Bajo esta denominación -que parece haber empleado, el primero, Voltaire
(v.) en 1756- se designa un modo de considerar la H. que no se dirige a
establecer y conectar concretamente los acontecimientos como hace la
Historiografía (v.) o ciencia de la H., sino, primariamente a «entender».
Ahora bien, la Filosofía de la H. puede dirigirse a la Historio-grafía y a
su contenido -la sucesión de los mismos hechos en cuanto independientes
del historiador- o solamente a lo «formal» -al modo cómo se investigan,
conocen y narran los hechos-. En caso de hacer esta restricción, suele
matizarse la expresión «Filosofía de la H.» con algún adjetivo («filosofía
analítica», «crítica»). Ciertamente, si se apura la exigencia explicativa,
no cabe dar razón del conocimiento historiográfico sin una correlativa
teoría, por incipiente o larvada que sea, acerca de aquello que es su
objeto, pero a la inversa tampoco queda agotado el temario de la Filosofía
de la H. con sólo estudiar el «sentido y fin de la Historia». Porque a
veces se la reduce a sólo esto, no sin alguna razón es juzgada
despectivamente por los historiadores como si representase una intromisión
ilícita de no profesionales que pretenden rellenar con audaces
generalidades los huecos que provisionalmente deja vacíos la modestia
científica del historiador.
Entendemos aquí por Filosofía (v.) primariamente el filosofar; y
consideramos dentro de su ámbito cuantas reflexiones exceden de la
positividad intersubjetiva de los historiadores, con tal que se encuentren
mínimamente sistematizadas y no se queden en ocurrencias esporádicas. Un
esquema suficientemente integral debe incluir los problemas
epistemológico, ontológico, axiológico y metafísico. Conforme a este
esquema se dispondrán los materiales en este artículo; su despliegue
servirá también de criterio en la controversia acerca de la Filosofía de
la H., que oscila entre considerarla «una especie de centauro, una
contradictio in adjecto» (J. Burckhardt, Reflexiones sobre la historia
universal, México 1961, 44) o asignarle a ella, y no a la Historiografía,
el título de ciencia (J. Maritain, Potir un philosophie de l'histoire,
París 1959, 16-17). Como oportunamente se señalará, la Filosofía de la H.,
en último extremo y sobre todo en sentido axiológico y metafísico, aboca
en la Teología de la H.; en realidad la primera nació pretendiendo ser
como un sustitutivo de la segunda (v. vi).
1. Epistemología de la Historia. (v. GNOSEOLOGíA; LóGICA). El tema
se refiere a la acepción «subjetiva» y etimológica de la voz «Historia»,
que en este caso algunos autores distinguen escribiéndola con mayúscula, e
intenta responder a las cuestiones de la seguridad y formalidad categorial
de nuestro saber acerca de los hechos y su conexión (v. I). Nacido este
tema extramuros de la filosofía institucionalizada, adquiere en ella
estatuto de cuestión disputada en la segunda mitad del s. xix. Las
reflexiones esporádicas anteriores de algunos historiadores aficionados a
teorizar sobre lo que practicaban, como Abenjaldún (s. xiv), Luis Cabrera
de Córdoba o Mabillón (s. xvii), resultaban entonces notoriamente
insuficientes tanto para dar razón de las obras maestras de H. ya
conseguidas (V. NIEBUHR; RANKE) como por comparación con el prestigio
epistemológico de que disfrutaba el método experimental de las ciencias
(v.) de la naturaleza (V. BACON; STUART MILL; BERNARD). El camino para
asegurarle al estudio de la H. el rigor y el prestigio de ciencia va a
seguir desde entonces hasta hoy tres líneas más o menos aberrantes.
a) Ciertos historiadores inspirados en el «positivismo» (v.) como
Taine (v.) y E. T. Buckle, en busca de la mayor similitud posible con el
esquema epistemológíco de las «ciencias por antonomasia», proponen
subsumir la Historiografía en la Sociología (v.) y conseguir así para ella
la certeza de lo sometible a estadística. Inician con ello una polémica
epistemológica aún viva en el círculo sajón (Mendelbaum, Hempel, Dray) y a
la que cabe anudar la reciente «historia cuantitativa», que centra su
temario en lo económico y utiliza, consiguientemente, las categorías
epistemológicas de la ciencia correspondiente. Trajo esta corriente una
consecuencia beneficiosa: que los historiadores dejaran de vivir ofuscados
por los aspectos político-culturales donde el protagonismo individual es
más evidente y se abrieran también a los factores sociales.
