HUMILDAD


Virtud cristiana que consiste en el conocimiento de nuestra bajeza y miseria y obrar conformes a él. Naturaleza. En comparación con la plenitud de Dios las perfecciones del hombre son insignificantes. Del reconocimiento práctico de esta diferencia infinita surge la h. En cuanto esta verdad es regla directiva de la voluntad, el hombre reconoce que depende absolutamente de Dios. Así, pues, la h. no apunta a un fin medio sino que dispone los actos humanos para que puedan ser informados por el último fin y ocupa, por tanto, en una concepción meramente natural del hombre, el lugar de la caridad, forma de todas las virtudes. Si no se diera un fin sobrenatural la tendencia al último fin natural tendría que basarse en una relación de dependencia con Dios que habría que situar en el terreno de la justicia. Por esa relación el hombre reconocería a Dios como autor de todo lo que existe, incluyendo el hombre mismo, y admitiría que debe corresponderle con todo lo que es y lo que hace. Por otra parte, bajo el influjo de esa relación, sería consciente de que por más que hiciera nunca podría pagar a Dios todo lo que de Él ha recibido, y además reconocería que la deuda inicial aumenta de día en día porque no puede hacer nada si Dios no interviene de modo necesario en su obrar. De este modo la h. es propiamente una parte potencial de la justicia, que coincide en gran parte con la virtud de la religión (v.). En su cumplimiento se agota la perfección natural del hombre. De acuerdo con esta concepción decía S. Teresa que «humildad es andar en verdad», y Tanquerey enseña que la humildad radica en la verdad y en la justicia (o. c. en bibl. n° 1128).
     
      Elevado el hombre al orden sobrenatural (v.) ya no es considerado por Dios como siervo sino como amigo (cfr. lo 15,15). Esta transformación operada por la gracia comprende una modificación completa de su último fin y del modo de tender a él. Dios le da al hombre tal como es en sí mismo. Se trata de una donación que sólo puede ser correspondida de modo adecuado, aunque siempre insuficiente, con una dedicación amorosa del hombre a Dios. Éste es el ámbito de la caridad (v.).
     
      Lo que se ha de dar a Dios por caridad no excluye, sin embargo, lo que se le debe dar por justicia. Al contrario, tan sólo mediante el pleno ejercicio de la h. es posible recibir la gracia santificante y con ella las virtudes sobrenaturales y las teologales. «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (1 Pet 5,5). La misma h. se recibe como una virtud sobrenatural con la vida de la gracia. A diferencia de la h. natural o adquirida la sobrenatural tiene por objeto fundar siempre la vida del hombre de acuerdo con la remuneración sobrenatural, totalmente inmerecida, que nos ha sido prometida con la revelación de la vida íntima de Dios. Y dado que la elevación al orden sobrenatural pone de manifiesto una diferencia entre Dios y el hombre todavía mayor que la conocida solamente por la razón, la h. sobrenatural obliga a negarse a uno mismo de una forma aparentemente contradictoria con la naturaleza humana. Así S. Bernardo define la humildad como «virtud por la que el hombre se desprecia a sí mismo, después de conocerse perfectísimamente» (o. c. en bibl. cap. 1, no 2). La caridad sigue al conocimiento sobrenatural de Dios, pero antes es necesario que también bajo la luz de la fe el hombre conozca más perfectamente que delante de Dios es nada. Este conocimiento, en cuanto es un saber práctico, es la virtud sobrenatural de la h.
     
      Fundamento bíblico. Los filósofos precristianos no llegaron a conocer más que un fin último general, nó identificado con un ser individual trascendente. Por. eso no estuvieron siempre en condiciones de recoger toda la hondura que debe tener la actitud religiosa humana y tendieron a fijar como fin del hombre algunos de los aspectos de su vitalidad racional: el conocimiento de sí mismo (Sócrates), el uso de la razón (Aristóteles), el dominio de sí mismo (los estoicos), etc. Todo ello hace que el sentido profundo de la h. no les sea siempre fácilmente asequible y que a veces la identifiquen como simple dominio de las pasiones, como actitud de no rebelarse frente al destino, como moderación (de ahí la condena griega de la hybris), etc.
     
