Iglesia. Apostolicidad.
1) Noción y síntesis histórica. 2) Fundamentos
bíblicos. 3) Testimonio de la Tradición. 4) Exposición teológica. 5) La
apostolicidad, nota distintiva de la Iglesia. 6) La apostolicidad y los hermanos
separados.
1) Noción y síntesis histórica. El sustantivo abstracto «apostolicidad», de
factura moderna, designa la cualidad de apostólico que posee alguien o algo.
Este adjetivo concreto se remonta a la antigüedad cristiana, que lo utilizó para
significar a personas o cosas directamente relacionadas con los Apóstoles (v.).
El nombre apóstol (del griego apostolos=enviado de parte de alguien) fue usado
por los primeros cristianos para designar a los portadores del mensaje
neotestamentario: éstos formaban una categoría excepcional, privilegiada, dentro
de la comunidad cristiana, por la elección especial de que fueron objeto y por
la misión que recibieron de Cristo. Eran el grupo de «los Doce». Pero también se
atribuye, a veces, ese nombre a otros misioneros, aun laicos, como Andrónico y
Junia (Rom 16,7).
El adjetivo apostólica fue aplicado por Tertuliano (v.), hacia el año 200, a las
iglesias particulares fundadas por los Apóstoles o nacidas de la semilla de la
fe por ellos predicada (De praescript. 20,7). Más tarde se da ese calificativo a
la I. universal: S. Alejandro de Alejandría (v.), a principios del s. iv,
profesa su fe en la «única Iglesia católica y apostólica»; y el Concilio de
Nicea en el canon 8 declara la necesidad de aceptar «los dogmas de la Iglesia
católica y apostólica» (Denz.Sch. 55). Pero fue el Símbolo
Niceno-Constantinopolitano (v. FE il) el que hizo entrar definitivamente en el
grupo de las propiedades esenciales de la l., su condición de apostólica (Denz.Sch.
150).
Se llama así la I. porque fue fundada por Cristo sobre los Apóstoles, y porque
posee perennemente la estructura, la doctrina y los poderes trasmitidos por
ellos, es decir, porque se remonta en continuidad vital nunca interrumpida hasta
los Doce, a quienes Cristo estableció pastores de su rebaño. El concepto de
apostolicidad está íntimamente relacionado con varios otros que aparecen con
frecuencia en la tradición: la antigüedad, muchas veces subrayada por los Padres
frente a las novedades introducidas por los herejes; la perpetuidad o
estabilidad, garantizada por la misma promesa de Cristo (Mt 28,20); la firmeza o
solidez, propia de una construcción asentada sobre fundamentos inconmovibles:
Dios -proclama la Liturgia de los Sumos Pontífices, segunda oraciónha
establecido su I. «sobre la roca inquebrantable de los Apóstoles»; la sucesión
episcopal, aducida como argumento de ortodoxia por S. Ireneo, Tertuliano, S.
Cipriano y S. Agustín.
A partir del s. xvi los teólogos insistieron en el aspecto apologético de la
apostolicidad, estudiándola principalmente como nota o distintivo visible de la
verdadera 1. de Cristo (v. ii, 1). Al precisar su contenido, distinguieron en
esa nota tres aspectos o factores: a) la apostolicidad de origen o de fundación,
que expresa la identidad sustancial de la I. actual con la que Cristo fundó
sobre los Apóstoles; b) la apostolicidad de doctrina, que consiste en la
trasmisión íntegra del mensaje revelado que los Apóstoles promulgaron, y en la
profesión de la misma fe de ellos; y c) la apostolicidad de sucesión, que indica
la trasmisión de los poderes y la misión apostólica a través de una cadena no
interrumpida de pastores o jerarcas. Hay que entender esta sucesión en su
sentido formal y propio: no basta la continuidad material de jefes o pastores;
es preciso que se dé una verdadera trasmisión de funciones y poderes, por la que
los jerarcas de hoy suceden legítimamente a los Apóstoles. Esta trasmisión se
efectúa por la ordenación válida (que confiere la triple potestad de santificar,
enseñar y regir) y por la misión legítima (que capacita para el ejercicio de
esas funciones; V. OBISPO I; SUCESIÓN APOSTÓLICA).
Los tres factores indicados de la apostolicidad son sólo aspectos parciales de
una misma realidad, que recíprocamente se reclaman. La apostolicidad de sucesión
formal incluye la de origen, evidentemente, y la de doctrina, ya que la
trasmisión del poder magisterial -infalibleasegura la íntegra trasmisión del
mensaje apostólico. Por esta razón, y por ser más larga y laboriosa la
demostración apologética de la apostolicidad de origen y más aún la de la
apostolicidad de doctrina (era tarea más complicada probar que las enseñanzas y
prácticas cultuales de la 1. moderna correspondían exactamente en lo esencial a
las de la era apostólica), los apologistas acentuaron, sobre todo desde el s.
xviLi, la consideración de la sucesión ministerial, insistiendo en la misión
legítima, garantizada por la comunión con la Sede Romana (así Perrone y Mazzella,
p. ej.). Con esto, indispensablemente, la apostolicidad perdió a veces parte de
su contenido característico, quedando su estudio muy dominado por la atención al
primado del Papa.
