Iglesia. Teología Dogmática 1.
Introducción metodológica. 1. Estudio y concepto teológico general. 2.
Incorporación a la Iglesia. 3. Misión de la Iglesia. 4. Comunidad sacerdotal. 5.
Comunidad profética. 6. Comunidad pastoral. 7. Iglesia universal e iglesias
particulares.
Introducción metodológica. Al tratar la voz I. en el
nivel propio de la Teología dogmática parece necesario comenzar con algunas
advertencias metodológicas.
1) La primera de ellas consiste en recordar, aunque sea obvio, que bajo esta voz
no se encuentra un tratado De Ecclesia completo. Viene, por ello, especialmente
exigido en esta importante materia acudir a las remisiones o voces referenciadas
que figuran a lo largo de los artículos. P. ej., un tratamiento más detenido y
abundante del magisterio episcopal se encuentra en las voces MAGISTERIO
ECLESIÁSTICO; OBISPO; COLEGIALIDAD EPISCOPAL y CONCILIO; la suprema función de
gobierno en la I. que corresponde al Romano Pontífice viene desarrollada
temáticamente en las voces PAPA; PRIMADO DE SAN PEDRO...; INFALIBILIDAD; etc.
Por tanto, los artículos agrupados bajo la voz IGLESIA pretenden sólo dar una
equilibrada exposición de los contenidos fundamentales de la fe católica acerca
de la realidad misteriosa que llamamos I.
2) El punto de partida metodológico es la comprensión que la I. tiene de sí
misma. No es una discusión teórica sobre las numerosas cuestiones «de Ecclesia»
la que se encuentra en estos artículos, sino la descripción lo más fiel posible
de una realidad viviente -la 1. de Cristoque, doctrinalmente se expresa de modo
vinculante en lo que León XIII llamó «magisterio vivo, auténtico y perenne» (enc.
Satis cognitum). En esta tradición doctrinal se insertan desde el «Credo
ecclesiam catholicam» de los primeros símbolos hasta la sección eclesiológica
del «Credo del Pueblo de Dios», de Paulo VI (1968), pasando por las grandes
definiciones y declaraciones de Trento, Vaticano l y las encíclicas Mediator Dei
y Mistici Corporis, de Pío XII. Adquieren también una especial relevancia
algunos documentos del Conc. Vaticano II, sobre todo, la constitución dogmática
sobre la I. Lumen gentium, no sólo por su contenido, sino por su carácter
sintético, integrador y abarcante, con la consiguiente orientación metodológica
para el teólogo que debe abordar estas cuestiones.
3) Los artículos 4, 5 y 6, de esta exposición al nivel de la Teología dogmática,
contienen una descripción del ser y la actividad dé la I. a partir de la
participación de ésta en los tres munera de Cristo, profético, sacerdotal y
regio o real. La razón de ello es, en base a lo dicho más arriba, que la Const.
Lumen gentium se sirve de este esquema, por otra parte tradicional, para exponer
la peculiar naturaleza del nuevo Pueblo de Dios, colectivamente considerado, y
el modo propio de participar en él ya sean los fieles (v.) en general, ya sean,
en concreto, la Jerarquía eclesiástica (v.) y los laicos (v.). Otros documentos
del citado Concilio han adoptado el mismo criterio de exposición y tratamiento
de los temas eclesiásticos. Sin embargo, conviene advertir que, según declaró la
Comisión teológica del propio Concilio, el esquema del triplex munus adoptado
sólo pretende tener una utilidad metodológica e instrumental, no una validez
dogmática; esa utilidad está, por tanto, condicionada a que no se pierda de
vista la unidad de Cristo en su ser y en sus oficios salvíficos, unidad que
trasciende a toda categorización; y a que, en consecuencia, no se compartimente
el ser y la actividad de la I. (y del cristiano) de una forma mecánica y
simplificadora. Ha de afirmarse, por el contrario, una -diríamos- «circuminsesión»
o mutua implicación de esos tres oficios mesiánicos en Cristo y, analógicamente,
en la I. y en cada uno de los cristianos. Se da, pues, una inseparada -e
inseparable- participación de la I. en los tres munera citados. Así, lo
manifiesta en muchos lugares la S. E. (cfr., p. ej., 1 Pet 2,4-10 y Apc 1,6 y
5,9 y 5,9-10, lugares clásicos en la teología y el magisterio para apoyar
bíblicamente el sacerdocio común de los fieles, y en los que se entrecruzan los
conceptos de Rey y Sacerdote). Sin embargo, por razones de claridad, se pueden y
se deben distinguir los diversos aspectos, y con arreglo a este criterio se
estructuran los tres artículos citados.
4) A lo largo de los diversos artículos se pone de manifiesto que toda la I.
participa de la misión redentora de Cristo y, por tanto, de sus oficios
mesiánicos; y que en el seno de este «pueblo mesiánico» (Lum. gent. 9) se da,
por institución divina, una pluralidad de ministerios -diversos modos de
participar en los oficios de Cristoordenada a la única misión de la l., la
edificación del Cuerpo de Cristo: «est in Ecclesia diversitas ministerii sed
unitas missionis» (Conc. Vaticano 11, Decr. Apostolicam actuositatem, 3). Esta
perspectiva es la que nos ofrece el Magisterio de la Iglesia en la Const. Lumen
gentium (cap. II y III especialmente) y la que se pretende reflejar en los
citados artículos. La I. toda aparece así como «comunidad sacerdotal»,
«comunidad profética», «comunidad pastoral»: cada fiel -se ha dicho con
sintética profundidad- es, de alguna manera, «oveja y pastor» (J. Escrivá de
Balaguer). Pero no hay aquí anarquía ni falso democratismo carismático.
Precisamente considerar la dimensión pastoral, sacerdotal y profética de la I.
entera permite que aparezcan en su más profunda significación y en su
irreductible necesidad los portadores del ministerio público en la l., que
ejercen en servicio de sus hermanos la potestad que Cristo y sólo Él les confió
en el sacramento del orden (v.): «Él mismo dio a unos ser apóstoles; a otros,
profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y doctores: para el recto
ordenamiento de los santos en orden a la obra del ministerio, para la
edificación del cuerpo de Cristo» (Eph 4,11-12). Toda la I. es «sacramento» de
salvación; el testimonio del más sencillo discípulo de Jesús es camino para el
encuentro con Cristo; el Espíritu Santo anima a todos los fieles, suscitando por
todas partes el testimonio del ejemplo, del trabajo y de la palabra. Dicho de
otro modo: la comunidad y sus miembros participan del triple oficio de Cristo.
