Infierno


1. Introducción. 2. La preparación de la revelación del infierno en el Antiguo Testamento. 3. La revelación neotestamentaria del infierno. 4. La fe de la Iglesia en el infierno eterno. 5. Explicación teológica de la eternidad del infierno. 6. La pena de daño y la pena de sentido. 7. Cuestiones teológicas menores sobre el infierno. A. Algunas opiniones negadoras del infierno.

1. Introducción. Como ya se ha dicho en la introducción general a esta voz la palabra i., en la predicación cristiana, vino a tener un significado más restringido que el que tiene en texto anterior, para indicar -como contrapuesto al cielo (v.) o situación de los que mueren en gracia de Dios- el estado al que van, condenados para siempre, los que mueren con pecado mortal personal. Van en su sola alma, naturalmente inmortal, inmediatamente después de la muerte o disolución del compuesto humano, para luego estar allí también en cuerpo cuando lo recuperen en su resurrección final.

Es, especialmente por lo que se refiere a la eternidad de las penas, uno de los puntos que han exigido mayores explicaciones, ya que, como decía Lessio (v.), «cuatro son los misterios de nuestra fe más difíciles para ser creídos por la mente humana: el de la Trinidad, el de la Encarnación, el de la Eucaristía y el de la eternidad de las penas del infierno».

Adelantándonos a las explicaciones posteriores y en orden a facilitar la necesaria y difícil serenidad de mente en el estudio de la teología del i., se ha de advertir la necesidad de no perder de vista la elevación del hombre al orden sobrenatural (v.), es decir, su ordenación a la amistad personal con Dios, que, en consecuencia compromete más al hombre en cuanto al uso de su libertad (v.) y confiere también al pecado (v.) un peso mayor que el de simple desobediencia a una ley superior dictada por Dios. En efecto, la dificultad intelectual para comprender el i. eterno, se aumenta en una visión puramente natural del hombre.

Vamos primero a poner de relieve que la afirmación de la realidad del i. pertenece a la fe católica, y luego procederemos a explicarla teológicamente. Por eso, aunque ya se ha hecho un estudio de las enseñanzas de la S. E. (v. II), volveremos aquí sobre ello dando una panorámica de carácter sintético.

2. La preparación de la revelación del infierno en el Antiguo Testamento. En los libros de la Antigua Alianza encontramos tres grandes afirmaciones que abren camino hacia la plena revelación del i. en los de la Nueva Alianza: la de la ira de Dios ante el pecado, la de la retribución después de la muerte y la de la pervivencia luego de la muerte en estado de dolor por la lejanía de Dios. La historia bíblica, desde sus comienzos, presenta constantemente casos de pecadores castigados por Dios: Adán y Eva en el Paraíso, los constructores de la torre de Babel, los que conspiraron contra Moisés, Saúl, David, Roboam, Jeroboam. Los profetas levantan su voz de alerta: véase, p. ej., el cap. 5° de Isaías. El castigo del pecado no se realiza siempre inmediatamente después del hecho malo, pero viene siempre con fuerza sobre el pecador revelándose en el castigo la santidad de Dios (véase, p. ej., la profecía de Oseas). El pecador es a veces castigado con la separación del pueblo, otras con la muerte prematura. El pueblo fue castigado de muchas maneras en sus prevaricaciones: especialmente con invasiones y con el destierro.

La S. E., y particularmente los profetas, hablan de la ira de Dios que se manifiesta y ejerce en el castigo de los pecadores. La ira bíblica expresa, como la misericordia divina, el apasionamiento de Dios por el hombre y el pueblo que ama. No defiende Dios su ley burlada sino su amor herido. «Nadie sin escandalizarse puede oír hablar de Dios encolerizado si no ha experimentado su santidad y su amor. Así como para entrar a vivir en gracia el hombre debe apartarse del pecado, así no puede el creyente acercarse verdaderamente al amor de Dios sin acercarse al misterio de su ira. Querer reducir este misterio a expresión mítica de una experiencia humana, es desconocer o despreciar la seriedad del pecado y lo trágico del amor de Dios» (art. Colére, en DTC). Esta ira divina, justiciera en el fondo, se manifiesta especialmente en el último juicio de Dios; es «el día de la ira» en el lenguaje de los profetas Amós y Sofonías. En él se realizará la gran justicia, definitiva y universal. El concepto ha pasado al lenguaje catequético y litúrgico de la Iglesia.

La retribución (v.) del hombre en razón de su conducta cara a Dios, después de la muerte, es una verdad que se afirma primero confusamente, luego con mayor claridad, en la revelación. veterotestamentaria. No faltan textos que de tal modo hablan tristemente de la muerte y subrayan la retribución de Dios en este mundo, que parecen olvidar la retribución después de esta vida. Pero se sitúan en un contexto que los interpreta. La fe en la futura retribución, después de esta vida, es claramente afirmada en los salmos que tratan del enigma de la felicidad de los impíos en este mundo (cfr. Ps 37,49 y 73). Algunos textos de los profetas, anunciando el castigo del pueblo prevaricador, parece que de algún modo se refieren también al castigo escatológico (p. ej., Is 33,14; 9,18; 66,24). Con mayor claridad se refiere al castigo eterno del i. el profeta Daniel (cap. 12). La revelación es aún más clara en los libros sapienciales (Eccli 7,19; Sap cap. 4 y 5), así como en 2 Mach: Eleazar y luego algunos de los siete hermanos mártires confiesan claramente que esperan una retribución para después de la muerte, que es felicidad para los justos y tormento para los impíos. La fe en un castigo del pecado, luego de la muerte, aparece claramente establecida en la fe del pueblo de Israel cuando viene Cristo, como lo demuestra la parábola del rico Epulón (Le 16,19-31).