Con la actual renovación de la eclesiología (v.), esa perspectiva apologética
más breve y fácil quedó superada, dando paso a una consideración más teológica
de la apostolicidad en la que se ponen de relieve sus aspectos internos y su
inserción vital en el misterio de la I. Así mirada, en su estructura íntima, «la
apostolicidad incluye verticalmente una mediación, y horizontalmente una
sucesión» (Ch. Journet, o. c. en bibl. 194). Por su dimensión vertical, de
mediación o ministerio, la apostolicidad señala el proceso establecido por Dios
para comunicar su vida a los hombres: de la Trinidad, a la Humanidad de Cristo;
de ésta, al cuerpo apostólico; de éste, a sus sucesores en la Jerarquía y a todo
el pueblo fiel. Como gráficamente dijo Tertuliano, «la Iglesia recibió de los
Apóstoles, los Apóstoles de Cristo, y Cristo de Dios» (De praescr. 21 y 37). Por
la dimensión horizontal, de sucesión, la apostolicidad indica la continuidad
ininterrumpida de la I. fundada sobre el cuerpo apostólico, que se mantiene
siempre idéntica en su fe, en su culto, en su gobierno jerárquico.
Resumiendo los diversos factores que la estructuran, podríamos definir la
apostolicidad como la propiedad esencial y característica (=propiedad y nota) de
la I., por la que ésta recibe a través de los Apóstoles, investidos de los
poderes de Cristo y continuadores de su misión, la acción santificadora del
mismo (=apostolicidad vertical, de mediación), habiendo sido fundada por Él
sobre los Apóstoles y por medio de ellos (=apostolicidad de fundación o de
origen), y perseverando siempre en la misma doctrina y sacramentos de los
Apóstoles (=apostolicidad de doctrina), regida por jerarcas a quienes se ha
trasmitido sin solución de continuidad la autoridad y la misión apostólica de
gobernar, enseñar y santificar a los hombres (=apostolicidad de sucesión).
Hay que tener en cuenta que la identidad que se afirma entre la 1. actual y la
de los Apóstoles es sustancial: no excluye modificaciones accidentales en las
estructuras, ni formulaciones más precisas o explícitas de la doctrina, ni otra
clase de verdadero progreso homogéneo.
2) Fundamentos bíblicos. Aunque el Apostolado es institución del N. T., podemos
ver ya en el A. T. algún antecedente y preparación del mismo. El Pueblo de Dios
vivió desde el principio bajo un régimen de mediadores visibles. Entre éstos
destacan los doce patriarcas -preanuncio de los 12 fundamentos del nuevo Israel-
Moisés, los reyes, los sacerdotes y los profetas. Mediadores imperfectos, que
preparaban y prefiguraban al Gran Mediador del N. T. (cfr. Heb 8,6; 9,15), en
quien habían de confluir con plenitud de extensión y eficacia todos los
atributos y poderes de reyes, sacerdotes y profetas (Dt 18, 15; Ps 71 y 109; Ez
34,23; 37,24). Este pastor único del nuevo pueblo de Dios hará partícipes de su
misión a otros pastores, que apacentarán su rebaño (Ier 23,3-4) y serán enviados
para anunciar la gloria de Yahwéh en todos los pueblos (Is 66,18-21). No habrá
contradicción en que el Mesías, único pastor llame a otros pastores, siempre que
éstos se mantengan, como ministros secundarios, bajo la dirección y autoridad
del Pastor principal.
Los Evangelios dan gran relieve a la elección de los Doce, a la formación
especial que recibieron del Maestro y a la misión que él mismo les confirió
sobre la comunidad cristiana. Jesús, «llamando a los que quiso... designó a doce
para que le acompañaran y para enviarlos a predicar» (Me 3,13-14). A estos doce
los instruyó de modo particular sobre los misterios del Reino de Dios (Me
4,10-11), dedicándoles gran parte de la actividad de su vida pública. A ellos
finalmente los envió al mundo, como continuadores de su misión y partícipes de
su propia potestad mesiánica: «Como me envió mi Padre, así os envío yo» (lo
20,21), «me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues,
enseñad a todas las gentes, bautizándolas... enseñándoles a observar todo cuanto
os he mandado» (Mt 28,18-20; cfr. Me 16, 15-16). Al confiar así a los Doce los
medios de salvación (la doctrina evangélica, los sacramentos, la función
pastoral), con el mandato de administrarlos a todos los hombres, Cristo los
constituyó fundamentos de su 1. y núcleo germinal de la misma. Toda la vida de
ésta se desenvolverá a partir de los Doce.
Pero la 1. asentada sobre los Doce ha de extenderse por todo el mundo (Mt 24,14;
28,19) y ha de durar, incólume, hasta la consumación de los siglos, según la
clara promesa de Jesús (Mt 28,20; lo 14,16). Siendo cierto, por otro lado, que
los Doce no habían de vivir hasta el fin del mundo, ni habían de poder enseñar,
gobernar y santificar «a todas las gentes», el mandato y la promesa de Cristo
sólo tienen sentido si la misión de los Doce se trasmite, por sucesión perenne,
a otros ministros. Sólo con esta condición la I. fundada sobre los Apóstoles
permanece indefectible (de otro modo, al morir ellos, cambiaría
sustancialmente), y permanece verdadera la promesa de Jesús: Él estará hasta el
fin del mundo «con los Apóstoles», es decir, con los Doce y con todos aquellos
ministros que los sucederán, recibiendo la misión y los poderes de los Doce y
formando con ellos una persona moral.
El libro de los Hechos muestra a las claras cómo los Apóstoles presiden la vida
y actividades de la nueva comunidad cristiana, ejerciendo autoridad en ella, y
cómo los fieles reconocen esa autoridad. Éstos «perseveraban en oír la enseñanza
de los Apóstoles, y en la unión, en la fracción del pan y en la oración» (Act
2,42); ponían sus bienes en común, depositándolos «a los pies de los Apóstoles»
(4,35; 5,2). Los Apóstoles constituyen a los siete diáconos (6,1-6); y, bajo la
inspiración del Espíritu Santo, legislan en el Concilio de Jerusalén acerca de
la forma en que han de ser admitidos los gentiles (15,1-33). Es notable la
frecuencia con que, a lo largo del libro, aparecen asociadas la actividad
rectora de los Apóstoles y la acción multiforme del Espíritu: éste -según la
promesa de Cristo- los capacita para la tarea apostólica (1,8; cfr. lo
15,26-27), y da testimonio a una con ellos (5,32). Por eso los Hechos de los
Apóstoles podrían llamarse los Hechos o «el Evangelio del Espíritu Santo» (S.