Pero los hombres no podrían tener nunca la certeza de que en esa vida y en esa
doctrina encuentran de modo indubitable a Cristo, a no ser por la existencia de
un ministerio oficial y público -jerárquicode carácter sacerdotal instituido por
Él en orden a asegurar de modo infalible y eficaz la presencia de Cristo, Cabeza
de su cuerpo, en medio de los fieles y de todos los hombres. Este ministerio es
el medio de que Cristo, Señor del mundo, se sirve para asegurar a los hombres
que es su palabra la que, en efecto, se les predica y que es el misterio
redentor de su vida lo que, en efecto, se les entrega: el magisterio (v.)
infalible y la eficacia ex opere operato de los sacramentos (v.) son los casos
supremos de esta actuación ministerial, y sobre todo, la potestad de consagrar
la Eucaristía, por la que se hace presente para la comunidad no ya la fuerza
salvífica de Cristo, sino Cristo mismo en su ser personal redentor. Por eso el
Vaticano II recoge la fórmula tradicional, diciendo que los ministros del Señor
actúan «in persona Christi» (Lum. gent. 10; «Dios puso en nuestras manos la
Palabra de reconciliación. Somos, pues, representantes de Cristo, como si Dios
os exhortara por nosotros»: 2 Cor 5,19-20). El ministerio ejercido in persona
Christi aparece así como un don misericordioso de Dios a la I. para eliminar
toda ambigüedad en el encuentro con Cristo y está para ello dotado de la
existencia del Espíritu Santo que Cristo prometió y envió (cfr. Vaticano 11,
Decr. Ad gentes, 4). El ministerio sacerdotal y su ejercicio no son algo
separado y externo a la comunidad, sino un momento interno de la I. misma, que
se estructura como un servicio a la misión de la 1. total. La representación de
Cristo por los titulares jerárquicos no acapara, pues, la misión de la I.,
situando a los fieles como simples sujetos receptores de la acción de los
ministros. La eclesiología propuesta por el Magisterio del Vaticano II ha sido a
este respecto trascendental, al situar la teología de los ministerios en el seno
de la teología de la misión de la l. toda. El ministerio de la Jerarquía
eclesiástica aparece así como un servicio de estructura sacramental y vicaria
por el que se ejercita el señorío salvífico de Cristo sobre su I. y, de este
modo, se produce el enriquecimiento de la comunidad en orden a que ésta ejerza
la misión que le ha confiado Cristo mismo. Como ha escrito A. del Portillo,
«Cristo, primogénito de toda criatura (Col 1,15) está presente en el sacerdote
para hacer que el entero Pueblo sacerdotal de Dios pueda ofrecer al Padre su
culto y oblación espiritual» (Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970, 115;
ver todo el cap. titulado «Jesucristo en el sacerdote»). Los titulares del
ministerio público no sólo no acaparan la misión de la I., sino que el sentido
mismo de su existencia es servirla.
PEDRO RODRÍGUEZ.
1. ESTUDIO Y CONCEPTO TEOLÓGICO GENERAL.
1) Noción general. 2) Algunos rasgos característicos de la renovación de la
eclesiología. 3) El término «Iglesia». 4) La Iglesia misterio. 5) La Iglesia
sacramento. 6) La Iglesia en la historia. 7) La Iglesia ¿comunidad o sociedad?
8) Propiedades de la Iglesia. 9) La realidad escatológica de la Iglesia. 10) La
Iglesia y las otras sociedades. 11) Conclusión.
1) Noción general. Para obtener una visión de conjunto de la I., es
indispensable comenzar por dar una noción general que sea al mismo tiempo clara,
sintética y viva. Como muestra la historia, el tratado de la 1. es de origen más
bien reciente (v. ECLESIOLOGÍA); hasta la baja Edad Media en Occidente y hasta
la época moderna o contemporánea en Oriente, sería difícil encontrar un tratado
sistemático sobre la comunidad de los discípulos de Cristo, comparable, p. ej.,
al de la Trinidad, de la Encarnación o de la Gracia. La realidad eclesial era
plenamente vivida por el cristiano, pero no se sintió la necesidad de una
sistematización científica: fueron las controversias en los países latinos con
los precursores de la herejía protestante y, sobre todo, con los mismos
protestantes, las que suscitaron la elaboración de un tratado autónomo De
Ecclesia. Al principio, los puntos de vista apologético y dogmático se
encontraban frecuentemente mezclados, pues los interlocutores no eran
incrédulos, sino cristianos separados del catolicismo que constituían
comunidades a las que se debía calificar generalmente de cismáticas o heréticas;
contra éstas no había necesidad de demostrar el origen divino, el primer
desarrollo y el fin de la asociación de los fieles de Cristo; la discusión
principal se centraba en la cuestión de saber en dónde se encontraba la
verdadera I. de Jesús. Así se explica la célebre «definición» de S. Roberto
Belarmino: «La Iglesia es la sociedad de los hombres unidos por la profesión de
la misma fe cristiana y la participación en los mismos sacramentos, gobernados
por los pastores legítimos y, sobre todo, por el único Vicario de Cristo sobre
la tierra, el Papa de Roma» (Controversiae, 11,3: De Ecclesia militante, ed.
Cologne 1619, 108). Como puede verse, todas las condiciones enumeradas hacen
referencia a factores externos y visibles; no son mencionadas la finalidad de la
I. y la gracia.
La presencia de nociones religiosas básicas generalmente aceptadas y vividas en
el mundo de los creyentes bastaban por otra parte para orientar el pensamiento
fundamental. Cuando en el s. XVIII y, sobre todo, en el xix, se hizo cada vez
más predominante el racionalismo deísta (v. DEíSMO), se hizo urgente organizar
la defensa y redactar en consecuencia un tratado apologético basado en la
historia y el raciocinio; de ello resultaba la existencia Y -la credibilidad de
la sociedad fundada por Cristo; temas muy importantes pero que no conducen más
que al umbral de la fe y de la teología dogmática explicativa.
Esta disciplina -la teología dogmática- no se ocupa solamente de lo que la I.
nos propone para que lo creamos, sino también de la I. misma. En otras palabras,
no se la considera únicamente como órgano de enseñanza, sino, sobre todo, como
objeto de fe e instrumento de salvación. Ahora se comprende por qué el Conc.
Vaticano II se ha hecho la pregunta siguiente: «Iglesia, ¿qué dices de ti
misma?». La primera preocupación no es, por consiguiente, buscar una definición
estricta de la I. siguiendo un método metafísico, sino describir esta parte del
contenido del mensaje evangélico que se refiere al organismo instituido -por el
Salvador para continuar su obra.
Una descripción de este género depende exclusivamente del enunciado de las
fuentes de la Revelación; ahora bien, ésta no es un conjunto de proposiciones
teóricas que podrían servir de premisas para deducir de ellas conclusiones cada
vez más detalladas; la Revelación (v.) es el anuncio de la salvación (v.) y, al
mismo tiempo, su realización, siempre que medie la libre respuesta de los
hombres. Contiene ciertamente afirmaciones nocionales, sin las cuales no
llegaría hasta nuestra facultad intelectual y nos dejaría en la ignorancia de lo
que se nos da y de lo que se nos exige; pero hace más que eso: si la aceptamos,
transforma nuestra vida, nos da la libertad de los hijos de Dios, nos hace
practicar la caridad divina y pone en tensión nuestras energías para conducirnos
a través de nuestra vida terrestre al término de la bienaventuranza eterna.
