Iglesia. Teología Dogmática 1.


Introducción metodológica. 1. Estudio y concepto teológico general. 2. Incorporación a la Iglesia. 3. Misión de la Iglesia. 4. Comunidad sacerdotal. 5. Comunidad profética. 6. Comunidad pastoral. 7. Iglesia universal e iglesias particulares.

Introducción metodológica. Al tratar la voz I. en el nivel propio de la Teología dogmática parece necesario comenzar con algunas advertencias metodológicas.

1) La primera de ellas consiste en recordar, aunque sea obvio, que bajo esta voz no se encuentra un tratado De Ecclesia completo. Viene, por ello, especialmente exigido en esta importante materia acudir a las remisiones o voces referenciadas que figuran a lo largo de los artículos. P. ej., un tratamiento más detenido y abundante del magisterio episcopal se encuentra en las voces MAGISTERIO ECLESIÁSTICO; OBISPO; COLEGIALIDAD EPISCOPAL y CONCILIO; la suprema función de gobierno en la I. que corresponde al Romano Pontífice viene desarrollada temáticamente en las voces PAPA; PRIMADO DE SAN PEDRO...; INFALIBILIDAD; etc. Por tanto, los artículos agrupados bajo la voz IGLESIA pretenden sólo dar una equilibrada exposición de los contenidos fundamentales de la fe católica acerca de la realidad misteriosa que llamamos I.

2) El punto de partida metodológico es la comprensión que la I. tiene de sí misma. No es una discusión teórica sobre las numerosas cuestiones «de Ecclesia» la que se encuentra en estos artículos, sino la descripción lo más fiel posible de una realidad viviente -la 1. de Cristoque, doctrinalmente se expresa de modo vinculante en lo que León XIII llamó «magisterio vivo, auténtico y perenne» (enc. Satis cognitum). En esta tradición doctrinal se insertan desde el «Credo ecclesiam catholicam» de los primeros símbolos hasta la sección eclesiológica del «Credo del Pueblo de Dios», de Paulo VI (1968), pasando por las grandes definiciones y declaraciones de Trento, Vaticano l y las encíclicas Mediator Dei y Mistici Corporis, de Pío XII. Adquieren también una especial relevancia algunos documentos del Conc. Vaticano II, sobre todo, la constitución dogmática sobre la I. Lumen gentium, no sólo por su contenido, sino por su carácter sintético, integrador y abarcante, con la consiguiente orientación metodológica para el teólogo que debe abordar estas cuestiones.

3) Los artículos 4, 5 y 6, de esta exposición al nivel de la Teología dogmática, contienen una descripción del ser y la actividad dé la I. a partir de la participación de ésta en los tres munera de Cristo, profético, sacerdotal y regio o real. La razón de ello es, en base a lo dicho más arriba, que la Const. Lumen gentium se sirve de este esquema, por otra parte tradicional, para exponer la peculiar naturaleza del nuevo Pueblo de Dios, colectivamente considerado, y el modo propio de participar en él ya sean los fieles (v.) en general, ya sean, en concreto, la Jerarquía eclesiástica (v.) y los laicos (v.). Otros documentos del citado Concilio han adoptado el mismo criterio de exposición y tratamiento de los temas eclesiásticos. Sin embargo, conviene advertir que, según declaró la Comisión teológica del propio Concilio, el esquema del triplex munus adoptado sólo pretende tener una utilidad metodológica e instrumental, no una validez dogmática; esa utilidad está, por tanto, condicionada a que no se pierda de vista la unidad de Cristo en su ser y en sus oficios salvíficos, unidad que trasciende a toda categorización; y a que, en consecuencia, no se compartimente el ser y la actividad de la I. (y del cristiano) de una forma mecánica y simplificadora. Ha de afirmarse, por el contrario, una -diríamos- «circuminsesión» o mutua implicación de esos tres oficios mesiánicos en Cristo y, analógicamente, en la I. y en cada uno de los cristianos. Se da, pues, una inseparada -e inseparable- participación de la I. en los tres munera citados. Así, lo manifiesta en muchos lugares la S. E. (cfr., p. ej., 1 Pet 2,4-10 y Apc 1,6 y 5,9 y 5,9-10, lugares clásicos en la teología y el magisterio para apoyar bíblicamente el sacerdocio común de los fieles, y en los que se entrecruzan los conceptos de Rey y Sacerdote). Sin embargo, por razones de claridad, se pueden y se deben distinguir los diversos aspectos, y con arreglo a este criterio se estructuran los tres artículos citados.

4) A lo largo de los diversos artículos se pone de manifiesto que toda la I. participa de la misión redentora de Cristo y, por tanto, de sus oficios mesiánicos; y que en el seno de este «pueblo mesiánico» (Lum. gent. 9) se da, por institución divina, una pluralidad de ministerios -diversos modos de participar en los oficios de Cristoordenada a la única misión de la l., la edificación del Cuerpo de Cristo: «est in Ecclesia diversitas ministerii sed unitas missionis» (Conc. Vaticano 11, Decr. Apostolicam actuositatem, 3). Esta perspectiva es la que nos ofrece el Magisterio de la Iglesia en la Const. Lumen gentium (cap. II y III especialmente) y la que se pretende reflejar en los citados artículos. La I. toda aparece así como «comunidad sacerdotal», «comunidad profética», «comunidad pastoral»: cada fiel -se ha dicho con sintética profundidad- es, de alguna manera, «oveja y pastor» (J. Escrivá de Balaguer). Pero no hay aquí anarquía ni falso democratismo carismático. Precisamente considerar la dimensión pastoral, sacerdotal y profética de la I. entera permite que aparezcan en su más profunda significación y en su irreductible necesidad los portadores del ministerio público en la l., que ejercen en servicio de sus hermanos la potestad que Cristo y sólo Él les confió en el sacramento del orden (v.): «Él mismo dio a unos ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y doctores: para el recto ordenamiento de los santos en orden a la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo» (Eph 4,11-12). Toda la I. es «sacramento» de salvación; el testimonio del más sencillo discípulo de Jesús es camino para el encuentro con Cristo; el Espíritu Santo anima a todos los fieles, suscitando por todas partes el testimonio del ejemplo, del trabajo y de la palabra. Dicho de otro modo: la comunidad y sus miembros participan del triple oficio de Cristo. Pero los hombres no podrían tener nunca la certeza de que en esa vida y en esa doctrina encuentran de modo indubitable a Cristo, a no ser por la existencia de un ministerio oficial y público -jerárquicode carácter sacerdotal instituido por Él en orden a asegurar de modo infalible y eficaz la presencia de Cristo, Cabeza de su cuerpo, en medio de los fieles y de todos los hombres. Este ministerio es el medio de que Cristo, Señor del mundo, se sirve para asegurar a los hombres que es su palabra la que, en efecto, se les predica y que es el misterio redentor de su vida lo que, en efecto, se les entrega: el magisterio (v.) infalible y la eficacia ex opere operato de los sacramentos (v.) son los casos supremos de esta actuación ministerial, y sobre todo, la potestad de consagrar la Eucaristía, por la que se hace presente para la comunidad no ya la fuerza salvífica de Cristo, sino Cristo mismo en su ser personal redentor. Por eso el Vaticano II recoge la fórmula tradicional, diciendo que los ministros del Señor actúan «in persona Christi» (Lum. gent. 10; «Dios puso en nuestras manos la Palabra de reconciliación. Somos, pues, representantes de Cristo, como si Dios os exhortara por nosotros»: 2 Cor 5,19-20). El ministerio ejercido in persona Christi aparece así como un don misericordioso de Dios a la I. para eliminar toda ambigüedad en el encuentro con Cristo y está para ello dotado de la existencia del Espíritu Santo que Cristo prometió y envió (cfr. Vaticano 11, Decr. Ad gentes, 4). El ministerio sacerdotal y su ejercicio no son algo separado y externo a la comunidad, sino un momento interno de la I. misma, que se estructura como un servicio a la misión de la 1. total. La representación de Cristo por los titulares jerárquicos no acapara, pues, la misión de la I., situando a los fieles como simples sujetos receptores de la acción de los ministros. La eclesiología propuesta por el Magisterio del Vaticano II ha sido a este respecto trascendental, al situar la teología de los ministerios en el seno de la teología de la misión de la l. toda. El ministerio de la Jerarquía eclesiástica aparece así como un servicio de estructura sacramental y vicaria por el que se ejercita el señorío salvífico de Cristo sobre su I. y, de este modo, se produce el enriquecimiento de la comunidad en orden a que ésta ejerza la misión que le ha confiado Cristo mismo. Como ha escrito A. del Portillo, «Cristo, primogénito de toda criatura (Col 1,15) está presente en el sacerdote para hacer que el entero Pueblo sacerdotal de Dios pueda ofrecer al Padre su culto y oblación espiritual» (Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970, 115; ver todo el cap. titulado «Jesucristo en el sacerdote»). Los titulares del ministerio público no sólo no acaparan la misión de la I., sino que el sentido mismo de su existencia es servirla.