Juan Crisóstomo).
También se alude en el libro a la trasmisión de funciones y poderes apostólicos
a otros ministros por medio de la imposición de manos (14,23; cfr. 15,2.4); y se
dice que los obispos han sido constituidos sobre el rebaño de los fieles por el
Espíritu Santo «para apacentar la Iglesia de Dios» (20,28).
San Pablo en sus cartas muestra plena conciencia de su autoridad apostólica, no
sólo espiritual sino también jerárquica: las dos epístolas a los Corintios y la
dirigida a los Gálatas son clara prueba de ello. Por otro lado, las cartas
pastorales a Tito (v.) y Timoteo (v.) manifiestan cómo S. Pablo puso en práctica
el principio de la sucesión apostólica, cuidando de asociar a su actividad a
algunos colaboradores que pudieran seguir desempeñando las funciones apostólicas
después que él muriera. Timoteo y Tito fueron constituidos por Pablo jefes de
las iglesias de Éfeso y Creta, con poder y misión de enseñar (1 Tim 4,6-16;
6,20; 2 Tim 3,14-17; 4,1-5), de dirigir el culto (1 Tim 2,1-10) e imponer las
manos (1 Tim 5,22), de gobernar las comunidades a ellos confiadas con mandatos,
exhortaciones, correcciones, etc. (1 Tim 1,3-4; 4,11-12; 5,1-7.17-21; 2 Tim 4,2;
Tit 1,10-14; 2,2-10.15; 3,1-2.9-11), y de instituir otros ministros
comunicándoles los poderes jerárquicos: «lo que de mí oíste..., encomiéndalo a
hombres fieles, capaces de enseñar a otros» (2 Tim 2,2); «te dejé en Creta para
que acabases de ordenar lo que faltaba y constituyeses por las ciudades
presbíteros en la forma que te ordené» (Tit 1,5). Así el Apóstol, consciente de
que su misión no había de terminar con su muerte; proveyó a sus comunidades de
jerarcas que le sucedieran en sus funciones y las siguieran trasmitiendo a otros
por la imposición de manos.
Consta, pues, por las palabras de Cristo y por la doctrina y el comportamiento
de los Apóstoles y de S. Pablo que la I. es esencialmente apostólica, ya que
toda la autoridad que posee y la misión que ejerce le viene trasmitida de los
Apóstoles, enviados por el Señor para regir, enseñar y santificar a toda
criatura. Hay verdadera continuidad sustancial de funciones y poderes entre la
1. fundada por Cristo en los Apóstoles (y, en virtud de eso, fundada también por
los Apóstoles) y la que existirá después de éstos. Lo que no quiere decir que
todas las funciones apostólicas pasen a sus sucesores: algunas son, por su
naturaleza, intransferibles (p. ej., el ser testigos inmediatos de Cristo, el
ser elegidos y llamados por Él directamente, el ser fundadores de las primeras
cristiandades) y se dieron a los Doce precisamente en cuanto fundadores, no en
cuanto pastores y jerarcas de la 1.
Los fieles de todos los tiempos y lugares son o han de ser «edificados sobre el
fundamento de los Apóstoles» (Eph 2,20), pues sólo así reciben el influjo
sustentador de Cristo, «piedra angular», y entran a formar parte de la
construcción eclesial.
La imagen del fundamento es también utilizada en el Apocalipsis: la ciudad de
Dios aparece rodeada por una muralla que tiene 12 puertas en las que están los
nombres de las 12 tribus, y está asentada sobre 12 pilares o fundamentos que
lucen «los nombres de los doce Apóstoles del Cordero» (21,14).
3) Testimonio de la tradición. La enseñanza de los testigos más antiguos de la
tradición y la práctica seguida por las iglesias desde el principio, demuestran
el relieve excepcional que para los cristianos tenían los Doce, como fundamentos
de la 1. y como maestros seguros de la verdad evangélica; y demuestran también
la convicción segura de que los obispos que estaban al frente de las iglesias
locales eran sucesores legítimos de los Doce en la función pastoral. Como
consecuencia, la legitimidad de una comunidad cristiana se juzgaba por el origen
y sucesión apostólica.
S. Clemente Romano (v.), ca. el año 96, en su carta a los Corintios habla
claramente de la sucesión apostólica como de una realidad indiscutible: «Los
Apóstoles nos predicaron el Evangelio de parte del Señor Jesucristo; Jesucristo
fue enviado de Dios. En resumen, Cristo de parte de Dios, y los Apóstoles, de
parte de Cristo; una y otra cosa, por ende, sucedieron ordenadamente por
voluntad de Dios. Así, pues, habiendo los Apóstoles recibido los mandatos...
salieron a dar la alegre noticia de que el Reino de Dios estaba para llegar. Y
así, según pregonaban por lugares y ciudades la buena nueva y bautizaban a los
que obedecían al designio de Dios, iban estableciendo a los que eran primicias
de ellos -después de probarlos por el espíritu- por inspectores y ministros de
los que habían de creer... (Los Apóstoles) establecieron a los susodichos y
juntamente impusieron para adelante la norma de que, en muriendo éstos, otros
que fueran varones aprobados les sucedieran en el ministerio. Ahora, pues, a
hombres establecidos por los Apóstoles, o posteriormente por otros eximios
varones..., no creemos que se los pueda expulsar justamente de su ministerio»
(42 y 44, D. Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, Madrid 1950, 216.218). Estos
varones eximios que instituyen a otros al frente de las comunidades son obispos,
que suceden a los Apóstoles según los mandamientos del Señor.
