Ignorancia. Teología Moral.
 

Naturaleza y división. Ignorancia es propiamente la carencia habitual de un conocimiento que se debiera poseer. Pero aquí entendemos con esta expresión no sólo lo que se ignora, sino también lo que no se sabe y lo que se ha olvidado. Inadvertencia se dice de aquella situación de la mente que no repara en el objeto conocido o en un aspecto del mismo, en el momento en que toma alguna determinación sobre él. Error (v.) es un juicio falso de las cosas: por desconocimiento de datos necesarios, por falta de reflexión o de fuerza lógica para deducir rectamente conclusiones de principios verdaderos, por influjo de las ideas reinantes que desorientan el criterio, por no haber sabido orientarse en un conflicto de deberes, etc. Las consideraciones morales que se hacen a continuación sobre la i. valen también para el error, del mismo modo que para la inadvertencia y el olvido.

Como fenómenos de la inteligencia (v.), ninguna de estas formas de inadecuación entre el pensamiento y la realidad tienen significación ética en sí mismas; pero sí la tienen, o pueden tenerla, en la causa que las ha producido, cuando el sujeto ha previsto que los juicios equivocados podían influir en su vida moral.

La i. se llama invencible, cuando no se la puede superar física o moralmente, es decir, por incapacidad absoluta, como en los niños y dementes, o por incapacidad relativa, como en adultos que en una situación determinada no cuentan con medios para salir de ella. Esta i. proviene, por consiguiente, de una causa involuntaria, o de no haber caído en la cuenta, sin negligencia culpable, cuando era tiempo de poderse informar, encontrándose luego en la imposibilidad de salir de tal estado. Se comprende que puede haber una i. invencible en sí misma, pero vencible en la causa; cuando en el momento mismo de obrar no se la puede superar, pero se pudo y se debió conjurar anteriormente esa situación, cuando se conoció, al menos confusamente, el deber de hacerlo.

La i. es vencible cuando se cuenta con medios suficientes para salir de ella, siendo o no obligatorio el hacerlo, según que haya o no obligación de adquirir conocimiento de lo que se ignora, y que se la advierta en caso de existir objetivamente. Esta i. se llama crasa o supina si no se aplica casi ningún medio para eliminarla, sobre todo tratándose de personas que por su profesión están obligadas a ello. Es afectada, cuando se la mantiene de propósito; bien fomentándola positivamente, bien guardándose de conocer lo que se debe, a fin de mantenerse más firme la realización de algún mal propósito, que la voluntad pudiera rechazar si el entendimiento le propusiera la verdadera condición de las cosas. La i. es grave simplemente, cuando sin llegar a crasa, todavía se retiene conscientemente con riesgo grande de cometer notables desórdenes morales por su causa. Y entonces, lo mismo que la crasa y la afectada de las que se puedan temer iguales consecuencias, es gravemente pecaminosa.

Principios morales generales. La i. quita al acto (en sí mismo o al aspecto ignorado o inadvertido de tal acto) la moralidad formal que tendría por su objeto o por las circunstancias desconocidas del mismo en sí o en relación con este sujeto, si fuera conocido según aquellas modalidades, cuando el acto se ha ejecutado precisamente por razón de esa i. Nada hay, en efecto, aceptado deliberadamente por la voluntad, si primero no se lo propuso el entendimiento. P. ej., si un hombre dispara voluntariamente contra otro, ignorando que es su padre, será reo de homicidio, pero no de parricidio. La i. quitará o no al acto su moralidad formal, con relación al aspecto ignorado del mismo, según que el sujeto haya sido o no culpable de encontrarse en ese estado de i. con previsión, al menos confusa, de las consecuencias malas a que se exponía. Cuando la voluntad ejecuta algo por i. antecedente del entendimiento, es decir, en disposición de no ejecutarlo si conociera la verdadera realidad, eso qpe hace es propiamente involuntario. La Iglesia condenó la proposición jansenista según la cual «aun cuando se dé ignorancia invencible del derecho natural, en el estado de naturaleza caída no excusa ella de pecado formal al que hace actos pecaminosos» (Denz.Sch. 2302).

