Iglesia. Catolicidad
A. Noción y datos de la Revelación. 1) Noción. 2)
Fundamentos bíblicos. 3) Testimonio de la Tradición. B. Exposición teológica. 1)
Presupuesto antropológico. 2) Fundamentos teológicos. 3) Alcance y exigencias de
la catolicidad. C. La catolicidad, nota de la verdadera Iglesia.
A. Noción y datos de la Revelación. 1) Noción. La palabra católico (del griego
kata holon=según el todo) significa universal, general, total. Fue introducida
en el lenguaje cristiano por S. Ignacio de Antioquía (v.) como calificativo de
la 1. de Cristo: «Dondequiera apareciere el obispo, allí esté la muchedumbre, al
modo que dondequiera estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia católica» (Carta
a los fieles de Esmirna, 8,2). Medio siglo más tarde, el narrador del martirio
de S. Policarpo (v.) emplea varias veces la expresión «Iglesia católica». Desde
el s. iii se usa con frecuencia el adjetivo sustantivado «la católica» para
designar a la 1. de Cristo; y este uso, peculiarmente grato a S. Agustín, se
extiende a toda la época patrística y se encuentra todavía en S. Bernardo.
El significado originario de la palabra fue doble: calificaba a la 1. como
«perfecta», cabal, ortodoxa, poseedora de la plenitud de la doctrina evangélica
(por oposición a las comunidades heréticas); y como «universal» o difundida por
todo el mundo. Ambos sentidos no 'se contraponen, sino que se complementan
mutuamente, siendo la plenitud ontológica raíz y fundamento de la plenitud
espacial o geográfica de la Iglesia. Podríamos denominar a la primera
catolicidad interna, y a la segunda, catolicidad externa.
Siguiendo a los Padres, los grandes doctores escolásticos recogen esos dos
aspectos de la noción de catolicidad. Pero desde el s. xvi predominó entre los
teólogos la tendencia apologética, y su atención se fijó casi exclusivamente en
la catolicidad externa, concibiéndola bajo el aspecto cuantitativo, es decir,
como extensión geográfica y numérica que debe constituir una nota o signo
distintivo de la verdadera 1. de Cristo (v. II, 1). En ese sentido la tarea
apologética hizo que se empobreciera el concepto de catolicidad, pero obligó a
precisar diversos aspectos relativos a la nota como tal. Se distingue la
catolicidad de derecho (destino y misión universal: la I. se ordena a todos los
hombres) y la de hecho (expansión efectiva por todo el orbe). La catolicidad de
hecho abarca el factor espacial o geográfico, el personal o numérico y -según
muchosel temporal (la perennidad). Y puede entenderse en sentido absoluto,
prescindiendo de comparaciones, o relativo, en parangón con otras comunidades
religiosas; físico o moral, según alcance a todos los pueblos o grupos humanos
sin excepción, o bien a una gran parte de ellos. Los apologetas están concordes
en entender la universalidad de la 1. en sentido absoluto y moral. También, por
lo común, exigen que la catolicidad de la I. sea simultánea (no sólo sucesiva) y
perpetua (no transitoria).
Contra el concepto demasiado recortado de la catolicidad espacial y contra una
apologética basada de modo predominante en los datos materiales de la geografía
y los números, se alzó a principios de nuestro siglo el P. de Poulpiquet,
proponiendo el estudio de la catolicidad que él llama cualitativa. Ésta consiste
en la independencia y trascendencia nativa de la I. que la hace oponerse a toda
clase de particularismos, personales o sociales, y superarlos. Es la capacidad
que la I. de Cristo posee de llegar a todos los pueblos y hombres, y de
ofrecerles lo que necesitan para su plenitud, sin quitarles ningún bien y sin
perder ella misma su unidad esencial.
Esta concepción, que valora el aspecto profundo y dinámico de la catolicidad,
sigue la trayectoria de la tradición patrística, y ha sido gustosamente aceptada
y elaborada por los eclesiólogos recientes: Sertillanges, Congar, de Lubac,
Journet, etc. En esa misma perspectiva se sitúa el Vaticano II en la Const.
Lumen gentium (cfr. 9, 13,17 y 48) y en el Decr. Ad gentes (1-9). No se excluye
la consideración del hecho cuantitativo; pero se lo mira, más que en su realidad
material, como proyección necesaria, fruto y manifestación del dinamismo
expansivo e integrador de la Iglesia.
Teniendo en cuenta los diversos factores y aspectos que se dan en ella,
podríamos describir la catolicidad de esta forma: Es la propiedad esencial y
característica (=propiedad y nota) de la verdadera I. de Cristo, por la que
ésta, estando en posesión de la plenitud de los bienes salvíficos (=catolicidad
interna, fundamental), se siente enviada al mundo entero y está abierta a todos
los hombres de todas las razas, culturas y estratos sociales (=catolicidad
externa cualitativa o dinámica), y como consecuencia, alcanza una difusión
geográfica y numérica moralmente universal (=catolicidad cuantitativa).