S. Ignacio de Antioquía (v.) no habla explícitamente de sucesión apostólica;
pero muy probablemente la tiene presente cuando ensalza la figura del obispo
como representante de Dios y como enviado por Él: «A todo el que envía el Padre
de familias... no de otra manera hemos de recibirle que al mismo que le envía.
Luego cosa evidente es que hemos de mirar al obispo como al Señor mismo» (Ad Eph.
6,1: Padres Apostólicos, 451).
A fines del s. ti, Hegesipo, S. Ireneo y Tertuliano dan testimonio de la
persuasión común de que los obispos puestos al frente de cada iglesia local son
sucesores legítimos de los Apóstoles, y de que, gracias a esa sucesión
ininterrumpida, se mantiene intacta en la 1. la verdad de la divina Revelación.
«Cuantos quieran ver la verdad, ahí tienen a todas las iglesias, en las que
pueden contemplar la tradición de los Apóstoles manifestada en todo el mundo; y
podemos contar a aquellos que han sido puestos por los Apóstoles como obispos y
sucesores suyos hasta nuestros días... Conviene obedecer a los presbíteros que
hay en las iglesias, a los que tienen sucesión desde los Apóstoles, como hemos
mostrado, los cuales con la sucesión del apostolado recibieron según la voluntad
del Padre el carisma cierto de la verdad; pero a los otros que están lejos de la
principal sucesión y que cosechan de cualquier parte, tenerlos por sospechosos»
(S. Ireneo, Adv. Haereses, 3,3; 4,26: J. Madoz, La Iglesia de fesucristo, Madrid
1935, 185,187). «Si, pues, la verdad está de nuestra parte por habernos ajustado
a una norma que la Iglesia recibió de los Apóstoles, los Apóstoles de Jesucristo
y Jesucristo de Dios, queda en pie el motivo de nuestra proposición, por la cual
los herejes no deben ser admitidos a una disputa sobre la Escritura, puesto que
sin acudir a la Escritura les probamos que nada tienen que ver con ella... Mía
es la posesión; ha mucho tiempo que la poseo... Yo soy el heredero de los
Apóstoles» (Tertuliano, De praescript. Haer. 37: o. c. n. 299). Para S. Ireneo,
como para Tertuliano, la continuidad doctrinal (que los herejes mismos
pretendían) puede garantizarse sólo por la continuidad personal, o sea, por la
sucesión. Por eso Tertuliano invoca las listas episcopales de las iglesias
apostólicas y reta a los herejes a que hagan otro tanto: «Que presente sus
orígenes; que recorran el orden y sucesión de sus obispos, uno por uno, hasta
ver si el primero tuvo por inmediato antecesor a alguno de los Apóstoles...» (De
praescript. 32: Madoz, o. c. 255).
S. Cipriano (v.), propugnador de la unidad del episcopado, fundamenta esta
unidad en la sucesión apostólica (Carta 33). Por ello declara cismático a
Novaciano (v.), que «con desprecio de la tradición evangélica y apostólica, no
sucediendo a nadie, ha nacido de sí mismo» (Carta 69). En forma parecida arguye
S. Optato contra el donatista Parmeniano. Y S. Agustín varias veces aduce como
argumento de doctrina ortodoxa la sucesión cierta de los obispos.
4) Exposición teológica. Si queremos someter a análisis el concepto de
apostolicidad como propiedad de la I., nos encontramos con estos factores: a) la
ley de mediación que preside el orden salvífico (supuesto general); b) el hecho
único de la mediación de Cristo, que establece de forma definitiva la nueva
economía salvífica; c) el hecho de la misión de los Apóstoles, constituidos por
Cristo fundamento de la I.; d) la continuidad perenne de' esa misión:
continuidad que afecta a los elementos objetivos de la I. (dogmas, jerarquía,
sacramentos) y a las personas sobre las que recae la misión (obispos o
pastores).
a) La ley de la mediación en el plan salvífico. La gracia de la inocencia (la
justicia original) que hizo a nuestros primeros padres amigos e hijos de Dios,
era una gracia que santificaba plenamente al alma y que, acompañada por dones
preternaturales, otorgaba al hombre una especial armonía: desde el alma rebosada
sobre el cuerpo y sobre la sensibilidad eliminando toda resistencia y desorden;
por eso -afirma Santo Tomás- era innecesaria la institución de sacramentos (cfr.
S. Tomás, Sum. Th. 3 q61 a2).
Pero una vez que el pecado deshizo aquella armonía primera y debilitó nuestra
naturaleza, Dios, con sabia y benigna pedagogía, estableció para la humanidad
caída un plan de salvación centrado en la mediación del Verbo hecho carne, cuya
acción se prolonga por la I. y por los sacramentos, que incluye elementos
sensibles (cfr. Sum. Th. 3 q l a3 ad l ; q61 al). Y «para dejar presentir, desde
un principio, aunque de manera aún oscura, que la gracia es concedida a los
hombres por una anticipación de los efectos de la Encarnación redentora..., la
gracia es otorgada en adelante dependiendo siempre de señales visibles... Lo
mismo sucede con la predicación de la verdad divina: Dios suscita los profetas
que anuncien públicamente su mensaje, con lo que asegura la trasmisión fiel del
mismo» (Ch. Journet, o. c. en bibl. 30-31).