Ninguna verdad humana, por elaborada que esté, es capaz de obtener un resultado
semejante, que trasciende todos los límites creados, para sumergirnos plenamente
en el «misterio» del Padre celestial. He aquí la razón pór la que siempre será
imposible dar de la I. una definición exhaustiva y que satisfaga completamente
nuestro espíritu; será siempre de naturaleza analógica, pues implica
inevitablemente un elemento divino. Ahora bien, la analogía (v.) entre Dios y la
creatura, según el IV Conc, de Letrán, contiene siempre más desemejanza que
semejanza (Denz.Seh. 806); por consiguiente, hasta el momento en que aparezca la
luz perfecta, la naturaleza profunda de la I. permanecerá como un centro
luminoso ciertamente, pero velado y rodeado de sombras; es imposible en
consecuencia hacer translúcida totalmente para una persona incrédula esta noción
que es al mismo tiempo una realidad dinámica.
Entre las dos guerras mundiales la expresión más usada para describir la I., se
encontró basándose en la lectura de S. Pablo. El Apóstol nos habla un número
impresionante de veces de la l. como del Cuerpo del Señor. La imagen era fecunda
y progresivamente S. Pablo había puesto en evidencia sus diferentes aspectos.
Insistió en primer lugar en el tema de la solidaridad de los miembros en una
sola corporación, observando, sin embargo, que en el caso presente «el cuerpo
eclesial» se constituye a partir de los sacramentos, lo que no encuentra
equivalente en el dominio civil; además, con un verdadero enriquecimiento de la
analogía, Cristo es Cabeza o Jefe de la I., no sólo a título de órgano
directivo, sino superando la idea de poder, como centro y fuente de vida
deífica, comunicando su plenitud a los elegidos de su Padre (cfr. Const. Lumen
gentium, 7). No se podrá agradecer suficientemente a Pío XII su enseñanza a este
respecto en la enc. Mystici Corporis (29 jun. 1943), en la que defendió esta
presentación contra ciertos teólogos que o bien estaban apegados demasiado
ansiosamente a un pasado reciente, o bien se inclinaban a las novedades
peligrosas, sobrepasando o falseando, por otra parte, la perspectiva paulina (V.
CUERPO MÍSTICO).
Entretanto las investigaciones teológicas no cesaban y los exegetas más atentos
se-daban cuenta de la multiplicidad de las figuras que en el N. T. ilustran la
1. Más todavía, han observado que S. Pablo no partía en el fondo de la idea de
la 1. Cuerpo de Cristo, sino, en general, de la del Pueblo elegido del A. T.,
transformado en la Nueva Alianza en Pueblo Nuevo, definitivamente en ruta hacia
la Ciudad permanente y disfrutando ya de las primicias del Reino (cfr. L.
Cerfaux, o. c. en bibl.). Ciertamente, el Apóstol hace notar que esta multitud
constituye de una manera misteriosa el cuerpo de Jesús, lo que no podía
realizarse en la antigua Economía, pues aún no había tenido lugar la
Encarnación. Pero si hoy día hemos sobrepasado el tiempo de la promesa (y el de
la esclavitud) para disfrutar ya de la prenda de la vida divina, sigue siendo
verdad que esperamos todavía nuestra redención completa.
La descripción de la 1. como Pueblo de Dios en marcha posee la ventaja de poner
bajo nuestros ojos un conjunto organizado de personas individuales, llamadas
cada una por su nombre y comprometidas en un arduo peregrinaje, pero con la
certeza de llegar al término. La noción está sacada del mensaje del N. T.; está
comprometida en la historia, a la que supera por otra parte, y hace el
equilibrio entre el personalismo y el espíritu comunitario; es portadora de
energía espiritual y arrastra a todo el mundo sin distinción; no se la puede
restringir solamente al laicado, también la Jerarquía forma parte integrante del
Pueblo de Dios; tampoco se puede reservar el nombre de 1. para el clero, también
los laicos son miembros de pleno derecho. La Const. Lumen gentium observa
rigurosamente esta interpretación que identifica concretamente la I. y Pueblo de
Dios (v.).
2) Algunos rasgos característicos de la renovación de la eclesiología. Lo que
importa, por consiguiente, no es elaborar en primer lugar una definición
abstracta de la I., sino llegar a la conciencia de la solidaridad de todos los
católicos en la unidad del organismo animado por el Espíritu de Cristo para la
gloria de Dios y la santificación de los hombres, desarrollando también los
lazos que nos unen a todos los bautizados y también a todos los hombres
rescatados por Cristo. Los rasgos principales que configuran la imagen de la 1.
pueden enumerarse de diversas maneras. El Conc. Vaticano II ha subrayado sobre
todo las siguientes características.
a) Siguiendo el consejo de Pío XII en la enc. Humani generis (Denz.Sch. 3886),
Juan XXIII, en el discurso inaugural del Concilio (11 oct. 1962), exhortó
vivamente a los Padres conciliares a que rejuvenecieran su fe al contacto
inmediato con las fuentes de la teología. Sería como un pecado hacer poco caso
de la considerable aportación que los biblistas, los patrólogos y hasta los
medievalistas han proporcionado a nuestro conocimiento especulativo y práctico
del dogma desde su origen. Al contrario, al contacto con la Palabra de Dios, en
la Escritura Santa sobre todo, tocamos con el dedo, por así decirlo, la virtud
vivificante del mensaje. La Teología no comienza con la escolástica, ni con ella
se termina; empieza desde el momento en que un dócil oyente de la Revelación se
pone a reflexionar sobre el anuncio que Dios mismo le hace llegar y al que haría
poco honor si pusiera el pretexto de su incapacidad para comprender un lenguaje
tan elevado. Este lenguaje es siempre humano y, por consiguiente, deficiente en
relación con la Verdad enunciada, pero no está desprovisto de sentido, pues Dios
nos lo envía precisamente para hacernos comprender algo de su profundidad
inefable. Es la afirmación de S. luan: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo
único, que está en el seno del Padre, pl lo ha mostrado» (lo 1,18).
La palabra de Dios no queda suspendida en el aire: es dirigida a personas que
viven en un determinado medio. La primera generación que ha escuchado la voz de
lo alto ha trasmitido fielmente lo enunciado; para darnos cuenta de su contenido
y de sus matices, debemos descubrir lo más exactamente posible lo que los
oyentes primeros han comprendido y lo que han querido trasmitir a sus sucesores,
bajo la vigilancia del Magisterio eclesiástico (v.) iluminado por el Espíritu
Santo. He aquí el método que nos permitirá disfrutar también a nosotros de esta
auténtica impresión de novedad que caracteriza a la Palabra eterna, novedad que
no agotaremos jamás. Es el momento de acordarse del aforismo de S. Ireneo sobre
el Espíritu Santo, presente en la l., que rejuvenece sin cesar, como un bálsamo
precioso, al vaso que le contiene (Adversus Haereses, 111,24,1: PG 7,960).
La Tradición (v.) envuelve por consiguiente a la Escritura a la que venera como
inspirada directamente por el Espíritu Santo, pero también esta Tradición es
viva. Lejos de consistir en una repetición material de sentencias, comunica una
realidad viva, dirigida no sólo a nuestra inteligencia sino a nuestra total
existencia ante Dios y ante nuestros hermanos. Es lo mismo que decir en otros
términos que los antiguos testigos, sobre todo los que han sido especialmente
honrados por la I. como sus Padres y Doctores, son también y siempre los
maestros que dirigen nuestra concepción, nuestro culto y nuestro comportamiento
cristiano. La Liturgia (v.) en particular es una mina de primer orden porque
toca inmediatamente el misterio y manifiesta a la vista y presencia de toda la
comunidad.una excepcional continuidad; por eso, el prurito de cambios litúrgicos
improvisados corre el riesgo de hacernos perder tesoros.
