la existencia de Dios. Pero este
conocimiento, precisamente por ser discursivo, no debe llamarse i. Ahora bien,
también podemos conocer intelectualmente que existe algo de modo inmediato, sin
discurso alguno; pero ¿cómo se verifica tal conocimiento?
Lo primero que hay que decir a este respecto es que un conocimiento tal va
siempre acompañado de un conocimiento esencial correspondiente. En nuestro
conocimiento intelectual la captación de la existencia es siempre concomitante o
consectaria de la captación de la esencia. Cuando se trata de conocer la
existencia de alguna cosa exterior tenemos que saber al mismo tiempo a qué cosa
nos referimos, con un conocimiento esencial todo lo oscuro que se quiera, pero
que sea suficiente para distinguir esa cosa de las demás. Y lo mismo cuando se
trata de conocer nuestra propia existencia: nos tenemos que captar, al menos,
como sujetos de algunos de nuestros actos: los de pensar, querer, vivir, etc.
Otra característica de este conocimiento existencial es la de ser inobjetivo e
inobjetivable. Lo que se objetiva es el contenido de ese conocimiento esencial
al que acompaña; pero la existencia misma es más bien vivida o detectada sin
llegar a hacerse objeto de conocimiento propiamente dicho. Para conocer la
existencia de las cosas exteriores nuestro entendimiento tiene que prolongarse,
por así decirlo, hasta la experiencia sensible, introducirse en ella y vivir de
alguna manera aquella inmutación o afección que las cosas sensibles causan en
nuestros sentidos externos. Por otro lado, cuando se trate de cosas artificiales
hechas por nosotros y en el momento en que las hacemos, para conocerlas
intelectualmente como existentes tiene nuestro entendimiento que mezclarse y
prolongarse de algún modo en nuestras potencias motoras, vivir la acción que
éstas realizan. Por último, para conocer la existencia de nuestra propia
subjetividad y la de los actos que ella ejecuta, se requiere una cierta vivencia
o experiencia de índole intelectual, una especie de sinergia con la actividad
que realizamos y con el origen radical de esa actividad.
Este modo de conocer que acabamos de describir a grandes rasgos es el que,
a nuestro parecer, debe asignarse con el nombre de experiencia intelectual, y es
tratado más ampliamente en otro sitio (v. EXPERIENCIA). Algunos proponen reducir
el nombre de i. intelectual a sólo ese tipo de conocimiento. El motivo que
aducen es que se trata del único conocimiento de orden intelectual que llega a
la existencia misma de las cosas, y lo hace sin intermediarios, sin medios
objetivos, pues es una especial vivencia o simpatía: contacto inmediato entre el
cognoscente y lo conocido. No deja de tener algún fundamento esa opinión, pero
¿por qué no llamar también intuitivos a los conocimientos esenciales inmediatos?
La metáfora de la visión es igualmente apta para ser trasladada a uno y otro
campo, y al fin y al cabo se trata siempre de una aplicación metafórica de lo
que significa la vista de ojos.
c) Hablando de la aplicación del término visión a la ciencia divina,
escribe Santo Tomás: «Propiamente hablando, la vista es cierto sentido corporal;
de donde, si el nombre de visión se traslada al conocimiento inmaterial, esto no
se hará sino metafóricamente. Pero en tales locuciones la propiedad de los
significados depende de las distintas semejanzas que en cada caso se consideren,
y por ello nada se opone a que unas veces se llame visión a toda la ciencia
divina, mientras que otras se reserve ese nombre para el conocimiento de las
cosas presentes, pretéritas o futuras» (De Veritate, q2 a9 ad3). En el mismo
sentido podemos decir que nada se opone a que unas veces se llame i. a todo
conocimiento intelectual inmediato, sea de esencias abstractas, sea de
existentes concretos, y otras veces se reserve ese nombre para el conocimiento
intelectual inmediato de las cosas realmente existentes o de nuestra propia
existencia.
