IGLESIA, COMUNIDAD PROFÉTICA
1) La institución profética. 2) El sentido de la fe, ejercicio del don
profético. 3) La función profética en el Magisterio oficial de la Iglesia. 4) El
don profético en la misión salvífica de la Iglesia. El Conc. Vaticano II, al
revalorizar la idea de Pueblo de Dios, ha puesto de relieve la dimensión
comunitaria de la misión de la I. La comunión, iniciada en el Bautismo y
consumada en la Eucaristía, lleva consigo la unidad de los creyentes con Cristo
y entre sí, y a la vez un compromiso de testimonio y de proclamaciól. de la
verdad salvadora ante el mundo. Compromiso que atañe a cada uno y a la comunidad
en cuanto tal, pues la I. es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento
de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (Const.
Lumen gentium, 1). Constituida a «imagen de su Fundador» la misión salvífica de
la I. se despliega en la participación de la triple función de Cristo:
sacerdotal, profética y regia; aquí hablaremos de la dimensión profética. 1) La
institución profética. a) Noción. Vulgarmente la profecía se entiende como
predicción del futuro. El significado bíblico es mucho más amplio (v. PROFECÍA Y
PROFETAS). El profeta es el que habla en nombre de Dios, quien conoce sus
designios sobre el mundo y la historia, quien los proclama y se esfuerza por
llevarlos a feliz cumplimiento. S. Pablo extiende el campo del profetismo a
instruir, exhortar, animar y consolar a los fieles para edificación de la I. (1
Cor 14,3-6). El profeta ilumina con su palabra y anuncia, movido por el
Espíritu, el camino de la comunidad y del individuo en la situación presente y
futura.
Suele equipararse la función profética con la de magisterio. Pero, aunque
sea ésta su primordial manifestación, esa función es en sí más amplia, ya que
comprende toda la actividad suscitada por el Espíritu en orden a hacer conocer
los designios de Dios en cada tiempo histórico concreto. El conocimiento cada
vez más perfecto de la verdad revelada y de sus exigencias hace que el profeta
sea fermento de la comunidad para que ésta persevere en la fidelidad a Dios y a
su plan de salvación, es antídoto contra la tentación de estancamiento y
egoísmo. El profeta ausculta las situaciones concretas de cada época procurando
captar lo que Dios espera de la I. en cada una de ellas, y juzgándolas a la luz
de la fe, en la fidelidad del Espíritu.
b) Participación del don profético de Cristo. Se dice en el Conc. Vaticano
II que «el pueblo santo de Dios participa del don profético de Cristo» (Lum.
gent. 12). Si bien Jesús nunca se llama a sí mismo profeta, ni ninguno de los de
su círculo le señala como tal, a excepción de los discípulos de Emaús (cfr. Le
24,19), la comunidad primera ve en Él al Profeta supremo y lo designó como tal (cfr.
Lc 13,33; Mt 13,57; Act 3,22; 7,37). Y es que, aunque Cristo no haya usado ese
título, su vida y actitudes lo implican: su constante llamada a la fidelidad a
Dios, su predicación pidiendo la conversión y la penitencia, el anuncio que hace
de la salvación ya presente y la proclamación del juicio... Jesucristo es
superior a los grandes profetas, pues habla de «lo suyo» y con autoridad: «yo os
digo...» Con Él, el profetismo llega a la plenitud. Con su irrupción en la
historia, la Revelación de Dios se nos ha dado plenamente (Const. Dei Verbum,
2). En su vida, palabra y obras, con sus milagros y, sobre todo, con su muerte y
resurrección testimonia la presencia de Dios entre los hombres que les llama a
la nueva vida (Dei Verbum, 4). La dignidad y misión de Cristo supera la
categoría del profeta, aunque la contenga.
Esta misión profética de Jesús se cumple, hasta que Él vuelva, a través de
la I. Pero siendo Jesús la Verdad y la Revelación plena del Padre, la I. en su
misión profética no puede proclamar ya nuevas revelaciones, ni enseñar otra
verdad sino la de Cristo, ni anunciar otros designios de salvación sino los
hechos realidad en la carne de Jesús. El profetismo de Jesucristo se continúa
mediante la jerarquía de la 1. y por la I. toda. Dice el Vaticano 11: «Cristo,
profeta grande, que por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra
proclamó el Reino del Padre, cumple su misión profética hasta la plena
manifestación de la gloria, no sólo a través de la jerarquía, que enseña en su
nombre y con su potestad, sino también por medio de los laicos, a quienes, por
ello, constituye en testigos y les ilumina con el sentido de la fe» (Lum. gent.
35).
c) Dimensiones de la función profética. El primer lugar lo ocupa el
conocimiento y la fidelidad a la palabra de Dios. «Quiso constituir un pueblo
que le conociera en la verdad y le sirviera santamente» (Lum. gent. 9). Cualidad
ya predicha por Jeremías: «ellos me conocerán todos, desde el más pequeño al más
grande» (31,31-34; cfr. Is 54,13). Se trata de un conocimiento con exigencias
morales, que nace de la fidelidad a la Palabra como fruto del Espíritu. No es
extraño que en el Conc. Vaticano II al hablar de profetismo se emplee lenguaje
sacerdotal, y hable de la vida y actitud de fe del profeta como fuente de su
función. S. Juan continúa la línea de Jeremías cuando dice: «vosotros tenéis la
unción del Santo, y todos tenéis la ciencia... Y la unción que habéis recibido
de Él permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe. Pero
según su unción, os enseña todas las cosas -y es verídica y no es mentirosa- y
según os enseñó, permaneced en Él» (1 lo 2,20.27). En términos semejantes se
expresa S. Pablo (cfr. 2 Cor 1,21-22).