El error hace que la moralidad formal no se corresponda en los actos con la material, sino con la idea del entendimiento; p. ej., una eutanasia (v.) concebida y propuesta como acto de misericordia para con un dolor irremediable, como un acto de piedad para con el deshauciado, es una acción formal y subjetivamente buena, aunque material y objetivamente sea un grave pecado (v. moRAL III, 1). El juicio moral sobre los actos ejecutados por i. depende de la responsabilidad que grave la conciencia respecto de la i. misma. Si ésta fue inculpable, sus consecuencias no pueden ser culpables; y los actos materialmente pecaminosos pueden ser formalmente honestos y saludables. Si fue levemente culpable, las consecuencias, por graves que sean materialmente, no se pueden imputar como falta mortal.

El mal que se causa por i. invencible no se imputa al agente: ni en sí mismo, porque no lo hace a sabiendas, ni en la causa porque no se pudo salir de la i. Así un error en materia de fe por simple incultura del creyente, que no pudo obtener mejor formación, o un desconocimiento total de la Revelación, por no haberle llegado la predicación de la fe, no suponen en el orden moral ningún pecado formal contra la fe. Está condenada la proposición de Bayo (v.) según la cual «es pecado la infidelidad puramente negativa de aquellos a los que no ha sido predicado Jesucristo» (Denz.Sch. 1968). Del mismo modo, una sentencia objetivamente injusta, que pronuncie un juez conforme a los datos razonablemente investigados y seriamente sopesados, ni grava su conciencia con culpa ni le hace responsable de los daños que se le seguirán a la víctima inocente a causa de la limitación insuperable de su juicio.

En cambio, el mal que se causa por i. vencible, y por lo mismo culpable, sea por falta de preparación desidiosa, sea por no aplicar la diligencia proporcional al asunto que se ha de resolver, cayendo en la cuenta de la incompetencia con que se procede, es imputable en la causa, aunque al momento de actuar se proceda con la máxima diligencia; y el sujeto se hace responsable en la medida de su previsión por los males que causa al prójimo. En algunos de esos casos, el mal hecho no será imputable al sujeto, sin embargo, no estará exento de responsabilidad jurídica, aunque no la tengan moral (v. RESPONSABILIDAD II y iii). Hubo respecto de estos efectos una voluntariedad negativa (v. VOLUNTARIO, ACTO), más o menos culpable según el grado de previsión y según la mayor o menor conciencia del deber de superar la i. por causa de ellas. La malicia, pues, no ha de considerarse con relación al mal producido, sino a la previsión que de él se tenía y a la i. que, a pesar de eso, se mantuvo entonces culpablemente. Existiría del mismo modo si, por buena fortuna, no se hubiera producido el mal físicamente.

La i. invencible en sí misma y en la causa es totalmente inculpable en cuanto a los efectos que de ella se siguen. Así un médico que se preparó con diligencia para su profesión y que aplica luego con una preparación normal todos los medios a su alcance para acertar en dictámenes y tratamientos de los pacientes, no es en modo alguno responsable de sus desaciertos. Podría empezar a serlo, si se diera cuenta de que no posee la competencia necesaria para los casos que tiene que diagnosticar, y, sin embargo, siguiera ejercitando temerariamente la profesión, no previniéndose contra los desaciertos mediante una interrupción para ulterior estudio, o mediante consultas de compañeros de profesión en los casos difíciles, etc.

La i. levemente culpable libra siempre de responsabilidad grave, aunque las consecuencias funestas de la misma sean en sí susceptibles de pecado mortal. La i. crasa o supina disminuye algo la responsabilidad respecto de lo que se hace culpablemente, puesto que está de hecho influyendo en la disminución de la voluntariedad respecto del mal causado; pero difícilmente modifica el grado de culpa. La i. afectada también disminuye la voluntariedad respecto de la acción en sí misma; pero no la disminuye en su causa. En cuanto a la culpa misma, es mayor, aun en la misma acción, por la obstinación de la voluntad en no separarse del mal, cuando procede con desprecio de la ley. Pero si se la mantiene por mero desorden afectivo, para asegurar el mantenerse en el propósito de ejecutar la acción, revela ciertamente una propensión grande hacia el objeto, pero la voluntariedad parece menor, puesto que si se conociera el objeto tal como es, la voluntad vacilaría o se retractaría. Nótese que cabe una i. afectada incluso para afirmarse más en el propósito del bien; p. ej., cuando uno procura ignorar la conducta ingrata de un indigente, para seguir ayudándole generosamente en su necesidad.