2) Fundamentos bíblicos. La idea de la universalidad aflora en toda la
Revelación, cuyo contenido central es el plan divino de la salvación concebido
por el Padre y realizado, mediante la obra de Cristo. Lo que el N. T. afirma de
modo contundente: que Dios quiere la salvación de todos los hombres y que a
todos alcanza la Redención de Cristo, había sido presagiado desde los comienzos
de la Revelación y formulado ya explícitamente por los profetas.
a) En el Antiguo Testamento: El Génesis comienza narrando cómo Yahwéh es el Dios
de todos y de todas las cosas, ya que todo es obra de sus manos, y cómo a la
humanidad aprisionada en el pecado de Adán Él mismo promete una redención. Para
realizar su designio, Dios elige a Abraham (v.) y hace de la descendencia de
éste «su pueblo peculiar»: un pueblo segregado, distinguido entre todos con
especiales muestras de amor y con una vocación singular (v. ALIANZA [Religión]
II). Pero esta elección y esta vocación tienen una proyección y un sentido
claramente universal. El Pueblo de Dios (v.) del A. T. está destinado -aunque no
siempre se percatara de ello- a llevar la salvación a todos los pueblos: «Y
serán bendecidos en ti -dice Dios a Abrahamtodas las familias de la tierra» (Gen
12,3; cfr. 12,18; 18,18; 22,18; 28,14). S. Pablo explicará que el auténtico
linaje de Abraham es Cristo y todos los que creen en Cristo, sin distinción de
razas (Gal 3,7-20.28-29; Rom 4,13-17).
Los profetas y los salmos pregonan la universalidad de la salvación que traerá
el Mesías (v.): todas las naciones se unirán a Israel para participar en el
culto de Yahwéh (Is 2,2-4; 11,9-10; 19,16-25; 45,20-25; 60); «los extremos
confines de la tierra ven la salvación de nuestro Dios» (Is 52,10); el Siervo de
Yahwéh tendrá la misión de ser «luz de las gentes», mensajero, testigo y
portador de la salvación divina «hasta los confines de la tierra» (Is 42,6-7;
49,6); Yahwéh reunirá en torno a Sí «las naciones de toda lengua» y de todas
ellas elegirá misioneros y sacerdotes (Is 66,18-21); el Mesías hará que se
conviertan a Dios y le adoren «todas las familias de las gentes» (Ps 21,28); y
él mismo reinará de un confín a otro (Ps 71,8-11). En el libro de Jonás se pone
de relieve la misericordia de Dios para con todos los pueblos. El exilio del
pueblo de Dios tuvo indudable importancia para liberar a los judíos del
particularismo y abrirles a perspectivas universales y misioneras.
b) En el Nuevo Testamento: La actitud de Cristo da una solución armónica al
problema creado por el conflicto entre las tendencias particularista y
universalista del A. T. Por un lado, Cristo se dirige casi exclusivamente a su
pueblo, y afirma haber sido enviado «a las ovejas perdidas de la casa de Israel»
(Mt 15,24), a las cuales dirigió también su primer envío de misioneros (Mt
10,5-15): era justo que en su ministerio Jesús atendiera antes (Me 7,27) a los
«hijos del Reino» (Mt 8,12), y que consumara en su persona la alianza pactada
con Israel. Pero, por otro lado, Jesús reprocha claramente al pueblo judío el
haberse hecho indigno de su privilegio (Mt 21,28-22, 14; Le 14,24), y anuncia
que muchos de Oriente y Occidente «se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y
Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8,11); y, una vez consumada su propia obra
redentora en la cruz, el Salvador glorioso, dotado de señorío universal, intima
a sus Apóstoles al mandato de anunciar la buena nueva a todas las gentes,
prometiendo para ello su asistencia eficaz (Mt 28,18-20; Me 16,15-16; Le
24,46-48; Act 1,8). A la vista de estos hechos, es claro que la dedicación
particular de Jesús a Israel significaba sólo una etapa provisional en la
instauración de su Reino abierto a todos los pueblos y los hombres.
Los Apóstoles comprendieron progresivamente ese carácter universalista del
mensaje de Cristo, bajo la iluminación del Espíritu Santo que les llevó a
profundizar en las palabras de Jesús y a juzgar según ellas los acontecimientos.
