IMÁGENES. LITURGIA Y PASTORAL.
El tema de las i. en general corresponde a diversas voces en las que se podrá
encontrar otros aspectos que no se estudian aquí. Así, puede verse: ARTE;
PINTURA; ESCULTURA; IMAGINACIÓN; etc. Aquí se estudian las i. de signo
religioso.
1. LITURGIA Y PASTORAL. El culto (v.) a las i. es una forma de honrar a
las personas que representan. El hombre necesita sensibilizar lo espiritual,
representarlo de alguna manera (las mismas palabras ya son imagen de las ideas),
y, viceversa, al mismo tiempo esa representación sensible ayuda a ascender a lo
espiritual. De ahí la existencia, y la legitimidad, del recurso a las i. en el
culto.
Es claro que el culto debe dirigirse no a la i. sino a Dios (o, con las
diferencias debidas, a sus santos), es decir, a la realidad representada y no a
su representación. El olvido de eso conduciría a la superstición (v.) o a la
idolatría (v.). Fue precisamente ese peligro lo que, en el A. T., llevó a la
prohibición de hacer representaciones de Dios (v. IMAGEN DE DIOS). En el N. T.,
consumada ya la Revelación (v.), ese peligro no se da, y, por tanto, se permitió
desde el principio el recurso a imágenes. Veamos las etapas del uso cristiano de
las i. en el culto. A lo largo de 20 siglos de cristianismo se puede sintetizar
la historia de este culto en tres periodos, cada uno de los cuales comprende un
proceso de expansión, una reacción en contra y la consiguiente intervención de
la Jerarquía eclesiástica para fijar la doctrina.
Primer periodo, siglos 1-X. La prohibición en el A. T. (Ex 20,4) de labrar
cualquier i., como otros aspectos caducados de la vieja Ley, fue dejada de lado
por el cristianismo naciente. Primero en las catacumbas (final s. ii; v.) y
luego en las basílicas (v.), la. decoración figurativa es generalmente bien
aceptada. Cristo, profetas, la Virgen con el Niño, mártires, a veces inclusive
algunos elementos paganos, decoran los primeros lugares de culto; sobre todo en
pintura o mosaico. Las esculturas (si exceptuamos los relieves de los
sarcófagos) son más bien excepción (v. t. PALEOCRISTIANO, ARTE). Estas i.
tenían, más que una clara razón de culto en el sentido actual, una función
docente; refiriéndose a la decoración basílical, decía S. Gregorio Niceno (m,.
394) que la pintura es a los analfabetos lo que la escritura es a las demás
gentes. Por eso preferían las escenas bíblicas y alegóricas; es frecuente la i.
simbólica del Buen Pastor. Parece que fue primeramente en Constantinopla donde
las i. recibieron verdadero culto (v. t. ICONOS); culto que el pueblo llegó a
exagerar a veces hasta la superstición, en la que no son ya los personajes
representados, sino las i. por sí mismas lo que se venera y a quienes se
atribuyen virtudes divinas. A veces, al atribuir una virtud a las i., los
orientales de la época lo hacían desde una posición ortodoxa, ya que, en
realidad, no hacían más que poner de manifiesto que la i. es como un modo de
presencia de aquel al que se refiere. Otras en cambio caían en errores.
Como reacción surge un movimiento que cae en el otro extremo: la herejía
iconoclasta (v.). El emperador León 111 mandó colocar muy alto los iconos y
ordenó la destrucción de algunos (a. 727). Su sucesor Constantino fue más
radical: emprendió la destrucción de i. y reliquias, consiguió que un sínodo de
obispos adictos condenara su culto (a. 754) y persiguió cruelmente a quienes las
defendían. Los mosaicos y pinturas murales fueron encalados, pintando encima
pájaros y flores. El II Conc.
de Nicea (a. 787), convocado a instancias de la emperatriz Irene, condenó
a los iconoclastas y declaró: «La honra dada a la imagen es para el prototipo, y
quien venera la imagen venera en ella a la persona representada» (sess. 7: Denz.
302).
La doctrina iconoclasta apenas repercutió en Occidente, por la moderación
y reserva que siempre había habido en el culto a las i. Es conocida la
resolución rigorista del Conc. de Elvira (Granada) a principios del s. Iv: «No
debe pintarse en las paredes a quien se da culto y se adora» (c. 36: Mansi
1,263). Al obispo Sereno de Mar- . sella, que hizo destruir las i., el papa
Gregorio M. escribe: «Te alabamos el que impidieras que fuesen adoradas, pero te
reprendemos por haberlas destruido» (PL 77, 1128). Un Concilio de Francfort (a.
794) todavía condena el culto a las i. (Mansi 13,907), al parecer presionado por
Carlomagno, poco favorable a ellas. Parece ser que en España se encuentran pocas
i. durante el primer milenio.
Segundo periodo; siglos XI-XVI. En el románico (v.) la iconografía
monumental se desarrolla en el s. xi en iglesias de influencia cluniacense (v.);
en cambio las iglesias del Cister (v.) se mantienen, por austeridad ascética,
sin pinturas ni relieves, tan sólo una cruz de madera. Es en el s. xii cuando
más se popularizan las i. en Occidente, y su culto adquiere rápido incremento.
Se toman diversos santos como abogados para toda clase de enfermedades; las
profesiones y estamentos tienen su patrón; las regiones y lugares su protector,
así como las labores del campo y los animales. Son tantas las i. que para
identificarlas se recurre a los llamados atributos: objetos que acompañan a la
i. y que sintetizan un hecho o una cualidad del santo; es atributo frecuente el
instrumento de martirio. La piedad popular se inspiró para ello con frecuencia
en la Leyenda Áurea de Vorágine, escrita al declinar el s. XIII (V. HAGIOGRAFÍA
II).