Un método apto para describir la 1. es, por consiguiente, el que sigue el camino
histórico-genético, buscando la verdad desde sus raíces y siguiéndola durante el
curso, a veces agitado, de su desarrollo. Las controversias y los concilios nos
documentan en gran manera; por otra parte, la primera aurora de la verdad
revelada es particularmente luminosa para fijar el punto de partida de una
evolución que jamás podrá renegar de sus orígenes, ni aun en el corazón de las
más violentas agitaciones.
El Conc. Vaticano II ha criticado el triunfalismo humano, pero no la confianza
inquebrantable en la asistencia del Espíritu Santo que mantendrá la I. a través
de todas las tempestades interiores y de todas las persecuciones y pruebas. Esta
confianza es una forma de la fe infundida por el Paráclito. Lo que quiere decir
que la 1. no podría comprenderse sino como órgano y como parte integrante del
misterio. Los que miran a la I. únicamente desde el exterior (cosa que puede
suceder aun a católicos) tienen que escandalizarse; en efecto, ella comparte la
suerte del Hijo de Dios encarnado, escándalo para los judíos y locura para los
paganos, mas, para los elegidos, sabiduría y fuerza del Padre (1 Cor 1,23-24).
El empleo de la palabra misterio (v.) no es una escapatoria ante las
dificultades de interpretación; sabemos que todas nuestras teorías o
imaginaciones a propósito de Dios y de sus quereres nos harían caer en el vacío
del error si quisiéramos identificarlas con Él; todo eso no es Dios mismo, ni la
salvación que nos promete, ni el órgano que Él instituye en este plan; este plan
es exactamente lo que S. Pablo llama el misterio; supera nuestras capacidades
intelectuales y hasta la extensión de nuestros deseos; pero lejos de ser irreal,
constituye, por el contrario, la suprema verdad y esta verdad es salvífica.
b) Esa verdad salvífica nos alcanza aquí sobre la tierra en donde todo está
empeñado en el desarrollo de la historia. Nuestra época está particularmente
sensibilizada a la historicidad de la existencia humana a todos los niveles,
sobre todo desde el momento en que el ritmo evolutivo de nuestra vida y de su
entorno se ha hecho extremadamente rápido. Sólo Dios es eterno. Nuestro ser no
está acabado; está en devenir hasta el gran día. También la Revelación entra
verdaderamente en la historia; más todavía: la creación es un acontecimiento que
designa el término inicial de la obra que Dios ha querido salvífica.
Muchos se engañan en esto: el Credo no es una pura enumeración de proposiciones
abstractas; cuenta la historia desde el principio de las cosas visibles e
invisibles creadas por el Padre; fija en el tiempo la Encarnación, nacimiento y
pasión del Hijo (bajo Poncio Pilato), y después la resurrección al tercer día;
muestra, por fin, cómo el Espíritu, enviado en Pentecostés, hace que la I.
aparezca ante el mundo, la hace progresar y la conduce al término final de la
vida eterna.
A lo largo del A. T. la Revelación misma crece, y si hoy, en la plenitud de los
tiempos que ya ha comenzado, ningún elemento nuevo le es añadido, debemos, sin
embargo, penetrar cada vez más en la inteligencia del misterio eclesial
adaptando a él toda nuestra vida temporal. Una definición estática de la I.
sería falsa desde el momento en que la 1. está en marcha. Por otra parte, el
Señor la acompaña según su promesa formal de estar siempre con sus, discípulos.
La esencia de la I. implica el movimiento; sin ello, sería inercia y muerte.
Esto no quiere decir de ninguna manera que el movimiento se degrade en
mutaciones indefinidas y sustituya a la institución un acontecimiento o una
serie de acontecimientos en punteado, sin consistencia ni continuidad. Mas para
pensar con precisión, es necesario reflexionar bajo la luz siempre más abundante
del Espíritu de verdad. La Escritura inserta este avance «de luz en luz» en el
corazón del misterio desvelado por el Espíritu; no hay motivo, por consiguiente,
para escandalizarse o para entristecerse por el hecho de que la 1. no permanezca
inmóvil; su fundamento no se mueve, porque este fundamento o esta piedra angular
es Cristo; y si Jesús ha fundado su 1. inquebrantable sobre la roca de Pedro, es
para que éste y sus sucesores dirijan la I. peregrinante y, por consiguiente, en
marcha, con una perfecta fidelidad a la fe, a pesar de los incidentes de la ruta
que no deben asustarnos ni hacernos titubear. Las dificultades pueden
asaltarnos, y no siempre descubrimos inmediatamente la solución deseada, pero
ninguna de ellas nos hunde en la duda consentida y mortal.
c) La sociedad contemporánea, al menos en los países industrializados que son
generalmente de antigua cristiandad, no sostiene ya, por medio de sus
instituciones y de sus modos generales de pensar y de obrar, ni a la I. ni al
comportamiento cristiano del bautizado individual. En otro tiempo era el
no-creyente el que se oponía a su ambiente; hoy, con mucha frecuencia, es el
cristiano convencido el que desempeña el papel de no-conformista en medio de la
ciudad secularizada. Con matices diversos, la situación es la misma en los
países de la diáspora católica, en las jóvenes iglesias, y en las regiones . a
las que apenas ha llegado la predicación evangélica. Para ser un verdadero fiel,
es necesario hoy día un temple de carácter que trascienda lo vulgar. Más que
hasta ahora, tal vez, la personalidad cristiana debe edificarse y hacerse valer:
lo que paradójicamente, quizá, exige más que nunca el espíritu comunitario;
porque ser una personalidad no significa de ninguna manera encerrarse en el
aislamiento sino, al contrario, abrirse a una fraternidad sin límites. Nada de
extraño, por consiguiente, que el renacimiento del rico concepto de I. ponga de
relieve tanto el compromiso personal como el espíritu de servicio; por otra
parte, el uno no va sin el otro; pero no perdamos de vista que si Cristo ha sido
perfectamente «el hombre-para-losotros», es porque era sin ninguna restricción
«el hombreante-Dios», el Hijo predilecto y amorosísimo de su Padre.
La I. es evidentemente una comunidad del tipo más bello que uno pueda soñar,
pero no es una colectividad que aplasta a sus miembros para reducirlos a polvo.
Una dificultad más para definir exhaustivamente a la Iglesia. Esta vez, el
obstáculo que se opone a toda simplificación ilegítima de su noción es
precisamente la compleja riqueza de su misterio. Sobre este punto del espíritu
de «comunión» (v. u, 6), después de una etapa teológica demasiado
individualizante, hemos podido retornar, sin perder por ello las ventajas de la
institución y de la autoridad, aplicando con más flexibilidad las reglas que
regulan las relaciones entre pastores y dirigidos, en una colaboración más
perspicaz y más adulta, y, por consiguiente, más obediente en el fondo, que en
otros tiempos. Los que tienen el poder jerárquico se acordarán, pues, de que no
son instituidos para ser los primeros servidos sino los primeros servidores. Si
en el seno de una familia los modos de ejercer la autoridad cambian con la edad
de los hijos, el mismo fenómeno se observa en la comunidad cristiana.