La pervivencia luego de la muerte en un estado de dolor por causa de la lejanía de Dios se nos revela en la imagen del sheol. Éste es imaginado como una cavidad en la parte interior de la tierra: lugar de tinieblas, de tristeza y de ignorancia, en el que casi no se vive. En algunos textos el sheol se presenta poéticamente como un monstruo que engulle, un cazador que coge, el pastor de la muerte, etc. Nadie puede salir del sheol; pero Dios también domina en él. La debilidad o deficiencia que se atribuye al difunto en esta leve pervivencia luego de su muerte (los difuntos son llamados rephaim) se manifiesta en el sheol en cuanto allí se dice que no hay amor, ni odio ni envidia; allí no se trabaja ni se goza; allí Dios no es alabado. Cuando el término sheol es utilizado para concebir la pervivencia luego de la muerte, se explica que ésta sea rehuida cuando no es rechazada con desesperación. La visión de la vida celestial propia de la revelación de la Nueva Alianza llevará a los santos, a S. Pablo entre los primeros, a tener un concepto distinto de la muerte humana.

En esta mínima vida del sheol se distingue un doble estado, que en la profecía de Ezequiel viene expresado con una doble palabra: sheol y bor. Este doble estado corresponde a la justicia de Dios retribuyendo luego de la muerte, en bien por la justicia y en castigo por el pecado. Sin embargo, aun en la retribución en bien, el sheol, donde van todos los que mueren, es un estado de servidumbre hasta la Resurrección de Cristo. Ésta es presentada como una salida del sheol, y primogénito de los que están en el sheol es llamado Cristo, que lleva consigo a los justos que esperaban, hacia el cielo, al que primero entra el Señor victorioso (cfr. Eph 4,8-10) que obtiene las llaves del sheol por su victoria (Apc 1,18). Es a causa de la nueva situación de la humanidad, luego de la Resurrección (v.) del Señor, que cambia también el sentido del sheol, que pasa a significar solamente el lugar (o el estado) de los condenados, es decir, de los que no van a la compañía del Señor, luego de su muerte, para disfrutar con Él de la gloria alcanzada.

Las palabras neotestamentarias sobre el i. recogerán de las descripciones veterotestamentarias acerca del sheol la forma de describir la condenación por el apartamiento de Dios y las del dolor y las tinieblas (entendidas como falta de la luz de la verdad divina), así como la imagen del lugar subterráneo.

3. La revelación neotestamentaria del infierno. La Revelación sobre el i. está clara en el N. T.; si bien se hace por unos pocos conceptos e imágenes, al contrario de lo que aparece en la revelación del cielo, realizada con gran abundancia de imágenes (v. CIELO III).

En los Evangelios sinópticos varias veces se habla de la condenación de quienes no siguen los caminos de la fe, del amor y del servicio a los hermanos. Destacan los textos de las parábolas (Mt cap. 13 y 22-25) y la revelación clara del juicio final con el castigo de quienes han negado a Cristo en los hermanos, el socorro misericordioso que necesitaban: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles... e irán al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna» (Mt 25, 41.46). El estado de condenación aparece en contraposición clara al de la bienaventuranza celestial; uno y otro son estado definitivo. Es insistente la imagen del fuego y aparecen los conceptos bíblicos de las tinieblas y del llanto y crujir de dientes, que quieren expresar ante todo el dolor sumo de los condenados.

En el Evangelio de S. Juan aparecen diversas afirmaciones análogas. En el Apocalipsis el estado de condenación aparece con la imagen del fuego y del azufre, afirmándose claramente la eternidad de la pena, ya sea en algunas expresiones bíblicas de duración sin fin (14,9), ya sea con el concepto de muerte segunda o definitiva (2,11; 20,6; 21,8).

En las cartas católicas se habla de perdición, de ira de Dios y de fuego. S. Pablo presenta la doctrina de manera amplia. El i., además de ser presentado en oposición al estado celestial de salvación, es revelado como estado de perdición con sentido de definitiva pérdida de la vida y, como el Apc, con el concepto, muy paulino, de la muerte que se contrapone a la vida de gracia. No hace referencia al tema del fuego.

La causa de la condenación es siempre el pecado. Las aplicaciones son muchas, pero algo conviene destacar como idea constante: el pecado tiene una formalidad religiosa, es decir, una referencia a Dios y a Cristo, a la fe, a la caridad que Cristo ha urgido, interior y práctica a la vez, etc. No sólo las malas acciones o las omisiones son castigadas sino también deseos malos del corazón, puesto que también éstos niegan el amor debido a Dios, precepto fundamental.

El estado aflictivo del i. aparece como consecuencia de una intervención justiciera de Dios: es una verdadera pena del pecado: actúa la ira de Dios (orgé) y el juicio de Dios (krisis). Es un estado que dura para siempre. En este punto, el más difícil de la teología del i. por causa de una repugnancia espontánea cargada de sensibilidad, la Palabra de Dios es clara. Así lo dicen no sólo la palabra «eterno», que sale varias veces y que en la Biblia tiene sentido de duración sin fin, sino también -y tal vez sobre todo- la contraposición al estado del cielo como estado definitivo, y las fórmulas bíblicas en las que se expresa que no tienen fin las penas de los condenados o que duran por los siglos de los siglos. La irreversibilidad de la situación de los condenados aparece asimismo en los conceptos de muerte segunda, perdición, etc., habida cuenta siempre de su contexto.