La primera vivencia de su universalismo esencial la tuvo la 1. el día de
Pentecostés, cuando ella «se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la
difusión del Evangelio por la predicación y fue... prefigurada la unión de los
pueblos en la catolicidad de la fe por medio de la Iglesia de la Nueva Alianza,
que habla en todas las lenguas...» (Vat. II, Decr. Ad gentes, 4). Pedro,
aleccionado e impulsado por el mismo Dios, bautizó a Cornelio, abriendo así a
los gentiles las puertas de la I. (Act. 10). Las conversiones de gentiles
causaron extrañeza y confusión entre algunos judíos cristianos, que pretendían
imponer a todos la circuncisión y la observancia de la Ley de Moisés. La crisis
-grave para la I. nacientefue resuelta el año 49 en el Concilio de Jerusalén
(v.), en el que los Apóstoles declaran la igualdad de judíos y gentiles ante el
Evangelio: los no judíos no serán sometidos a la circuncisión y al yugo de la
ley mosaica (Act 15). La 1. tomó conciencia viva del alcance de su
universalismo; y con ese estallido de catolicidad manifestó claramente que no
era una «secta», y se abrió camino hacia la realización de la unidad religiosa
del mundo en la multiplicidad de sus culturas y formas de vida.
La doctrina de S. Pablo es eminentemente universalista. Llamado con vocación
especial para ser Apóstol de los gentiles, S. Pablo (v.) se entrega con celo
infatigable a su tarea; pero el vigoroso dinamismo de su persona se nutre de
ideas y convicciones recias. Es el apóstol universal por antonomasia, y el
supremo teólogo del apostolado misionero. Con claridad y brío expone: 1) que
Dios, Padre de todos, quiere la salvación de todos sin distinción, y es rico
para todos los que le invocan (Rom 3,23-24; 10,12-13; Eph 4,6; 1 Tim 2,3-4); 2)
que, para realizar su designio amoroso de salvación universal, Dios nos envió a
Cristo Mediador y Redentor único, nuevo Adán de quien nace toda la humanidad
regenerada, y en quien ha de quedar recapitulado todo el universo mediante la
I., que es Cuerpo y pleroma o plenitud del mismo Cristo (Rom 5,12-21; Eph 1,-3);
3) que la salvación de Cristo opera en las almas por la fe, que es la que hace
los verdaderos hijos de Abraham, y ante ella no hay distinción entre judíos y
gentiles, griegos y bárbaros, libres y esclavos (Rom 3-5; Gal 3-4; Col 3,11); y
4) que la fe se comunica por la predicación de la I. (Rom 10,13-17; 1 Cor 1,21),
por lo que ésta debe sentirse acuciada por su responsabilidad, haciendo suyas
las palabras del Apóstol: «¡Ay de mí si no evangelizare!» (1 Cor 9,16). Pablo,
deja, pues, vigorosamente clavados en la roca de la teología los jalones de la
catolicidad dinámica de la 1.
3) Testimonio de la Tradición. El concepto de catolicidad aparece en toda la
tradición cristiana, aunque con diversidad de enfoques y tonalidades. Ya en la
Didajé (v.) se pide a Dios que reúna a su 1. «desde los confines de la tierra»,
«desde los cuatro puntos cardinales» (9,4; 10,5). Y S. Policarpo, antes de ser
entregado a las llamas, reza por «toda la iglesia católica esparcida por la
redondez de la tierra» (Martirio, 8,1; cfr. 19,2). S. Ireneo (v.) pondera la
universalidad de la l., «esparcida por toda la tierra», pero unida estrechamente
en la fe, «como si tuviera una sola alma y un solo corazón» (Adv. Haer., 1,10,2;
3,11,8). Esta universalidad en la unidad es celebrada también por S. Cipriano y
otros Padres (v. t. tt, 2).
Mas -como ya se ha dicho- no era esta difusión espacial lo único que en un
principio se expresaba con el término «católico», con el que se distinguía a la
1. ortodoxa de las sectas y conventículos de los herejes. Era un hombre que
indicaba plenitud y perfección intrínseca. Y esta acepción siguió teniendo entre
los Padres, aun cuando desde el s. <
También conciben los Padres la catolicidad como nota distintiva de la 1. de
Cristo, especialmente en la controversia contra los donatistas (v. DONATO) que
pretendían encerrar en un rincón de África la herencia del Señor. Así S. Optato
de Mileve arguye con la Escritura a quienes quitan a Cristo la posesión del
universo prometida por el Padre, y despojan a la 1. de su propiedad de católica.
Tras él, S. Agustín, en muchos lugares de sus obras, insiste en que la verdadera
I. fundada por Cristo abarca a todos los pueblos, mientras las sectas están unas
en una región otras en otra; por eso aquélla recibe el nombre de Católica, con
el que los mismos herejes la distinguen. Como carácter distintivo utiliza
también S. Paciano ese título: «Cristiano es mi nombre, Católico mi apellido...