Pero nos engañaríamos si nos imaginásemos la noción de la colegialidad (v.), y
hasta la de «comunión» en toda su extensión, como una panacea definitiva.
También aquí será necesario más generosidad y más abnegación de lo que algunos
piensan, para permitir al Espíritu Santo que haga madurar los frutos de este
redescubrimiento de comunión del que nos alegramos. Ha de cuidarse no
institucionalizar exageradamente los intentos de diálogo entre la jerarquía y el
laicado, respetando los órganos de la autoridad instituidos por el Fundador de
la Iglesia.
d) Sería una equivocación definir la persona, concebida en medio de la
comunidad, como una entidad cerrada, preocupada por guardar su carácter
singular, porque esta manera de ver y de vivir conduce al repliegue sobre sí
mismo y de este modo el individuo se condena a perecer. También él, lo mismo que
la sociedad de la que forma parte, debe estar vigilante para guardar una
apertura completa hacia lo real, cósmico y celeste.
Así, el hombre no puede considerarse como un espíritu cerrado en una concha
corporal vista como una triste prisión. La palabra sarx (carne), empleada
frecuentemente por S. Pablo, no significa el cuerpo humano, sino la condición
débil y sobre todo culpable de la persona humana (v. HOMBRE 11, 1). En cuanto al
cuerpo, el Apóstol le llama templo habitado y santificado por el Espíritu Santo.
La I. no desprecia ni el cuerpo ni el universo material; y cuando ha predicado
«el desprecio del mundo» es en un sentido bien definido, a saber, la repulsa del
mundo malvado, corrompido por el pecado y colocado bajo el dominio usurpado del
espíritu maligno. ¿Podrían los santos desestimar el cosmos salido de las manos
de Dios y destinado, después de la restauración general, a una nueva existencia?
(V. MUNDO III, 1).
Cuando se establece una oposición entre la I. y el mundo, es preciso prestar
atención. La I. está allí para salvar el mundo pecador por la virtud de Cristo y
hacerle partícipe de la bienaventuranza y de la gloria; pero, una vez más, esta
transformación, que sobrepasa nuestra imaginación, se opera solamente por la
victoria de la fe. Ésta, en cuanto corresponde a la voluntad salvífica de Dios,
no excluye a nadie de su perspectiva, a ninguna época, a ninguna región, a
ninguna raza, a ninguna condición social. La I. es una sociedad en donde se
entra desde los cuatro puntos cardinales y en cada uno de sus cuatro muros hay
tres puertas de acceso. He ahí la descripción de la Jerusalén que proviene de lo
alto, según el Apocalipsis. No es necesario añadir nada para completar esa
descripción, excepto un solo punto: sobre los umbrales de las doce puertas se
encuentran grabados los nombres de los doce apóstoles del Cordero (Apc 21,9 ss.).
La ciudad celeste establecida sobre la tierra, la profecía lo dice también, debe
crecer y desarrollarse, santificarse cada vez más y extender su amplitud, porque
es un ser animado, aun cuando la comparación con una ciudad no evoque
directamente todos estos aspectos. Desde este punto de vista, la comparación del
cuerpo es más expresiva.
Estos aspectos de crecimiento y de progreso en la santidad pertenecen a la
naturaleza de la 1. que es viva. No hay descripción aceptable para ella si se
guarda silencio sobre el trabajo pastoral (v.), cuya fuerza la constituye la
dulzura caritativa. La pastoral engloba la educación religiosa y moral, la
catequesis regular y la espiritualidad; se abre también al esfuerzo ecuménico
por la unidad entre todos los cristianos y a la empresa misionera, concebida y
realizada para unir en el redil a todas las ovejas dispersas por el mundo.
Separar la dogmática de la ética y de la piedad es una división nefasta.
Reconozcámoslo: los manuales De Ecclesia de la época precedente en su gran
mayoría apenas rozan el tema del ecumenismo y de la misión, no tienen ningún
capítulo sobre los laicos (v.), ni sobre los carismas (v.), ni sobre el sentido
de la fe (v.) del pueblo cristiano, y conceden poca acogida a las preocupaciones
pastorales y catequéticas. Algunas veces se ha intentado llenar estas lagunas
inventando una teología especial, llamada kerigmática, que pondría las verdades
reveladas al alcance de los hombres sencillos, poniendo como eje de la
exposición la vida de todos los días, estando reservado el resto a las
investigaciones especializadas para la satisfacción de los sabios. Pero,
¿merecería el nombre de teología semejante dogmática para los solamente
iniciados, si no considera la fe vivida, toda vibrante y toda resplandeciente,
que debe ser comunicada de hombre a hombre? Los primeros siglos cristianos han
abierto escuelas, pero no han erigido una 1. inmóvil, ni una secta
pseudo-mística, ni un conventículo de letrados.
La definición estricta de la I. no se hace más fácil después de las diversas
reflexiones que acabamos de hacer, pues cada una de nuestras consideraciones
hace saltar las fronteras, mientras que toda «definición» se propone fijar
límites. Todos los conceptos que encontramos están marcados por un dinamismo
superior, que proviene del Espíritu de verdad y de vida. No es extraño que
nuestra enseñanza a propósito de la I. deba constantemente fortalecerse
volviendo a su primer impulso y a su primer fervor, lo que sólo puede lograrse a
través de una resurrección del sentido de Dios. Sino ya sólo el vocablo «Dios»
se vuelve vacío e insulso para el espíritu moderno, sino también su misma
realidad es tomada en consideración exclusivamente para ordenarla al servicio,
algunas veces pervertido, del hombre; si Dios mismo desaparece en la
inteligencia de nuestros contemporáneos, no asistiremos a ninguna renovación de
la I., ni de su teología, ni de su virtud santificarte, ni de su poder de
extensión. Un «Dios muerto» no podría hacer vivir a la I.
3) El término «Iglesia». Quizá sea útil comenzar la exposición sistemática por
el análisis etimológico de la palabra que en las lenguas greco-latinas designa
la comunidad cristiana (Iglesia, Église, Igreja, Chiesa). Otras lenguas, las
germánicas, p. ej., emplean un vocablo diferente cuyo origen evoca otro aspecto
de la misma realidad; la palabra Iglesia es más bíblica; es usada ya en el A.
T.; los términos Church, Kirche, Kerk, Kyrka, etc., derivan de kyriaké (oikia),
es decir, la casa del Señor, del mismo modo que oímos hablar en el N. T. del
«día del Señor».
La semántica, no obstante, no deja de ser en las dos categorías lingüísticas
iluminadora. Ecclesia, tanto en griego bíblico como en latín, designa
preferentemente a la Asamblea actualmente convocada por Dios, deseoso de entrar
en contacto con los creyentes llamados a la salvación y dispuestos a responder.