Característica del estado infernal es la separación de Dios, lo que es el mayor mal para el hombre, que sólo en la amistad de Dios tiene vida auténtica, gozo verdadero, y bienestar suficiente. El apartamiento de Dios está también indicado en las ideas e imágenes de la perdición y de las tinieblas. El dolor de los condenados se expresa reiteradamente con la imagen del fuego: 23 veces. El Señor usa esta imagen en la misma explicación de las parábolas. Este fuego parece ser algo distinto del propio condenado, algo que le afecta desde fuera: «Apartaos... al fuego eterno... E irán al suplicio eterno...» (Mi 25,41.46). Se habla también del «camino de fuego». Junto a la imagen del fuego encontramos el de la Gehenna, lugar donde los israelitas cometieron gravísimas abominaciones entregando víctimas al fuego en honor de dioses falsos. Esta imagen poco añade al concepto revelado en la del fuego: sólo le da una viveza muy especial.

4. La fe de la Iglesia en el infierno eterno. Esta fe consta ante todo en los documentos del Magisterio eclesiástico que han sido compuestos o usados para manifestarla ya sea en la liturgia ya sea ante errores que había que rechazar. Así, p. ej., la pena de eterno suplicio en razón del pecado, es afirmada en contraposición a la vida eterna merecida por las buenas obras, en la fórmula llamada Fides Damas¡ (Denz.Sch. 72). Asimismo en el Símbolo Quicumgue (Denz.Sch. 76), de tanta tradición litúrgica, se expresa también la fe en la condenación al fuego eterno de los que obraron el mal.

Entre los documentos magisteriales posteriores destacan las definiciones del Conc. Lateranense IV, claras en lo que respecta a la eternidad de la pena (Denz.Sch. 801), y de los Concilios de la unión con los griegos (Lyon II y Florentino) en donde se declara que la condenación o salvación es inmediata después de la muerte, sin esperar el juicio universal del fin de los tiempos (Denz.Sch. 858 y 1306). De la misma época -equidistante de los dos concilios de la unión- la definición de Benedicto XII sobre la inmediata retribución luego de la muerte contiene las afirmaciones dogmáticas más importantes referentes al dogma del infierno: «Definimos que según la disposición general de Dios, las almas de los que mueren en pecado mortal descienden, después de su muerte, al infierno, donde son atormentados con penas eternas» (Denz.Sch. 1002). Poco, en cambio, trató este tema el Tridentino: los protestantes no negaban el infierno.

En el Conc. Vaticano lI se trató de lá doctrina del i. en los textos de la Const. Lumen gent¡um dedicados a la escatología, presentando la doctrina con lenguaje bíblico: «debemos vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena, si queremos entrar con Él a las nupcias, merezcamos ser contados entre los escogidos; no sea que como aquellos siervos malos y perezosos, seamos arrojados al fuego eterno, a las tinieblas exteriores en donde habrá llanto y rechinar de dientes... todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo... y al fin del mundo saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida, los que obraron el mal, para la resurrección de condenación» (n. 48). Con este texto se satisfizo al mismo tiempo a la petición de algunos Padres que querían una mención explícita del i. y de la pena eterna que se impone a quienes mueren en pecado mortal y a la de los que deseaban expresar de una manera clara la conexión entre el operar humano y la suerte futura de la gloria celestial o de la condenación.

A la luz de estas decisiones magisteriales podemos afirmar que la verdad dogmática del i., así como su eternidad es de fe divina y católica definida (dogma de fe). Aparece además, al menos implícitamente, en muchos documentos que la pena de la privación de Dios constituye característica clave de la situación de los condenados; asimismo se habla explícitamente del fuego, en el mismo sentido que en los textos bíblicos. Se afirma la compañía de los diablos y se supone la desigualdad de la pena al relacionarla con los pecados concretos de cada condenado.

Los Santos Padres primero y los predicadores y teólogos de todos los tiempos han tratado del i., usando generalmente las imágenes y los conceptos bíblicos. Algunos se han dejado a veces seducir por el atractivo de las imágenes paganas o de tormentos inventados con el afán de mejor mover a penitencia o de satisfacer curiosidades que la S. E., muy sobria en este punto, no resuelve ni explica. Orígenes parece que habló de un término en la duración del i. -la restitución final universal-, siendo contradecido unánimemente y rechazada esta idea contraria a la eternidad del infierno; el papa Virgilio condenó esta postura: «Si alguno afirma o piensa que el suplicio de los demonios y de los hombres impíos es temporal, y que tendrá fin en el futuro, y que, por tanto, habrá una rehabilitación moral de los demonios y de los impíos, sea anatema» (Denz.Sch. 411). Modernamente reiteró esta opinión contraria a la fe católica, el escritor G. Papini, en su obra Il diavola; Pío XII en una advertencia clara contestó reiterando la doctrina católica de la eternidad del infierno. Para otras opiniones negadoras, v. 8.

5. La razón humana ante la existencia y eternidad del infierno. Aceptada por la fe la verdad del i. eterno, la razón puede inquirir, relacionar conceptos, comparar con otras verdades, etc., y así alcanzar mayor luz en el conocimiento del misterio.