Siendo toda mediación visible en la economía salvífica un reflejo anticipado o
una prolongación del misterio de la Encarnación, no hay que ver en ella un
obstáculo, sino un camino que acerca a Dios, un avance hacia su intimidad: «Así,
a medida que se prosigue la obra de nuestra salvación, aparece cada vez más
netamente la impPrtancia de la mediación visible. Es una señal de perfeccion y
de progreso... El que Dios use de intermediarios visibles no quiere en manera
alguna decir que abandone el cuidado del gobierno de los hombres; significa por
el contrario que su condescendencia comienza a hacerse más apremiante, más
íntima, para con nuestra naturaleza herida por el pecado. En el momento en que
se ejerce esta mediación, las solicitaciones inmediatas y directas del amor, en
lugar de hacerse más raras, se hacen más abundantes que nunca» (Ch. Journet, o.
c. 32).
En el A. T., era de preparación y de preanuncios, hallamos mediaciones
múltiples, pero imperfectas. En primer lugar, la mediación misma de Israel,
elegido y santificado como pueblo peculiar de Dios, «reino de sacerdotes» (Ex
19,6), que carga con las promesas del mundo, depositario y misionero de la
Revelación. El propio Israel, con ser el rebaño apacentado y guiado por Yahwéh (cfr.
Ps 95,7), vive bajo la guarda y dirección de unos pastores visibles: es
gobernado por patriarcas, caudillos y reyes; presenta a Dios sus ofrendas y
recibe de Él las bendiciones a través de la mediación de los sacerdotes que
dirigen el culto; es orientado en su fe por los profetas que le hablan en nombre
del Señor. Todo este sistema de mediaciones tenía una eficacia salvífica sólo
relativa e incipiente, recibida del gran Mediador de la alianza nueva, por quien
y de quien adquiere su pleno sentido cualquiera intervención salvadora. La
historia del pueblo de Dios manifiesta constantemente el designio divino de
salvar a los hombres mediante la acción de otros hombres y realidades sensibles.
b) La mediación única y definitiva de Cristo. Cuando la humanidad,
progresivamente preparada por la divina pedagogía, se halló madura, «al llegar
la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4, 4).
Este envío es el gran acontecimiento sobre el que gira toda la historia de la
humanidad. Es el hecho único que lo ilumina todo, lo explica todo, lo alcanza
todo y lo renueva todo. La salvación de Dios se hace presente entre los hombres
en el Dios-Hombre, único Mediador plenamente eficaz y solvente entre el Cielo y
la tierra: «Dios -dice el Conc. Vaticano II- para establecer la paz o comunión
con Él y una fraterna sociedad entre los hombres pecadores, dispuso entrar en la
historia humana de modo nuevo y definitivo, enviando a su Hijo en carne nuestra,
a fin de arrancar por Él a los hombres del poder de las tinieblas y de Satanás (cfr.
Col 1,13; Act 10,38) y en £1 reconciliar consigo al mundo (cfr. 2 Cor 5,19)»
(Vaticano 11, Ad gentes 3).
Mediador por su propio ser, ya que en Él se juntan misteriosamente la naturaleza
divina y la humana (y así es a la vez Hijo de Dios y hermano nuestro, verdadero
«Dios-con-nosotros»), Cristo llevó a cabo su misión medianera y salvífica de una
vez para siempre en el misterio de su Muerte y Resurrección, «pacificando por la
sangre de su cruz todas las cosas» (Col 1,20). La Encarnación (v.),
intrínsecamente orientada hacia la consumación de la Pascua (cfr. Heb 10,5-7),
es así la epifanía y la realización del Designio salvífico del Padre. A través
de la humanidad de Cristo, Dios se ha acercado a nosotros, nos ha mostrado su
bondad, nos ha reconciliado consigo, comunicándonos su gracia salvadora, su vida
divina: ¡nos ha salvado! (cfr. lo 3,16-17; Tit 2,11; 3,4-7).
Siguiendo a S. Juan Damasceno (v.), la teología escolástica habla de la
humanidad de Cristo como de un «órgano» o «instrumento conjunto» de la divinidad
(cfr. S. Tomás, Sum. Th. 3 q62 a5), a través del cual ésta ejercerá en el mundo
toda su acción salvífica, toda comunicación de gracia. Los teólogos recientes
-empleando la palabra sacramento en un sentido lato- ven en la humanidad del
Verbo el «sacramento frontal» de la salvación: signo, sensible, en el que se
manifiesta el eterno designio salvífico de Dios, y causa (instrumental) por la
que ese designio se lleva a cabo efice-mente. Cristo es «el Sacramento del
encuentro. con Dios» (O. Semmelroth). En Él está toda la plenitud de gracia y de
verdad (cfr. lo 1,14), toda la salvación del mundo. En Él Dios se ha acercado y
se ha dado definitivamente a los hombres. Tras Él no cabe ya ninguna nueva
economía, ninguna nueva mediación que pueda añadir algo a la suya.
Sin embargo, Cristo dispuso benignamente asociar a los hombres a su obra,
haciéndoles partícipes de su propia función medianera en la distribución de los
bienes salvíficos por Él obtenidos. Por eso, una vez operada la Redención,
Cristo asume otro Cuerpo misterioso, socialmente articulado, del que se va a
servir para extender y continuar su acción salvífica hasta su segunda venida.
Este cuerpo es la I., en la que se prolonga la sacramentalidad frontal y
arquetípica de Cristo. El Salvador resucitado «envió sobre los discípulos a su
Espíritu vivificador, y por Él hizo a su Cuerpo, que es la Iglesia, sacramento
universal de salvación» (Vaticano 11, Lum. gent. 48). Y así desde el Cielo
continúa «comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos» (Lum. gent.