Pero es de advertir que los textos conciernen a la comunidad en cuanto
tal, y a los cristianos como parte de la misma. Por eso sólo en comunión con la
1. puede desplegarse la energía de la unción en orden al conocimiento de la
verdad. Sólo en esa comunión puede ser garantía de autenticidad para sí y para
los demás.
Habiendo de traducirse el conocimiento de la verdad en la vida se sigue la
dimensión de testimonio que envuelve la función profética. Testimonio intra y
extra eclesial, de confortamiento en la fe y de evangelización del mundo,
«difundiendo su vivo testimonio sobre todo por la vida de fe y de caridad» (Lum.
gent. 12; cfr. ib. 35).
d) Verdaderos y falsos profetas. El don profético proviene del Espíritu;
por eso puede surgir en todo cristiano. Por otra parte, ya la S. E. y los
primeros escritos posapostólicos nos hablan de la existencia de falsos profetas,
ofreciendo las normas para desenmascararlos. «Cuanto a los profetas, que hablen
dos o tres y los otros juzguen» (1 Cor 14,29). La «discreción de espíritus» (v.)
es necesaria para distinguir el auténtico del falso profeta. S. Pablo advierte:
«no apaguéis el Espíritu. No despreciéis las profecías. Probadlo todo y quedaos
con lo bueno» (1 Thes 5,19-21). Se ha de aceptar cuanto viene del Espíritu, pero
hay que «probarlo», discernir lo que verdaderamente es suyo. Para ello servirá
el verificar su conformidad o no con la fe, con la Revelación recibida (cfr. Rom
12, 6). El profeta auténtico habla en conformidad con su fe, no en un orden
puramente subjetivo, sino en consonancia con la norma objetiva dada, en
fidelidad a Cristo y a su mensaje salvífico: en última instancia, como veremos
después, no hay profecía auténtica sin fidelidad al Magisterio auténtico de la
1. S. Juan señala como criterio la fidelidad a la fe predicada y recibida, la
permanencia en lo que oyeron y les fue predicado desde un principio (cfr. 1 lo
2,7.24). Frente a los anticristos que perturban la comunidad, S. Juan dice a sus
fieles que no teman, pues «vosotros tenéis la unción del Santo y conocéis todas
las cosas» (1 lo 2,20.27). Con esto no se enseña la iluminación y preservación
del error a nivel individual, prescindiendo del sentir de la comunidad y de sus
jefes. Es el mismo S. Juan quien insiste sobre la necesidad de perseverar en lo
predicado y recibido desde el principio. Por eso la comunidad puede juzgar a los
profetas. La unción recibida es la fe en y por la l., es la palabra de Cristo
predicada y recibida en la comunidad, sellada por la acción del Espíritu en los
corazones.
La Didajé (v.) afirma la necesidad del discernimiento: «quien viene a
vosotros en nombre del Señor, debe ser recibido; pero después, sometido a
prueba, sabréis discernir la derecha de la izquierda» (12,1). La conducta moral
servirá de criterio: «por sus frutos los conoceréis» (Mi 7,16). Se podrá simular
por algún tiempo que se habla y se vive en conformidad con la palabra de Dios,
pero ésta, que interpela tanto al que la pronuncia como al que la escucha, no
tardará en mostrar que lo que pronuncian los labios no es vivido. El
conocimiento de Dios y sus designios salvíficos en el profeta ha de nacer de la
vida y de la experiencia vital del mensaje cristiano. La falta de obras
cristianas es signo de que no es el Espíritu quien le guía sino las apetencias
personales. «No todo el que habla en espíritu es profeta, sino quien guarda la
moral del Señor; por la conducta moral se conoce al profeta y al pseudoprofeta»
(ib. 51). Y añade la Didajé respecto a los profetas ambulantes: «no estará más
de un día; si es preciso, estará también el siguiente, pero si permanece tres
días, es falso profeta... Si pide dinero, es falso profeta» (11,10). Entre los
frutos de la profecía se señalan la edificación, la exhortación, el consuelo (cfr.
1 Cor 14,3). Por eso cuanto se oponga a la unidad y a la paz de la comunidad,
cuanto perturbe a los fieles en su sentir sobrenatural, cuanto sea causa de
dolor, no es profecía aunque lo parezca, pues es opuesto a la caridad: «si
teniendo el don de profecía... no tengo caridad, nada soy» (1 Cor 13,2).
e) La desaparición del profetismo institucionalizado. El profetismo
institucionalizado del que habla S. Pablo (cfr. 1 Cor 12,28) desapareció muy
pronto. La Didajé, aunque lo menciona, afirma que la comunidad puede subsistir
sin ello (cfr. 13,4). El Pastor de Hermas (v.) los coloca por debajo de los
apóstoles, obispos, doctores y diáconos (cfr. Vis. 3,5,1). S. Justino da cuenta
de la existencia de los profetas en la comunidad cristiana junto a falsos
profetas y doctores: «Ya nos advirtió el Señor que nos precaviésemos contra
ellos» (Dial. c. Tryph. 88,1: PG 6,685). S. Ireneo testifica igualmente la
existencia del carisma profético (Adv. Haer, 5,6,1: PG 11,37). Los escritores
eclesiásticos del s. itt no hacen mención de los profetas. Mas la desaparición
del profetismo institucionalizado no arguye la desaparición del carisma
profético en la 1. Ésta es esencialmente profética porque es anunciadora de la
Verdad, que es Cristo, y en todas las épocas de la historia el Espíritu ha
suscitado hombres proféticos con la misión de proclamar la pureza del Evangelio,
denunciar los errores, exigir la renovación y la fidelidad a Cristo. Los grandes
santos y fundadores, que han promovido corrientes de renovación espiritual y de
apostolado, figuran en la avanzadilla del auténtico profetismo. Como también es
cierto que no han faltado falsos profetas, y en todo tiempo la jerarquía
eclesiástica ha tenido que emplear el don de la discreción de espíritus. Por
otra parte, todo cristiano en la realización del apostolado (v.) ordinario, al
comunicar su fe o animar a vivir la vida cristiana, ejercita de múltiples formas
una catequesis o enseñanza, un aspecto del don profético (v. infra, 6).