Considerando la realidad del castigo del pecador después de la muerte, la razón encuentra cierta conveniencia de este proceder de Dios, en cuanto su sabiduría, santidad v justicia infinitas reclaman una sanción suficiente a la injuria de la creatura que no obedece la ley del Creador; en este sentido existe una tradición del género humano, manifestada de mil maneras en religiones y filosofías, que no deja de tener su valor (v. i). S. Tomás, entrando más a fondo en este mismo argumento, considera a Dios como ordenador bueno que lleva hacia su término a todas las creaturas: las que obran necesariamente por su propio obrar dirigido y controlado por la divina providencia, las que obran libremente según su propia opción; así llegan a Dios si buscan a Dios, pero no le encuentran -si se apartan de Él en su obrar libre en la tierra.

A estas consideraciones de razón se suelen oponer objeciones tales como la posibilidad de otras sanciones o la inutilidad de una pena que no sea medicinal. El creyente responde con un acto de fe: la razón no puede pretender probar un dogma, sino sólo ilustrarlo una vez admitido. Sin embargo, debemos observar que otros modos de sancionar el pecado que se proponen no aparecen justos, y que la pena puramente vindicativa tiene su razón de ser, aunque en este mundo se deba procurar -como hace también Dios- que toda pena sea simultáneamente medicinal.

La eternidad de la pena se presenta más difícil a la razón humana. Algunos teólogos, sin embargo, han intentado un cierto argumento de conveniencia, basado en la gravedad del pecado. Hay que ser parco en este punto. Hay que reconocer que escapa a nuestra mente una razón apodíctica que nos permita entender por qué Dios tuvo que crear el infierno: si bien podemos decir que, puesto que existe, es que Dios tuvo que crearlo, es decir, que no lo creó por capricho. Pero el camino de argumentación de la gravedad del pecado es válido para ilustrar -no para probar- el dogma del i. eterno. Los medievales lo apoyaban en el honor de Dios ofendido, midiendo la ofensa por el valor de la persona ofendida. Otra explicación, basada en una parábola bíblica, lo ilustra quizá mejor. En la parábola del deudor de diez mil talentos (Mt 18,23. 35), comentario de la quinta petición del Padrenuestro, aparece el pecador con una deuda ante Dios, desproporcionadamente superior a las deudas entre los hombres (la que sus ofensores tienen en relación a él) y totalmente imposible de satisfacer. ¿Qué ha confiado Dios al hombre, que al desestimarlo, destruirlo o mal usarlo contraiga tan enorme deuda?; le ha dado la creación, le ha dado el mismo ser de hombre y la compañía de los otros hombres, pero todo esto, aun muy valioso, no es un tesoro infinito; lo que permite contraer una deuda infinita es que Dios se ha dado Él mismo al hombre en la invitación al amor personal y en la encarnación redentora; al rechazar este amor personal misericordioso, el hombre rechaza a Dios mismo y es así como contrae una deuda infinita y no sólo por rechazar la ley que Dios ha puesto en las realidades creadas, que, aun las más valiosas, son finitas.

Por otra parte, algunos autores se detienen en la fijación de la opción del espíritu humano en su situación de alma separada del cuerpo. Considerando el tema teológicamente aparece claro que si la voluntad está sin el don de la gracia (v.) sobrenatural y Dios ha dispuesto que no se dé gracia de conversión luego del tiempo de prueba en esta vida mortal, debe quedar para siempre en estado de alejamiento de Dios. Considerando la misma cuestión psicológicamente, algunos teólogos explican que el alma en su situación fuera del cuerpo y del mundo de lo mudable, queda naturalmente fijada en su última opción en lo referente a su tendencia al fin último, por lo cual connaturalmente queda incapacitada para volverse a Dios si en el instante de la muerte se encuentra en pecado mortal.

Las objeciones al infierno eterno son muchas y el teólogo intenta contestarlas, en lo posible, es decir, mostrando solamente que la objeción no concluye apodícticamente contra la verdad revelada, de modo que ésta sea salvada de la acusación de absurdo, aunque sea admitida solamente por la Palabra de Dios y no por el razonamiento humano. Unos recuerdan que Dios aparece infinitamente misericordioso, lo que parece desmentir el i. eterno. Se responde que conviene no confundir la misericordia divina con la sensibilidad que nosotros ponemos en nuestra humana misericordia y que -según S. Tomás- la misericordia con la liberalidad y la justicia son reflejo del gran atributo de la bondad de Dios; no cabe en nuestra mente pequeña una idea clara del cómo se conjugan los tres sub-atributos en el obrar bueno de Dios, pero, creyendo a Dios bueno, hemos de aceptar su proceder como tal, sea cual fuere el aspecto que manifieste; por lo demás nadie piense que Dios niega su misericordia a unos condenados que la piden o aceptan: el misterio es más hondo, pues su obcecación y obstinación es tal que rechazarían esta misericordia, como haciendo referencia a los diablos lo ha glosado poética y grandemente Milton en el Paraíso perdido.

Otras objeciones parten de que en el i. no aparece motivo honesto por parte de Dios, o si se quiere decir de otro modo, que no se alcanza el fin de la creación, por lo cual estaría contra la bondad o la sabiduría ordenadora de Dios. Una respuesta cabal debería extenderse mucho: baste aquí indicar unas pistas de solución. La gloria de Dios, fin de la creación en este orden de providencia, es que se refleje en la creatura su amor y su vida y que el hombre le ame de verdad, lo cual sólo es posible si este amor se da en la libertad. El pecador usando mal de la libertad es quien se incapacita para lograr este fin, pero Dios tampoco lo lograría forzando su libertad, pues entonces el amor resultante sería falso. El i. es el riesgo del hombre y el riesgo de Dios, en el contexto de la elevación del hombre al orden sobrenatural de la amistad personal con Dios. Por lo demás, no se puede probar que una justicia puramente vindicativa -sobre todo luego de esta vida de prueba- no tenga suficiente razón de ser, aunque no vaya acompañada del aspecto medicinal. Dios con su Omnipotencia ha creado al hombre libre, y esa libertad (v.) la respeta eternamente.