Sin embargo, la vox populi de los historiadores seguirá siempre
rechazando esa opinión porque ignora la peculiaridad de un tipo de saber
consolidado desde los griegos, omite aspectos del acontecer que no cabe
desatender, no tiene en cuenta la libertad humana, crea una falsa Ética o
la niega y, en definitiva, reduce la Historiografía a una aplicación o un
capítulo de otras ciencias: La Sociología o la Economía «históricas».
b) La segunda línea ha sido seguida principalmente por o en conexión
con autores alemanes. En paralelo con el tópico literario de «la rueda de
la fortuna», todavía tan actuante, p. ej., en Maquiavelo (v.), de antiguo
venía la sugerencia de que la Historiografía tuviese por tema lo
particular y azaroso. Probablemente eso sobreentendía Aristóteles (v.)
cuando minusvaloraba al historiador frente al poeta, que se ocupa de lo
necesario y universal (Poética IX,1451a38-bll). Todavía A. Cournot (Essai
sur les fondements de la connaissance, 1851; v.) establecía, sobre el
orden y el azar respectivamente, la «Ciencia» y la «Historiografía»,
aunque tampoco admitiese historia allí donde -como en los saques de un
juego de azar- no exista «algún lazo» entre los sucesos.
Ante tan insuficiente justificación de un estudio que, entre tanto,
ganaba cada vez más rigor y prestigio, W. Dilthey (v.) acomete la tarea de
darle un estatuto epistemológico más satisfactorio a la vez que más en
general, a las que él llamó «ciencias del espíritu» (Geiteswissenschaften)
frente a las «ciencias de la naturaleza» (Naturwissenschafen). De ahí que
su obra de mayor envergadura teorética lleve por título Introducción a las
ciencias del espíritu y sólo como subtítulo «Crítica de la razón
histórica» (1883). Mientras la ciencia natural, dice, pretende explicar (Erklüren,
Begreifen) «nexos causales», las del espíritu -entre ellas la
Historiografía- buscan «comprender» (Verstehen) «nexos afectivos» en que
halla expresión la vivencia (El mundo histórico, México 1944, 106 ss. 160
ss.; V. CIENCIA VII, 2-3). Ello le lleva a apoyar las últimas, de un lado,
en la historia, porque esos nexos efectivos ocurren en un mundo
histórico-social, pero, de otro, en una psicología (v.) «descriptiva y
analítica» que potencie la espontánea «experiencia de la vida» o
autognosis.
Va a ser W. Windelband (Historia y ciencia de la naturaleza, 1894,
recogido en Preludios filosóficos) quien se atreva a sacudir el viejo
atavismo griego y a reconocer a la Historiografía categoría de ciencia
como «ciencia de acontecimientos» con método «idiográfico», junto a las
«ciencias de leyes» con método «nomotético» (Preludios, Buenos Aires 1949,
315). A esta incitación responden, en el cruce de siglos, H. Rickert y A.
D. Xenopol. Este explica que cada uno de los dos tipos de ciencia se ocupa
respectivamente de los «hechos de sucesión» y «hechos de repetición»
(Teoría de la historia, Madrid 1911, 5). Pero, ya desde Rickert, se objeta
que ni de los hechos que son objeto de la Física (v.) y de la Biología
(.v.) cabe negar que se suceden (evolución; v.), ni de los hechos humanos
que no se repitan (en cuyo caso no existirían como ciencias nomotéticas la
Psicología y la Sociología). Lo que sí ocurre es que al historiador le
interesan los hechos en cuanto se suceden y no en cuanto se repiten.
Por su parte y dentro de los presupuestos del kantismo, Rickert -uno
de los propugnadores de la «vuelta a Kant»- lleva a cabo la delimitación
de lo histórico con procedimiento análogo al que Kant (v.) había seguido
para delimitar lo «natural». Si consideramos «natural» aquello a lo que le
es aplicable la estructura mental de naturaleza y por tal se entiende «la
existencia de las cosas en cuanto determinada según leyes universales», lo
histórico será «el concepto del suceder singular en su peculiaridad e
individualidad» (Ciencia cultural y ciencia natural, Buenos Aires 1952,
45). En uno y otro caso se trata de dos conceptos formales (ib. 98), al
modo como poco después los desarrollará O. Spengler (v.; La decadencia de
Occidente, 1, Madrid 1950, 151).
Pero con esto la Historiografía queda tan próxima a la parte
histórica de las ciencias de la naturaleza que se impone explicitar la
diferencia. ¿Por qué de lo singular humano -y sólo de ello- se hace objeto
de estudio particular? La respuesta fuerza a Rickert a acudir al punto de
vista del contenido: por su conexión con valores, si bien al historiador
le compete únicamente referir a valores («avalorar»), mientras las
ciencias axiológicas normativas establecen juicios de valor («valoran»).