Cuanto más delicada, importante o trascendental es la decisión que haya de tomar con peligro de equivocarse en ella, más urge el empleo de los medios adecuados para evitar cualquier error, inadvertencia o descuido. Un juez, un médico, un político, etc., se harán responsables de sus decisiones equivocadas cuando, supuestas la debida preparación general, no aplican ulteriormente toda la atención, aun extraordinaria, que exijan los casos que han de resolver.

Más fácil es ignorar la malicia de una conducta particular en una situación determinada, que ignorar la ley general en la materia. La i. de derecho positivo civil o eclesiástico, aunque no se supone en el ordenamiento jurídico, en el moral libra siempre de pecado cuando es totalmente inculpable en el fuero interno (cfr. CIC can. 16,2202, etc.); por eso el aprecio moral y el jurídico sobre la i. son frecuentemente diversos.

Ignorancia inculpable respecto de Dios y de la ley natural. Se pregunta en teología hasta qué punto puede darse i. invencible respecto del conocimiento de Dios y la ley natural. Más concretamente: ¿Puede un adulto, una persona que ha llegado ya al uso pleno de la razón, permanecer de buena fe en un ateísmo negativo, es decir, en una simple i. de la existencia de Dios? La opinión común niega semejante posibilidad, en cuanto se entienda prolongada por un tiempo bastante notable. En la S. E. hay varios pasajes que condenan como culpable una i. semejante. En el A. T., el libro de la Sabiduría (13,1-10) afirma que los hombres pueden conocer, a través de los bienes visibles, a Aquel que es su Autor, descubriendo por las obras al Artífice; aunque también admite que pueden desorientarse por algún tiempo, no descubriendo su personalidad trascendente y que, por sus vicios, pueden ofuscarse e irse tras los ídolos. En el N. T. S. Pablo atestigua que «lo invisible de Dios, desde la creación se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables» (Rom 1,20-21). Y ese mismo sentir han manifestado la Tradición patrística y generalmente los teólogos, haciendo observar cómo la razón natural tiene frecuentes motivos para llegar por medio de la reflexión a este conocimiento, tanto a través de la creación visible como por introspección y descubrimiento en sí mismo de unas apetencias y aspiraciones que sólo pueden encontrar explicación y término en un ser trascendente. No obstante, nuestra limitación es tal, que la mente humana puede mantenerse en una condición como de infantilismo moral, sin uso pleno de su potencia, sea inducida por la educación atea y por el ambiente calculadamente arreligioso, sea por un materialismo imperante en la sociedad o por un progreso material que ilusione al hombre con las propias conquistas, hasta olvidarse de la necesidad de Dios (v. ATEíSMO).

En cuanto a los preceptos de ley natural más universales y a sus consecuencias lógicas generales o más particulares, se pregunta asimismo la posibilidad de una i. prolongada de los primeros principios fundamentales, como: Lo que no quieras para ti no lo hagas con otros»; «hay que obrar el bien y evitar el mal»; «se debe dar culto a Dios», etc. Y la respuesta común es que, en el adulto normalmente desarrollado en su sentido humano y social, no cabe i. inculpable durante mucho tiempo, sin que llegue a conocer con suficiente raerteza esos principios. Pero en cuanto a otros principios más particulares, y en cuanto a las consecuencias que se derivan de los primeros para la vida concreta, se admite fácilmente que puede darse una i. inculpable durante más tiempo, sobre todo cuando un mal hábito, la falta de cultura, las costumbres y el criterio de la sociedad en que se vive, favorecen la realización de un.falso concepto del orden moral, en el que se busca consciente o inconscientemente una justificación de la propia conducta.

La Iglesia, al condenar la proposición jansenista ya mencionada (Denz.Sch. 2302), supone implícitamente que se puede dar desconocimiento de la ley natural al menos en algún aspecto. Aquí no se concreta nada sobre las proposiciones de ley natural cuya ignorancia se supone posible; pero la proposición siguiente en el catálogo de Alejandro VIII da a entender que no se trata precisamente de principios muy generales, sino más bien de conclusiones ya remotas de ellos, sobre las cuales haya discusión entre los doctos: «No es lícito seguir una opinión probable, aunque sea la más probable entre las probables» (Denz.Sch. 2303). Es decir, como es éste el criterio que se desaprueba y se admite la formación de la conciencia a base por lo menos de sentencias muy probables, se da a entender que la discusión versa sobre puntos bastante particulares de la ley natural. Por la historia de la humanidad conocemos que se han podido ignorar incluso exigencias importantes. Y aún quedan puntos oscuros en aplicaciones remotas de los principios generales de ley natural (v. LEY VII, 1).