A las objeciones nacidas de la libertad del hombre, capaz de cambiar de decisión, se contesta con las razones que hemos apuntado -teológicas y filosóficas- de la fijación de la voluntad en su opción en lo referente al último fin, en el momento que queda despegada del cuerpo; entonces se entra en un nuevo orden de existencia, fuera del tiempo terrenal, del antes y después de esta vida y la libertad se actualiza de manera distinta. Una comparación, tomada de esta vida, puede tal vez servir de ilustración. Con el paso de los años se abserva cómo se configura, cristaliza de algún modo, la personalidad del hombre, adquiere modos de ser, hábitos, virtudes y vicios, etc.; y se observa cómo cuanto más firme es esa personalidad, cuanto más hecha está, más difícil es, aunque el hombre lo quiera, reformarla, en peor o en mejor; aunque en esta vida ello siempre sea más o menos posible, las condiciones de la otra son distintas.

6. La pena de daño y la pena de sentido. Teológicamente se distingue una doble pena en el i.: la pena de daño y la pena de sentido. Se acepta esta denominación tradicional, si bien se ha de observar que se presta a equívocos, especialmente la de sentido. Conviene, pues, atender bien a la explicación teológica de ambas penas.

a. Pena de daño. El mal mayor que afecta al condenado es la privación de Dios, el apartamiento para siempre de la amistad con Dios. Ya la S. E. subraya la honda importancia de esta pena e insinúa el dolor que causa, cuando presenta el i. como la situación opuesta al cielo, donde se tiene y se goza la amistad con Dios. Los Santos Padres han considerado la gravedad de esta pena, llegando a afirmar que ella sola es incomparable con cuantas penalidades y dolores podamos concebir. Ello requiere una dilucidación, puesto que en este mundo el pecador no parece a veces, al menos externamente, tan dolorido de su apartamiento de Dios. ¿En qué cifrar la situación distinta del pecador, que en el i. tanto dolor le produzca esta separación, máxime teniendo en cuenta que en su obstinación no quiere ir a Dios?

Sin la posibilidad de distraerse con el gozo pasajero y superficial del bien terreno conseguido por el pecado, el pecador en su situación fuera de este mundo, aprehendiendo ineludiblemente en su conocimiento el juicio de Dios sobre él, no puede dejar de conocer que estaba destinado a una felicidad consistente en la participación de la del mismo Dios y que por su culpa ha perdido para siempre; el egoísmo o, mejor, el egocentrismo que caracteriza al pecador, aparece con su falsedad y con sus últimas consecuencias, mientras, por otra parte, se afianza definitivamente en su propio corazón. De este despertar de su interior contradicción, sin ganas ni poder para superarla, nace consiguientemente un odio contra Dios, sin el consuelo de esperar derrotar a Dios ni la posibilidad de distraerse de la pérdida de Dios que se conoce como el fin a que se estaba destinado. Una imagen, aunque lejana, de esta situación es la del que sintiéndose desagradablemente en pecado no se ve capaz de enfrentarse con los sacrificios a que le obligaría la superación de su estado: p. ej., el adúltero habitual que sigue considerando deseable la honestidad de su vida familiar. La contradicción propia de la opción de pecado, aparece con toda su fuerza y dolor consiguiente, en el infierno; la soledad, tristeza e infelicidad del egoísta o del soberbio en esta vida, llega en el i. a sus últimas y más dolorosas consecuencias.

Aun cuando la pena de daño sea una consecuencia connatural de la situación definitiva de pecado en que el hombre libremente se ha colocado, es una pena dada por Dios: una pena inflicta y no sólo concomitaras, como se dice en lenguaje teológico. El condenado se encuentra así lejos de Dios, porque Dios le retira sus dones, en virtud del orden justo establecido y realizado sin fallo por parte de Dios. Lo característico de la justicia de Dios es que se realiza con suma suavidad, en cuanto la misma creación en fluir connatural ejecuta ordenadamente el juicio divino de quien es su Creador y Señor. La conciencia de estar así castigado por Dios, es también dolorosa al condenado: es el dolor de la conciencia sucia con atención a la justicia que ya obra definitivamente en consecuencia.

b. Pena de sentido. Si la pena de daño hace referencia a la situación del condenado ante Dios, la «de sentido» mira al nexo del espíritu con las realidades creadas que se le relacionan. De las palabras bíblicas sobre el fuego del i., y de la enseñanza tradicional de la Iglesia deducimos que afecta dolorosamente al condenado, como instrumento de la justicia de Dios, una realidad creada, extrínseca a él mismo, de algún modo comparable al fuego que afecta dolorosamente y desde fuera al cuerpo humano y que se le acerca en demasía. Reducir la imagen del fuego al dolor, dándole un sentido puramente metafórico, no es aceptable, a la vista de la enseñanza bíblica y la tradición patrística; ello, sin embargo, no obliga a ver en este «fuego» una realidad igual al fuego que conocemos. Ya S. Juan Damasceno decía: «El diablo y los hombres impíos son entregados al fuego eterno, pero a un fuego que no consta de materia como el nuestro, sino cual lo conoce Dios» (De fide orthodoxa, 4,27: PG 94,1228). Cuando en teología se afirma -como se debe- un fuego real en el i., sólo se afirma su realidad, para excluir la interpretación metafórica (como mera imagen de un cierto dolor), no su paridad con el fuego que conocemos en este mundo. Con fuerza lo expresa Sertillanges: «Yo rechazo las calderas hirvientes, las llamas que lamen los cuerpos o a Satanás soplando sobre ella a boca llena. Pero también debo admitir la existencia de alguna pena que proceda de la creación corporal y que el Evangelio explica por el fuego» (Catecismo de los incrédulos, lib. 5, cap. 3).