Inclusive cuando el historiador toma como criterio de selección la
eficacia de determinado personaje o hecho lo hace en cuanto tal eficacia
redunde en valores intrínsecos (ib. 154155). Sin que la observación
siguiente implique negar que el autor alemán lo advirtiese, de tal modo
insiste en la singularidad que deja en sombra otro aspecto que parece
esencial a la Historiografía; aun siendo algunos entes naturales únicos o
tan raros, como lo son por su valor de joya ciertos diamantes como el
Kohinoor, no merecería el título de H. una descripción de sus
características y avatares, en tanto que o son o se aproximan a H. las
partes que en la Geología y la Biología estudian el devenir irreversible
de formas y estructuras generales. Y es que lo peculiar del historiador no
es tanto estudiar la individualidad, cuanto lo singular en marcha, o sea,
la marcha de lo real: la génesis de cada logro y el logro de cada germen.
Ahora bien, si de facto únicamente de lo social-humano interesa su
individualidad es porque, fuera de lo humano y de los objetos «artefactos»
o de los objetos naturales «aprovechados», como el mencionado diamante, el
individuo es fungible y no interesa sino en cuanto ejemplar de una clase.
Por el contrario, el individuo humano (v. PERSONA) resulta insustituible
no sólo en sentido psicológico y moral (de ahí la repugnancia instintiva
por los «dobles» y las imitaciones y suplantaciones), sino también
históricamente por el «puesto» o momento único en el devenir irreversible,
es decir, por su «temporaneidad», desde la cual podemos hablar de que algo
sea contemporáneo, «pretemporáneo» (precoz), etc.
Esto fue lo que apuntó con justicia ya entonces G. Simmel (v.;
Problemas de Filosofía de la Historia, Buenos Aires 1950, 199). Ahora
bien, lo precedente tenía que desembocar, por una parte, en insertar el
acontecimiento en series o estructuras que los encadenen (aspecto
desarrollado por 1. A. Maravall y que conecta con el más reciente
estructuralismo, v.); por otra parte, en subrayar el papel de la mente.
Esto es lo que hacen B. Croce (v.) -distinguiendo entre h. y mera crónica-
y R. G. Collingwood, quien define «la historia del pensamiento y, por
tanto toda historia» como «la reactualización de pensamientos pretéritos
en la propia mente del historiador» (Idea de la Historia, México 1952,
249).
Tales opiniones por fuerza habían de repercutir sobre la cuestión
del carácter científico del saber histórico. Salvo que se renuncie al
título de «científico» por no dejar fuera a los grandes historiadores
anteriores al uso de los «depurados» métodos actuales como hace 1.
Huizinga (El concepto de historia, México 1950, 95), nadie duda de que el
saber histórico, por razón de seguridad de los resultados, lo lleve con
todo derecho, sobre todo teniendo en cuenta que, por su parte, la Física
recortó mucho sus pretensiones después de su crisis de principios a
comienzos del s. xx.
Sin embargo, todo un grupo de autores que podemos considerar
representativos de lo que se pensaba al mediar el siglo (Huizinga,
Collingwood, Aron, Carr, Marrou) han insistido en la imposibilidad de
conocer, según Ranke exigía, «cómo ocurrió propiamente» (wie es eigentlich
gewesen) y no titubean en afirmar que la H. «objetiva» no pasa de ser la
imagen que de lo ocurrido se hace la Historiografía de cada época a tenor
de los condicionamientos peculiares. No sólo la Historiografía depende y
resulta inseparable -como es obvio- del historiador; de éste depende y
resulta inseparable también la H. «objetiva» misma (H. 1. Marrou, De la
connaissance historique, París 1954, 55). A eso indiferenciado que el
historiador intenta delimitar y dar forma no debe aplicársele, según
ellos, todavía el nombre de h., sino algún otro más neutro y menos
comprometido: devenir, acontecer, génesis, evolución (Cassani-Amuchástegui,
Del epos a la historia científica, Buenos Aires 1961, 28). Sean o no
conscientes de ello, estos autores reiteran a su modo la posición del
idealismo (v.) trascendental kantiano que pone el noúmeno para siempre
parapetado tras del «fenómeno» y, con poco que se prolongue ese énfasis
subjetivista, ya no cabría superioridad del historiador sobre el novelista
histórico ni del saber críticamente establecido sobre la ficción
verosímil.
c) La tercera ruta para dar a la Historiografía el crédito de saber
autónomo y seguro es la que propone entenderla como morfología histórica.