Nuestro pueblo por este apellido se distingue de toda denominación herética» (Epist.
1,4). Hay que notar que en esta apologética de los Padres no se acentúa sólo la
superioridad numérica, sino también -y como razón de la misma- el poder o
capacidad de la 1. para acoger en sí a todos los pueblos, superando los
particularismos sectarios.
B. Exposición teológica. 1) Presupuesto antropológico. La catolicidad es una
propiedad dinámica de la l. que tiene como materia y como objeto la humanidad,
los hombres en su multiplicidad de razas y culturas. Por eso, para entender su
sentido y alcance, es menester tener en cuenta algunos presupuestos de la
antropología humana y cristiana: saber en qué situación se halla el hombre
frente al universalismo que el Evangelio pretende; qué disposición ofrece la
humanidad para recibir la forma una y múltiple del Reino de Cristo.
La unidad natural de la comunidad humana es el primer supuesto connotado por la
catolicidad. Dios, que desde siempre abrigó el designio de agrupar a los hombres
todos en su regazo, «en un principio creó una sola naturaleza humana» (Lum. gent.
13). Una sola naturaleza compuesta de espíritu y de carne: por la carne, sujeta
a la diversidad y a los particularismos; pero por el espíritu, abierta siempre a
los valores universales y absolutos de la Verdad y del Bien. Por esta apertura
de su mente y de su corazón, el hombre es imagen y semejanza de Dios (cfr. Gen
1,26), y es esencialmente capaz de diálogo con todos los seres de su especie y
con el mismo Dios. Por encima de todas las diversidades a que está sometida la
humanidad, campea en ella esa capacidad universal de la inteligencia, que
unifica sustancialmente a los hombres y posibilita fundamentalmente la
comprensión y la convivencia de todos.
El alma humana es «naturalmente cristiana», según la famosa expresión de
Tertuliano (v.). Por su impulso nativo se orienta hacia Dios y está abierta al
diálogo religioso con Él en el plano de la razón. Y en virtud de esta misma
abertura de su mente, posee una misteriosa capacidad radical -potencia
obediencia) la llaman los teólogos- para entrar, si Dios libremente la llama y
la levanta, en comunión íntima con Él por una participación de su propia Vida.
Así todo ser humano es potencialmente un cristiano. Es un ser abierto a la
plenitud sobrehumana del Reino de Dios.
La gracia perfecciona la naturaleza sin destruirla (S. Tomás, Sum. Th. 1 ql a8
ad2). La plenitud cristiana ofrecida al hombre no viola la naturaleza de éste,
ni suprime sus fuerzas, ni suplanta su íntimo dinamismo. Se inserta en lo
humano, sin mermar ninguno de sus valores, elevándolos y santificándolos todos.
Por eso no hay oposición alguna entre humanismo (v.) y cristianismo, como no la
hay ni la puede haber entre la obra del Verbo Creador y la del Verbo Redentor.
La naturaleza no es mala en sí, como soñaron los maniqueos (v.), ni quedó por el
pecado (v.) intrínsecamente corrompida o incapacitada para el bien, como
pensaron protestantes y jansenistas. Posee verdaderos bienes y valores, que son
don del Creador, y que, además, en el plan de la providencia divina, se ordenan
a su ulterior perfeccionamiento en Cristo.
La multiplicidad humana es legítima: también ella procede del Creador, que en la
multiforme variedad de los seres refleja la riqueza y plenitud de su esencia. La
unidad de naturaleza en él género humano no implica uniformidad, ni puede darse
sin cierto pluralismo de culturas, mentalidades y formas de vida. Como el hombre
no es inteligencia pura y absoluta, sino razón que procede basada en lo
sensible, una misma verdad puede ser mirada bajo diversos aspectos
complementarios, y un mismo bien puede suscitar diversas resonancias afectivas
en distintas personas. Siempre que no haya error o desorden (pasión, prejuicios,
etc.), tales diferencias han de estimarse como un bien humano, como una riqueza
del conjunto. Y, por tanto, no se oponen a la acción elevante de la gracia
cristiana.
2) Fundamentos teológicos. Supuesta la apertura del hombre al don de Dios, nos
preguntamos por qué este don -la Gracia, el Evangelio, la I.- tiene un destino
universal: cuál es la raíz de la catolicidad, su íntima razón de ser. Una
respuesta inmediata se nos ofrece en el mandato misionero de Cristo: «Id...
enseñad a todas las gentes...» (Mt 28,19). Pero el mandato si se le considerara
aisladamente, podría ser considerado como algo externo a la l., mientras que la
catolicidad fluye de su misma entraña, de lo hondo de su misterio. Cuando Cristo
envía a su I. por todo el mundo, la envía para que en ella se continúe la misión
misma que Él recibiera del Padre, y la envía asistida por el impulso de su
Espíritu. La catolicidad, como propiedad esencial de la I., brota del mismo
manantial que la l., del seno de Trinidad, y es un aspecto del misterio
trinitario en su proyección externa, o sea, en su comunicación al mundo. En
bella y densa síntesis lo expresa el Decr. Ad gentes: «La Iglesia peregrinante
es, por su naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del
Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre» (n°
2).