La palabra, en sí, puede designar una reunión popular cualquiera, pero en la
versión griega de los Setenta traduce, en la mayor parte de las veces gahal-Yahwéh
(v. i, 1), es decir, el conjunto de aquellos que pertenecen a la nación santa,
portadora para sí misma y finalmente para todas las naciones de la promesa de
salvación. La aplicación privilegiada del término se refiere a la asamblea
cultual; por extensión, designa a aquellos que forman parte del pueblo escogido,
sobre todo en la época del paso por el desierto. En el A. T. es rara la
expresión «Iglesia de Dios» (Neh 13,1). Generalmente los textos hablan de 1. (o
de sinagoga= reunión) del «Señor»; pero sabemos que Señor (Kyrios) designa en la
Biblia griega al Todopoderoso (Num 20,4, y muchas veces en Dt 24,1-9). El Pueblo
se reúne para honrar a Dios y escuchar la proclamación de su voluntad. Es Él
quien escoge a la tribu israelita, a pesar de su pequeñez y de su repetida
infidelidad, para hacer de ella una raza elegida y un sacerdocio real, encargada
de una función profética con un alcance ilimitado (1 Pet 2,9-10). En el N. T.
serán los discípulos de Cristo, sin distinción de raza, los que según las
promesas formarán el verdadero «Israel de Dios» (Gal 6,16; cfr. 3,29). Más
tarde, los cristianos se califican preferentemente como Iglesia, mientras que
los judíos usan el término Sinagoga. La idea de la elección es importante. Sería
inexacto concebir el origen de la 1. como una asociación voluntaria de
diferentes personas que individualmente tienen fe y que decidirían después
formar una sociedad; el que forma a la comunidad es el mismo Dios; he ahí por
qué la I. se basa en una vocación divina y no en convenciones humanas (v.
ELECCióN DIVINA).
Si desde la Antigua Alianza las perspectivas son universalistas, es necesario
esperar la venida del Hijo de Dios para verlas realizadas. Desde ese momento, la
1. de Dios, al menos en muchos textos extremadamente significativos, es
designada como «la Iglesia de Cristo». Recordemos las palabras de Cesarea donde
Jesús declara que edificará «su Iglesia» sobre la roca de Pedro (Mt 16,18), y
ese otro texto abreviado (Act 20,28) que habla de «la Iglesia de Dios que £1 se
adquirió con su propia sangre». La designación de «Iglesia de Cristo» no tiene,
por consigiente, nada que pueda extrañarnos; coincide prácticamente con la
expresión más larga que identifica a la «Iglesia de Dios» con «los santificados
en Cristo Jesús, llamados a ser santos...» (1 Cor 1,2).
Que el Pueblo de Dios se personifique y pueda finalmente llamarse un cuerpo no
debe extrañarnos, sobre todo teniendo en cuenta que, como dice S. Pablo, es el
único pan eucarístico el que transforma a todos los participantes en el único
cuerpo vivo del Señor, es decir, en su persona divino-humana. En el pasaje de 1
Cor 10, 17, la palabra «cuerpo», según los mejores exegetas, no tiene un mero
sentido colectivo, sino que indica que los que comen este único pan se hacen de
una manera misteriosa el cuerpo del Hijo de Dios encarnado (L. Cerfaux, o. c. en
bibl.).
Basándonos en esta identificación mística, comprendemos lo bien fundado de la
apelación Kyriaké (oikia) : casa o familia del Señor, para designar la reunión
de la nueva nación santificada, que se reúne para la celebración litúrgica en un
mismo edificio, a veces una humilde habitación (domestica Ecclesia), símbolo y
casi sacramento del Templo definitivo, idéntico a su vez con el cuerpo
crucificado y resucitado de Jesús (lo 2,19). La liturgia de la Dedicación de las
iglesias ha utilizado ampliamente esta metáfora (Coelestis Urbis Jerusalem).
Reuniendo el edificio sagrado y la carne vivificante en una sola frase, S.
Cirilo de Alejandría escribe: «El Verbo de Dios habita en nosotros como en un
templo único, en el cuerpo que él ha asumido para nosotros y de nosotros» (In
Joannem, 14: PG 73,163).
Queda, sin embargo, una cuestión en suspenso; la I. designada de este modo, ¿es
la comunidad local restringida o la asamblea de los hermanos esparcida por el
mundo entero? ¿A cuál se refería el uso primitivo? El problema es menos
importante y menos complicado de lo que a primera vista parece. La 1. de una
ciudad, aunque fuese la ciudad-madre de Jerusalén, sólo sería una secta si no
conservara la comunión con todos los elegidos; basta para probarlo recordar el
encabezamiento de las cartas a los Corintios (1 Cor 1,2 y 2 Cor 1,1); el Apóstol
no escribe a la 1. de los Corintios sino «a la Iglesia de Dios que reside en
Corinto». Reside también en otras partes, permaneciendo siempre la misma. En
numerosos textos se habla de Iglesia o de Iglesias, siendo empleados el singular
y el plural indiferentemente. Toda la 1. está presente allí en donde se reúnen
los cristianos; insertándose en el grupo local, el neófito se incorpora en la
Catholica. La teología dirá en términos técnicos que la fundación de Cristo es
una y universal, esparcida sin división, implantada en un lugar restringido sin
dejar de ser toda la colectividad.
4) La Iglesia misterio. Es necesario profundizar más para descubrir la
explicación del fenómeno que acabamos de señalar. No basta la sociología;
debemos recurrir a la raíz del dogma. Prácticamente nos sumergimos de este modo
en el corazón del misterio, tal como lo hemos definido, como el plan salvífico
de Dios.
Con demasiada frecuencia el dogma de la Trinidad (v.) se presenta a la razón
humana como un problema de aritmética «sobrenatural», insoluble e inútil; pesa
sobre nuestro entendimiento sin vivificarlo. Dios no nos ha hablado, sin
embargo, para cubrir de vergüenza nuestra pobre razón; nos ha revelado y
comunicado su vida íntima por medio de la obra que las Tres Personas en un
impulso indivisible realizan en nosotros, su obra de creación y de redención que
lleva en grados diversos la marca de su carácter personal y de su unicidad
fundamental. Los griegos dirían que la Trinidad ontológica se expresa en la
Economía que es funcional y no puramente teórica. En otras palabras, sabemos, en
la medida en que esto es posible, lo que son las divinas personas gracias a lo
que ellas hacen para nosotros.
En la S. E. y en la patrística antigua, el término Dios designa de ordinario a
Dios Padre, como sucede, p. ej., en Heb 1,1: «De una manera fragmentaria y de
muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los
profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo». Ha sido
el Padre quien amorosa y misericordiosamente ha concebido desde toda la
eternidad el plan de salvación universal; ha creado el universo para el hombre a
quien deseaba elevar a la participación de su vida divina, a pesar del pecado y
hasta con más abundancia de gracia después del pecado. Él no ha creado solo,
sino que lo ha hecho con su Verbo y con su Espíritu consustanciales a Él; y ha
decidido que su Hijo fuera el modelo del hombre, estableciendo llamar a los
hombres a reproducir la imagen del Primogénito. Él no quería que el hombre
estuviese aislado, que se pudiera multiplicar indefinidamente pero perdiéndose
en una masa atomizada de individuos; al contrario, le concibió y le creó hombre
y mujer para formar una familia y, lo que es más todavía, una comunidad
universal, a saber, la unión de los «llamados». Con todo derecho lleva ésta, por
consiguiente, el título de convocación o de congregación o de reunión, en
griego, de Iglesia.