PEDRO RODRÍGUEZ.

1. ESTUDIO Y CONCEPTO TEOLÓGICO GENERAL.

1) Noción general. 2) Algunos rasgos característicos de la renovación de la eclesiología. 3) El término «Iglesia». 4) La Iglesia misterio. 5) La Iglesia sacramento. 6) La Iglesia en la historia. 7) La Iglesia ¿comunidad o sociedad? 8) Propiedades de la Iglesia. 9) La realidad escatológica de la Iglesia. 10) La Iglesia y las otras sociedades. 11) Conclusión.

1) Noción general. Para obtener una visión de conjunto de la I., es indispensable comenzar por dar una noción general que sea al mismo tiempo clara, sintética y viva. Como muestra la historia, el tratado de la 1. es de origen más bien reciente (v. ECLESIOLOGÍA); hasta la baja Edad Media en Occidente y hasta la época moderna o contemporánea en Oriente, sería difícil encontrar un tratado sistemático sobre la comunidad de los discípulos de Cristo, comparable, p. ej., al de la Trinidad, de la Encarnación o de la Gracia. La realidad eclesial era plenamente vivida por el cristiano, pero no se sintió la necesidad de una sistematización científica: fueron las controversias en los países latinos con los precursores de la herejía protestante y, sobre todo, con los mismos protestantes, las que suscitaron la elaboración de un tratado autónomo De Ecclesia. Al principio, los puntos de vista apologético y dogmático se encontraban frecuentemente mezclados, pues los interlocutores no eran incrédulos, sino cristianos separados del catolicismo que constituían comunidades a las que se debía calificar generalmente de cismáticas o heréticas; contra éstas no había necesidad de demostrar el origen divino, el primer desarrollo y el fin de la asociación de los fieles de Cristo; la discusión principal se centraba en la cuestión de saber en dónde se encontraba la verdadera I. de Jesús. Así se explica la célebre «definición» de S. Roberto Belarmino: «La Iglesia es la sociedad de los hombres unidos por la profesión de la misma fe cristiana y la participación en los mismos sacramentos, gobernados por los pastores legítimos y, sobre todo, por el único Vicario de Cristo sobre la tierra, el Papa de Roma» (Controversiae, 11,3: De Ecclesia militante, ed. Cologne 1619, 108). Como puede verse, todas las condiciones enumeradas hacen referencia a factores externos y visibles; no son mencionadas la finalidad de la I. y la gracia.

La presencia de nociones religiosas básicas generalmente aceptadas y vividas en el mundo de los creyentes bastaban por otra parte para orientar el pensamiento fundamental. Cuando en el s. XVIII y, sobre todo, en el xix, se hizo cada vez más predominante el racionalismo deísta (v. DEíSMO), se hizo urgente organizar la defensa y redactar en consecuencia un tratado apologético basado en la historia y el raciocinio; de ello resultaba la existencia Y -la credibilidad de la sociedad fundada por Cristo; temas muy importantes pero que no conducen más que al umbral de la fe y de la teología dogmática explicativa.

Esta disciplina -la teología dogmática- no se ocupa solamente de lo que la I. nos propone para que lo creamos, sino también de la I. misma. En otras palabras, no se la considera únicamente como órgano de enseñanza, sino, sobre todo, como objeto de fe e instrumento de salvación. Ahora se comprende por qué el Conc. Vaticano II se ha hecho la pregunta siguiente: «Iglesia, ¿qué dices de ti misma?». La primera preocupación no es, por consiguiente, buscar una definición estricta de la I. siguiendo un método metafísico, sino describir esta parte del contenido del mensaje evangélico que se refiere al organismo instituido -por el Salvador para continuar su obra.

Una descripción de este género depende exclusivamente del enunciado de las fuentes de la Revelación; ahora bien, ésta no es un conjunto de proposiciones teóricas que podrían servir de premisas para deducir de ellas conclusiones cada vez más detalladas; la Revelación (v.) es el anuncio de la salvación (v.) y, al mismo tiempo, su realización, siempre que medie la libre respuesta de los hombres. Contiene ciertamente afirmaciones nocionales, sin las cuales no llegaría hasta nuestra facultad intelectual y nos dejaría en la ignorancia de lo que se nos da y de lo que se nos exige; pero hace más que eso: si la aceptamos, transforma nuestra vida, nos da la libertad de los hijos de Dios, nos hace practicar la caridad divina y pone en tensión nuestras energías para conducirnos a través de nuestra vida terrestre al término de la bienaventuranza eterna. Ninguna verdad humana, por elaborada que esté, es capaz de obtener un resultado semejante, que trasciende todos los límites creados, para sumergirnos plenamente en el «misterio» del Padre celestial. He aquí la razón pór la que siempre será imposible dar de la I. una definición exhaustiva y que satisfaga completamente nuestro espíritu; será siempre de naturaleza analógica, pues implica inevitablemente un elemento divino. Ahora bien, la analogía (v.) entre Dios y la creatura, según el IV Conc, de Letrán, contiene siempre más desemejanza que semejanza (Denz.Seh. 806); por consiguiente, hasta el momento en que aparezca la luz perfecta, la naturaleza profunda de la I. permanecerá como un centro luminoso ciertamente, pero velado y rodeado de sombras; es imposible en consecuencia hacer translúcida totalmente para una persona incrédula esta noción que es al mismo tiempo una realidad dinámica.