El designio del Padre: voluntad salvífica universal. En las comunicaciones
íntimas de Dios, el Padre es el principio. Por eso, a Él se le atribuye también
la iniciativa y la planificación de las comunicaciones hacia afuera. Él es,
pues, el manantial primero de donde fluye toda la vida del mundo: la natural,
por el libre acto creador; la sobrenatural, por la grandiosa elevación del
hombre al consorcio divino. «Del amor frontal o caridad de Dios Padre» brotó el
propósito de adoptar a los hombres como hijos: y de adoptarlos a todos: y de
adoptarlos unidos, formando un solo pueblo, una familia (cfr. Ad gentes, 2; Lum.
gent. 9). La S. E. nos muestra el corazón del Padre vuelto hacia los hombres,
deseoso de acogerlos a todos, de salvarlos. S. Pablo lo expresará en forma
terminante: «Dios, nuestro Salvador... quiere que todos los hombres sean salvos»
(1 Tim 2,4). Siendo «Dios y Padre de todos,» (Eph 4,6), a todos abraza en su
amor, a todos quiere salvar. Y porque lo quiere de veras, pone por obra su
magnífico proyecto de salvación en Cristo.
Misión universal de Cristo. «La caridad de Dios hacia nosotros se manifestó en
que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por Él» (1
lo 4, 9; cfr. lo 3,16-17). Dios Padre determinó hacernos hijos suyos en el Hijo:
nos lo dio por hermano, hecho en todo «a semejanza nuestra» (Heb 4,15); nos lo
dio por Salvador, entregándole a muerte «por todos nosotros» (Rom 8,32; cfr.
5,8); nos lo dio por modelo, predestinándonos a «ser conformes con la imagen de
su Hijo» (Rom 8,29); nos lo dio como Mediador único de vida (1 Tim 2,5), como
fuente de toda gracia: «nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos
por Jesucristo... nos hizo gratos en su amado» (Eph 1,5-6).
Cristo Salvador es el centro del plan salvífico del Padre, su Don por
excelencia, la suprema epifanía de su amor. En Él «se ha manifestado la gracia
salvadora de Dios a todos los hombres» (Tit 2,11; cfr. 3,4). «Plugo al Padre que
en Él habitase toda la plenitud y por Él reconciliar consigo... todas las cosas»
(Col 1,19-20). Como Unigénito del Padre, viene al mundo «lleno de gracia y de
verdad» para que todos podamos recibir «de su plenitud» desbordante (lo
1,14-16). Por razón de esta plenitud total de vida y santidad que hay en Él, y
por el universal influjo que ejerce en el orden de la gracia, Cristo es «Cabeza
del pueblo nuevo y universal de los hijos de Díos» (Lum. gent. 13), Cabeza del
Cuerpo místico, que vive por Él y en Él y de Él como misteriosa prolongación y
complemento de su propio ser. Así Cristo es el Hombre universal, que lleva en sí
virtualmente a toda la humanidad, porque es portador de toda la vida del mundo,
de todo el dinamismo de la gracia. En Él todos los valores humanos quedaron
asumidos y salvados, y todo el universo recapitulado y orientado hacia el Padre.
Por la plenitud de su gracia capital, por la ilimitada eficacia de su actuación
salvífica, Cristo es para todos: «murió por todos» (2 Cor 5,14.15), «se entregó
a sí mismo para redención de todos» (1 Tim 2,5); su evangelio y su salvación es
«para todos los que creen, sin distinción» (Rom 3,22). «Cristo es para todos,
para cada alma, para cada uno de nosotros; y para todos los pueblos, estirpes y
naciones, todas las civilizaciones pueden alcanzarlo, pueden tenerlo, o mejor,
lo deben conseguir, lo deben tener...» (Paulo VI, Aloe. 3 feb. 1965).