Para realizar esta obra en favor de la humanidad caída y dispersa, envió a la
tierra a su propio Hijo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen
María y de este modo insertado en la raza pecadora para rehacer de una manera
mejor su unidad perdida. Al mismo tiempo, siendo verdadero Hijo de Dios y
verdadero hombre, se hace por amor obediente hasta la muerte en una cruz; por
eso, dice S. Pablo (Philp 2,6 ss.), su Padre al resucitarle le ha exaltado
soberanamente y le ha dado en su humanidad el Nombre adorable de Señor. Elevado
a la derecha del Padre, nos envió a su vez al Espíritu Santo para unir y
vivificar la asamblea de los elegidos y transformarlos en su cuerpo glorificado
y desde entonces inmortal. El Espíritu Santo realiza esta maravilla por medio de
la Eucaristía y de la I., siendo aquélla el principio y el lazo permanente y
nutritivo de la segunda.
Podemos, por consiguiente, como lo expresan los Padres, seguir la línea de las
tres Personas en un solo Dios, pasando del Padre por el Hijo en el Espíritu
Santo, para, descendiendo, llegar hasta la multitud vivificada y unificada de
todos los creyentes de Cristo y conducirlos por medio del Hijo hacia el Padre
celestial. Tal es el tema, familiar a los antiguos, de la Ecclesia de Trinitate,
la I. que se enraíza en la Trinidad divina, unidad en la multiplicidad sin
ninguna desigualdad. La célebre frase de S. Cipriano: «de unitate Patris et
Filii et Spiritus Sancti plebs adunata» con su «de» latino partitivo, no es,
para el obispo de Cartago, una definición de la l., sino más bien la descripción
de su historia aún en curso. La I. participa de la más perfecta unidad, la de
Dios, pero, viviendo de su vida, se multiplica sin dividirse, siendo en ella
toda distinción la de un amor que unifica. El aforismo que acabamos de citar
sirve en S. Cipriano de punto de apoyo para un consejo evangélico de extrema
importancia: ningún sacrificio es grato a Dios si es ofrecido por un creyente
mal avenido con sus hermanos (Mt 5,23-24). La oblación exige la concordia (S.
Cipriano, De orat. Dom. 23: PL 4,553). La Const. Lumen gentium del Vaticano II
se refiere a este bello texto patrístico al término de una exposición consagrada
a poner en la I. en relación sucesivamente con las Tres Personas divinas. El
último artículo que trata sobre el Paráclito hubiera podido acentuar más la
actividad del Espíritu Santo en los sacramentos constitutivos de la Iglesia. La
liturgia invoca al Espíritu santificador en todos los ritos sacramentales y en
el sacrificio del altar en particular. Se podría haber estudiado allí más a
fondo la teología de la epiclesis (v.) eucarística y de sus elementos
epicléticos en los demás sacramentos. En suma, como ya lo enseñaba S. Agustín,
el Espíritu siendo amor, une al Padre y al Hijo indisolublemente en el seno de
la Trinidad, y es éste el mismo oficio que desempeña, gracias a la
condescendencia divina, en el orden de las creaturas, conduciéndolas a su
origen, por medio del Hijo en el Padre, para que jamás se separen ni de Él ni
entre ellas.
Volviendo hacia atrás, diremos, por consiguiente, que Dios Padre llama por medio
de la Alianza (v.) a su Pueblo del que hará su Reino. No hay que identificar sin
matices este Reino con la I. terrestre; en este estadio la I. sólo es el Reino
de Dios en germen, su comienzo, real ciertamente pero inacabado; es la semilla
infinitamente pequeña pero destinada a un desarrollo admirable; en el momento de
la Parusía (v.), la I. no será reemplazada por el Reino, se manifestará en toda
la gloria del Reino de Cristo y de Dios (v. REINO DE DIOS).
En lo que respecta al Hijo sabemos que la I. es su Cuerpo, lo que supone una
identificación mística con él, unión que no absorbe, sin embargo, nuestra
peculiar personalidad humana (v. CUERPO MÍSTICO). Ésa es la razón por la que
otras comparaciones e imágenes bíblicas, completándose y equilibrándose la una a
la otra, describen la comunidad como la Esposa de Cristo, p. ej. Es preciso
reconocer las dos verdades: el Esposo y la Esposa vienen a ser un solo cuerpo,
pero jamás se confunden, porque si se confundiesen, o bien se volatilizaría el
elemento humano en la sustancia divina bajo una forma panteísta, o bien se
rebajaría al mismo Hijo al rango de una creatura. Para amar es necesario que
haya dos. No existe ningún peligro de error para el que quiera leer atentamente
el célebre capítulo quinto de la Epístola a los Efesios, en donde Cristo se
entrega por amor para purificar y santificar a su esposa, mientras que ésta se
le muestra sumisa volviéndose hacia él en el mismo movimiento de amor (cfr. Eph
5,22 ss.). Por consiguiente, siempre estará ella ante él como aquella a la que
él ha escogido para hacerla resplandeciente. Los protestantes deben evitar toda
apreciación errónea: la doctrina católica no diviniza la sociedad religiosa, ni
la transforma en oráculo o en ídolo. La concibe, como vamos a verlo, como un
órgano distinto de Cristo, o como su sacramento, signo comunicativo y productivo
de su gracia.
En cuanto al Espíritu Santo, los libros del N. T. no lo llaman jamás «el alma de
la Iglesia», ya que en los autores sagrados el cuerpo y el alma no se oponen en
el hombre, como sucede en la concepción platónica. Carne y espíritu, en S.
Pablo, tienen otro sentido: el de la debilidad culpable del hombre en oposición
a la fuerza divina. Pero sigue siendo exacto afirmar con S. Agustín y S. Juan
Crisóstomo que lo que el alma hace en el cuerpo humano el Espíritu Santo lo hace
en la I.; la transforma en un todo compacto y organizado, provisto de funciones
diferenciadas precisamente para asegurar la vida armoniosa de un único conjunto.
Como en la cabeza y en los miembros del cuerpo sólo está en funciones un solo
espíritu, Cristo, y los cristianos viven la misma vida, o bien como fuente o
bien como corrientes emanadas de-ella y alimentadas por ella.
Si en dogmática la Pneumatología se desarrolla en la dirección homogénea de la
Revelación, la Eclesiología, sin duda ninguna, se encontrará considerablemente
enriquecida con ello.
5) La Iglesia sacramento. Esto nos conduce a un análisis más cuidadoso de la
noción de sacramento aplicada a la I. A muchos Padres del Conc. Vaticano II la
expresión les parecía nueva; en realidad, aunque implica utilizar la palabra
sacramento en un sentido amplio, es (considerada de cerca) de acuñación
tradicional muy antigua.