2) El sentido de la fe, ejercicio del don profético. La indefectibilidad
del Pueblo de Dios en la fe se ejerce «mediante el sentido sobrenatural de la fe
de todo el pueblo» (Lum. gent. 12). El sentido de la fe es una disposición cuasi
innata al creyente por la que juzga de modo connatural, instintiva y
experimentalmente los diversos aspectos de la vida cristiana, bien en lo
referente al objeto de la misma fe, bien a sus manifestaciones y realizaciones
concretas en la vida moral y religiosa de la comunidad.
a) Principios subjetivos del sentido de la fe. El Vaticano 11 atribuye la
acción del sentido de la fe a la «unción» del Espíritu. Esta unción hay que
situarla más en concreto en la virtud de la fe y en los dones cognoscitivos del
Espíritu Santo (v.). La virtud de la fe (v.) es un hábito esencialmente
intelectivo, pero su acto es imperado por la voluntad. Hábito, pues, de orden
intelectual y afectivo, lleva en sí el principio del conocimiento experimental y
sin raciocinio de su propio objeto; juzga de él por connaturalidad. De manera
instintiva, si son dóciles al Espíritu Santo, los fieles están preparados para
aceptar o rechazar cuanto es conforme o disconforme con la verdad revelada. Se
llama también «ojos de la fe», pues a semejanza de la visión corporal, ilumina y
percibe su objeto inmediata y connaturalmente.
Mas con sola la actuación de la virtud de la fe no se tiene más que un
sentido de la fe imperfecto. Para su perfección se requiere la caridad (v.) y la
gracia (v.) y los dones del Espíritu Santo (v.), sobre todo el don de
entendimiento que otorga una penetración íntima, intuitiva, de las cosas divinas
(Sum. Th. 2-2 q8 a6; q49 a2 ad2). Su acción se extiende a comprender los motivos
de la fe, «teniéndolos por tan ciertos que por ninguna apariencia contraria nos
hemos de apartar de ellos» (Sum. Th. 2-2 q8 a4 ad2). Esto explica, p. ej., la
firmeza con que se ha sostenido algunas verdades de fe no obstante las
negaciones o disputas en torno a ellas, p. ej., la maternidad divina de María,
la Inmaculada Concepción, etc. Por el don de ciencia el creyente enjuicia, con
juicio intuitivo, afectivo y experimental, las verdades sobrenaturales; por él
pueden los fieles llegar a conocer si una verdad es o no de fe, y rechazar
instintivamente cuanto se opone a ella. Mas la perfección plena del sentido de
la fe se alcanza merced al don de sabiduría; por este don se juzgan las verdades
sobrenaturales a través de razones eternas; en virtud del mayor conocimiento de
Dios y de sus misterios, producido por este don, el amor se une más íntimamente
al objeto llamado, llevándole ese amor afectivo de caridad a percibir aspectos
de la verdad que se ocultan a quienes carecen de este don. Por la acción propia
del don de sabiduría, el sentido de la fe se manifiesta preferentemente en actos
dirigidos a la honra y veneración de Dios en sus misterios, en actos cultuales.
El sentido de la fe tiene, pues, como principios subjetivos de actuación la
virtud de la fe y los dones de entendimiento, ciencia y sabiduría. La gracia y
la caridad se presuponen para la existencia de los dones en el alma, no así para
la fe. Por eso el creyente en pecado puede tener el sentido de la fe, aunque
imperfectamente, pues en él reside la «unción» y recibe cierta iluminación del
Espíritu. El hábito de la fe, aunque informe, tiende connaturalmente hacia su
objeto (Sum. Th. 2-2 q8 a5). Mas tal sentido carecerá de energía y vitalidad.
Cuanto más se viva la fe y la caridad, tanto más activo y seguro será el sentido
de la fe. De ahí que brille con especial intensidad en los santos.
b) Principios objetivos del sentido de la fe. Es claro que el objeto sobre
el que ha de versar el sentido sobrenatural de la fe es la Revelación. Ésta fue
clausurada con la muerte del último Apóstol. Por eso no puede haber nuevas
realidades reveladas. Pero sí puede haber mejor conocimiento de las mismas. A
este mejor conocimiento o a descubrir nuevos aspectos de la única verdad
revelada, sirve el sentido de la fe. Se desprende de la naturaleza de los
principios subjetivos, así como de la naturaleza y trasmisión de la Revelación.
Ésta es menos una suma de enunciados que una realidad, menos una doctrina que
una Persona, el Verbo hecho carne, en el que se nos manifiestan también el Padre
y el Espíritu Santo. Lo que los discípulos vieron y oyeron, la experiencia
tenida al contacto con la presencia física de Jesús, su doctrina, su vida, fue
trasmitido a la I. La tradición (v.) de la Revelación se manifiesta en una vida,
en la vida de la comunidad. Es la fe continua de la I. mantenida y vivificada
por la acción constante del Espíritu sobre la 1. y sobre cada uno de sus
miembros, según la función que ejercen en el cuerpo eclesial. Así la Revelación,
como conciencia y vida de la I., es portada por la 1. Universal. Todos los
fieles, con su vida cristiana, son parte integrante de la tradición activa, si
bien no todos en el mismo plano y de la misma manera. En los fieles actúa el
Espíritu para que la conciencia de su fe sea cada día más viva. En el mismo
concepto de Revelación trasmitida tenemos, pues, asentado el sentido de la fe.