8).
c) La Iglesia, cimentada sobre los Apóstoles. Continuación del misterio de la
Encarnación, la 1. es a un tiempo espiritual y visible, «comunidad de fe,
esperanza y caridad» y «sociedad provista de sus órganos jerárquicos» (Lum. gent.
8). Cristo le comunica su Espíritu vivificante que la impulse, por un lado, y,
por otro, su «representación» jurídica, la investidura de su misión y de sus
poderes de Mediador. Misión y poderes que no se reparten por igual entre los
miembros de la comunidad, sino según una estructura jerárquica. La I. es un
organismo vivo, en el que hay diversidad de dones y carismas, de funciones y
ministerios «ordenados al bien de todo el Cuerpo» (Lum. gent. 18; cfr. 1 Cor
12,4-7; Eph 4,7-16; V. JERARQUÍA ECLESIÁSTICA).
En ese conjunto de dones y ministerios sobresale la gracia de los Apóstoles,
especialmente elegidos y formados por Cristo, y por Él dotados de una misión
peculiar, prolongación auténtica de la que el mismo Jesús, «Apóstol y Pontífice
de nuestra confesión» (Heb 3,1) recibió del Padre (lo 20,21; cfr. 13,20). Según
la certera expresión de S. Clemente Romano, «Cristo (fue enviado) de parte de
Dios, y los Apóstoles, de parte de Cristo», conforme al designio divino. «Los
Apóstoles fueron así -afirma el Vaticano II- la semilla del nuevo Israel, a la
vez que el origen de la jerarquía sagrada» (Ad gentes, 3).
La triple función medianera de Cristo -Profeta, Sacerdote y Rey- se traspasó a
los Apóstoles: a ellos «les confirió Cristo el encargo de enseñar, de santificar
y de regir en su propio nombre y autoridad» (Vatic. II, Apost. actuositatem, 2).
Estas funciones y los poderes correspondiente habrán de permanecer siempre en la
I.; pero en los Apóstoles se dieron con un acompañamiento excepcional de
privilegios y carismas. No se les confirieron como a meros pastores, ni tampoco
sólo como a primeros pastores, sino como a pastores de excepción asociados a
Cristo en la misma fundación de la Iglesia. Como tales, estuvieron dotados de un
poder de jurisdicción y magisterio extraordinario: a ellos les dejó Cristo el
encargo de administrar y -en su caso- promulgar los sacramentos por Él
instituidos y el de trasmitir con garantías de infalibilidad -ya oralmente, ya
por escrito bajo el carisma de la inspiración- todo el contenido de la
Revelación confiada a la I. Así con los Apóstoles la I. recibió su cuerpo de
doctrina, que habrá de conservarse y trasmitirse en toda su integridad, y
recibió también su estructura esencial definitiva e intangible. Ellos han
marcado en su mismo origen el ser y el dinamismo de la I., que llevará siempre
en su entraña la condición de apostólica, que nunca podrá ser otra que la que
Cristo fundó sobre los Doce (V. APÓSTOLES).
Para que los Apóstoles pudieran llevar a cabo su alta misión de vicarios y
continuadores de Cristo en la fundación de la I., Él les envió de parte del
Padre al Espíritu Santo, quien anima, inspira y fecundiza interiormente toda la
labor extensa de aquéllos: la I. será obra del Espíritu Santo y del cuerpo
apostólico, que, enviados por Cristo Señor, consuman su tarea salvífica. «Fue en
Pentecostés cuando empezaron los "hechos de los Apóstoles"... El mismo Señor
Jesús, antes de dar voluntariamente su vida para salvar al mundo, de tal manera
organizó el ministerio apostólico y prometió enviar al Espíritu Santo, que ambos
están asociados en la realización de la obra de la salvación en todas partes y
para siempre» (Ad gentes, 4).
Gracias a esa infusión del Espíritu, los Apóstoles son en realidad «la semilla
del nuevo Israel» (Ad gentes, 5): Así como la 1. es, «por el interior y por la
gracia, el desenvolvimiento, en el tiempo y en el espacio, del don de
Pentecostés... (así también es) en el exterior y como cuerpo visible, el
desenvolvimiento de los "doce". Como Israel, pueblo de Dios, no es más que el
despliegue de los doce hijos de Jacob..., la Iglesia, nuevo Israel, verdadero y
definitivo pueblo de Dios, no es sino el despliegue de los doce Apóstoles» (Congar,
Apostolicidad... o. c. en bibl. 163)..
Los Apóstoles son, pues, verdaderos fundamentos (y fundadores) de la Iglesia, a
la que comunican cohesión y firmeza; pero fundamentos secundarios, que reciben
su solidez de Cristo, única piedra angular, (Eph 2,20; Mt 21,42; 1 Cor 3,11),
que por sí mismo sustenta toda la construcción: «La Iglesia es firme -dice S.
Tomásporque su fundamento principal es Cristo, y su fundamento secundario los
Apóstoles y su doctrina... por eso se la llama apostólica» (In Symbol. a9).