      Con la Revelación cristiana esta virtud adquiere su pleno sentido. Si el cristiano es una criatura pecadora, perdonada y elevada a la dignidad de hijo de Dios, por la misericordiosa iniciativa que le colma de sus dones, es lógico que reconozca su indigencia nativa, que tenga el sentido de sus límites, de su insuficiencia, de su pequeñez, y que se estime en su justo valor, es decir, como un ser que no tiene nada propio, sino que todo lo ha recibido. La aceptación de esta verdad es la virtud de la humildad, que reúne los matices de pobreza, modestia y dulzura del Antiguo Testamento (cfr. Lc 1,52; 3,5; Mt 18,4; 23,12; Rm 12,16; 2 Cr. 11,7; lac 1,9; 4,6; etc.)» (C. Spicq, Teología moral del Nuevo Testamento, 1, Pamplona 1970, 153).
     
      La h. cristiana se inspira en el ejemplo de Cristo, cuya encarnación y muerte tuvieron lugar en condiciones humillantes (cfr. Philp 2,8) y cuyo ministerio público fue un humilde servicio de amor prestado a los hombres (Mt 11,29; 20,28, lo 13,15-16). Los apóstoles exhortan a los discípulos a que tengan h. interior y reconozcan sus límites y sus debilidades (1 Pet 3,8; Gal 6,1-3) y sobre todo a que se humillen ante Dios como conviene a un pecador, indigno de estar en relación con la misma Santidad (cfr. Le 5,8; Act 20,19; Rom 11,20).
     
      Así, pues, la h. neotestamentar¡ a además de mover al hombre a reconocer que todo lo ha recibido de Dios, como criatura suya que es (cfr. Lc 16,15; 1 Cor 1,26), permite al cristiano introducirse en la vida íntima de Dios que constituye su fin último sobrenatural. La parábola del fariseo y del publicano (cfr. Le 18,9-14) nos muestra que Dios acoge la oración humilde del pecador que confiesa su indignidad y rechaza la del soberbio que por tenerse por justo no busca el perdón de Dios haciendo imposible que le conceda la vida de la gracia (cfr. 1 Pet 5,5) (C. Spicq, o. c. 154-56).
     
      Con la Revelación, pues, se descubre lo que el hombre no acababa de vislumbrar por no haber sido todavía vencido el pecado: a) que el alma ha de estar sometida a Dios, siendo éste el cometido principal de la h.; b) que el cuerpo ha de estar sometido al alma, lo cual compete a la templanza (v.).
     
      Como el cuerpo ha de estar sometido a Dios a través del alma. determinadas facetas de la templanza están muy directamente relacionadas con la h. Con ellas el cuerpo ayuda de un modo directo e inmediato al alma en la práctica de esta virtud. Son aquellas partes de la templanza que inducen a expresar la h. a través del cuerpo (v. MODESTIA) y a dominar las pasiones que pueden desatar la ira y la soberbia (mansedumbre) o que pueden impedir el recto uso de la inteligencia en el afán de conocer la verdad (estudiosidad). Por esta razón la h. ha sido encuadrada dentro de la virtud de la templanza en muchos tratados de Teología Moral. En ese lugar la sitúa el mismo S. Tomás, aunque, sin duda, dándole un alcance que rebasa el mero dominio de las inclinaciones corporales (cfr. Sum. Th. 2-2 gl61 a2). Toda su doctrina se puede resumir en este texto: «La humildad esencialmente consiste en apetecer de modo tal que se refrene el ímpetu del ánimo para que al tender a las cosas grandes no lo haga desordenadamente; pero tiene su norma en el conocimiento haciendo que nadie se juzgue superior a lo que realmente es» (ib, a6). Otros autores la relacionan con la religión (Mausbach o. c. en bibl.). Como toda virtud, radica en la voluntad, pero, dado que la medida de su perfección depende de lo que se debe a Dios y a los demás, por ser parte de la justicia, ha de preceder a su ejercicio un juicio exacto de lo que a ellos debemos y nuestras posibilidades de retribuirles. La h. se vive cuando medimos la capacidad de nuestras fuerzas antes de comprometernos a obrar. Ello implica por un lado reprimir el desordenado apetito de la propia excelencia y, por otro, someterse a Dios reconociendo que todos los bienes proceden de Él y que Él está por encima de todo.
     
      Práctica de la humildad. Los dos fines de la h., negación de uno mismo y afirmación de Dios, son indispensables para alcanzar la identificación con Cristo en que consiste el ideal de la vida cristiana. Oculta en la base del edificio de la santidad se ha de hallar la h. como raíz de la transformación en Cristo. La imitación de Jesucristo ha de empezar por ella: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). El misterio de la Redención es el misterio de la humillación de Dios en la naturaleza humana de Jesucristo (cfr. Philp 2,6 ss.). El hombre humilde siente el calor de la divinidad escondida en la humanidad de Jesucristo y, bajo la moción de la gracia, le imita en sus intenciones y en sus obras: «Tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, teniendo la naturaleza de Dios, no fue por usurpación el ser igual a Dios, antes se anonadó tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres y reducido a la condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Philp 2,5-8).
     