Por él se penetra siempre más en la tradición constitutiva, llegándose a captar
las virtualidades implícitas en su contenido.
c) Infalibilidad de los fieles. Afirma el Vaticano 11 que la universalidad
de los fieles no puede fallar en su creencia (Lum. gent. 12). Suele afirmarse
que los fieles poseen la infalibilidad pasiva o in credendo, por cuanto no
pueden engañarse al aceptar las enseñanzas propuestas por el Magisterio, quien
tiene asegurada la infalibilidad (v.) activa, o in docendo (de enseñar). Esto es
cierto. Lo enseña toda la tradición de la 1. y repite el Vaticano II: «bajo la
dirección del Magisterio, al que sigue fidelísimamente, recibe no ya la palabra
de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cfr. 1 Thes 2,13); se adhiere
indefectiblemente a la fe dada de una vez para siempre a los santos» (Lum. gent.
12). Sin embargo, no es del orden puramente pasivo, pues se extiende a «penetrar
profundamente la fe con rectitud de juicio aplicándola más íntegramente a la
vida» (ib.). Es decir, que podemos hablar como de una función activa y docente
de los fieles, un magisterio ex spiritu, del orden de la vida de fe y caridad, y
que encuentra su expresión en el consentimiento universal de todo el Pueblo de
Dios en una verdad revelada. Esta actividad que se ejerce por el sentido
sobrenatural de la fe puede llegar a descubrir virtualidades reveladas, que
quizá pasen desapercibidas a los mismos teólogos de oficio. El Espíritu Santo
anima y dirige a todo el pueblo no sólo por medio del Magisterio jerárquico,
sino también inmediata e intrínsecamente, haciéndole idóneo e induciéndole a
proclamar y a dar testimonio de la verdad cristiana. Mas para que ese
consentimiento sea infalible es preciso que haya unanimidad, al menos moral, en
la verdad creída, es decir, que «todo el pueblo desde el Obispo hasta los
últimos fieles seglares manifiesten el asentimiento universal en las cosas de fe
y costumbres» (Lum. gent. 12).
3) La función profética en el Magisterio oficial de la Iglesia. La función
profética que se despliega por medio del sentido de la fe y de los carismas (v.)
está unida a la que se realiza a través de la Jerarquía (Lum. gent. 35). Junto y
sobre los profetas S. Pablo colocaba a los Apóstoles (1 Cor 12,28; Eph 4,11).
Los Obispos, como sucesores suyos, tienen la misión de «interpretar
auténticamente la palabra de Dios escrita o trasmitida» (Dei Verbum 10),
ejerciendo su autoridad magisterial en nombre de Cristo. A más del carisma común
a todo el Pueblo de Dios, posee la Jerarquía eclesiástica (v.) el carisma
particular del ministerio, por el que discierne los demás carismas y propone de
modo auténtico e infalible la revelación. Es, por tanto, el Magisterio oficial
de los pastores un momento esencial integrante de la función profética de la I.
toda y no reductible, como veremos, al carisma genérico.
a) Institución del Magisterio auténtico, vivo e infalible por Cristo. Los
Apóstoles fueron enviados por Jesús a predicar el Evangelio a todas las gentes (Mt
28,18-20), con la misma autoridad que había recibido del Padre (lo 20,21), de
modo que el mensaje y la autoridad con que se anuncia sean del mismo Cristo, tal
como Él lo había recibido del Padre (lo 7,15-18). De ahí que los oyentes tengan
la obligación de aceptar la predicación apostólica, so pena de la condenación
eterna (Mc 16,16). Es un magisterio vivo, pues se realiza en un cuerpo viviente,
la l., que asimila y crece en la comprensión de la verdad, mediante actos
vitales de la voluntad y del entendimiento. Dicho magisterio está respaldado por
el carisma de la infalibilidad (v.), ya que Cristo estará con ellos hasta el fin
de los tiempos (Mt 28,18-20); les asistirá el Espíritu Santo por siempre, el
Espíritu de verdad que dará testimonio de Cristo (lo 14,16-17; 15,26). Por eso
el rechazo del mensaje apostólico supone la condenación (Mc 16,1516), lo que
sería incomprensible si la verdad no estuviera garantizada por la infalibilidad.
Estas condiciones del Magisterio explican que Jesús dijese: «el que a vosotros
oye, a Mí me oye, y el que a vosotros desecha, a Mí me desecha, y el que me
desecha a Mí, desecha al que me envió» (Lc 10,16). Los Apóstoles tuvieron
conciencia de este Magisterio, por eso S. Pablo llama a la 1. «columna y
fundamento de la verdad» (1 Tim 3,14-15; cfr. Rom 15, 18; Act 4,8-14) y afirma:
«si alguno os predica otro evangelio distinto del que habéis recibido, sea
anatema» (Gal 1,9.8; cfr. 2 Cor 13,3).
Este Magisterio había de durar perpetuamente. La permanencia de Cristo y
del Espíritu es prometida «hasta la consumación del mundo» (Mt 18,20; lo 14,16).
Por eso continúa en sus sucesores, en el Colegio de los obispos, que asume el
cuidado de regir y apacentar la grey de Cristo (cfr. Conc. Vat. I, Denz. 1828).