Entre las dos guerras mundiales la expresión más usada para describir la I., se encontró basándose en la lectura de S. Pablo. El Apóstol nos habla un número impresionante de veces de la l. como del Cuerpo del Señor. La imagen era fecunda y progresivamente S. Pablo había puesto en evidencia sus diferentes aspectos. Insistió en primer lugar en el tema de la solidaridad de los miembros en una sola corporación, observando, sin embargo, que en el caso presente «el cuerpo eclesial» se constituye a partir de los sacramentos, lo que no encuentra equivalente en el dominio civil; además, con un verdadero enriquecimiento de la analogía, Cristo es Cabeza o Jefe de la I., no sólo a título de órgano directivo, sino superando la idea de poder, como centro y fuente de vida deífica, comunicando su plenitud a los elegidos de su Padre (cfr. Const. Lumen gentium, 7). No se podrá agradecer suficientemente a Pío XII su enseñanza a este respecto en la enc. Mystici Corporis (29 jun. 1943), en la que defendió esta presentación contra ciertos teólogos que o bien estaban apegados demasiado ansiosamente a un pasado reciente, o bien se inclinaban a las novedades peligrosas, sobrepasando o falseando, por otra parte, la perspectiva paulina (V. CUERPO MÍSTICO).

Entretanto las investigaciones teológicas no cesaban y los exegetas más atentos se-daban cuenta de la multiplicidad de las figuras que en el N. T. ilustran la 1. Más todavía, han observado que S. Pablo no partía en el fondo de la idea de la 1. Cuerpo de Cristo, sino, en general, de la del Pueblo elegido del A. T., transformado en la Nueva Alianza en Pueblo Nuevo, definitivamente en ruta hacia la Ciudad permanente y disfrutando ya de las primicias del Reino (cfr. L. Cerfaux, o. c. en bibl.). Ciertamente, el Apóstol hace notar que esta multitud constituye de una manera misteriosa el cuerpo de Jesús, lo que no podía realizarse en la antigua Economía, pues aún no había tenido lugar la Encarnación. Pero si hoy día hemos sobrepasado el tiempo de la promesa (y el de la esclavitud) para disfrutar ya de la prenda de la vida divina, sigue siendo verdad que esperamos todavía nuestra redención completa.

La descripción de la 1. como Pueblo de Dios en marcha posee la ventaja de poner bajo nuestros ojos un conjunto organizado de personas individuales, llamadas cada una por su nombre y comprometidas en un arduo peregrinaje, pero con la certeza de llegar al término. La noción está sacada del mensaje del N. T.; está comprometida en la historia, a la que supera por otra parte, y hace el equilibrio entre el personalismo y el espíritu comunitario; es portadora de energía espiritual y arrastra a todo el mundo sin distinción; no se la puede restringir solamente al laicado, también la Jerarquía forma parte integrante del Pueblo de Dios; tampoco se puede reservar el nombre de 1. para el clero, también los laicos son miembros de pleno derecho. La Const. Lumen gentium observa rigurosamente esta interpretación que identifica concretamente la I. y Pueblo de Dios (v.).

2) Algunos rasgos característicos de la renovación de la eclesiología. Lo que importa, por consiguiente, no es elaborar en primer lugar una definición abstracta de la I., sino llegar a la conciencia de la solidaridad de todos los católicos en la unidad del organismo animado por el Espíritu de Cristo para la gloria de Dios y la santificación de los hombres, desarrollando también los lazos que nos unen a todos los bautizados y también a todos los hombres rescatados por Cristo. Los rasgos principales que configuran la imagen de la 1. pueden enumerarse de diversas maneras. El Conc. Vaticano II ha subrayado sobre todo las siguientes características.

a) Siguiendo el consejo de Pío XII en la enc. Humani generis (Denz.Sch. 3886), Juan XXIII, en el discurso inaugural del Concilio (11 oct. 1962), exhortó vivamente a los Padres conciliares a que rejuvenecieran su fe al contacto inmediato con las fuentes de la teología. Sería como un pecado hacer poco caso de la considerable aportación que los biblistas, los patrólogos y hasta los medievalistas han proporcionado a nuestro conocimiento especulativo y práctico del dogma desde su origen. Al contrario, al contacto con la Palabra de Dios, en la Escritura Santa sobre todo, tocamos con el dedo, por así decirlo, la virtud vivificante del mensaje. La Teología no comienza con la escolástica, ni con ella se termina; empieza desde el momento en que un dócil oyente de la Revelación se pone a reflexionar sobre el anuncio que Dios mismo le hace llegar y al que haría poco honor si pusiera el pretexto de su incapacidad para comprender un lenguaje tan elevado. Este lenguaje es siempre humano y, por consiguiente, deficiente en relación con la Verdad enunciada, pero no está desprovisto de sentido, pues Dios nos lo envía precisamente para hacernos comprender algo de su profundidad inefable. Es la afirmación de S. luan: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, pl lo ha mostrado» (lo 1,18).

La palabra de Dios no queda suspendida en el aire: es dirigida a personas que viven en un determinado medio. La primera generación que ha escuchado la voz de lo alto ha trasmitido fielmente lo enunciado; para darnos cuenta de su contenido y de sus matices, debemos descubrir lo más exactamente posible lo que los oyentes primeros han comprendido y lo que han querido trasmitir a sus sucesores, bajo la vigilancia del Magisterio eclesiástico (v.) iluminado por el Espíritu Santo. He aquí el método que nos permitirá disfrutar también a nosotros de esta auténtica impresión de novedad que caracteriza a la Palabra eterna, novedad que no agotaremos jamás. Es el momento de acordarse del aforismo de S. Ireneo sobre el Espíritu Santo, presente en la l., que rejuvenece sin cesar, como un bálsamo precioso, al vaso que le contiene (Adversus Haereses, 111,24,1: PG 7,960).

La Tradición (v.) envuelve por consiguiente a la Escritura a la que venera como inspirada directamente por el Espíritu Santo, pero también esta Tradición es viva. Lejos de consistir en una repetición material de sentencias, comunica una realidad viva, dirigida no sólo a nuestra inteligencia sino a nuestra total existencia ante Dios y ante nuestros hermanos. Es lo mismo que decir en otros términos que los antiguos testigos, sobre todo los que han sido especialmente honrados por la I. como sus Padres y Doctores, son también y siempre los maestros que dirigen nuestra concepción, nuestro culto y nuestro comportamiento cristiano. La Liturgia (v.) en particular es una mina de primer orden porque toca inmediatamente el misterio y manifiesta a la vista y presencia de toda la comunidad.una excepcional continuidad; por eso, el prurito de cambios litúrgicos improvisados corre el riesgo de hacernos perder tesoros.