Tal fue lo que propugnaron, entre otros, N. 1. Danilevsky y O. Spengler,
no estando muy lejos de ello Kroeber y Sorokin (v.). Entonces lo que
precede a la dinámica y subsigue a la petrificación de cada cultura
tampoco es histórico y, si hay h. inteligible, se debe a ser ella
despliegue de una forma eidética, sea de tipo doctrinal, estético,
religioso, etc. En ello incidió más recientemente Eugenio D'Ors (v.)
cuando proponía «la emancipación de la historia respecto del tiempo»
(Ciencia de la Cultura, Madrid 1964, 26) y veía el aseguramiento de su
cientificidad no ciertamente en la recurrencia homóloga de lo en sí mismo
singular e irreversible, sino en la constancia de lo que se va
manifestando en sucesivas «epifanías» y en la universalidad de semejanzas
estilísticas.
Las tres rutas brevemente descritas aquí constituyen tres modelos en
lucha difícil de dirimir, por cuanto remiten a otros tantos modos de
entender metafísicamente la historia. La reducción del estatuto
epistemológico de la Historiografía al de la «ciencia» por antonomasia,
lleva en definitiva a un necesitarismo matemático o materialista y
violenta u omite aspectos inevitables si se quiere dar plena razón del
acontecer. La reducción a morfología implica un entendimiento idealista de
la h. a la que también cabe achacar apriorismo (v.). Por su lado, la ruta
mencionada en segundo lugar, al insistir tanto en el «dato bruto», en el
misterio de la libertad, en la «inefabilidad» del individuo, en la
subjetividad del historiador, parece dimitir de la exigencia científica y
abocar a una irracionalidad última. Digamos, sin embargo, que tiene a su
favor un mayor atenimiento a los datos a la vez que permite aprovechar
parcialmente las otras dos.
2. Ontología de la Historia. Por histórico, como por historicidad,
puede designarse o lo ocurrido y consecuentemente posible tema del
historiador (plano semántico de la «existencia») o lo que por esencia
exige que, en caso de existir, exista en «historia». En definitiva, ambas
acepciones remiten a la Historia. Una indagación que no se satisfaga con
lo primerizo y obvio exige cuestionar lo que es «historia» y que sea ello,
y antes de nada requiere plantear el tema como fenomenología (v.) lato
sensu. Desarrollaremos aquí someramente el esquema expuesto con más
amplitud en la reedición de un trabajo nuestro anterior (El acontecer
histórico, Madrid 1965); articulamos los diversos aspectos de la h.,
arrancando en cada caso de usos semánticos explícitos o perifrásticos y
poniéndolos en relación con los tipos de Historiografía.
Por lo pronto y prescindiendo ahora de la posible ampliación por
analogía a la Naturaleza, la h. se reserva a lo humano y, dentro de ello,
al suceder singular irreversible (no a procesos psicológicos que se
repiten, como «el» acto voluntario o «la» articulación ofensa-venganza) en
cuanto campo abierto a siempre más amplias conexiones por más que el
estudio haya de recortarlas por comodidad a un determinado marco (la h. de
tal individuo, grupo, nación, etc.). Delimitando así lo que es «historia»,
investigaremos lo que la H. es:
a) Ante todo, es pretérito (o si futuro, lo hemos de suponer ya
pasado) a juzgar por la más usual definición de la Historiografía como
«estudio del pasado», acepción que avalan expresiones tales como «pasar a
la historia», «ser ya historia», «tener mero valor histórico». Cierto que
esa preteridad no es una categoría de esencia, sino de posición (C.
Seignobos), pero posee su objetividad ya que es irreversible, innegable,
irreparable y exige hacerle justicia (las consabidas «reivindicaciones» y
«reparaciones»). En referencia a la presente posibilidad de actuar, el
pretérito se vuelve «tardío», así como lo futuro «temprano», y lo
presente, el kairós o «tiempo oportuno». Precisamente por esas propiedades
mencionadas, ejerce el pretérito esa enigmática atracción fascinante que
el hombre actual de cada época intenta vencer hacia delante dejando
monumentos y crónicas, y, hacia atrás, evocando (H. por antonomasia,
«narrativa» o «monumental» a lo Heródoto). Sin embargo, cualquiera
advierte espontáneamente que ni todo lo pasado es histórico ni cuanto más
pasado es más histórico.