Pero la I. no es sólo apostólica por haber nacido de los Apóstoles, «de quienes
recibió las primicias de su fe» (oración de la fiesta de S. Pedro), y por tener
la estructura y la doctrina que ellos en nombre de Cristo le confirieron, sino
también por estar sustentada perennemente sobre la autoridad de los Apóstoles,
trasmitida a sus representantes y legítimos sucesores, los Obispos. Éstos, bajo
el poder supremo del sucesor de Pedro, enseñan, gobiernan y santifican al Pueblo
de Dios con la misión y los poderes apostólicos.
d) La sucesión apostólica. La triple misión jerárquica que los Apóstoles
recibieron de Cristo -Rey, Sacerdote y Profeta- ha de seguir ejerciéndose
siempre. La permanencia y continuidad queda asegurada por la sucesión apostólica
(v.). El Conc. Vaticano II expone así el sentir de la I.: «Esta divina misión,
confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar hasta el fin del mundo (cfr. Mt
28,20), puesto que el Evangelio que ellos deben propagar es en todo tiempo el
principio de toda la vida para la Iglesia. Por esto los Apóstoles se cuidaron de
establecer sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada... A fin de que
la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, dejaron a modo de
testamento a sus colaboradores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la
obra comenzada por ellos, encomendándoles que atendieran a toda la grey, en
medio de la cual el Espíritu Santo los había puesto para apacentar la Iglesia de
Dios (cfr. Act 20,28). Y así establecieron tales colaboradores y les dieron
además la orden de que, al morir ellos, otros varones probados se hicieran cargo
de su ministerio... Así, como atestigua S. Ireneo, por medio de aquellos que
fueron instituidos por los Apóstoles Obispos y sucecores suyos hasta nosotros,
se manifiesta y se conserva la tradición apostólica en todo el mundo... Por
ello, este sagrado Sínodo enseña que los Obispos han sucedido, por institución
divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los
escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien
le envió» (Lum. gent. 20). En este texto se recoge la enseñanza del Evangelio,
de los Hechos, y de S. Pablo, y la de S. Clemente, S. Ireneo, Tertuliano, etc.,
que mencionamos más arriba. El Concilio enseña seguidamente que la trasmisión de
funciones se realiza por el sacramento del Orden: «La consagración episcopal,
junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de enseñar y de
regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse
sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio» (Lum. gent.
21). Según esto, no hay verdadera apostolicidad, donde no se da la continuidad
nacida del sacramento del episcopado válidamente recibido. Y no hay
apostolicidad plena, donde no se da sucesión formal, es decir, donde falta la
misión legítima, donde no hay comunión con la 1. universal o -lo que es lo
mismo, pero concretamente más fácil de comprobar- con la 1. primacial de Roma.
Así la «romanidad» viene a ser la garantía normal y absoluta de la plena
apostolicidad de sucesión; de igual modo que ésta es la sola garantía perfecta
de la apostolicidad de doctrina. Los obispos son, en expresión feliz de
Tertuliano, los «trasmisores de la semilla apostólica» (De praescr. haer. 32).
Y, según S. Ireneo, la señal indubitable de la sucesión apostólica en toda la 1.
es la continuidad que se da en la sede de Roma, con la cual todas -las 1. deben
estar en comunión, y «en la cual por todos en todas partes se ha conservado la
tradición proveniente de los Apóstoles» (Adv. Haer. 3,3,2; J. Madoz, El primado
Romano, Madrid 1936, 44).
Conclusión. La apostolicidad, cuyo contenido complejo acabamos de describir, es
una propiedad que refleja, acaso como ninguna otra, el doble aspecto esencial al
misterio de la I.: el institucional y el místico. Por un lado, la apostolicidad
es como la espina dorsal de la constitución visible y orgánica del pueblo de
Dios, la garantía de su estabilidad, y el documento acreditativo de su
identidad. Por otro, es una conexión vital con el misterio mismo de Cristo,
quien a través de ella prolonga y hace llegar a los hombres su actividad
mesiánica de Rey, Profeta y Sacerdote; es la proyección permanente de la
sacramentalidad de Cristo en el mundo. Como Dios está en Cristo reconciliando al
mundo consigo, así -proporcionalmente- Cristo está siempre en sus Apóstoles a
quienes confió el ministerio de reconciliación (cfr. 2 Cor 5,18-20). La
apostolicidad es como la permanencia viva de la acción mediadora de Cristo
Cabeza en su 1.
Por ser apostólica, la Iglesia tiene el doble deber de ser fiel a sus orígenes,
conservando íntegra la doctrina y las estructuras esenciales recibidas de los
Apóstoles (y en este sentido será siempre tradicional, siempre idéntica a sí
misma), y de ser evolutiva, exponiendo la doctrina de su depósito y
perfeccionando las estructuras según las exigencias de los hombres de cada
tiempo y lugar, con los que ejerce la función de Mediadora. Encarnando la
mediación de Cristo en cuanto a su virtud salvífica, debe encarnar asimismo el
celo ardiente del Salvador y el modo benigno y humano de su actuación. La
apostolicidad entraña el apostolado (v.), pues continúa la misión de Cristo y de
los Apóstoles.
En cada uno de los fieles la apostolicidad exige amor, respeto y obediencia a
los Pastores que en nombre de Cristo enseñan, rigen, y santifican: quien los
escucha, a Cristo escucha, y quien los desecha, desecha a Cristo (cfr. Le
10,16). Exige también participación leal y generosa en el apostolado, del que
ningún miembro de la Iglesia puede eximirse, siendo todos -aunque no en la misma
forma- «partícipes del oficio de Cristo, sacerdote, profeta y rey» (Apost.
actuos. 5).
5) La apostolicidad, «nota» distintiva de la Iglesia. La apostolicidad no sólo
pertenece al misterio de la 1. y fluye necesariamente del mismo, sino que lo
patentiza: es una señal inequívoca de su presencia, un carácter que distingue la
verdadera 1. de las otras comunidades cristianas.
Para que tenga el valor de nota, la apostolicidad ha de ser tomada en su sentido
íntegro. No es nota la mera apostolicidad de origen ni la de doctrina, pues ni
una ni otra es claramente discernible sin acudir a la sucesión de pastores. La
apostolicidad de sucesión, que implica las otras dos, tiene realmente valor de
nota: allí donde hay un cuerpo de pastores que, a través de una cadena
ininterrumpida de sucesiones legítimas, muestra haber recibido de los Apóstoles
su misión y sus poderes, allí y sólo allí está la verdadera 1. fundada por
Cristo.