Un método apto para describir la 1. es, por consiguiente, el que sigue el camino histórico-genético, buscando la verdad desde sus raíces y siguiéndola durante el curso, a veces agitado, de su desarrollo. Las controversias y los concilios nos documentan en gran manera; por otra parte, la primera aurora de la verdad revelada es particularmente luminosa para fijar el punto de partida de una evolución que jamás podrá renegar de sus orígenes, ni aun en el corazón de las más violentas agitaciones.

El Conc. Vaticano II ha criticado el triunfalismo humano, pero no la confianza inquebrantable en la asistencia del Espíritu Santo que mantendrá la I. a través de todas las tempestades interiores y de todas las persecuciones y pruebas. Esta confianza es una forma de la fe infundida por el Paráclito. Lo que quiere decir que la 1. no podría comprenderse sino como órgano y como parte integrante del misterio. Los que miran a la I. únicamente desde el exterior (cosa que puede suceder aun a católicos) tienen que escandalizarse; en efecto, ella comparte la suerte del Hijo de Dios encarnado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, mas, para los elegidos, sabiduría y fuerza del Padre (1 Cor 1,23-24). El empleo de la palabra misterio (v.) no es una escapatoria ante las dificultades de interpretación; sabemos que todas nuestras teorías o imaginaciones a propósito de Dios y de sus quereres nos harían caer en el vacío del error si quisiéramos identificarlas con Él; todo eso no es Dios mismo, ni la salvación que nos promete, ni el órgano que Él instituye en este plan; este plan es exactamente lo que S. Pablo llama el misterio; supera nuestras capacidades intelectuales y hasta la extensión de nuestros deseos; pero lejos de ser irreal, constituye, por el contrario, la suprema verdad y esta verdad es salvífica.

b) Esa verdad salvífica nos alcanza aquí sobre la tierra en donde todo está empeñado en el desarrollo de la historia. Nuestra época está particularmente sensibilizada a la historicidad de la existencia humana a todos los niveles, sobre todo desde el momento en que el ritmo evolutivo de nuestra vida y de su entorno se ha hecho extremadamente rápido. Sólo Dios es eterno. Nuestro ser no está acabado; está en devenir hasta el gran día. También la Revelación entra verdaderamente en la historia; más todavía: la creación es un acontecimiento que designa el término inicial de la obra que Dios ha querido salvífica.

Muchos se engañan en esto: el Credo no es una pura enumeración de proposiciones abstractas; cuenta la historia desde el principio de las cosas visibles e invisibles creadas por el Padre; fija en el tiempo la Encarnación, nacimiento y pasión del Hijo (bajo Poncio Pilato), y después la resurrección al tercer día; muestra, por fin, cómo el Espíritu, enviado en Pentecostés, hace que la I. aparezca ante el mundo, la hace progresar y la conduce al término final de la vida eterna.

A lo largo del A. T. la Revelación misma crece, y si hoy, en la plenitud de los tiempos que ya ha comenzado, ningún elemento nuevo le es añadido, debemos, sin embargo, penetrar cada vez más en la inteligencia del misterio eclesial adaptando a él toda nuestra vida temporal. Una definición estática de la I. sería falsa desde el momento en que la 1. está en marcha. Por otra parte, el Señor la acompaña según su promesa formal de estar siempre con sus, discípulos. La esencia de la I. implica el movimiento; sin ello, sería inercia y muerte. Esto no quiere decir de ninguna manera que el movimiento se degrade en mutaciones indefinidas y sustituya a la institución un acontecimiento o una serie de acontecimientos en punteado, sin consistencia ni continuidad. Mas para pensar con precisión, es necesario reflexionar bajo la luz siempre más abundante del Espíritu de verdad. La Escritura inserta este avance «de luz en luz» en el corazón del misterio desvelado por el Espíritu; no hay motivo, por consiguiente, para escandalizarse o para entristecerse por el hecho de que la 1. no permanezca inmóvil; su fundamento no se mueve, porque este fundamento o esta piedra angular es Cristo; y si Jesús ha fundado su 1. inquebrantable sobre la roca de Pedro, es para que éste y sus sucesores dirijan la I. peregrinante y, por consiguiente, en marcha, con una perfecta fidelidad a la fe, a pesar de los incidentes de la ruta que no deben asustarnos ni hacernos titubear. Las dificultades pueden asaltarnos, y no siempre descubrimos inmediatamente la solución deseada, pero ninguna de ellas nos hunde en la duda consentida y mortal.

c) La sociedad contemporánea, al menos en los países industrializados que son generalmente de antigua cristiandad, no sostiene ya, por medio de sus instituciones y de sus modos generales de pensar y de obrar, ni a la I. ni al comportamiento cristiano del bautizado individual. En otro tiempo era el no-creyente el que se oponía a su ambiente; hoy, con mucha frecuencia, es el cristiano convencido el que desempeña el papel de no-conformista en medio de la ciudad secularizada. Con matices diversos, la situación es la misma en los países de la diáspora católica, en las jóvenes iglesias, y en las regiones . a las que apenas ha llegado la predicación evangélica. Para ser un verdadero fiel, es necesario hoy día un temple de carácter que trascienda lo vulgar. Más que hasta ahora, tal vez, la personalidad cristiana debe edificarse y hacerse valer: lo que paradójicamente, quizá, exige más que nunca el espíritu comunitario; porque ser una personalidad no significa de ninguna manera encerrarse en el aislamiento sino, al contrario, abrirse a una fraternidad sin límites. Nada de extraño, por consiguiente, que el renacimiento del rico concepto de I. ponga de relieve tanto el compromiso personal como el espíritu de servicio; por otra parte, el uno no va sin el otro; pero no perdamos de vista que si Cristo ha sido perfectamente «el hombre-para-losotros», es porque era sin ninguna restricción «el hombreante-Dios», el Hijo predilecto y amorosísimo de su Padre.

La I. es evidentemente una comunidad del tipo más bello que uno pueda soñar, pero no es una colectividad que aplasta a sus miembros para reducirlos a polvo. Una dificultad más para definir exhaustivamente a la Iglesia. Esta vez, el obstáculo que se opone a toda simplificación ilegítima de su noción es precisamente la compleja riqueza de su misterio. Sobre este punto del espíritu de «comunión» (v. u, 6), después de una etapa teológica demasiado individualizante, hemos podido retornar, sin perder por ello las ventajas de la institución y de la autoridad, aplicando con más flexibilidad las reglas que regulan las relaciones entre pastores y dirigidos, en una colaboración más perspicaz y más adulta, y, por consiguiente, más obediente en el fondo, que en otros tiempos. Los que tienen el poder jerárquico se acordarán, pues, de que no son instituidos para ser los primeros servidos sino los primeros servidores. Si en el seno de una familia los modos de ejercer la autoridad cambian con la edad de los hijos, el mismo fenómeno se observa en la comunidad cristiana.