b) Si hay ahora con respecto a nuestro presente un pasado, es porque
antes -como ahora mismo- «pasó» algo. Luego la h. es también y a fortiori
un pasar, esto es, un advenir de lo que era hasta entonces futuro y un
dejar de ser de lo que era presente. A este aspecto alude la imagen que
parece serle imprescindible a la h. (la del «curso» del río), así como las
denominaciones tomadas del tiempo («crónica», «anales», «décadas»,
«diarios»). Así la h. es en cada momento la vanguardia del presente, si
bien en cuanto «ya» congelado y abandonado. Ahora bien, el pasado exige
serlo «de» alguien o algo, aunque fuere ese sujeto referencial indefinido
que mencionamos como «el conjunto de lo ocurrido». En todo caso sólo con
una comparación logramos ya explicar este aspecto de la h.: con el símil
del poema -o al menos, de la proposición oral-, cada uno de cuyos
elementos no adviene sin la desaparición del anterior y, sin embargo, éste
no adquiere sentido sino desde la totalidad de lo que va a seguir. También
la h. (la universal y la de cada sector) propiamente sólo «es» cuando
todos sus elementos (sucesos) han dejado de ser. Obviamente, este pasar
cabe considerarlo cual destructor o cual constructor (de imperios,
religiones, obras de arte y técnica). Tendremos, entonces, respectivamente
una Historiografía elegíaca a lo Gibbon o animosa a lo Mommsen. Pero en el
pasar ¿se mantiene algo?, ¿varía todo totalmente?
c) A pesar de azares y cesuras, la h. es también continuación. Es
desde tal supuesto desde donde tiene sentido el matiz elogioso de
expresiones tales como «personaje histórico», decisiones y palabras
«verdaderamente históricas», «hacer historia», y en función de tal
supuesto selecciona el historiador lo digno de relato. Precisamente por
ello ha podido definirse lo histórico como «el pasado que sobrevive» (N.
Hartmann; A. Millán Puelles). Si se acentúa más allá de cierto límite la
continuidad, se caerá en la consideración de la h. cual sucesión de
recurrencias en virtud de ciertas leyes generales inscritas en la
naturaleza humana. En ello se apoya la Historiografía pragmática a lo
Tucídides (v.) y el concepto mismo de «ley histórica». Probablemente es
inevitable y conveniente extraer de la h. «lecciones» y «moralejas». Sin
embargo, parece que si hay recurrencias, será ya siempre en otra situación
o nivel de época y con otra constelación de circunstancias, lo cual hace
muy problemático el hablar de «leyes históricas» propiamente dichas (no de
leyes económicas y sociológicas que se cumplan en la h.). Cuando no se
llega tan allá, se considera a la h. como prosecución. Ello puede ocurrir
o porque persista el pretérito o porque el futuro unifique. El pretérito
puede persistir por cierta inercia («usos y costumbres», instituciones),
porque venga «objetivado» en monumentos, utensilios, lenguaje, porque el
agente humano cuente con él como experiencia ejemplar (hasta el punto de
haber podido Ortega y Gasset en Historia como sistema definirla como «el
sistema de las experiencias humanas que forman una cadena inexorable y
única») o, cuando menos, por la re-presencia que le otorga el simple
reconocimiento erudito por el historiador y sus lectores. Por su parte, el
futuro actúa como unificador de los agentes históricos en cuanto «mito
atractivo», ya sea de restauración de un «pasado mejor» («Edad de Oro»,
«fervor primitivo» de cualquier ideología), ya de creación de un «mejor
futuro» (Imperio o Estado Universal, Era Feliz). Cuando no se toma
decisión sobre si la h. es recurrencia o prosecución, pero en todo caso se
atiende siempre a la génesis de los hechos, tenemos simplemente la
Historiografía genetista según el lema de Ranke.
d) A pesar de ser continuación, la h. es también variación. Esto
explica expresiones tan corrientes desde el s. xvtii como «época», «nivel
histórico», «altura de los tiempos». A diferencia de lo intemporal o de lo
que se considera repetible, la h. aparece como secuencia irreversible
creadora de novedad cualitativa y a diverso tempo. A este énfasis sobre la
h. como escalera, cada uno de cuyos escalones presupone los pasados y
condiciona los venideros, es a lo que, de ordinario, se alude cuando se
habla de «conciencia histórica» y de historismo o historicismo (v.).
Pero atrás quedó dicho que por historicidad también se designa
aquello que por esencia, en caso de existir, ha de existir transcurriendo
en historia. Socialidad, personalidad y culturalidad parecen ser las
coordenadas que delimitan lo histórico. Ciertamente el historiador sólo
tiene expresamente por tales a ciertos hechos y a -ciertas entidades o de
grupo o de forma. Pero, si se exige mayor radicalidad al razonamiento,
ello implica atribuir la historicidad al hombre en cuanto individuo
instalado socialmente. Es lo que han desarrollado, con matices varios,
autores como Heidegger (v.), Jaspers (v.), Ortega y Gasset (v.), siempre
sobre el precedente y la pauta de Dilthey (v.). Deteniéndonos aquí a
cierto nivel de fundamentación, cabe afirmar que es al modo como el agente
humano normal actúa por proyectos de acción, a diferencia del loco y el
niño, estableciendo así continuidad en su vida, a lo que se debe
fundamentalmente la historicidad, supuestas dos condiciones que nos vienen
dadas: la condición negativa de una convivencia social parcialmente
simultánea y parcialmente sucesiva y la condición positiva consiguiente de
haber tradición y herencia cultural. Sobre estos raíles despliega la h. su
ser poliédrico antes analizado.