Pero la dificultad para el uso de esta nota está en la demostración de la
continuidad ininterrumpida y de la legitimidad de la misión. Estas realidades no
son en sí siempre fácilmente comprobables. Lo son, en cambio, si recurrimos a la
vinculación con la Sede Romana, centro de la unidad social de la I.; o, en
general, a la comunión dentro de la unidad católica. Por tanto, la apostolicidad
para tener plena y positivamente la función de nota ha de ser tomada en su
conexión vital con la unidad y la catolicidad visibles, o en su referencia al
Papado.
Sin tener en cuenta estas conexiones, la apostolicidad ofrece una valiosa prueba
negativa o por exclusión: allí donde conste que se ha roto la continuidad de la
línea apostólica, ya sea en la doctrina o en las estructuras esenciales, ya sea
en la sucesión de pastores -lo que es más probable-, allí ciertamente no está la
I. de Cristo fundada sobre los Apóstoles. Donde aparece la disidencia o la
innovación, desaparece la apostolicidad. Éste es el argumento al que recurrían
con frecuencia los Padres para rebatir a los herejes: les mostraban que eran
innovadores, que rompían con la tradición apostólica, y que, por tanto, las
comunidades por ellos fundadas eran sectas humanas. Lo mismo han objetado los
apologistas modernos a las comunidades nacidas del protestantismo. Como, en
cambio, no se puede demostrar en la I. Romana ninguna escisión o innovación
sustancial o interrupción de régimen, cabe afirmar que ella es la auténtica
heredera de los Apóstoles. Es el argumento de prescripción vigorosamente
propuesto ya por Tertuliano.
Por otra parte, la apostolicidad constante de la I. Católica a través de veinte
siglos de existencia, superando los ataques de los perseguidores, las argucias
del error, las flaquezas de sus propios hijos, es un auténtico milagro moral, un
hecho no explicable según las leyes de la historia, un signo cierto de que Dios
está con tal Iglesia. El Conc. Vaticano 1 ve en esta «invicta estabilidad» un
aspecto del grande y perpetuo milagro que es la 1. por sí misma (Denz.Sch.
3013).
6) La apostolicidad y los hermanos separados. La apostolicidad ha sido un tema
central eñ la controversia con los protestantes, y hoy lo es en el diálogo
ecuménico. Todas las confesiones cristianas pretenden tener esta propiedad,
aunque la interpretan en formas muy distintas.
Los ortodoxos (v.), los viejo-católicos (v.) y muchos anglicanos (v.) sostienen
que una jerarquía visible vinculada a los Apóstoles por sucesión ininterrumpida,
es esencial a la 1. Hay que admitir que de hecho los ortodoxos y viejo-católicos
poseen un episcopado válidamente consagrado, que entronca con los Apóstoles por
sus poderes sagrados, aunque no por la legítima misión (que sólo se da dentro de
la comunión católica). Tienen, pues, la apostolicidad de sucesión material,
factor de inapreciables riquezas vitales, y lazo poderoso de unión con los
católicos, si bien les falta a los ortodoxos orientales la sucesión formal.
La mayoría de los protestantes hoy (superando las posturas del liberalismo y el
escatologismo, que niegan la existencia del mismo oficio confiado a los Doce)
admiten como esencial a la I. la apostolicidad de la doctrina (y de los
sacramentos), considerando a la predicación del mensaje evangélico como la viva
voz apostólica que llega hasta nosotros. Bastantes reformados reconocen, además
de esa continuidad del Evangelio predicado, la necesidad de algún ministerio que
remonte hasta el mismo Cristo con cierta función doctrinal que garantice la
predicación del mensaje apostólico y la recta adiministración de los
sacramentos, si bien no han llegado aún a un pleno reconocimiento de las
exigencias de la apostolicidad en todas sus dimensiones. Es interesante notar
que el clima ecuménico haya puesto en el primer plano de la atención teológica
protestante este tema del ministerio, tan enojoso en la trayectoria del
protestantismo. El diálogo fraterno y el estudio sereno del tema podrán, tal
vez, ir eliminando en las comunidades separadas la prevención contra un
ministerio que, lejos de atentar al señorío absoluto del Onico Mediador, es un
instrumento por el que su acción llega a nosotros en forma visible, sacramental,
según la lógica fundamental de la Encarnación.
V. t.: APÓSTOLES; JERARQUÍA ECLESIÁSTICA; SUCESIÓN APOSTÓLICA; TRADICIÓN.
OLEGARIO DOMÍNGUEZ.
BIBL.: J. V. BAINVEL, Apostolicité, en DTC
1,1618-1624; Y. CONGAR, Apostolicidad, en Santa Iglesia, Barcelona 1965,
162-166; fD, Ensayos sobre el misterio de la Iglesia, Barcelona 1961, 121168; L.
M. DEWAILLY, Envoyés du Pére. Mission et Apostolicité, París 1960; XVI Semana
Española de Teología, Madrid 1957 (en particular, A. M. JAVIERRE, Cuestiones
debatidas hoy entre católicos y protestantes en torno a la sucesión de los
Apóstoles, 4-96); B. MARINA, La Apostolicidad como propiedad y nota de la
Iglesia, 97-120; J. SALAVERRI, El concepto de sucesión apostólica en el
pensamiento católico y en las teorías del protestantismo, 121-178); O. KARRER,
Sucesión apostólica y primado, Barcelona 1963; M. SCHMAUS, Teología Dogmática,
IV, Madrid 1960, 595-602; CH. JOURNET, Teología de la Iglesia, Bilbao 1960,
194-207.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia
Rialp, 1991