Pero nos engañaríamos si nos imaginásemos la noción de la colegialidad (v.), y hasta la de «comunión» en toda su extensión, como una panacea definitiva. También aquí será necesario más generosidad y más abnegación de lo que algunos piensan, para permitir al Espíritu Santo que haga madurar los frutos de este redescubrimiento de comunión del que nos alegramos. Ha de cuidarse no institucionalizar exageradamente los intentos de diálogo entre la jerarquía y el laicado, respetando los órganos de la autoridad instituidos por el Fundador de la Iglesia.

d) Sería una equivocación definir la persona, concebida en medio de la comunidad, como una entidad cerrada, preocupada por guardar su carácter singular, porque esta manera de ver y de vivir conduce al repliegue sobre sí mismo y de este modo el individuo se condena a perecer. También él, lo mismo que la sociedad de la que forma parte, debe estar vigilante para guardar una apertura completa hacia lo real, cósmico y celeste.

Así, el hombre no puede considerarse como un espíritu cerrado en una concha corporal vista como una triste prisión. La palabra sarx (carne), empleada frecuentemente por S. Pablo, no significa el cuerpo humano, sino la condición débil y sobre todo culpable de la persona humana (v. HOMBRE 11, 1). En cuanto al cuerpo, el Apóstol le llama templo habitado y santificado por el Espíritu Santo.

La I. no desprecia ni el cuerpo ni el universo material; y cuando ha predicado «el desprecio del mundo» es en un sentido bien definido, a saber, la repulsa del mundo malvado, corrompido por el pecado y colocado bajo el dominio usurpado del espíritu maligno. ¿Podrían los santos desestimar el cosmos salido de las manos de Dios y destinado, después de la restauración general, a una nueva existencia? (V. MUNDO III, 1).

Cuando se establece una oposición entre la I. y el mundo, es preciso prestar atención. La I. está allí para salvar el mundo pecador por la virtud de Cristo y hacerle partícipe de la bienaventuranza y de la gloria; pero, una vez más, esta transformación, que sobrepasa nuestra imaginación, se opera solamente por la victoria de la fe. Ésta, en cuanto corresponde a la voluntad salvífica de Dios, no excluye a nadie de su perspectiva, a ninguna época, a ninguna región, a ninguna raza, a ninguna condición social. La I. es una sociedad en donde se entra desde los cuatro puntos cardinales y en cada uno de sus cuatro muros hay tres puertas de acceso. He ahí la descripción de la Jerusalén que proviene de lo alto, según el Apocalipsis. No es necesario añadir nada para completar esa descripción, excepto un solo punto: sobre los umbrales de las doce puertas se encuentran grabados los nombres de los doce apóstoles del Cordero (Apc 21,9 ss.). La ciudad celeste establecida sobre la tierra, la profecía lo dice también, debe crecer y desarrollarse, santificarse cada vez más y extender su amplitud, porque es un ser animado, aun cuando la comparación con una ciudad no evoque directamente todos estos aspectos. Desde este punto de vista, la comparación del cuerpo es más expresiva.

Estos aspectos de crecimiento y de progreso en la santidad pertenecen a la naturaleza de la 1. que es viva. No hay descripción aceptable para ella si se guarda silencio sobre el trabajo pastoral (v.), cuya fuerza la constituye la dulzura caritativa. La pastoral engloba la educación religiosa y moral, la catequesis regular y la espiritualidad; se abre también al esfuerzo ecuménico por la unidad entre todos los cristianos y a la empresa misionera, concebida y realizada para unir en el redil a todas las ovejas dispersas por el mundo. Separar la dogmática de la ética y de la piedad es una división nefasta. Reconozcámoslo: los manuales De Ecclesia de la época precedente en su gran mayoría apenas rozan el tema del ecumenismo y de la misión, no tienen ningún capítulo sobre los laicos (v.), ni sobre los carismas (v.), ni sobre el sentido de la fe (v.) del pueblo cristiano, y conceden poca acogida a las preocupaciones pastorales y catequéticas. Algunas veces se ha intentado llenar estas lagunas inventando una teología especial, llamada kerigmática, que pondría las verdades reveladas al alcance de los hombres sencillos, poniendo como eje de la exposición la vida de todos los días, estando reservado el resto a las investigaciones especializadas para la satisfacción de los sabios. Pero, ¿merecería el nombre de teología semejante dogmática para los solamente iniciados, si no considera la fe vivida, toda vibrante y toda resplandeciente, que debe ser comunicada de hombre a hombre? Los primeros siglos cristianos han abierto escuelas, pero no han erigido una 1. inmóvil, ni una secta pseudo-mística, ni un conventículo de letrados.

La definición estricta de la I. no se hace más fácil después de las diversas reflexiones que acabamos de hacer, pues cada una de nuestras consideraciones hace saltar las fronteras, mientras que toda «definición» se propone fijar límites. Todos los conceptos que encontramos están marcados por un dinamismo superior, que proviene del Espíritu de verdad y de vida. No es extraño que nuestra enseñanza a propósito de la I. deba constantemente fortalecerse volviendo a su primer impulso y a su primer fervor, lo que sólo puede lograrse a través de una resurrección del sentido de Dios. Sino ya sólo el vocablo «Dios» se vuelve vacío e insulso para el espíritu moderno, sino también su misma realidad es tomada en consideración exclusivamente para ordenarla al servicio, algunas veces pervertido, del hombre; si Dios mismo desaparece en la inteligencia de nuestros contemporáneos, no asistiremos a ninguna renovación de la I., ni de su teología, ni de su virtud santificarte, ni de su poder de extensión. Un «Dios muerto» no podría hacer vivir a la I.

3) El término «Iglesia». Quizá sea útil comenzar la exposición sistemática por el análisis etimológico de la palabra que en las lenguas greco-latinas designa la comunidad cristiana (Iglesia, Église, Igreja, Chiesa). Otras lenguas, las germánicas, p. ej., emplean un vocablo diferente cuyo origen evoca otro aspecto de la misma realidad; la palabra Iglesia es más bíblica; es usada ya en el A. T.; los términos Church, Kirche, Kerk, Kyrka, etc., derivan de kyriaké (oikia), es decir, la casa del Señor, del mismo modo que oímos hablar en el N. T. del «día del Señor».