La práctica seguida por Pablo manifiesta la conciencia que tenían de la
continuidad del Magisterio y del gobierno de la I. en aquellos que ponía al
frente de las iglesias locales; más aún, manda que éstos sigan esa práctica (cfr.
1 Tim 4,1616; 6,20; 2 Tim 1,13-14; 2,8-16; Tit 1,5-9). Hay que notar que los
Apóstoles gozaban del carisma personal de la infalibilidad, mientras que los
obispos lo poseen en cuanto forman el Colegio episcopal, que sucede al Colegio
de los Apóstoles, a no ser el Romano Pontífice, que lo posee como sucesor
personal de Pedro. Este carisma de la infalibilidad magisterial ha sido vivido
por la 1. desde siempre, si bien la definición dogmática sea relativamente
reciente. Sin esta conciencia de la infalibilidad que ha tenido la I., no podría
explicarse su actitud en la lucha contra la herejía y sus determinaciones en los
primeros siglos del cristianismo. Basten estas muestras de testimonios
explícitos: S. Ireneo: «donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios;
donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el
Espíritu es la verdad» (Adv. Haer. 111,24,1; cfr. ib. IV, 26,2). Tertuliano
arguye contra los herejes preguntándoles si creen que el Espíritu Santo puede
permitir que la 1. caiga en el error (cfr. De Praescrip. 28). S. Cipriano
escribe al papa Cornelio: «todos los que abandonan a Cristo se pierden por culpa
suya, pero la Iglesia que cree en Cristo, y que permanece firme en lo que ha
conocido, no se separa jamás de Él» (Epist. 59,73). Por lo demás, la práctica
conciliar, que se inaugura en el s. iv, no tendría explicación si no hubiera el
convencimiento de la garantía infalible de la verdad enseñada.
b) órganos del Magisterio auténtico e infalible de la Iglesia. El
Magisterio auténtico e infalible se expresa de modo orgánico por diversos medios
(cfr. Conc. Vaticano I, Denz. 1839; Lum. gent. 25):
a) El colegio episcopal, órgano del magisterio eclesial. La I. ha tenido
siempre conciencia de su representación en el episcopado en comunión con el
Papa. Esto se pone más de relieve cuando los obispos se reúnen en concilio
ecuménico (v.). En este caso se expresa la convicción de que la palabra de Dios
se propone a los fieles de modo auténtico e infalible. Esta conciencia tiene su
fundamentación escriturística en los textos en los que se afirma la
infalibilidad de la 1. en general, y de los Apóstoles y sus sucesores en
particular, debido a su función específica en la I. Entre los testimonios de los
Padres baste citar a S. Atanasio, quien escribe a propósito del Conc.
de Nicea: «la palabra del Señor pronunciada por el sínodo ecuménico
permanece eternamente» (Epist. ad Afros, 2: PG 28,1032). Del mismo Concilio
escribe S. Ambrosio: «ni la muerte, ni la espada podrá separarme de él» (Epist.
ad Imperat. 21: PL 16,1005). Y S. Gregorio Magno: «confieso recibir y venerar
los cuatro concilios como los cuatro evangelios» (Epist. 25: PL 77,478). Este
Magisterio auténtico e infalible se manifiesta de dos maneras:
1° Cuando reunidos en concilio concuerdan entre sí y con el Romano
Pontífice acerca de una doctrina de fe y costumbres, proponiéndola a la 1.
universal como infalible y que se ha de aceptar como tal. Esta aserción
pertenece a la fe. Ha sido afirmada por la práctica conciliar (cfr. Denz.
54,691,792,910,960) y solemnemente definida por el Conc. Vaticano I: «Se han de
creer con fe divina y católica todas aquellas cosas, que se contienen en la
palabra de Dios escrita o trasmitida y que son propuestas a la fe como
divinamente reveladas bien por un juicio solemne de la Iglesia, bien por el
magisterio ordinario y universal» (Denz. 1792). Esto mismo repite el Vaticano II
cuando dice que la infalibilidad episcopal «se ve todavía más claramente cuando,
reunidos en concilio ecuménico, son los maestros y jueces de la fe y de la
conducta para la Iglesia universal, y sus definiciones de fe deben aceptarse con
sumisión» (Lum. gent. 25). Las decisiones conciliares únicamente tendrán valor
vinculante si hay concordancia, al menos moral, entre los obispos y con el
Romano Pontífice, pues la infalibilidad ha sido prometida al Colegio como tal, y
por eso no puede darse sin la comunión entre sí y con la cabeza. La
infalibilidad conciliar no es una suma de infalibilidades particulares, sino la
única infalibilidad del Colegio. Al Papa, como cabeza de éste, corresponde
convocar, presidir por sí o por sus delegados, y confirmar las actas de los
concilios, sin lo cual carecen de valor.
2° Cuando «todos ellos, aun estando dispersos por el mundo, pero
manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, convienen
en un mismo parecer como maestros auténticos que exponen como definitiva una
doctrina en las cosas de fe y costumbres, en ese caso anuncian infaliblemente la
doctrina de Cristo» (Lum. gent. 25). Es lo que había definido como de fe el
Vaticano 1 (Denz. 1792). La razón teológica que explica esta doctrina estriba en
que el Colegio episcopal (v.), como sucesor del Colegio de los Apóstoles, tiene
prometida la asistencia del Espíritu Santo. No consta que para el uso de este
carisma sea preciso reunirse en determinado lugar formando concilio. De hecho el
magisterio infalible se ha ejercido siempre, y los concilios ecuménicos empiezan
en el s. ¡v. S. Agustín se hacía eco de esta doctrina al afirmar que no es
necesario convocar el Sínodo para condenar la herejía pelagiana (cfr. Contra
duas Epist. Pelag. 4,12: PL 44,638). Por ser este Magisterio el comúnmente
ejercido por el episcopado se le llama ordinario y universal, mientras que el
más solemne de los Concilios se le llama extraordinario (Vaticano 1).