Hay en ello, junto a muchas cosas buenas, también excesos. En algunos el
sentir religioso se desplaza y se pone más atención en la devoción a los santos
así representados que en los actos centrales como la Misa, la Comunión, etc. Los
movimientos de reforma de fines del Medievo se ocupan repetidas veces del tema.
También aquí, como antes en Oriente, encontramos actitudes que pecan por exceso.
Así ocurrió con el protestantismo (v.) que negó la legitimidad de todo culto a
i., reliquias y a los mismos santos. Lutero (v.) no era contrario a los
retablos, pero Calvino (v.), más intransigente, creía que toda i. favorece la
idolatría (v.), argumentando con textos del A. T. Excepto en España e Italia, en
todo el resto de Europa se organizó una feroz e irracional destrucción de i. y
retablos. Intervino el Conc. Tridentino (Ses. 25): «Se honra a las imágenes no
por creer que tengan algo divino o alguna virtud, o porque se les deba pedir
algo... sino para honrar a quienes representan» (Denz. 986). El Concilio exigía,
además, la aprobación eclesiástica previa para las nuevas i. y el permiso de la
S. Sede para las «insólitas» (desacostumbradas). La Contrarreforma (v.),
preocupada en atajar los errores protestantes, fue benigna en la aplicación de
las indicaciones tridentinas, pero eficaz. Se retiraron algunas i. que parecían
poco conformes, se desautorizaron ciertas leyendas poco edificantes y
anacronismos, algunos pintores fueron obligados a corregir sus obras, y se
prohibió el desnudo en las escenas de martirio. Fiel reflejo de todo ello fue el
libro del teólogo Molanus (Vermeulen): De Picturis et Imaginibus sacris (Lovaina
1570). El mercedario Interián de Ayala, profesor de Salamanca, se inspiró en él
para redactar otro, también en latín, y traducido con el título El Pintor
cristiano y erudito (Madrid 1782), que fue muy consultado por los artistas.
Tercera época; siglo XVI en adelante. Entretanto hubo un cambio de estilo,
y las nuevas i., inspiradas con frecuencia en un arte neopagano (v. RENACIMIENTO
V), perdieron aquella unción cristiana que había logrado la iconografía
medieval. No todo es, sin embargo, negativo en ese proceso, ya que las i. ganan
en humanidad y en fuerza práctica, como demuestran numerosas representaciones de
la Virgen, de Cristo, de los santos. Hay a veces excesos, y la Teología tiene
necesidad de recordar el sentido de su función en el culto, comentando las
disposiciones tridentinas. A finales del s. xvi empieza en la Iglesia latina la
costumbre (conocida de antiguo en Oriente) de coronar solemnemente las i.
famosas. En la época barroca (v.) hay un intento renovador, logrado en parte:
los retablos, las i. y toda la decoración, sin olvidar el techo, son un medio de
instrucción religiosa; es un arte con afán apostólico y de enseñanza, en general
conseguido, pero a veces enfático y teatral.
En el s. xix se registra una decadencia del arte de signo religioso que,
aunque afecte de por sí a los aspectos estéticos, tiene también repercusiones en
la piedad. Nos referimos a la prevalencia de i. de pastas que, partiendo de
modelos anónimos y sensibleros, es fabricada en serie, suplantando la labor
creadora del artista por un producto mercantil. Ese tipo de i. ha tenido en
todas partes su nombre, tomado de sus fabricantes, etc. En España fue idea de
los hermanos Vayreda, en Olot (Gerona), con el buen propósito de dignificar la
escultura religiosa; pero los continuadores, faltos de sentido artístico y quizá
más arrastrados por intereses económicos, desvirtuaron el propósito inicial.
La rectificación comenzó por los años 1920 y ss.; fue iniciada por los
propios artistas, que se hacen apóstoles de la imagen digna, y consiguen obras
más o menos logradas; después, agrupaciones de arte litúrgico, exposiciones y
revistas especializadas, etc. Junto a ese movimiento de renovación artística de
las i., se nota un cierto movimiento anicónico, que cae en exageraciones. No se
ataca la legitimidad de exponer las i. dentro del templo, ni su culto relativo y
veneración, sino que se considera como menos sentida la necesidad de ellas para
rezar, o se piensa que se debe reducir su número. En ocasiones se cae en errores
graves propugnando una total desacralización (v. SAGRADO Y PROFANO) del culto
cristiano, parte de la cual sería la supresión de las imágenes. Si bien se puede
reconocer que no deben recargarse de i. las iglesias, se debe a la vez dejar
clara su necesidad y vigencia. Como dice el Conc. Vaticano II: «Manténgase
firmemente la práctica de exponer imágenes sagradas a la veneración de los
fieles; con todo, que sean pocas en número y guarden entre ellas el debido
orden» (Const. Sacrosanctum Concilium, n. 125).
V. t.: CULTO 111; ICONOGRAFÍA; SACRO, ARTE; IMAGEN DE Dios.
BIBL.: L. REAU, Iconographie de 1'Art chrétien, t. 1, París 1955; E. Mi1LE, L'Art religieux de la fin du moyen-dge, París 1908; íD, L'Art religieux aprés le Concile de Trente, París 1932; J. FERRANDO, Iconografía de los santos, Barcelona 1950; J. PLAZAOLA, El Arte sacro actual, Madrid 1965 (toda la documentación eclesiástica sobre las imágenes); P.-R. REGAMEY, Art sacré au XX siécle, París 1952; M. RIGHETTI, Historia de la Liturgia, I, Madrid 1955, 937 ss.; V. GRUMEL, Images (Culte des), en DTC V11,766-8,14.
J. FERRANDO ROIG.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991