Partiendo de la imagen del fuego, empecemos viendo las posibles coincidencias y las necesarias divergencias. El fuego en este mundo, cuando nos afecta, calienta y seca, pero si lo hace inconvenientemente (en demasía, por excesivo acercamiento) produce dolor, quema y destruye. El «fuego» del i. afecta al condenado, pero no necesariamente calienta y seca (más aún, es imposible que tenga estos efectos en los espíritus); afecta inconvenientemente (puesto que produce un gran dolor), pero ni quema ni destruye (lo que no es concebible en espíritus ni se aviene con la eternidad del infierno). ¿Cómo, pues, esta realidad creada afecta y produce dolor?

Algunos teólogos demasiado preocupados por la analogía con el fuego de la tierra hablaron de cierta elevación del fuego a esta operación de torturar los espíritus, por un poder que le sería dado por Dios. De cualquier forma que se proponga esta explicación, aparece forzada y en algunos aspectos hasta inconcebible. Otros hablaron de una alucinación, pero sentida en las potencias espirituales del alma (las únicas que pueden actuar en el estado de alma separada), de modo que experimentaran un dolor igual a si, en cuerpo, estuviera el hombre quemándose. La solución es ingeniosa y abre camino al dolor de la potencia intelectiva, pero tiene graves y definitivas dificultades como explicación cabal.

S. Tomás habló de un modo de afectar dolorosamente per modum alligalionis. En efecto, es doloroso sentirse atado, y no sólo para el cuerpo, sino sobre todo para el espíritu, al privar de la libertad de movimientos a la pFrsona. La explicación nos parece insuficiente, pero integrable en una explicación más amplia, a la que S. Tomás ha abierto camino con su intuición simple de la alligatio.

Parece que el mejor camino para avanzar algo en esta compleja cuestión, es partir de la idea de que el hombre tiene al mismo tiempo una relación con Dios (en cuya amistad encuentra su plena realización y su fin último) y una relación con las creaturas circunstantes (que deben ayudarle a conseguir su fin, y con las que ha de compartir su existencia siempre, pues, aunque independiente como persona, es parte de una creación que, de uno u otro modo, siempre le afecta como circunstancia propia). Dios llama a cada persona (v.) a su amistad y el hombre se realiza en el encuentro con Dios, pero ello no le aísla de las demás personas y en el cosmos del que forma parte. La gloria de Dios, fin último, es una, en la que se mezclan armoniosamente las voces de cada creatura al alcanzar su fin dentro del conjunto del cosmos, mundo ordenado. De aquí que la relación entre la ordenación o relación del hombre a las creaturas, sea más profunda de lo que aparece a simple vista, si se parte de la sola consideración de las realidades para usar bien de ellas y de las personas en cuanto que ayudan a conseguir el fin personal.

La situación espiritual del pecador tiene una doble vertiente: por una parte, está carente del amor a Dios, y por otra no ordena a Dios su ser y su vida. Consiguientemente en su relación con las realidades creadas que le circundan y le influyen o influye en ellas, ni conecta con ellas con amor sobrenatural, ni las impulsa hacia el último fin. En su actuación de pecador desordena la creación. Las consecuencias de este desorden en este mundo son frenadas por la acción de quienes se mueven ordenadamente entre las mismas realidades. Pero en el estado de término, que es estado de últimas consecuencias, el desorden aparece plenamente, produciendo gran dolor. Si la conjunción del buen querer de los bienaventurados produce la armonía celestial, engendrando una especial felicidad, la conjunción de los quereres desordenados y egoístas sólo puede producir malestar y desorden sumo. Si la ordenación del cosmos material a través del hombre que ama a Dios pone a las realidades materiales en un equilibrio agradabilísimo al hombre, el desorden de querer usarlas egoísticamente cada uno produce un caos dolorosísimo para todos. Es que el hombre puede libremente rechazar a Dios como su último fin, pero no puede trastocar el orden esencial de la creación, pues está puesto por el poder del Creador; al confundir libertad e independencia, el pecador cae en un gran error de indeclinables consecuencias: por mucho que se empeñe en su interior, la creación no es para él, como a último fin, sino que es para Dios, quiéralo o no el pecador. Al descubrirse plenamente en el estado de término, el pecador sufre por este desorden que él ha puesto y que ahora ya no puede cambiar, porque quiere mantenerse en su egoísmo y porque pasó ya la opción. En definitiva es el propio orden que no se rinde al desorden, lo que le oprime dolorosamente. Lo explica así Sertillanges: «Nada hay tan opresor como el orden para quien penetra en él y no se somete a sus normas. Figuraos a un loco colocado en medio de un escuadrón en marcha; nadie le es hostil 'y, sin embargo, todo el mundo le es molesto. Aplicando este ejemplo a la esencia íntima de los seres y de sus más secretas potencias, empezaréis a sospechar que existe realmente un suplicio tan inexplicable, que en su comparación son leves los que la barbarie humana haya inventado. Esto es, sin duda, lo que hacía decir a S. Tomás que los suplicios del infierno, tomados en la verdad esencial de las cosas, son en comparación a los de este mundo, como el fuego real comparado con las llamas pintadas» (1. c.).