También se llama Magisterio ordinario el ejercido por cada obispo (v.) en
su diócesis. En ella es el doctor auténtico de la fe y ejerce su magisterio con
autoridad y en nombre de Cristo. Siempre ha de guardar la comunión con los demás
obispos y con el Papa. En ese caso su enseñanza no es infalible, pero sí
auténtica, postulando por eso de sus fieles la aceptación de la doctrina
propuesta. «Los obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice,
deben ser respetados por todos como los testigos de la verdad divina y católica;
los fieles, por su parte, tienen obligación de aceptar y adherirse con religiosa
sumisión del espíritu al parecer de su obispo en materia de fe y costumbres
cuando él las expone en nombre de Cristo» (Lum. gent. 25) (v. CARTA PASTORAL).
b) El Romano Pontífice, órgano del magisterio auténtico e infalible. La S.
E. asigna a Pedro la función de ser fundamento y principio de la unidad y
estabilidad de la I. (Mt 16,18), de apacentar la grey de Cristo (lo 21,15-17) y
de confirmar a sus hermanos en la fe (Le 22,31-32). Es claro que si pudiera
haber fallo en la proposición de la verdad revelada quedaría rota la unidad y
estabilidad de la I., la grey de Cristo se alimentaría con pasto insano, y no
habría confirmación en la fe, sino disgregación. Estas funciones son heredadas,
por voluntad divina, por los sucesores legítimos de Pedro, los Romanos
Pontífices, puesto que son funciones que siempre se han de ejercer en la 1.
La I. ha vivido conscientemente esta verdad como lo muestran los
testimonios de la Tradición, aunque no siempre la afirmen de modo explícito.
Estos testimonios consideran a la I. de Roma como centro de la unidad y firmeza
en la fe, como tribunal de apelación última de la verdad, como tribunal que
profiere sentencia irrevocable en materia de fe y costumbres, como respaldo para
que incluso los concilios ecuménicos tengan valor. S. Ignacio de Antioquía (v.)
escribe a la 1. de Roma: «tengo por cosa firme lo que enseñáis y mandáis» (Ad
Rom. 3,1: R1 53). S. Ireneo habla de la necesidad de concordar con la 1. de Roma
«en la que siempre se ha conservado la tradición apostólica» (Adv. Haer. 3,3,2:
PG 7,966). S. Cipriano increpa a los herejes que se atreven a acudir a la
cátedra de Pedro «de donde nace la unidad sacerdotal... y a la que no tiene
acceso la perfidia» (Epist. ad Corn. Papam, PL 3,818). Y S. Agustín: «sobre esta
causa (el pelagianismo) dos concilios han sido enviados a la Sede Apostólica; de
aquí vinieron también los rescriptos. La causa ha terminado, ojalá termine de
una vez el error» (Serm. 10, PL 38,734; cfr. S. Ambrosio, Enar. in Ps. 12, 40:
PL 14,1051). En los casos de disputas doctrinales se apela a Roma para que
decida, p. ej., en la cuestión del montanismo, de la rebautización de los
herejes, en la controversia arriana, en las herejías cristológicas, etc. Los
concilios reconocen esa autoridad (cfr. Denz. 112,143, 149,289,433,466,694,859).
El Vaticano 1 la definió como dogma de fe: «E1 Romano Pontífice, cuando habla ex
cathedra... goza de la infalibilidad con que el divino Redentor quiso dotar a su
Iglesia cuando define una doctrina de fe y costumbres; y, por tanto, las
definiciones del Romano Pontífice son irreformables de suyo («ex se»), no por el
consentimiento de la Iglesia» (Denz. 1839). A continuación se condena con
anatema a quien presuma contradecir esta definición (Denz. 1840).
La infalibilidad compete al Papa cuando habla ex cathedra. Esto quiere
decir: a) que enseñe como Pastor y Doctor universal de todos los cristianos; b)
que en su magisterio haga uso de su plena autoridad doctrinal; c) que proponga
la doctrina como sentencia última, definitiva e irrevocable, es decir, con
intención manifiesta de definir (cfr. Denz. 1839). La infabilidad se debe a «la
asistencia prometida al mismo (Romano Pontífice) en la persona del
bienaventurado Pedro» (ib.), y el objeto son las cosas de fe y costumbres. Con
estas condiciones las definiciones papales son de suyo irreformables, no por el
consentimiento de la I, como pretendían hacer valer el galicanismo (v.), sino
por sí mismas. El Conc. Vaticano II lo ha enseñado nuevamente: «esta
infalibilidad compete al Romano Pontífice, Cabeza del colegio episcopal, en
razón de su oficio cuando proclama como definitiva la doctrina de fe y
costumbres en su calidad de supremo pastor y maestro de todos los fieles... Por
lo cual con razón se dice que sus definiciones por sí y no por el consentimiento
de la Iglesia son irreformables... » (Lum. gent. 25). No necesitan aprobación de
otro ni admiten apelación a otro tribunal (cfr. ib.). Lo cual no excluye,
obviamente, la necesidad de que el Papa, antes de dar una definición, emplee los
medios adecuados para cerciorarse de la verdad y compulsar la fe de la I. Mas la
definición nunca es efecto de esa investigación, sino únicamente de la
asistencia del Espíritu Santo. Por las condiciones en que se realiza este
Magisterio recibe el nombre de Magisterio extraordinario del Papa. El Magisterio
ordinario es el que comúnmente usa el Romano Pontífice mediante las Encíclicas
(v.), Constituciones Apostólicas, Decretos doctrinales o disciplinares, etc. (v.