Misión de la Iglesia y del Espíritu. Fundamentalmente la obra de Cristo (la
salvación del mundo) quedó consumada con su Muerte y Resurrección. En la cruz
quedaron abiertas para todos las fuentes de la salud; y con la luz de Pascua el
universo quedó transformado y sometido al señorío de Jesús. Pero faltaba la
aplicación de la gracia redentora a través del espacio y el tiempo, pues es
menester que «lo que una vez se obró para todos en orden a la salvación alcance
su efecto en todos en el curso de los tiempos» (Ad gentes, 3). Y para realizar
esta difusión universal Cristo quiso contar con la I., a la que trasmitió sus
poderes y su misión: «Me ha sido dado todo poder... Id, pues, enseñad a todas
las gentes...» (Mi 28,18-19). Mas, a una con el poder y el mandato, trasmite a
su I. su propio Espíritu, mediante el cual el mismo Cristo queda misteriosamente
entre sus fieles «hasta la consumación del mundo» (ib. 20), y quedan éstos
capacitados para la tarea que se les impone: «Recicibiréis la virtud del
Espíritu Santo... y seréis mis testigos... hasta los extremos de la tierra» (Act
1,8).
La misión de la I. sería inconcebible sin la misión del Espíritu Santo, que es
su soplo vital, su fuerza, su alma, su lazo de unión supremo con Cristo Cabeza:
sólo con el Espíritu de Cristo, puede ella llevar a cabo la obra de Cristo,
salvando y santificando a los hombres; sólo presionada interiormente por el
Espíritu es capaz de cumplir su cometido. Cristo para completar su tarea, envió
de parte del Padre al Espíritu Santo, que llevará a cabo interiormente su obra
salvífica e impulsará a la 1. a extenderse a sí misma (Ad gentes, 4). «El mismo
Señor Jesús... de tal manera organizó el ministerio apostólico y prometió enviar
al Espíritu Santo, que ambos están asociados en la realización de la obra de la
salvación en todas partes y para siempre» (ib.). En esta asociación íntima
consiste el misterio mismo de la I., análogo al misterio del Verbo encarnado,
«pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento
vivo de salvación..., de modo semejante la articulación social de la I. sirve al
Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo» (Lum.
gent. 8). Desde Pentecostés, «el Espíritu y la Esposa» (Apc 22,17), unidos como
alma y cuerpo de un ser viviente, pretenden el mismo objetivo único: la plena
difusión de la gracia redentora en el mundo, la recapitulación de todo el cosmos
en Cristo. A fin de lograr esta meta, la 1. se extiende por el universo:
«obediente al mandato de Cristo y movida por la gracia y caridad del Espíritu
Santo, se hace presente en acto pleno a todos los hombres o pueblos...» (Ad
gentes, 5).
Animada por el Espíritu de Cristo, la 1. es Cuerpo y Pleroma del mismo Salvador
(Eph 1,23). Recibe de Él, a una con los poderes regios y sacerdotales, la
plenitud de la gracia redentora para comunicarla a todos los hombres, y
comunicándola, da ella misma complemento y plenitud a su Cabeza. Por eso es
«sacramento universal de salvación» (Lum. gent. 48), es decir: signo y
manifestación visible de la providencia salvífica del Padre, instrumento del que
Cristo se vale para vivificar a los hombres, y realización germinal de la
salvación que tendrá su consumación en la gloria del cielo.
Nacida del amor y la vida desbordante de la Trinidad, la I. tiene una plenitud
divina para comunicarla al mundo. Así lleva en su ser entero la marca de su
vocación universal. Es católica por su esencia porque, colmada del Espíritu,
continúa la misión del Hijo, cumpliendo el designio salvífico del Padre. Ella
es, como Cristo, la epifanía y la realización de este designio. Por eso ella,
como Cristo, es para todos. Sobre ella pesa el amor de Dios a la humanidad, la
plenitud redentora de Cristo, el impulso incontenible del Espíritu Santo.
3) Alcance y exigencias de la catolicidad. Esta catolicidad, de tan honda raíz
cristológica y trinitaria, pertenece a la esencia de la I.: es una propiedad
intrínseca y una dimensión necesaria y normal de su misterio. Una 1. sin
preocupación por el mundo, sin afán de volcarse sobre la humanidad entera, no
sería la I. de verdad, el Cuerpo de Cristo, el Pueblo de Dios. «Este pueblo,
siendo uno y único, ha de abarcar el mundo entero y todos los tiempos, para
cumplir los designios de la voluntad de Dios» (Lum. gent. 13).
La catolicidad de la 1. es más que un mero derecho, basado en una investidura de
poderes y en un mandato de Cristo. Es también más que un mero hecho de extensión
geográfica y temporal. Es primordialmente una tensión vital incoercible, un
dinamismo interior que sin cesar empuja a la I. a convertir en hecho cada vez
más pleno su universal derecho nativo. Es una propiedad vital, radicada en el
misterio de Dios, antes que un título jurídico y antes que un hecho
cuantitativo.