Esta explicación teológica, aunque propuesta a modo de hipótesis y sujeta, por tanto, a plena revisión, parece que satisface suficientemente los datos de la revelación: distingue la pena de sentido de la pena de daño, pero de modo que ambas toman pie de la misma actitud fundamental y características del hombre en pecado, cuyas consecuencias connaturales el hombre malpaladea en el i. con la resistencia en su circunstancia en relación a su desviado querer, así como con la privación de Dios. En esta explicación la situación celestial se contrapone perfectamente a la infernal. El «fuego» es una realidad externa al condenado que realmente le afecta dolorosísimamente, pero no es una realidad creada ex profeso por Dios para ser instrumento de castigo, sino la misma realidad creada circundante que, al ser mal estimada por causa del pecado que domina al espíritu, se hace hostil al hombre: en esta realidad entra desde el propio cuerpo humano en su relación al espíritu, hasta las cosas materiales, los restantes condenados y los mismos diablos: todo «quema», todo es adverso. En la resurrección de los cuerpos el condenado sigue sufriendo esencialmente lo mismo, pero ampliado a las nuevas relaciones que la persona detecta con su circunstancia material. Conviene, en todo caso, evitar las imaginaciones sobre el infierno: aunque tengamos conceptos claros, es difícil imaginar la realidad compleja de un estado del que ninguna experiencia tenemos, lo mismo si la consideramos en la situación de alma separada como en la de la resurrección.

7. Otras cuestiones teológicas sobre el infierno. En la reflexión teológica se atiende también a otras cuestiones menores que el hombre con lícita curiosidad se pregunta acerca del infierno.

Al enseñarnos la Revelación que Dios realiza en el i. una verdadera justicia, deducimos que el castigo es proporcionado al grado de culpa de cada uno. Resulta, sin embargo, difícil explicar cómo puede haber distinta pena: en la pena de daño no puede haber grados en sí misma, aunque sí en su percepción dolorosa; en la pena de sentido la explicación de la distinción de la pena, objetiva y subjetivamente, dependerá de cómo se interprete el «fuego» que causa esta pena segunda. S. Tomás, apoyándose en que en todas las obras de Dios resplandece la justicia y la misericordia al mismo tiempo, opina que Dios no castiga con estricta justicia, sino un poco menos de lo que cada condenado merece.

Los Padres y los teólogos se han preguntado si hay alguna mitigación de las penas del i., a medida que va transcurriendo el tiempo de condenación. Debe excluirse ciertamente una mitigación que cambiara la condición penal y dolorosa del i., así como toda ilusión de valor de sufragios de la Iglesia con esta intención; parece no puede excluirse alguna actuación de la misericordia de Dios, aunque toda especulación es aventurada, por falta de apoyo revelado y teológico serio y firme.

Se pregunta a veces dónde está ahora o dónde estará después de la resurrección final el infierno. Esas preguntas no admiten una respuesta clara, ya que nos faltan los conocimientos sobre lo que es la vida después de la muerte que nos permitirían contestar. Por ello, en nuestra opinión, tal vez sea preferible decir que el espíritu lleva consigo el i., que hablar de que está en un lugar llamado infierno.

Ha intrigado siempre saber si van pocos o muchos al infierno. Algunos Padres, en general, eran severos en su opinión; hoy más dados a considerar la eficacia de la Redención, la bondad de Dios, su poder para hacer llegar la gracia doquiera, los atenuantes del hombre en el mal ejercicio de su libertad, la bondad que se da también fuera del cristianismo, etc., tendemos a pensar que pocos. Pero aquí ciertamente toda conclusión carecería de sólido fundamento. Lo cierto es que el i. existe y que allí hay y habrá condenados.

8. Algunas opiniones negadoras del infierno. La doctrina dogmática sobre el i. puede resultar negada por causa de la negación de algunas verdades que supone: la espiritualidad e inmortalidad (v.) del alma (v.), la elevación del hombre al orden sobrenatural (v.), el atributo de la justicia de Dios (v. Dios iv, 4 ss.), etc. Aquí, sin embargo, atenderemos solamente a las negaciones directas que proceden del propio campo cristiano.

Especialmente ha sido impugnada en ocasiones la eternidad del infierno. Orígenes, partiendo de un concepto platónico del alma humana que le llevaba a afirmar una constante posibilidad de nuevas opciones finales, por parte del espíritu humano sólo transitoriamente unido al cuerpo, parece que llegó a afirmar una final restitución universal en la cual nadie quedaría condenado. Al renovar esta opinión, con argumentos menos filosóficos y más sentimentalmente expuestos, Papini, buscó apoyo patrístico para su sentencia sin encontrarlo; más aún, afirma en su obra Il diavolo que esta reconciliación final universal no forma parte de la enseñanza de la Iglesia, y expresa su deseo de que la Iglesia cambie su doctrina en este punto. Ambas posturas están reprobadas por el magisterio eclesiástico, como hemos dicho.

En el campo protestante, al principio se admitía sin reservas la eternidad del infierno: así, p. ej., en la Confessio augustana de 1530, de tanta importancia en la fijación de las doctrinas del protestantismo. En el s. xix, Schleiermacher (v.) trató de la posibilidad de una conversión después de la muerte, introduciendo así por vez primera la duda sobre la eternidad del i. en el campo protestante. Conviene recordar los conceptos de este autor acerca de la personalidad humana y su tendencia panteística. Otros autores, entre los llamados racionalistas, siguieron estos caminos y llegaron a la negación de la eternidad del i.; una vez más advertimos que éste está revelado por Dios en un orden sobrenatural: no sabemos exactamente lo que hubiera sido en un orden de relación Dios y hombre en el simple plano creatural.