ACTOS PONTIFICIOS). De por sí estos documentos no se dirigen a dar definiciones
ex cathedra, pero el Papa puede servirse de ellos para definir infaliblemente
una doctrina. Si así fuera debe constar de modo manifiesto, bien porque lo diga
expresamente, bien por el tenor de la exposición. Mas aunque no se trate, de
suyo, de definiciones infalibles e irreformables, esos documentos proceden del
Maestro supremo y universal de la l., a quien se le ha dado la potestad de
enseñar de manera auténtica, esto es, con autoridad y en nombre de Cristo, la
doctrina revelada, con la obligación subsiguiente por parte de los fieles de
prestar su asentimiento religioso. También para este Magisterio tiene prometida
la asistencia del Espíritu (cfr. Pío XII, enc. Humani generis, AAS 42, 1950,
568). En diversas ocasiones la I. ha manifestado esta verdad (cfr. Denz.
1683,1684,2007,2113), recogida también por el Vaticano II: «esta religiosa
sumisión de la voluntad y del entendimiento de modo particular se debe al
magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra; de
tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con
sinceridad se adhiera al parecer expresado por él según el deseo que haya
manifestado él mismo, como puede descubrirse, ya sea por la índole del
documento, ya sea por la insistencia con que se repite una misma doctrina, ya
sea también por las fórmulas empleadas» (Lum. gent. 25).
c) Objeto del magisterio auténtico e infalible. Tanto el Vaticano I (Denz.
1792,1800,1836) como el Vaticano II (Lum. gent. 25) señalan como objeto del
magisterio la doctrina de fe y costumbres o el depósito de la Revelación. Según
esta misma enseñanza se distingue el objeto primario y el objeto secundario del
magisterio. El primero comprende lo contenido de modo formal, explícito o
implícito, en la Revelación. No tendría razón de ser la infalibilidad si al
menos no comprendiese esto como su objeto primario. El objeto secundario
comprende aquellas verdades que sólo virtualmente están reveladas o que tienen
conexión necesaria con lo formalmente revelado. Si el Magisterio auténtico e
infalible ha sido concedido a la I. para que «custodie santamente y exponga con
fidelidad la palabra de Dios» (Denz. 1836), es preciso que se extienda también a
aquellas doctrinas que se presuponen para la inteligencia de lo revelado formal
o de cuya negación o puesta en duda se seguiría necesariamente la negación o
puesta en duda de la revelación formal. Este objeto secundario se extiende: a
las conclusiones verdaderamente teológicas; a los hechos dogmáticos; a las
verdades de razón o de orden natural conexas con la revelación (v. t. MAGISTERIO
ECLESIÁSTICO).
d) Relaciones entre los diversos órganos del Magisterio. A propósito hemos
empleado la palabra órganos para designar lo que comúnmente se conoce con el
nombre de sujetos. Con esto queremos evitar que se piense que hay en la I.
sujetos del magisterio plenamente distintos y ni siquiera «inadecuadamente
diversos». Se trata de un solo Magisterio que se expresa por canales u órganos
distintos, y eso de manera orgánica, bajo la única acción asistencial del
Espíritu. Es significativo que el Vaticano I al enseñar la infalibilidad se
refiera primero a la infalibilidad de la I. y diga luego que es esta
infalibilidad la que tiene el Romano Pontífice y consiguientemente el Colegio
episcopal (Denz. 1839). Hay que ver el problema considerando que la 1. es una
comunión, en cuyo interior existen diversidad de miembros y funciones, en orden
al bien común. No habrá infalibilidad ni Magisterio auténtico sino guardando la
comunión. También en las definiciones ex cathedra del Romano Pontífice se guarda
la comunión eclesial con los obispos y los fieles. En todos estos órganos hemos
de ver una interacción mutua. Esta interacción en el Magisterio del Papa y el de
los obispos es de parecido orden a lo señalado en el Vaticano II respecto a la
Colegialidad episcopal (v.).
e) Relaciones entre el Magisterio y el común sentir de los fieles.
Respecto a las relaciones e interacción entre el «consentimiento de los fieles»
y el magisterio oficial (Papa, obispos) diremos que dicho consentimiento
universal puede orientar al Magisterio oficial hacia ciertos aspectos de la
verdad revelada, puede despertar el sentido de los Pastores para que procedan al
estudio y compulsación de determinadas creencias, y puede suplir otros
argumentos para proceder a la definición dogmática de una verdad. Pero a su vez,
el sentido de la fe es nutrido, orientado y actualizado por la enseñanza de la
Jerarquía, bien directamente por su magisterio oficial, bien indirectamente por
sus cooperadores en la educación de la fe.
El valor del consentimiento de los fieles en cuanto fuente orientativa
para el Magisterio ha sido puesto de relieve ya desde antiguo. Así Melchor Cano
(v.) lo enumera entre los factores de que el Magisterio se sirve a la hora de
definir una verdad (cfr. De Locis Theologicis, 5,6). Y Gregorio de Valencia (v.)
expone el mismo parecer, pues -dice- «bajo la asistencia del Espíritu Santo
guardan pura e incólume la revelación divina y todos juntos no pueden errar...