La antigua literatura cristiana apenas hace distinción entre misterio y
sacramento. En S. Agustín, p. ej., estas dos palabras, la una griega y la otra
latina, son con frecuencia intercambiables. La noción general la explica el
mismo Concilio en su exordio de la Lumen gentium: el sacramento significa la
«señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el
género humano» (n. 1). Ciertos autores hubieran preferido que el texto hubiera
invertido los dos miembros de la unión; porque, dicen ellos, no llegamos hasta
Dios sino por medio de los hombres y en los hombres. Si tomáramos a la letra
esta observación, se seguiría que jamás entraríamos en la intimidad de Dios, al
menos aquí en la tierra, sino que siempre un ser humano se interpondría entre
Dios y nosotros. Pero no era esto sin duda hacia lo que los autores de la
observación apuntaban. Se proponían más bien ponernos en guardia contra el
ilusionismo (v.) que, bajo cualquier pretexto pseudo-místico, nos apartaría de
nuestro deber hacia los hombres. No deja, sin embargo, de ser verdad que el
error sería enormemente más grave si nos esforzásemos por realizar primero la
unión entre los hombres para después marchar como un solo cuerpo hacia el Padre,
ya que si Dios no edifica la ciudad, todo se derrumba. Es Dios quien es el autor
y quien, por medio de Cristo y el Espíritu, realiza la cohesión de la I.,
cohesión que al fin arrastrará a toda la humanidad elegida.
El sacramento (v.) no es una invención humana, sino un acto de Dios. ¿Cómo
podría ser, de lo contrario, fuente de gracia divina? Por eso mismo, la frase
del P. de Lubac es perfectamente exacta: «La Iglesia es aquí abajo el sacramento
de Jesucristo, como el mismo Jesucristo es para nosotros, en su humanidad, el
sacramento de Dios» (Méditation sur 1'Église, París 1953, 157). ¿Cómo evitar en
la otra hipótesis, si el sacramento no es un acto de Cristo, la influencia
humana, sobre Dios y la aberración mágica por consiguiente?
Ciertamente estamos habituados en la teología católica a reconocer solamente los
siete sacramentos, es decir, los siete ritos particulares adaptados a la
santificación de los grandes momentos de nuestra vida. Y a muchos católicos la
designación de la 1. como «sacramento universal» ha podido, pues, parecerles
extraña. En verdad implica utilizar la palabra sacramento no en sentido
restringido y propio en que se aplica a los siete sacramentos (signo eficaz que
confiere la gracia ex opere operato), sino en un sentido más amplio y lato.
Advertido esto, cabe afirmar que oponerse a la consideración de la I. como
sacramento universal puede ser señal de que no se ha reflexionado lo suficiente
sobre la naturaleza profunda de la sacramentalidad, o bien de que se ha perdido
la sensibilidad necesaria para comprender los factores simbólicos. En todo caso,
es necesario que insertemos los ritos particulares dentro del mundo de los
signos o más bien en el «organismo» sacramental general constituido por la I.
Puede decirse que Jesús, Hijo de Dios encarnado, es el «sacramento original».
Por medio de Él, bajo la operación del Espíritu Santo, nos llega toda gracia y
toda santificación; o más simplemente, toda amistad divina transformante. La I.
es sólo el «sacramento» derivado, pero, sin embargo, universal; nos proporciona
los socorros que necesitamos en los momentos más importantes de nuestro
peregrinar sobre la tierra. Lejos de atomizar los ritos, la I. los sintetiza y
en la difusión de la que está encargada, deja fluir toda la eficacia
santificante del Cuerpo eucarístico de Cristo, centro, punto de partida y de
convergencia de todos los ritos de los que creemos que no están vacíos sino que
son portadores de santidad. La I. es el organismo total que distribuye según las
necesidades humanas los socorros divinos, o mejor dicho, que prepara a lo largo
de nuestra vida el encuentro reiterado con el Señor. Porque tampoco los
sacramentos pueden ser cosificados, sería destruirlos; constituyen los tiempos
fuertes de la venida de Cristo glorificado, que prolonga en nosotros los
misterios de su pasión y de su resurrección. Es él quien viene a nuestro
encuentro para darse a nosotros; quien viene no para darnos cosas, por preciosas
que sean, sino para darse Él mismo; quien se queda dentro de nosotros para
regenerarnos, fortificarnos, alimentarnos y consolarnos a lo largo de nuestro
caminar por la tierra; el conjunto de estos encuentros adaptados a nuestra
condición corporal, constituye una «economía» o una distribución general de la
que la I. no es la dueña sino la administradora.
He aquí lo que a nuestros ojos esclarece singularmente la esfera de los símbolos
alrededor del misterio litúrgico central celebrado en el sacrificio-banquete del
cuerpo y de la sangre del Señor. El que no reflexione profundamente sobre la
encarnación, no comprenderá el régimen de los sacramentos. Al contrario, éste se
ilumina desde el momento en que reconocemos que somos hombres, es decir,
espíritus encarnados a los que el Padre envía a su Hijo encarnado para
relacionarse con nosotros por medio de acciones y palabras, signos que realizan
el gran abrazo entre Él mismo y el hombre. El que ve a Jesús, ve al Padre (lo
14,9). ¿Por qué si no Cristo se ha hecho «carne»? Ha querido que su contacto con
los hombres terrestres no estuviera reservado a algunos privilegiados en un
rincón apartado de la tierra y en un instante fugaz de la historia. Los
«misterios de su carne», como los llama S. Tomás, en otras palabras, los
acontecimientos salvíficos realizados en su humanidad real continúan ejerciendo
su influencia sobre nosotros, nos alcanzan en cualquier sitio y en cualquier
momento, cuando la I. prepara el contacto. Porque su virtud divina es capaz de
superar las fronteras del tiempo y del espacio. Por eso, tampoco la I. está
encerrada dentro de unos límites estrechos. Para evitar malentendidos, no
decimos que la I. es la continuación de la Encarnación del Verbo, pero es
innegable que prolonga su obra hasta la consumación final.
Si somos conscientes de que estamos compuestos de carne y de espíritu, sin
división destructiva, admitiremos más fácilmente que la I., institución social y
espiritual, es necesaria para la salvación. Porque, decía Péguy, lo sobrenatural
es carnal y es una ilusión para nosotros representar el papel de ángel. Se
hubiera podido esperar que esta tentación estuviera desapareciendo para nuestra
generación, pero no es éste el caso. Se cae aún en ese defecto, o, en el otro
extremo, se sumerge de tal manera a la 1. en la carne del pecado que se la
describe como una entidad pecadora. La realidad es en cambio que la I. es un
agrupamiento de pecadores, una asociación de pecadores, pero para librarles del
pecado precisamente y no para hacerse su cómplice. Los hombres de I. (por los
que, a veces, se designa aun hoy día ante todo al clero, a pesar de las
correcciones verbales repetidas hasta la saciedad) no están ciertamente por
encima de ella, como ángeles de inocencia, sino sumergidos en ella con todas sus
faltas y sus pecados personales, teniendo necesidad, lo mismo que los otros, de
la redención de la Iglesia-sacramento. Pero aun cuando algunos lleguen hasta la
aberración de emplear mal los sacramentos, éstos no se hacen maléficos en sí
mismos. No es el banquete del Señor el que hace culpables a los corintios; es su
glotonería y su falta de fe. No existen sacramentos malos, lo mismo que no
existe una I. mala, pero hay descarriados que «desfiguran», en el sentido
literal, a ésta y a aquéllos; es decir, impiden o dificultan que se reconozca a
la I. y a los sacramentos por lo que, en realidad, son, aunque sin llegar jamás
a destruirlos.
GERARD PHILIPS.
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