4. Otras concepciones de la intuición. La doctrina de la i. expuesta hasta
aquí está fundamentalmente sacada de Santo Tomás (v.), el cual, por otra parte,
incorpora a su pensamiento lo mejor que habían enseñado sobre el asunto los
grandes pensadores de la antigüedad, especialmente Platón (v.), Aristóteles (v.)
y San Agustín (v.), sistematizándolo de forma bastante acabada. A continuación
expondremos, a grandes rasgos, otras concepciones de la i., ideadas después de
la síntesis tomista, concretamente las de Ockham, Descartes, Kant, Bergson y Max
Scheler, que pueden ayudar a perfilar algún aspecto.
Ockham (v.) distingue un conocimiento intuitivo sensible y otro intuitivo
intelectual, aparte del conocimiento abstractivo, que es siempre intelectual.
Todo conocimiento intuitivo versa sobre lo singular, contingente y existente.
«Toda noticia incompleja -escribe- del término o de los términos, o de la cosa o
de las cosas, en virtud de la cual puede ser conocida evidentemente alguna
verdad contingente, principalmente de presente, es noticia intuitiva» (Super 4
libros Sententiarum, prol. ql, lit. Z). La i. sensible versa, como es natural,
sobre las cosas sensibles; en cambio, la intelectual puede recaer, tanto sobre
las cosas sensibles, como sobre las inteligibles. «Nuestro entendimiento
-escribe también- no sólo conoce los objetos sensibles, sino también, en
particular e intuitivamente, algunos inteligibles, que no caen en manera alguna
bajo el sentido, como las intelecciones, los actos de la voluntad, la
delectación, la tristeza y otros por el estilo, que el hombre puede experimentar
y que están en él» (ib. lit. H.). Pero en todo caso la i. versa sobre lo
particular, lo contingente y lo realmente existente. De modo que para Ockham no
tiene sentido hablar de i. abstractiva, o de i. de alguna esencia o juicio
universales.
Descartes (v.), en cambio„si bien por una parte limita la i. al orden
intelectual, por otra la amplía hasta el conocimiento de las esencias o de las
naturalezas simples y necesarias. Pero también puede versar sobre hechos
contingentes de índole espiritual. «Entiendo por intuición -escribe- no el
fluctuante testimonio de los sentidos, ni el juicio falaz de la imaginación
incoherente, sino una concepción del puro y atento espíritu, tan fácil y
distinta, que no quede en absoluto duda alguna respecto de aquello que
entendemos, o lo que es lo mismo, una concepción no dudosa de la mente pura y
atenta que nace de la sola luz de la razón, y que es más simple y, por lo mismo,
más segura que la misma deducción. Así cada uno puede ver por intuición que él
existe, que piensa (éstos son hechos contingentes), que un triángulo tiene tres
ángulos, que un globo no tiene más que una superficie (éstas son esencias o
relaciones necesarias), y otras verdades semejantes» (Reglas para la dirección
del ingenio, 111).