La semántica, no obstante, no deja de ser en las dos categorías lingüísticas iluminadora. Ecclesia, tanto en griego bíblico como en latín, designa preferentemente a la Asamblea actualmente convocada por Dios, deseoso de entrar en contacto con los creyentes llamados a la salvación y dispuestos a responder. La palabra, en sí, puede designar una reunión popular cualquiera, pero en la versión griega de los Setenta traduce, en la mayor parte de las veces gahal-Yahwéh (v. i, 1), es decir, el conjunto de aquellos que pertenecen a la nación santa, portadora para sí misma y finalmente para todas las naciones de la promesa de salvación. La aplicación privilegiada del término se refiere a la asamblea cultual; por extensión, designa a aquellos que forman parte del pueblo escogido, sobre todo en la época del paso por el desierto. En el A. T. es rara la expresión «Iglesia de Dios» (Neh 13,1). Generalmente los textos hablan de 1. (o de sinagoga= reunión) del «Señor»; pero sabemos que Señor (Kyrios) designa en la Biblia griega al Todopoderoso (Num 20,4, y muchas veces en Dt 24,1-9). El Pueblo se reúne para honrar a Dios y escuchar la proclamación de su voluntad. Es Él quien escoge a la tribu israelita, a pesar de su pequeñez y de su repetida infidelidad, para hacer de ella una raza elegida y un sacerdocio real, encargada de una función profética con un alcance ilimitado (1 Pet 2,9-10). En el N. T. serán los discípulos de Cristo, sin distinción de raza, los que según las promesas formarán el verdadero «Israel de Dios» (Gal 6,16; cfr. 3,29). Más tarde, los cristianos se califican preferentemente como Iglesia, mientras que los judíos usan el término Sinagoga. La idea de la elección es importante. Sería inexacto concebir el origen de la 1. como una asociación voluntaria de diferentes personas que individualmente tienen fe y que decidirían después formar una sociedad; el que forma a la comunidad es el mismo Dios; he ahí por qué la I. se basa en una vocación divina y no en convenciones humanas (v. ELECCióN DIVINA).

Si desde la Antigua Alianza las perspectivas son universalistas, es necesario esperar la venida del Hijo de Dios para verlas realizadas. Desde ese momento, la 1. de Dios, al menos en muchos textos extremadamente significativos, es designada como «la Iglesia de Cristo». Recordemos las palabras de Cesarea donde Jesús declara que edificará «su Iglesia» sobre la roca de Pedro (Mt 16,18), y ese otro texto abreviado (Act 20,28) que habla de «la Iglesia de Dios que £1 se adquirió con su propia sangre». La designación de «Iglesia de Cristo» no tiene, por consigiente, nada que pueda extrañarnos; coincide prácticamente con la expresión más larga que identifica a la «Iglesia de Dios» con «los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos...» (1 Cor 1,2).

Que el Pueblo de Dios se personifique y pueda finalmente llamarse un cuerpo no debe extrañarnos, sobre todo teniendo en cuenta que, como dice S. Pablo, es el único pan eucarístico el que transforma a todos los participantes en el único cuerpo vivo del Señor, es decir, en su persona divino-humana. En el pasaje de 1 Cor 10, 17, la palabra «cuerpo», según los mejores exegetas, no tiene un mero sentido colectivo, sino que indica que los que comen este único pan se hacen de una manera misteriosa el cuerpo del Hijo de Dios encarnado (L. Cerfaux, o. c. en bibl.).

Basándonos en esta identificación mística, comprendemos lo bien fundado de la apelación Kyriaké (oikia) : casa o familia del Señor, para designar la reunión de la nueva nación santificada, que se reúne para la celebración litúrgica en un mismo edificio, a veces una humilde habitación (domestica Ecclesia), símbolo y casi sacramento del Templo definitivo, idéntico a su vez con el cuerpo crucificado y resucitado de Jesús (lo 2,19). La liturgia de la Dedicación de las iglesias ha utilizado ampliamente esta metáfora (Coelestis Urbis Jerusalem). Reuniendo el edificio sagrado y la carne vivificante en una sola frase, S. Cirilo de Alejandría escribe: «El Verbo de Dios habita en nosotros como en un templo único, en el cuerpo que él ha asumido para nosotros y de nosotros» (In Joannem, 14: PG 73,163).

Queda, sin embargo, una cuestión en suspenso; la I. designada de este modo, ¿es la comunidad local restringida o la asamblea de los hermanos esparcida por el mundo entero? ¿A cuál se refería el uso primitivo? El problema es menos importante y menos complicado de lo que a primera vista parece. La 1. de una ciudad, aunque fuese la ciudad-madre de Jerusalén, sólo sería una secta si no conservara la comunión con todos los elegidos; basta para probarlo recordar el encabezamiento de las cartas a los Corintios (1 Cor 1,2 y 2 Cor 1,1); el Apóstol no escribe a la 1. de los Corintios sino «a la Iglesia de Dios que reside en Corinto». Reside también en otras partes, permaneciendo siempre la misma. En numerosos textos se habla de Iglesia o de Iglesias, siendo empleados el singular y el plural indiferentemente. Toda la 1. está presente allí en donde se reúnen los cristianos; insertándose en el grupo local, el neófito se incorpora en la Catholica. La teología dirá en términos técnicos que la fundación de Cristo es una y universal, esparcida sin división, implantada en un lugar restringido sin dejar de ser toda la colectividad.

4) La Iglesia misterio. Es necesario profundizar más para descubrir la explicación del fenómeno que acabamos de señalar. No basta la sociología; debemos recurrir a la raíz del dogma. Prácticamente nos sumergimos de este modo en el corazón del misterio, tal como lo hemos definido, como el plan salvífico de Dios.

Con demasiada frecuencia el dogma de la Trinidad (v.) se presenta a la razón humana como un problema de aritmética «sobrenatural», insoluble e inútil; pesa sobre nuestro entendimiento sin vivificarlo. Dios no nos ha hablado, sin embargo, para cubrir de vergüenza nuestra pobre razón; nos ha revelado y comunicado su vida íntima por medio de la obra que las Tres Personas en un impulso indivisible realizan en nosotros, su obra de creación y de redención que lleva en grados diversos la marca de su carácter personal y de su unicidad fundamental. Los griegos dirían que la Trinidad ontológica se expresa en la Economía que es funcional y no puramente teórica. En otras palabras, sabemos, en la medida en que esto es posible, lo que son las divinas personas gracias a lo que ellas hacen para nosotros.

En la S. E. y en la patrística antigua, el término Dios designa de ordinario a Dios Padre, como sucede, p. ej., en Heb 1,1: «De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo». Ha sido el Padre quien amorosa y misericordiosamente ha concebido desde toda la eternidad el plan de salvación universal; ha creado el universo para el hombre a quien deseaba elevar a la participación de su vida divina, a pesar del pecado y hasta con más abundancia de gracia después del pecado. Él no ha creado solo, sino que lo ha hecho con su Verbo y con su Espíritu consustanciales a Él; y ha decidido que su Hijo fuera el modelo del hombre, estableciendo llamar a los hombres a reproducir la imagen del Primogénito. Él no quería que el hombre estuviese aislado, que se pudiera multiplicar indefinidamente pero perdiéndose en una masa atomizada de individuos; al contrario, le concibió y le creó hombre y mujer para formar una familia y, lo que es más todavía, una comunidad universal, a saber, la unión de los «llamados». Con todo derecho lleva ésta, por consiguiente, el título de convocación o de congregación o de reunión, en griego, de Iglesia.