3. La historia y los valores. Desde siempre se conocían no sólo
dramáticas divergencias en la apreciación axiológica del mismo hecho, sino
también diversos códigos y jerarquías de valores según las comunidades.
Pero como la comunidad que lo observaba se consideraba en eso superior y
representante de la vanguardia de la humanidad, desde el punto de vista de
la repercusión psíquica era como si hubiese un solo código. Así ocurría
todavía en la Ilustración (v.), cuando ya se había ampliado notoriamente
el ámbito del pasado conocido. Cuaja entonces la convicción de que la h.
constituye un proceso escalonado según unidades cronológicas (épocas,
siglos, generaciones), dentro de las cuales interdependen más o menos las
manifestaciones culturales sincrónicas. En consecuencia, no sólo se presta
desde entonces mayor atención y esfuerzo a la h., varía también el modo y
finalidad de estudiarla. Si antes era incluida en la educación en cuanto
arsenal de ejemplos y anécdotas al servicio de «lecciones» de
religiosidad, moral, prudencia y otras virtudes, en adelante va a ser
tenida en cuenta, ante todo, como dadora de sentido y de límites a
cualquier actividad en función de su nivel de época. Ahora bien, durante
la Ilustración aún se creía optimistamente que la unidad del proceso
histórico radicaba en un progreso hacia el logro de los valores entonces
vigentes que serían, en lo sustancial, definitivos. De ahí el matiz
encomiástico que recibe el calificativo «natural» y la búsqueda en todo de
«lo natural»: Derecho natural, Religión natural, el Arte «natural» -de
hecho, el neoclásico- con la consiguiente proliferación de «preceptivas».
Formulando las implicaciones que ello conlleva, se da como sentido y plan
de la h. el progreso hacia una cada vez mayor «ilustración», razón,
libertad, tecnología; en esto estaban de acuerdo todos los ilustrados, con
la excepción, normal desde el punto de vista dialéctico, de Rousseau (v.).
Es el movimiento más tarde denominado «historismo» o «historicismo»
(v.) el que -con el romanticismo (v.), la Escuela Histórica y otras
corrientes afluyentes- va a agudizar la eterna cuestión de si hay unos
valores absolutos, esto es, absolutamente válido sub specie aeternitatis.
Por lo pronto, y aunque vi nominis únicamente implique mayor atención a la
historia, el historicismo consistió «en ablandar y . hacer fluido el
rígido pensar iusnaturalista con su creencia en la inmutabilidad de los
supremos ideales humanos y en la identidad permanente de la naturaleza
humana a través del tiempo» (F. Meinecke, El historicismo y su génesis,
México 1943, 21). Su punto de llegada, sin embargo, sería según reconoce
este mismo autor (ib. 489), el relativismo (v.). Fuera de lo puramente
tecnológico donde nadie niega el progreso, muchos desde entonces se
compensarán de carecer de valores absolutos destruyendo o ridiculizando
los de los demás. Sin embargo, como el caminar sobre arenas movedizas
acaba siendo insatisfactorio, no pocos autores intentarán evitar en
adelante el relativismo sin renunciar a la conciencia histórica. Hegel
(v.), continuado por Marx (v.), absolutiza la variación, convirtiéndola en
pauta sistemático-dialéctica que permite prever y dirigir el porvenir. Es
lo que K. Popper denomina «historicismo», a diferencia de historismo, y a
lo que ataca ya en el título de su libro Miseria del historicismo (trad.
Madrid 1961).
Otros buscan lo absoluto en la permanente dependencia de factores
naturales como la raza y el medio, aunque asumidos a nivel de cada época (Taine).
Otros propugnan un perspectivismo, bien que las perspectivas sean
constantes (como las tres metafísicas o «concepciones del mundo» de
Dilthey), bien que traigan un enriquecimiento en la captación de valores (Max
Scheler; v.) y en el valor mismo de la liberación respecto de cualquier
vigencia absoluta (Ortega y Gasset). Muy pocos aceptarán claramente el
relativismo como Spengler («La verdad es el pensador mismo», pról. a la 2
ed. de La decadencia de Occidente), aunque éste cometa a continuación el
contrasentido de anunciarlo -como lo único válido- a los demás y confiar
en que lo acepten «los espíritus directores del futuro». Probablemente el
perspectivismo permite, sin por ello recaer en un absolutismo ahistórico,
evitar el relativismo escéptico, porque éste vive de un inconfeso
absolutismo ontológico al admitir como desideratum «lo absolutamente»
(verdadero, bueno, justo, bello) que luego declara inasequible, mientras
que la utilización de la perspectiva en Axiología (v.) completada por una
Ontología correlacionista permite superar el concepto de lo absoluto
quieto y sin vida, a la vez que justificar la validez posicionalmente
absoluta del conocer, el estimar y el obrar humanos dentro de los límites
de época en el interior de una h. que se abre a lo absoluto.