Kant (v.), más en la línea de Ockham, acentúa el carácter singular del
objeto de la i. y la reduce, por lo demás, al orden sensible. «La intuición se
refiere inmediatamente al objeto y es singular; el concepto se refiere
mediatamente al objeto, por medio de una característica que puede ser común a
varias cosas» (Crítica de la Razón Pura, Dialéctica trascendental, Libro I,
Sección 1). Que toda i. humana está colocada en el orden sensible lo dice
explícitamente en muchos lugares; baste citar el siguiente texto: «La referencia
inmediata, que todo pensar busca como medio, se llama intuición. Pero ésta no se
verifica sino en cuanto el objeto nos es dado. Mas esto a su vez no es posible
para nosotros, hombres, por lo menos, sino mediante que el objeto afecte al
espíritu de alguna manera. La capacidad (receptiva) de recibir representacione's
por el modo como somos afectados por objetos, llámase sensibilidad. Así, pues,
por medio de la sensibilidad nos son dados objetos y ella sola nos proporciona
intuiciones; por medio del entendimiento empero son ellos pensados y en él se
originan conceptos. Pero todo pensar tiene que referirse, ya directamente, ya
indirectamente mediante ciertas características, en último término a
intuiciones; por tanto, en nosotros a la sensibilidad, porque ningún objeto
puede sernos dado de otra manera» (Crítica de la Razón Pura, Estética
trascendental, § 1). Por lo demás, esta i. sensible, única que Kant admite, se
divide, según él, en empírica y pura; pero no como un género en dos especies,
sino como un todo en dos partes integrantes y complementarias. Por eso escribe:
«Si bien una intuición pura es posible a priori antes del objeto, esta misma no
puede recibir su objeto, es decir, la validez objetiva, si no es por medio de la
intuición empírica, cuya mera forma es» (Crítica de la Razón Pura, Analítica
trascendental, Libro II, Cap. 111).
Bergson (v.), con motivos tomados de Kant, contrapone resueltamente la i.
al concepto. La primera es el instrumento adecuado del conocimiento propiamente
dicho, del conocimiento especulativo, característico del homo sapiens: el
segundo, en cambio, es el medio apropiado para el conocimiento ordenado a la
acción, para el conocimiento práctico y técnico, propio del homo faber. En
consecuencia, la i. es conocimiento absoluto, que penetra en la cosa misma,
mientras que el concepto es conocimiento relativo, que sólo rodea a la cosa y la
simboliza. «La intuición -escribe- es esta especie de simpatía intelectual por
la cual uno se transporta al interior del objeto para coincidir con él en lo que
tiene de único y, por consiguiente, de inexpresable» (Introducción a la
Metafísica, Buenos Aires 1956, 16).
Max Scheler (v.) es un representante típico de la llamada «i. emocional».
Según él, además de la esfera del ser hasta ahora estudiada por los filósofos,
debe reconocerse otra esfera nueva e inexplorada, la esfera de los valores. Y
para captar los valores propone un nuevo tipo de i., irreductible a los otros ya
conocidos, que denomina «percepción sentimental» o «sentir intencional». Esta i.
es alógica y aconceptual, pero no es sensible, sino verdaderamente espiritual.
Lo que la caracteriza frente a otros actos intuitivos del espíritu es
simplemente que no se dirige a cosas o a seres, sino a valores. «El sentir
intencional -escribe- tiene exactamente la misma relación con su correlato de
valor que la que hay entre la representación y el objeto, es decir, una relación
intencional. La percepción sentimental no está aquí unida exteriormente a un
objeto de manera mediata o por intermedio de una representación..., sino que el
sentimiento se dirige, primariamente, a una clase propia de objetos, a saber,
los valores» (Ética, Buenos Aires 1948, 11,29). Se trata de una i., porque es
captación inmediata de su objeto, pero no tiene que ver ni con la i. sensible ni
con la intelectual de esencias, ni con la intelectual de existencias. Lo que con
ella se intuye son los valores.
V. t.: BELLEZA, B; DIOS IV, 2; etc.
BIBL.: S. DAY, O.F.M., Intuitive cognition. A key to the signi/icance o/ the later Scholastics, Nueva York 1947; L. FRAGA DE ALMEIDA SAMPAIo, Vintuition dans la philosophie de J. Maritain, París 1963; J. GARCÍA LóPEz, La intuición humana, en El valor de la verdad y otros estudios, Madrid 1965; J. JOLIVET, Vintuition intellectuelle et le probléme de la Metaphysique, «Archives de Philosophie», II, París 1934, 2; J. PALIARD, Intuition et ré/1exion; París 1925; A. RODRÍGUEZ BACHILLER, Teoría de la intuición, Madrid 1956.
J. GARCÍA LÓPEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991