Para realizar esta obra en favor de la humanidad caída y dispersa, envió a la tierra a su propio Hijo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María y de este modo insertado en la raza pecadora para rehacer de una manera mejor su unidad perdida. Al mismo tiempo, siendo verdadero Hijo de Dios y verdadero hombre, se hace por amor obediente hasta la muerte en una cruz; por eso, dice S. Pablo (Philp 2,6 ss.), su Padre al resucitarle le ha exaltado soberanamente y le ha dado en su humanidad el Nombre adorable de Señor. Elevado a la derecha del Padre, nos envió a su vez al Espíritu Santo para unir y vivificar la asamblea de los elegidos y transformarlos en su cuerpo glorificado y desde entonces inmortal. El Espíritu Santo realiza esta maravilla por medio de la Eucaristía y de la I., siendo aquélla el principio y el lazo permanente y nutritivo de la segunda.

Podemos, por consiguiente, como lo expresan los Padres, seguir la línea de las tres Personas en un solo Dios, pasando del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, para, descendiendo, llegar hasta la multitud vivificada y unificada de todos los creyentes de Cristo y conducirlos por medio del Hijo hacia el Padre celestial. Tal es el tema, familiar a los antiguos, de la Ecclesia de Trinitate, la I. que se enraíza en la Trinidad divina, unidad en la multiplicidad sin ninguna desigualdad. La célebre frase de S. Cipriano: «de unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata» con su «de» latino partitivo, no es, para el obispo de Cartago, una definición de la l., sino más bien la descripción de su historia aún en curso. La I. participa de la más perfecta unidad, la de Dios, pero, viviendo de su vida, se multiplica sin dividirse, siendo en ella toda distinción la de un amor que unifica. El aforismo que acabamos de citar sirve en S. Cipriano de punto de apoyo para un consejo evangélico de extrema importancia: ningún sacrificio es grato a Dios si es ofrecido por un creyente mal avenido con sus hermanos (Mt 5,23-24). La oblación exige la concordia (S. Cipriano, De orat. Dom. 23: PL 4,553). La Const. Lumen gentium del Vaticano II se refiere a este bello texto patrístico al término de una exposición consagrada a poner en la I. en relación sucesivamente con las Tres Personas divinas. El último artículo que trata sobre el Paráclito hubiera podido acentuar más la actividad del Espíritu Santo en los sacramentos constitutivos de la Iglesia. La liturgia invoca al Espíritu santificador en todos los ritos sacramentales y en el sacrificio del altar en particular. Se podría haber estudiado allí más a fondo la teología de la epiclesis (v.) eucarística y de sus elementos epicléticos en los demás sacramentos. En suma, como ya lo enseñaba S. Agustín, el Espíritu siendo amor, une al Padre y al Hijo indisolublemente en el seno de la Trinidad, y es éste el mismo oficio que desempeña, gracias a la condescendencia divina, en el orden de las creaturas, conduciéndolas a su origen, por medio del Hijo en el Padre, para que jamás se separen ni de Él ni entre ellas.

Volviendo hacia atrás, diremos, por consiguiente, que Dios Padre llama por medio de la Alianza (v.) a su Pueblo del que hará su Reino. No hay que identificar sin matices este Reino con la I. terrestre; en este estadio la I. sólo es el Reino de Dios en germen, su comienzo, real ciertamente pero inacabado; es la semilla infinitamente pequeña pero destinada a un desarrollo admirable; en el momento de la Parusía (v.), la I. no será reemplazada por el Reino, se manifestará en toda la gloria del Reino de Cristo y de Dios (v. REINO DE DIOS).

En lo que respecta al Hijo sabemos que la I. es su Cuerpo, lo que supone una identificación mística con él, unión que no absorbe, sin embargo, nuestra peculiar personalidad humana (v. CUERPO MÍSTICO). Ésa es la razón por la que otras comparaciones e imágenes bíblicas, completándose y equilibrándose la una a la otra, describen la comunidad como la Esposa de Cristo, p. ej. Es preciso reconocer las dos verdades: el Esposo y la Esposa vienen a ser un solo cuerpo, pero jamás se confunden, porque si se confundiesen, o bien se volatilizaría el elemento humano en la sustancia divina bajo una forma panteísta, o bien se rebajaría al mismo Hijo al rango de una creatura. Para amar es necesario que haya dos. No existe ningún peligro de error para el que quiera leer atentamente el célebre capítulo quinto de la Epístola a los Efesios, en donde Cristo se entrega por amor para purificar y santificar a su esposa, mientras que ésta se le muestra sumisa volviéndose hacia él en el mismo movimiento de amor (cfr. Eph 5,22 ss.). Por consiguiente, siempre estará ella ante él como aquella a la que él ha escogido para hacerla resplandeciente. Los protestantes deben evitar toda apreciación errónea: la doctrina católica no diviniza la sociedad religiosa, ni la transforma en oráculo o en ídolo. La concibe, como vamos a verlo, como un órgano distinto de Cristo, o como su sacramento, signo comunicativo y productivo de su gracia.

En cuanto al Espíritu Santo, los libros del N. T. no lo llaman jamás «el alma de la Iglesia», ya que en los autores sagrados el cuerpo y el alma no se oponen en el hombre, como sucede en la concepción platónica. Carne y espíritu, en S. Pablo, tienen otro sentido: el de la debilidad culpable del hombre en oposición a la fuerza divina. Pero sigue siendo exacto afirmar con S. Agustín y S. Juan Crisóstomo que lo que el alma hace en el cuerpo humano el Espíritu Santo lo hace en la I.; la transforma en un todo compacto y organizado, provisto de funciones diferenciadas precisamente para asegurar la vida armoniosa de un único conjunto. Como en la cabeza y en los miembros del cuerpo sólo está en funciones un solo espíritu, Cristo, y los cristianos viven la misma vida, o bien como fuente o bien como corrientes emanadas de-ella y alimentadas por ella.

Si en dogmática la Pneumatología se desarrolla en la dirección homogénea de la Revelación, la Eclesiología, sin duda ninguna, se encontrará considerablemente enriquecida con ello.
5) La Iglesia sacramento. Esto nos conduce a un análisis más cuidadoso de la noción de sacramento aplicada a la I. A muchos Padres del Conc. Vaticano II la expresión les parecía nueva; en realidad, aunque implica utilizar la palabra sacramento en un sentido amplio, es (considerada de cerca) de acuñación tradicional muy antigua.