4. Metafísica de la Historia. Si en la historia se integran factores
económicos, políticos, religiosos, ecológicos, psíquicos, etc., ¿cuáles
son entre ellos los primarios y decisivos? Por otra parte, la h., que
permite ser apresada en fórmulas sin componente emotivo, conlleva de hecho
una sobrecogedora mezcla de alegrías y penas, justicia e infortunio,
caídas y heroísmos, lógica y azar. Algunas mentes parecen capaces de
satisfacerse con la contemplación y comprobación de tal juego (Carlyle,
Nietzsche, Huizinga), pero la mayoría demandan para la h. un telos o fin
que le otorgue sentido y cuya realización paulatina y zigzagueante
constituya su plan que, a poder ser, permita establecer inclusive una
periodización. A tales preguntas ya sólo está en disposición de contestar
una visión metafísica -si se prefiere, una concepción del mundopor estar
dotada de cupularidad y definitividad. Por ventajas de exposición, el
desarrollo de tales visiones unitarias no será presentada aquí según orden
de aparición histórica, sino como clasificación de modelos. En rigor no es
posible una Filosofía de la H., en sentido metafísico, con explicación y
valoración de su finalidad y dirección sin que sea a la vez, o apunte a,
una Teología de la H. (v. vi).
Algunas de tales visiones son reductibles, con mayor o menor
facilidad, al modelo cíclico. Pronto los griegos asumieron para dar razón
de la sucesión de acontecimientos humanos el símil astronómico de las
estaciones del año con los reflorecimientos vegetales y las generaciones
animales. Se llegó así a forjar la idea de una gran unidad cronológica (el
«Gran Año») tras de cuyo cumplimiento todo volvería en «eterno retorno»
según «periodos» -literalmente, «giros»-. Esta doctrina que los griegos
(v. ANAXIMANDRO; PITAGÓRICOS; ORFISMO; HERÁCLITO; ESTOIcos) vivían con
melancolía es retomada con tono ditirámbico por Nietzsche (v.) y
desarrollada con gran lujo de datos por O. Spengler quien ve la h. como la
sucesión de. varios mundos formales -las «culturas»- que se despliegan al
modo de organismos. Es también este modelo, siempre apoyado en la imagen
biológica de la génesis y el desarrollo hasta la caída, el que ha dado la
clave a A. 1. Toynbee (v.) para reducir la historia a la génesis y
desintegración, en respuesta a un reto del medio, de 21 «sociedades» o
«campos inteligibles de estudio», si bien las religiones universales
parecen sustraerse, a su juicio, a la disolución y llevar adelante el
progreso hacia la realización, mediante el sufrimiento, de la sociedad
divina.
Otras interpretaciones de la h. se dejan reducir a variantes o
fragmentos de un modelo abstracto que podemos denominar visión
sistemático-predictiva; arranca ésta del presupuesto de que, si la
sucesión desenvuelve un plan cada una de cuyas etapas se infiere de las
precedentes, quien haya acertado con una explicación satisfactoria del
pretérito está en capacidad de prever el porvenir (Comte; v.). Atendiendo
simplemente a la dirección descendente o ascendente del proceso, la
valoración puede ser decadentista o progresista. Ello no afecta a que se
mantenga en ambas la metáfora de la Edad, asumida y explicada de un modo u
otro por referencia a las edades de la vida individual. Una interpretación
decadentista fue muy común, al menos como tópico literario, a griegos y
romanos, si bien parece haber sido más una protesta contra las calamidades
de la época de cada uno que una convicción sistemática. A veces se montaba
sobre la metáfora de la calidad descendente de los metales («Edad de oro,
de plata, de hierro»); otras, sobre la disminución de capacidades, como en
el caso del esquema tripartito de Platón (Critias, 109b ss.) en edad de
los dioses, de los héroes y de los hombres, que Vico (v.) en el s. xviii
retomará con valoración ascensional. Resumiendo la visión bíblica (v. I y
vi), el profeta Daniel (2,31-45 y 8,17-27) habla de una estatua con cabeza
de oro, pecho de plata, vientre de bronce, piernas de hierro y pies de
barro, significando cuatro reinos perecederos a los que seguirá un «reino
de Dios» indefectible. Algunos autores cristianos contribuirán a acentuar
esta reversión del énfasis axiológico hasta imponerse en adelante la
estimación de la h. como progreso con carácter religioso (lucha de dos
amores y providencialismo de S. Agustín; v.); con carácter secularizado
esa visión es transformada por los ilustrados (V. 1LUSTRACIóN). Cuando en
lo sucesivo se hable de «edades» se ordenarán por el predominio de una
facultad considerada, cada vez, superior (Vico) o por el progresivo
despertarse del espíritu y de la libertad (Hegel) o por hipotéticos
estadios de supuesta, cada vez, mayor exactitud y rigor (Comte). Hegel
propone, para dar razón del cambio, la ley de la dialéctica (v.), que
según él despliega las fases de la Idea y según Marx los conflictos por
desajuste entre lo económico y las superestructuras que van montadas sobre
ello (pref. a la Crítica de la Economía Política, Madrid 1970, 37-38),
resultando así la h. humana «asimilable a la marcha de la naturaleza y a
su historia» (pról. a El Capital), lo cual obliga a precisar «el papel del
individuo» (Plejanov; v.).