Algunas indicaciones pastorales. La i. es un mal que daña al hombre. Especialmente la i. culpable, ya que implica un apartamiento voluntario del bien; pero también la invencible, que le impide realizar todo el bien que debe y al que aspira su voluntad. De ahí la necesidad de una formación de la conciencia que coloque al hombre en una plena relación con el bien y con la voluntad divina para con él. Esa educación debe realizarse suaviter et fortiter, es decir, manteniendo con firmeza las exigencias de la ley divina y a la vez llevando al hombre al amor de la verdad y comprendiendo sus dificultades; de ahí algunas consecuencias pastorales de que hablamos a continuación.

Cuando la declaración de una verdad no hubiere de tener utilidad, sino más bien causar perjuicio, porque el conocimiento de la realidad objetiva no vencería la resistencia de la voluntad y convertiría en pecado formal el que hasta entonces era sólo material, la prudencia pastoral puede aconsejar que se silencie temporalmente sobre las exigencias morales objetivas y se permita el error; a no ser que se trate de leyes cuya transgresión perturba el bien público, o causa un escándalo en la comunidad del pueblo de Dios, o mantiene la misma persona que las quebranta en condiciones que a la larga van a serle peores que el perjuicio inmediato de conocer la verdad (Pío XI, p. ej., en la enc. Casti connubii urgió a los confesores a no disimular ante el error de los penitentes en cuanto al uso de matrimonio). Naturalmente no cabe disimular nunca ante el error o la i. culpable. Tampoco ante la inculpable, cuando versa sobre cosas absolutamente necesarias para la salvación, si el silencio actual supone riesgo de condenación para persona que ignora lo necesario (Denz.Sch. 2164).

Siempre hay que tener en cuenta la dignidad del que está en la i. y la condición sujetiva de sus actos. Jamás se podrá obligar a nadie, por consiguiente, a que obre materialmente el bien, pero procediendo contra el dictamen de su conciencia. En cambio, con motivo proporcionado, se podrá poner a un sujeto en condiciones que le hagan imposible ejecutar lo que le dicta erróneamente su conciencia; p. ej., privándole de los medios con los que intentara practicar la eutanasia de un allegado, creyéndose en el deber de hacerlo por piedad y misericordia. Es manifiesto que tampoco se puede sacar a nadie de su i. o error recurriendo a engaños o a cualesquiera otros procedimientos en sí mismo inmorales (v. TOLERANCIA IV).

Los educadores han de poner gran empeño en despertar la conciencia del deber que tiene todo hombre de buscar la verdad y de conocer el recto orden moral, aplicándose con diligencia a adquirir los conocimientos necesarios para el cumplimiento de los deberes naturales (profesionales, sociales, etc.), de los contraídos por el Bautismo o por el Matrimonio, y, en general, por cualquier compromiso personal.

V. t.: CONCIENCIA III.


M. ZALBA EBRO.
 

BIBL.: Pío XII, Alocución al Congreso de juristas católicos: AAS 45 (1953) 794-802; S. TOMÁS, Sum. Th. 1-2 q6 a8 q76; BERTKE STANLEY, The Possibility ot invencible Ignorante ot the natural Law, Washington 1941; M. ZALBA, Theologiae Moralis Compendium, I, Madrid 1958, 120-128; J. C. FORD y G. KELLY, Problemas de teología moral contemporánea, I, Santander 1962, 18 ss.; J. MAUSBACH y G. EMERCKE, Teología Moral Católica, 1, Pamplona 1971, 317 ss.; J. BRYS, De ignorantia eiusque influxu in actibus humanis, «Collationes Brugenses» 30 (1930) 116-121; I. HENRY, L'imputabilité de 1'erreur d'aprés Saint Thomas d'Aquin, «Rev. Néoscolastique de Philosophie» 26 (1925) 225-242; O. LOTTIN, La nature du péché Xignorance, «Revue Thomiste» 37 (1932) 634-652; 723-728.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991