La antigua literatura cristiana apenas hace distinción entre misterio y sacramento. En S. Agustín, p. ej., estas dos palabras, la una griega y la otra latina, son con frecuencia intercambiables. La noción general la explica el mismo Concilio en su exordio de la Lumen gentium: el sacramento significa la «señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (n. 1). Ciertos autores hubieran preferido que el texto hubiera invertido los dos miembros de la unión; porque, dicen ellos, no llegamos hasta Dios sino por medio de los hombres y en los hombres. Si tomáramos a la letra esta observación, se seguiría que jamás entraríamos en la intimidad de Dios, al menos aquí en la tierra, sino que siempre un ser humano se interpondría entre Dios y nosotros. Pero no era esto sin duda hacia lo que los autores de la observación apuntaban. Se proponían más bien ponernos en guardia contra el ilusionismo (v.) que, bajo cualquier pretexto pseudo-místico, nos apartaría de nuestro deber hacia los hombres. No deja, sin embargo, de ser verdad que el error sería enormemente más grave si nos esforzásemos por realizar primero la unión entre los hombres para después marchar como un solo cuerpo hacia el Padre, ya que si Dios no edifica la ciudad, todo se derrumba. Es Dios quien es el autor y quien, por medio de Cristo y el Espíritu, realiza la cohesión de la I., cohesión que al fin arrastrará a toda la humanidad elegida.

El sacramento (v.) no es una invención humana, sino un acto de Dios. ¿Cómo podría ser, de lo contrario, fuente de gracia divina? Por eso mismo, la frase del P. de Lubac es perfectamente exacta: «La Iglesia es aquí abajo el sacramento de Jesucristo, como el mismo Jesucristo es para nosotros, en su humanidad, el sacramento de Dios» (Méditation sur 1'Église, París 1953, 157). ¿Cómo evitar en la otra hipótesis, si el sacramento no es un acto de Cristo, la influencia humana, sobre Dios y la aberración mágica por consiguiente?

Ciertamente estamos habituados en la teología católica a reconocer solamente los siete sacramentos, es decir, los siete ritos particulares adaptados a la santificación de los grandes momentos de nuestra vida. Y a muchos católicos la designación de la 1. como «sacramento universal» ha podido, pues, parecerles extraña. En verdad implica utilizar la palabra sacramento no en sentido restringido y propio en que se aplica a los siete sacramentos (signo eficaz que confiere la gracia ex opere operato), sino en un sentido más amplio y lato. Advertido esto, cabe afirmar que oponerse a la consideración de la I. como sacramento universal puede ser señal de que no se ha reflexionado lo suficiente sobre la naturaleza profunda de la sacramentalidad, o bien de que se ha perdido la sensibilidad necesaria para comprender los factores simbólicos. En todo caso, es necesario que insertemos los ritos particulares dentro del mundo de los signos o más bien en el «organismo» sacramental general constituido por la I.

Puede decirse que Jesús, Hijo de Dios encarnado, es el «sacramento original». Por medio de Él, bajo la operación del Espíritu Santo, nos llega toda gracia y toda santificación; o más simplemente, toda amistad divina transformante. La I. es sólo el «sacramento» derivado, pero, sin embargo, universal; nos proporciona los socorros que necesitamos en los momentos más importantes de nuestro peregrinar sobre la tierra. Lejos de atomizar los ritos, la I. los sintetiza y en la difusión de la que está encargada, deja fluir toda la eficacia santificante del Cuerpo eucarístico de Cristo, centro, punto de partida y de convergencia de todos los ritos de los que creemos que no están vacíos sino que son portadores de santidad. La I. es el organismo total que distribuye según las necesidades humanas los socorros divinos, o mejor dicho, que prepara a lo largo de nuestra vida el encuentro reiterado con el Señor. Porque tampoco los sacramentos pueden ser cosificados, sería destruirlos; constituyen los tiempos fuertes de la venida de Cristo glorificado, que prolonga en nosotros los misterios de su pasión y de su resurrección. Es él quien viene a nuestro encuentro para darse a nosotros; quien viene no para darnos cosas, por preciosas que sean, sino para darse Él mismo; quien se queda dentro de nosotros para regenerarnos, fortificarnos, alimentarnos y consolarnos a lo largo de nuestro caminar por la tierra; el conjunto de estos encuentros adaptados a nuestra condición corporal, constituye una «economía» o una distribución general de la que la I. no es la dueña sino la administradora.

He aquí lo que a nuestros ojos esclarece singularmente la esfera de los símbolos alrededor del misterio litúrgico central celebrado en el sacrificio-banquete del cuerpo y de la sangre del Señor. El que no reflexione profundamente sobre la encarnación, no comprenderá el régimen de los sacramentos. Al contrario, éste se ilumina desde el momento en que reconocemos que somos hombres, es decir, espíritus encarnados a los que el Padre envía a su Hijo encarnado para relacionarse con nosotros por medio de acciones y palabras, signos que realizan el gran abrazo entre Él mismo y el hombre. El que ve a Jesús, ve al Padre (lo 14,9). ¿Por qué si no Cristo se ha hecho «carne»? Ha querido que su contacto con los hombres terrestres no estuviera reservado a algunos privilegiados en un rincón apartado de la tierra y en un instante fugaz de la historia. Los «misterios de su carne», como los llama S. Tomás, en otras palabras, los acontecimientos salvíficos realizados en su humanidad real continúan ejerciendo su influencia sobre nosotros, nos alcanzan en cualquier sitio y en cualquier momento, cuando la I. prepara el contacto. Porque su virtud divina es capaz de superar las fronteras del tiempo y del espacio. Por eso, tampoco la I. está encerrada dentro de unos límites estrechos. Para evitar malentendidos, no decimos que la I. es la continuación de la Encarnación del Verbo, pero es innegable que prolonga su obra hasta la consumación final.

Si somos conscientes de que estamos compuestos de carne y de espíritu, sin división destructiva, admitiremos más fácilmente que la I., institución social y espiritual, es necesaria para la salvación. Porque, decía Péguy, lo sobrenatural es carnal y es una ilusión para nosotros representar el papel de ángel. Se hubiera podido esperar que esta tentación estuviera desapareciendo para nuestra generación, pero no es éste el caso. Se cae aún en ese defecto, o, en el otro extremo, se sumerge de tal manera a la 1. en la carne del pecado que se la describe como una entidad pecadora. La realidad es en cambio que la I. es un agrupamiento de pecadores, una asociación de pecadores, pero para librarles del pecado precisamente y no para hacerse su cómplice. Los hombres de I. (por los que, a veces, se designa aun hoy día ante todo al clero, a pesar de las correcciones verbales repetidas hasta la saciedad) no están ciertamente por encima de ella, como ángeles de inocencia, sino sumergidos en ella con todas sus faltas y sus pecados personales, teniendo necesidad, lo mismo que los otros, de la redención de la Iglesia-sacramento. Pero aun cuando algunos lleguen hasta la aberración de emplear mal los sacramentos, éstos no se hacen maléficos en sí mismos. No es el banquete del Señor el que hace culpables a los corintios; es su glotonería y su falta de fe. No existen sacramentos malos, lo mismo que no existe una I. mala, pero hay descarriados que «desfiguran», en el sentido literal, a ésta y a aquéllos; es decir, impiden o dificultan que se reconozca a la I. y a los sacramentos por lo que, en realidad, son, aunque sin llegar jamás a destruirlos.

GERARD PHILIPS.

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