      Los autores ascéticos distinguen varios grados de h. según la mayor o menor intensidad en la voluntaria aceptación de la negación de uno mismo. Cuanto mayor es la negación, mayor es la afirmación de Dios en que consiste todo acto de h. Normalmente se suelen distinguir tres grados. Es clásica la distinción establecida por S. Bernardo: «Un tipo de humildad es la humildad suficiente, otro la abundante y otro la superabundante. La suficiente consiste en someterse al que es superior a uno y no imponerse al que es igual a uno; la abundante consiste en someterse al que es igual a uno y no imponerse al que es menor; la superabundante consiste en someterse al que es menor a uno mismo» (Sententiae, n° 37: PL 183,755).
     
      Según el primer grado, la superioridad de. Dios se reconoce aceptando las decisiones justas de la autoridad competente en todos los órdenes de la convivencia: familiar, profesional, política, etc. El hombre humilde sabe que en el cumplimiento de su deber tiene que obedecer y sabe también que ha de obedecer no sólo en las cosas fáciles sino también en las difíciles. Procura ser fiel en el cumplimiento de su deber y cuando lo consigue no se vanagloria de ello considerando que ha obrado extraordinariamente: «Somos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que ya teníamos obligación de hacer» (Lc 17,10).
     
      En el segundo grado se procura considerar que todos los hombres son criaturas de Dios y que por serlo manifiestan la excelencia de su causa principal. No reconocemos la superioridad de Dios sobre todas las cosas si no alabamos las buenas cualidades del prójimo cuando sea justo hacerlo. El hombre que ha llegado a este grado de h. no se tiene por superior a nadie, pues considera que todos los que le rodean poseen cualidades ocultas, por lo que son siempre mejores de lo que parecen. Ante lo que es censurable sólo habla en la medida en que es útil al que ha obrado mal y a terceros, y al hacerlo se expresa con objetividad y discreción. El hombre humilde huye de la teatralidad en el pensar, en el decir y en el hacer.
     
      La h. alcanza su máxima perfección en los hombres que se tienen por peores que los demás. Todos los santos se han considerado grandes pecadores. Esta consideración tiene un fundamento objetivo en el poder de la gracia de Dios, sin la cual, por un lado, nadie podría obrar siempre con toda rectitud y, por otro, todos los hombres estarían expuestos a cometer los peores pecados. Por eso decía S. Pablo: «Con gusto me gloriaré de mis flaquezas, para que haga morada en mí el poder de Cristo. Por cuya causa yo siento satisfacción en mis enfermedades, en los ultrajes, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias que padezco por amor de Cristo; pues cuando soy débil entonces soy más fuerte» (2 Cor 12,9-10); «...en cuanto a mí de nada me gloriaré sino de mis flaquezas» (2 Cor 12,5); «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Philp 4,13). La h. lleva, por tanto, al reconocimiento de las propias faltas. Entonces se alcanza también el sosiego interior prometido al que tome el yugo del Señor. El hombre profundamente humilde pasa por encima de sus propios méritos haciendo realidad la meta propuesta por Jesucristo: «...haz que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha» (Mt 6,3). Por otra parte acepta el desprecio con paz y hasta con alegría y calla ante la acusación injusta si el bien de los demás no exige la reivindicación de sus derechos. Así no sólo se considera el más vil de los. hombres sino que desea ser tratado de hecho como tal, conforme al viejo aforismo cristiano nesciri, pro nihilo reputari (ser ignorado, ser tenido por nada), es pecador. La h. voluntaria se nota precisamente cuando la postergación se presenta sin haberla buscado. Entonces se nota la diferencia entre el que se ha ejercitado en la práctica de la h. y el que no es humilde. «No eres humilde cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo» (J. Escrivá de Balaguer, o. c. en bibl. n° 594).
     