Esta propiedad vital, que desde el principio fluye del ser de la l., despliega
progresivamente sus virtualidades en el tiempo y en el espacio. Es una realidad
dinámica abierta siempre a un inmenso quehacer, que sólo terminará con el
triunfo escatológico de Cristo: «Este carácter de universalidad que distingue al
pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el que la Iglesia Católica tiende,
eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad, con todos sus bienes,
bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu» (Lum. gent. 13).
La catolicidad dinámica y espacial de la I. brota inmediatamente de su plenitud
ontológica o catolicidad interna: La I., pleroma, de Cristo, posee la plenitud
de la Revelación de Cristo y la plenitud de los bienes de salvación por Él
conseguidos; por eso es capaz de llevar la salud cristiana a todos los hombres y
pueblos.
La catolicidad hace misionera a la I.: la lanza al mundo, la pone a disposición
de todos, la proyecta hacia todas las realidades humanas aún no elevadas y
santificadas por la gracia de Cristo. «Así, pues, la Iglesia ora y trabaja para
que la totalidad del mundo se integre en el Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y
templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda al Creador
universal y Padre todo honor y gloria». (Lum. gent. 17). (v. t. tit, 3).
La catolicidad obliga a la 1. a respetar las distintas culturas y mentalidades,
y a adoptar y acoger todos los valores humanos. La l., para lograr su plenitud,
no sólo ha de intentar salvar a todos los hombres, sino también salvar a todo el
hombre con su patrimonio natural, pues todo auténtico valor humano puede ser
cristianizado y debe servir para gloria de Cristo, en quien se ha de recapitular
la humanidad con todos sus bienes. «Como el Reino de Cristo no es de este
mundo..., la Iglesia o el Pueblo de Dios, introduciendo este Reino, no disminuye
el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al
asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y
costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno» (Lum. gent. 13; cfr. 17)
(v. t. tl, 2.6).
La ley de la adaptación ha sido puesta muy de relieve por la reciente teología
de las misiones y por los Papas, a partir de Pío XII. Nace de la economía de la
encarnación, en la que la 1. debe imitar a Cristo, su Cabeza: «La Iglesia, para
poder ofrecer a todos el misterio de la salvación y la vida traída por Dios,
debe insertarse en todos estos grupos con el mismo efecto con que Cristo se unió
por su encarnación a las determinadas condiciones sociales y culturales de los
hombres con quienes convivió» (Ad gentes, 10). Precisamente misionar, plantar la
l., quiere decir hacer surgir en cada región una I. indígena, una cristiandad
original, en la que el Evangelio muestre su virtualidad con nuevas tonalidades y
modos. Y, por otro lado, la adaptación es exigencia de la primacía capital de
Cristo, por quien y para quien son todas las realidades: todo tiene que ser
recapitulado en £1 -mediante la I.- para su gloria y místico complemento.
La encarnación no se opone a la trascendencia, sino que la supone. Cabalmente
para poderse encarnar universalmente, asumiendo y salvando todas las culturas,
la 1. no puede hacerse feudataria de ninguna. Por ser «la madre de todas las
naciones y de todos los pueblos... no pertenece ni puede pertenecer
exclusivamente a este o a aquel pueblo, y tampoco a un pueblo más y a otro
menos, sino a todos por igual. Es madre, y, por tanto, no es ni puede ser
extranjera en ningún lugar... Es supranacional porque abraza con un mismo amor a
todas las naciones y a todos los pueblos...» (Pío XII, Mensaje de Navidad.
1945).
Siendo propiedad esencial de la I., la catolicidad debe vivir en cada fiel,
inspirando toda su actuación cristiana. Ser católico significa: a) «tener viva
conciencia de su responsabilidad para con el mundo»: saber que todo miembro de
Cristo vivo tiene «el deber de cooperar a la expansión y dilatación del Cuerpo
de Cristo para llevarlo cuanto antes a la plenitud» (Ad gentes, 36); b) vivir
unido a la totalidad de los cristianos, huyendo de todo sectarismo o
cantonalismo espiritual; c) aceptar y apreciar -con humildad y apertura de alma-
las diferencias de los otros; d) estar dispuesto a enriquecerse con los bienes
de los demás, y a conocerlos mediante un diálogo humano y sincero.
C. La catolicidad, nota de la verdadera Iglesia. Si bien la catolicidad es una
propiedad que fluye de la esencia misma teologal de la 1., y un aspecto y
dimensión de su misterio íntimo, tiene una proyección externa y visible en la
que se pone de manifiesto la presencia del misterio. La catolicidad delata a la
I. de Cristo: es una señal inconfundible, una nota por la que puede ser conocida
por todos y distinguida de las falsas iglesias o comunidades cristianas que no
poseen en plenitud la verdad revelada y los medios de salvación.