Otras explicaciones, manifiestas o tácitas, del acontecer histórico
pueden ser reducidas a una visión proyectista-posib¡lista, que lo
interpreta como secuencia de situaciones sociales que posibilitan, impiden
o favorecen nuestros proyectos de acción, articulándose los cambios por
«generaciones» (Ortega y Gasset, 1. Marías) en lucha por imponerse o
mantenerse.
Aunque una explicación totalmente satisfactoria de la h. sólo la
pueda dar la Teología de la H. (v. vi), ya por el breve desarrollo
precedente se advierte que la Filosofía de la H. -es decir, el filosofar
sobre la historiaafronta cuestiones que la ciencia histórica no puede ni
responder ni evitar.
V. t.: TIEMPO; HISTORICISMO; HUMANISMO
BIBL.: Prescindiendo de los
clásicos y otros autores, ya citados en el texto de este artículo y en el
art. siguiente, indicamos algunos manuales sintéticos y otros tratados
recientes. M. ALMAGRO, El hombre ante la historia, Madrid 1957; R. ARON,
Introducción a la Filosofía de la Historia, Buenos Aires 1946; C. A.
SALINAS, El acontecer histórico, Madrid 1965; G. BAUER, Geschichtlichkeit,
Berlín 1963; J. DANIÉLOU, El misterio de la historia, 2 ed. San Sebastián
1960; P. A. DANTO, Analytical Philosophy of history, Cambridge 1965; C.
D.AWSON, Dinámica de la historia universal, Madrid 1961 ; W. H. DRAY,
Filosofía de la Historia, México 1965; J. L. GARCíA VENTURINI, Filosofía
de la Historia, Madrid 1972; É. GILSON, Las metamorfosis de la ciudad de
Dios, Madrid 1965; TH. HAECRER, El cristiano y la historia, Madrid 1954;
J. LARRAZ, Humanística, Madrid 1972; J. A. MARAVALL, Teoría del saber
histórico, Madrid 1958; T. MARITAIN, Filosofía de la historia, Buenos
Aires 1960; A. MILLÁN PUELLES, Ontología de la existencia histórica, 2 ed.
Madrid 1955; U. PADOVANI, Filosofia e Teología della storia, Brescia 1953;
J. PÉREZ BALLESTAR, Fenomenología de lo histórico, Madrid 1955; N.
PETRUZZELLIS, Storia e storiografia, Storica (conoscenza) y Storica (coscienza),
en Ene. Fil. 6,192-208; J. PIEPER, Esperanza e historia, Salamanca 1968;
A. WAISMANN, El historicismo contemporáneo, Buenos Aires 1960; X. DE
ZUBIRI, Naturaleza, Historia y Dios, 5 ed. Madrid 1963. Otros estudios y
artículos: VARIOS, L'homme et Phistoire, París 1952; VARIOS, 11 problema
della storia, Brescia 1953; VARIOS, La causalidad en la historia, Madrid
1959; E. Rolo PÉREZ, La ciencia de la cultura, Teoría historiológica de
Eugenio d'Ors, Barcelona 1963; F. DíAZ DEL CERIO, Un Cardenal, filósofo de
la historia, Fr. Zeferino González (1831-94), Roma 1969; E. FRUTOS,
Contribución a una Ontología de la realidad histórica, «Rev. de Filosofía»
II (1943) 61-78; V. VÁZQUEZ DE PRADA, La Historia, ciencia de actualidad,
«Nuestro Tiempo» 35, mayo 1957, 513-530; F.-J. VON RINTELEN, El sentido en
la Historia, «Atlántida» 33, VI (1968) 238-252.
CARLOS A. BALIÑAS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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