      La h., sin embargo, no se confunde con la pusilanimidad o el encogimiento, ni prohíbe tener conciencia de los talentos recibidos. Aunque el hombre ante Dios es nada, desde otra perspectiva su dignidad es insondable, una vez que Dios lo ama y lo llama a participar de su vida íntima (V. FILIACIóN DIVINA). La h. bien entendida modera los deseos de gloria, pero reconoce la grandeza del hombre en cuanto es amado por Dios y engendra la fuerza para lanzarse a grandes empresas en el servicio de Dios; no existe, pues, contradicción entre la h. y la magnanimidad (V. AUDACIA; FORTALEZA).
     
      Vicios opuestos. A la h. se opone por exceso la desordenada abdicación del propio honor y fama. Por defecto se opone la soberbia (v.) que es el desordenado apetito de la propia excelencia. Formas superficiales de soberbia, que se oponen a la h., son la vanidad (v.) y la ambición (v.), ya que ambas rebasan los justos límites en el deseo de preeminencias y honores. A la mansedumbre se opone la ira (v.). Y a la modestia, en cuanto es parte de la h., se opone por exceso la ostentación o afectada manifestación sensible de la propia personalidad (gestos, posturas, indumentaria, etc.), y por defecto la falta de decoro en el modo de comportarse externamente (todas las formas de mala educación, según la edad y las circunstancias personales).
     
      Con la h. se puede relacionar la estudiosidad (studiositas), virtud que regula el deseo natural de conocer, procurando un recto conocimiento de las cosas. A la estudiosidad se opone por exceso la curiosidad o desordenado apetito de conocer. Este conocimiento puede ser desordenado en primer lugar por parte del fin, lo cual ocurre cuando se desea saber para un mal fin, p. ej., para dañar a otros. En segundo lugar, puede ser desordenado por parte de los medios, y esto puede darse de cuatro maneras: a) si por el afán de saber cosas poco útiles se descuida las que necesariamente han de saberse; b) si se intenta adquirir algún conocimiento por medio del diablo, como ocurre en la adivinación (v.), en la vana observancia, en el espiritismo (v.), etc.; c) si alguien no ordena el conocimiento que tiene de las criaturas al conocimiento de Dios; d) si alguien se empeña en conocer verdades que exceden su capacidad (lo cual ocurre siempre que se propone conocer con sus propios medios lo que sólo se puede conocer por información de Aquel que no puede engañarse ni engañarnos).
     
      Por defecto, se opone a la estudiosidad la negligencia o voluntaria omisión del saber qué es necesario a cada persona según su estado y condición. Y también la indolencia y desgana en la adquisición de este saber y en general de todo aquel que una persona determinada podría adquirir.
     
      V. t.: AMBICIÓN; SOBERBIA; TEMPLANZA; VANIDAD; VERDAD.
     

BIBL.: S. BERNARDO, De gradibus humilitatis et superbiae, PL 182,941-972; TOMÁS DE KEMPIS, Imitación de Cristo, lib. 1», cc. 2-7 y 9-22; S. FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, Barcelona 1951, P. III, cap. 4-7; A. TANQUEREY, Compendio de Teología Ascética y Mística, París 1960, nn. 1127-1165; M. PRÜMMER, Manuale Theologiae Moralis, 11, 14 ed. Barcelona 1961, nn. 711-715; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 1944, 670 ss.; P. DOLHAGARAY, Humilité, DTC V11,321-329; F. MAUCOURANT, Prueba religiosa sobre la humildad, Bilbao-Madrid 1948; L. BEAUDENON, Formación en la humildad, Barcelona 1958; G. CHEVROT, Las bienaventuranzas, Madrid 1959; 1. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, 23 ed. Madrid 1965, nn. 859-613; D. vox HILDEBRAND, Nuestra transformación en Cristo, 2 ed. Madrid 1962; A. Royo MARÍN, Teología de la perfección cristiana, 4 ed. Madrid 1962; J. MAUSBACH y G. ERMECKE, Teología moral católica, II, Pamplona 1971, 437-448; G. PECI (LEóN XIII), La práctica de la humildad, Madrid 1960; V. CATHREIN, L'umiltá cristiana, Brescia 1944; F. CANICE, Humility. The fundations of the spiritual life, Westminster (Maryland) 1951; C. MARMION, L'Humilité, «Vie spirituelle» 6 (1922) 177-203, 257291; A. D. SERTILLANGEs, Le fondement spirituel: humilité, «Vie spirituelle» 48 (1936) 157-159; P. ADNEs, L'Humilité vertu spécifiquement chrétienne d'aprés- Saint Augustin, «Rev. d'ascétique et de mystique» 28 (1952) 208-223.

 

1. J. GUTIÉRREZ COMAS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991