Si todos los fieles concuerdan en afirmar una verdad de fe, o en rechazar algo
como contrario a la misma, el Papa puede aceptar esa actitud como testimonio
infalible de la Iglesia y proceder a su definición» (De Fide, 7,47). De hecho es
tenido en cuenta a la hora de las definiciones dogmáticas. Puede verse Trento
respecto a la cuestión del pecado original (Denz. 787) y a la presencia real de
Cristo en la Eucaristía (Denz. 874). Más recientemente la función activa del
consentimiento universal de los fieles en orden al Magisterio se ha puesto de
relieve en las definiciones dogmáticas de la Inmaculada Concepción (Denz. 1641)
y de la Asunción de María (AAS 42,1950,753) donde se aduce el argumento del
singular consenso del episcopado católico y de los fieles. El card. Newman (v.)
aduce como ejemplo del valor del consentimiento de los fieles, el comportamiento
por ellos observado durante la crisis arriana; y no sin exageración llega a
decir que en esa crisis la divinidad de Cristo fue proclamada, defendida y
(humanamente hablando) asegurada, mucho más por la I. discente que por la
docente, ya que gran parte del episcopado fue infiel a su oficio, mientras que
el pueblo permaneció fiel a su gracia bautismal (cfr. On consulting the faithful
in matters of doctrine, en The Rambler, 1859, p. 217).
Observemos que, aunque las definiciones dogmáticas o la enseñanza
auténtica de la 1. expresen y tengan en cuenta el sentir del pueblo cristiano,
no se ha de pensar que sean su resultado, de modo que el Magisterio oficial no
sea más que el detector de la fe del pueblo, y sea regulado por él en su función
específica. Las definiciones dogmáticas se deben a la asistencia del Espíritu
Santo y tienen valor ex se, por sí mismas, y no por el consentimiento
antecedente o consiguiente de la I. Mas siendo la asistencia externo-negativa se
han de emplear los medios necesarios para llegar al conocimiento de la verdad.
Entre estos medios figura la atención al consentimiento universal de los fieles
actuado por el sentido sobrenatural de la fe (cfr. Lum. gent. 12).
Es obvio en ese sentido que el Magisterio tiene una función de regla y
medida con respecto al sentir de los fieles. Por eso, no obstante la mutua
organicidad que se da entre ambas realidades, si alguna vez se presentara alguna
tensión, nunca habrá que olvidar que en la comunión eclesial, los únicos que
tienen el carisma del apostolado (mencionado siempre por S. Pablo como superior
al profetismo) son los obispos como sucesores de los Doce, y el Papa como cabeza
de los mismos y sucesor de Pedro. La comunión se guarda en unión con ellos. Todo
presunto don profético ha de someterse al juicio del Magisterio oficial, a quien
pertenece discernir con autoridad la legitimidad del mismo; se han de aceptar
sus correcciones, encauce, aprobación o repulsa. La razón es evidente. El mismo
Espíritu habla por boca de este Magisterio y por el sentido de la fe. No puede,
pues, haber contradicción entre ellos. Pero sabemos que los obispos y el Papa
han recibido la promesa de Jesús de que el Espíritu estará siempre con ellos
para que conserven y expongan fielmente la Revelación. Ellos son los maestros ex
of ficio, jueces y maestros de la fe. Puede suceder, y la histora es maestra
también en esto, que lo que se cree provenir del Espíritu, venga del espíritu
personal. Se impone, pues, el discernimiento entre lo que verdaderamente viene
de Dios y es de fiar, y lo que viene de nosotros mismos. La jerarquía, con sus
enseñanzas auténticas o infalibles, es la que permite tal discernimiento. Con
ello lejos de sofocar el Espíritu, depura y prepara el campo de su acción.
4) El don profético en la misión salvífica de la Iglesia. El Espíritu
Santo reparte entre los fieles todo génerc de gracias y carismas extraordinarios
y ordinarios «para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia» (Lum.
gent. 12). La l., por su condición de peregrina, está siempre en trance de
continuada renovación y progreso. Además es esencialmente misionera; la obra de
evangelización es obra fundamental de todo el Pueblo de Dios (cfr. Ad gentes,
5). La proclamación al mundo del Reino, que fue hecha por Cristo, Profeta grande
por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra (Lum. gent. 35), se
cumple ahora no sólo por la jerarquía, que enseña en su nombre y con su poder,
sino también por medio de los laicos (v.; cfr. ib.). Colocados éstos en el mundo
y desde el mundo han de ser testigos del Evangelio en la vida «cotidiana,
familiar y social» (ib.). También en el compromiso temporal del cristiano y por
cuanto dedica sus energías a la construcción del mundo conforme al designio de
Dios, cumple su misión profética de evangelización. La edificación de la ciudad
terrena no será realmente auténtica ni no nace de la fe y está dirigida por la
esperanza (v.) cristiana. Esta virtud señala el término de todo progreso humano
y a la vez sostiene el esfuerzo del hombre, para no desfallecer en el camino
hacia una meta mejor. El inconformismo con lo adquirido y el afán por manifestar
el amor en las obras son connaturales al cristiano, que debe dar testimonio del
Reino, que trasciende la historia y ser consciente de la necesidad de
renovación, acercándose a la perfección que le indica su esperanza. De ahí que
el Vaticano II ponga de relieve el dinamismo que en la función profética
misional corresponde a la fe y a la esperanza: «no han de esconder esta
esperanza en la interioridad del alma, sino que deben manifestarla en diálogo
continuo y en un forcejeo con los `dominadores de este mundo tenebroso, contra
los espíritus malignos' (Eph 6,12), incluso a través de las estructuras de la
vida secular» (Lum. gent. 35).
V. t.: 111, 6; MAGISTERIO ECLESIÁSTICO; PROFECÍA Y PROFETAS; CARISMA;
ECLESIOLOGÍA 111, 5.
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C. GARCÍA EXTREMEÑO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991