Basándose en los textos de la S. E. que anuncian el Reino universal de Cristo,
arguyeron victoriosamente a los donatistas S. Optato y S. Agustín. Desde la
controversia protestante los apologetas se han venido sirviendo confiadamente
del argumento de las cuatro notas, entre las que figura la catolicidad. Al
tratar de ésta, han establecido diversas precisiones conceptuales, fijándose
principalmente en el hecho de la universalidad geográfica y numérica
-horizontal-, aunque no descuidaran del todo la catolicidad vertical,
cualitativa y dinámica, a la que se referían de algún modo cuando hablaban de la
catolicidad de derecho. Hoy la teología ha revalorizado este aspecto de la
catolicidad también en el campo de la apologética, poniendo en la catolicidad
cualitativa el elemento principal o formal de la nota, en la que los números
tendrían función material y manifestativa.
El hecho material de la expansión de la I. por el mundo y de su moral ubicuidad,
no igualadas por comunidad alguna cristiana ni por el conjunto de todas ellas
(ni por otras religiones), consta suficientemente. Los católicos han ido
creciendo con esta progresión aproximada: S. 1: 500.000 (en el Imperio Romano).
S. III: 5.000.000 (en el Imperio Romano).
s. x: 50.000.000 (en Europa y Próximo Oriente). s. xx: 500.000.000 (en todos los
países del mundo). Mas este hecho cuantitativo no tiene alcance de prueba por sí
solo, sino conjugado con varios factores internos, cualitativos, como son: a) la
clara conciencia de un destino universal y de un derecho inalienable a
conseguirlo; b) el constante empeño desplegado para ejercer ese derecho y
cumplir esa misión; el celo misionero; c) la trascendencia y universalidad de su
doctrina y de sus bienes salvíficos, que sirven para toda clase de hombres y
culturas; d) la capacidad de adaptación y asunción de valores humanos,
demostrada por la difusión en todos los grupos sociales, étnicos y culturales; y
e) por la firme unidad de todos en la misma fe. La historia de la l., y en
particular la historia de su dinamismo misionero, prueba que estas dotes han
acompañado siempre su expansión territorial. La I. misionera, con su afán
insaciable de difusión, con su conciencia de deberse a todos, con su elasticidad
adaptativa que la ha hecho naturalizarse en todas partes, demuestra ser el
verdadero Reino establecido por Cristo en el mundo para salvación de todos.
El Conc. Vaticano II ha sido, por varios conceptos, una nueva y clara
demostración de la incontrastable catolicidad de la I. Católico Romana: la
presencia de casi 300 obispos de misión, la apertura al mundo y a todos sus
problemas, el afán de promover una amplitud de estructuras en atención a la
diversidad nativa de cada pueblo, dentro de la unidad católica, son fruto y
manifestación del genuino universalismo evangélico.
Aún podemos añadir otra consideración: la catolicidad así mirada, en toda su
dimensión horizontal y vertical es un verdadero milagro moral: un hecho que
supera las leyes sociales y psicológicas y que, por tanto, es en sí mismo signo
inequívoco de la presencia misteriosa de Cristo en «la Católica» (cfr. Conc.
Vaticano I: Denz. Sch. 3013).
V. t.: IGLESIA III, 2 y 3; MISIONES I; FE V.
OLEGARIO DOMÍNGUEZ.
BIBL.: CONO. VATICANO II, Const. Lumen gentium, n.
13.17; Decr. Ad gentes, n. 1-10; S. TOMÁS, In Boet. de Trinitate, q3, a3; Expos.
in Symbol., art. 9; Y. CONGAR, Catolicidad, en Santa Iglesia, Barcelona 1965,
140-145; íD, Ensayos sobre el misterio de la Iglesia, Barcelona 1959; H. DE
LUBAC, Catolicismo, Barcelona 1963; A. RETIF, Catolicidad, Andorra 1958; A.
GARCIADIEGO, Katholiké Ekklesía, México 1953; VARIOS, Catolicidad y
responsabilidad misionera, Burgos 1962; M. SCHMAUS, Teología dogmática, IV,
Madrid 1960, 576-595; I. RIUDOR, Teología fundamental para seglares, Madrid
1963, 859-872; 1. SALAVERRI, El dogma de la catolicidad y la espiritualidad
misionera, «Misiones Extranjeras» (1953) 6-32; 0. DoMINGUEz, Teología de la
adaptación misionera, «Misiones Extranjeras» (1957) 188-207; íD, Dinamismo vital
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L. WITTE, La Iglesia, «Sacramentum unitatis» del cosmos y del género humano, en
La Iglesia del Vaticano 11, Barcelona 1965, 505-535; 1. NEUNER, La Iglesia
mundial.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia
Rialp, 1991