El teólogo contemporáneo protestante Barth (v.), partiendo de su interpretación de la predestinación (v.) de los hombres como miembros del pueblo elegido en Cristo, llega a afirmar que todos los hombres se salvan, de modo que el decreto divino es máximamente gracioso para todos. La conminación de la condenación que se encuentra en los libros sagrados sólo significa, según su personal interpretación, la absoluta autoridad de Dios y su liberalidad al dar a todos la salvación.

Entre los protestantes existen los llamados universalistas (v.) (secta nacida en Estados Unidos), que se distingue por la afirmación de la universalidad de la salvación en sentido pleno. Otros sólo admiten como posible una liberación del infierno. Postura muy distinta toman los llamados condicionalistas, que afirman que Dios concede la inmortalidad gloriosa a los que se salvan y la aniquilación a los que deberían condenarse. Es otro modo de suprimir el i. eterno.

No se puede aquí omitir que muchos protestantes permanecen fieles a su fe primera (la de Lutero y Calvino) y afirman la eternidad del infierno. Difieren empero del sentir católico en la explicación de la naturaleza concreta del pecado, a causa de su doctrina sobre la justificación (v.).

Entre los orientales separados de la perfecta comunión con la Iglesia Católica, se mantiene en general la verdad del i. eterno. El teólogo del s. xix Sergio Bulgakov (v.), al que siguen algunos, se aparta sin embargo de este común sentir. Renovando las doctrinas de Orígenes sobre la restitución final, afirma que un condenado puede liberarse del i. por la oración de la Iglesia o por su propia conversión. De tal modo admite una posibilidad de purificación, que su i. viene a ser parecido al purgatorio de los católicos, que los orientales en general no admiten.

Se ha visto cómo las argumentaciones que se enuncian contra este dogma responden generalmente a actitudes más o menos racionalistas y a una pérdida del sentido de lo divino, que sitúa a Dios y al hombre en un mismo plano, queriendo resolver el misterio a base de eliminar completamente una a una todas sus exigencias.

El estudio de este misterio, el intentar una mayor comprensión racional de las verdades de fe es posible, pero partiendo siempre de la plena aceptación tanto de la existencia del i., como de la infinita misericordia de Dios. Así, el pensamiento del infierno lleva o considerar el mysterium iniquitatis: es el hombre quien libremente elige apartarse de Dios, y cuando esa elección se mantiene hasta la muerte se hace invariable, resultando que ese total alejamiento definitivo de Dios -que es la esencia del infierno- es el mismo hombre quien lo ha escogido voluntariamente. Dios, después de haberle dado a la criatura todos los medios necesarios para que libremente se arrepienta de su pecado, respeta su libertad si se obstina en el mal.

Podríamos decir que la existencia y realidad del i. y de sus penas eternas, verdades reveladas, son tan ciertas y profundas como las de la libertad y responsabilidad humanas y las del amor y justicia de Dios que las ha creado y sostiene.


J. CAPMANY CASAMITJANA.
 

V. t.: MUERTE VI; JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL II; MUNDO IV, 2; RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS; DEMONIO 11. BIBL.: S. TOMÁS, Suma Teológica, Supl. q97 ss.; íD, Suma contra gentes, IV,90; M. RICHARD, Enfer, en DTC V,28-120; A. MICHEL, Mitigation, en DTC X,1997-2009; A. PIOLANTI, infierno, en Enciclopedia cattolica, VI, Ciudad del Vaticano 1951, 1941-1951; íD, De Novissimis, 3 ed. Turín 1950; íD, El más allá, Barcelona 1959; J. B. MANYÁ, De ratione peccati poenam aeternam inducentis, en Theologumena, II, Barcelona 1947; M. SCHMAUs, Teología dogmática, VII, Los Novísimos, 2 ed. Madrid 1964, 429-472; CH. JOURNET, El mal, Madrid 1965, 172-206; C. Pozo, Teología del más allá, Madrid 1968; H. RONDE, Les peines de L'nfer, «Nouvelle revue théologiquen 67 (1940) 397-427; íD, L'enfer et la conscience moderne. Peut-on étre damné pour un seul péché mortel?, en Problémes pour la réflexion chrétienne, París 1944, 99-158; VARIOS, El infierno, Buenos Aires 1955 (escriben C. S. Spicq, G. Bardy, Ch. V. Heris, B. Dorival y J. Guitton); R. GARRIGOU-LAGRANGE, La vida eterna p la profundidad del alma, 4 ed. Madrid 1960; H. BREMOND, La conception catholique de L'nfer, París 1907; A. LEHAUT, L'éternité de P'nfer dans St. Augustin, París 1912; G. PANNETON, Le ciel ou L'nfer, 11, L'enfer, París 1956; A. MuÑoz ALONSO, La cloaca de la historia, Madrid 1957; J. ROSANAS, El infierno, Buenos Aires 1952. Los documentos más importantes del Magisterio eclesiástico se han citado en el artículo (v. n° 4); para más textos véanse los índices (alfabético y sistemático) del Denz.Sch. en su edición latina o castellana; v. t. los documentos citados al final de la bibl. del art. ESCATOLOGIA III, e INMORTALIDAD II.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991