Padre de la Iglesia de Occidente, obispo de Poitiers. Firme y profundo
defensor de la fe proclamada en el Concilio de Nicea (v.), hace de puente
entre la patrística oriental y la occidental de mediados del s. iv.
Declarado Doctor de la Iglesia por Pío IX el 13 mayo 1851.
Vida. N. en Poitiers ca. el 320. No se sabe si sus padres eran
paganos o cristianos. La solución de esta duda dependerá de la
interpretación que se dé al relato que hace H. en primera persona al
comienzo de su De Trinitate, donde presenta y se atribuye un proceso de
conversión: hallándose inquieto en busca de un ideal de vida humana y
perplejo delante de la variedad de ocupaciones que se le ofrecían, buscaba
en la sabiduría una brújula para orientar su existencia. En su afán de
sabiduría y de conocimiento de Dios quedaba desconcertado ante la
disparidad de opiniones vigentes en la filosofía de su tiempo. Por tal
causa, su anhelo de paz hubiera quedado insatisfecho de no encontrar un
día la E. que le iluminó acerca de la vida y de Dios. De aceptar la
narración como rigurosamente biográfica, habremos de afirmar que su autor
nació en ambiente pagano y sólo en hora tardía encontró el cristianismo a
través de sus textos sagrados. Pero el relato puede entenderse como
recurso literario, aludiendo no a su propia persona, sino a un esquema
general, modélico, de conversión, que le sirve para captar desde el
comienzo la atención del presunto lector pagano en cuyas manos pudiera
caer su libro.
No es fácil establecer la cronología de la mayor parte de su vida.
Con anterioridad al 355 apenas se sabe con certeza otra cosa sino que
estuvo casado, que tenía sólo una hija y que fue designado para la sede
episcopal de Poitiers algo antes de su destierro. Por su resistencia a los
sínodos de Arlés (353) y de Milán (355), que habían ratificado la
deposición de S. Atanasio (v.), y por su oposición a Saturnino de Arlés,
simpatizante del arrianismo, cayó en desgracia del emperador Constancio,
quien le obligó a abandonar la Galia. Vivió su destierro en Oriente del
356 al 361, la mayor parte del tiempo en Frigia y también en
Constantinopla. Esta época es la más activa e interesante de su vida.
Viaja por toda el Asia Menor, participa en el sínodo de Seleucia (359) y
escribe el De Trinitate. Estos años le sirvieron para empaparse de la fe
nicena, que ya conocía aunque de manera algo remota, y también, sin duda,
para conocer el pensamiento de Orígenes (v.), que tanto influjo tuvo en
él. Los últimos años de su vida son todavía agitados. Asiste en París a un
sínodo el año 361, se mueve por Italia entre el 362 y el 364, para,
finalmente, presidir una asamblea de obispos en Milán (364) que tenía por
objeto alejar al obispo milanés Auxencio, arriano, contra quien el propio
H. escribió una obra. M. en su ciudad de Poitiers a fines del 367 o
comienzos del 368. Por su energía en la lucha contra los arrianos ha sido
llamado «el Atanasio de Occidente»; su fiesta litúrgica se celebra el 13
de enero.
Obras. Los doce libros De Trinitate constituyen su obra principal y
más original; algunas menciones antiguas la citan con el título De fide,
que resulta` asimismo apropiado, ya que su tema es la defensa de la fe de
Nicea frente a los arrianos (V. ARRIO Y ARRIANISMO). Los tres primeros
libros fueron escritos con cierta anterioridad a los restantes; en ellos
trata de la naturaleza de Dios, de la generación del Hijo y de la
existencia del Espíritu Santo. En los otros nueve no hay tanto doctrina
nueva, cuanto desarrollo y justificación de la doctrina trinitaria ya
expuesta: se extiende en el recurso al A. T. para mostrar que el Hijo
estaba ya presente en las manifestaciones de Dios a patriarcas y profetas,
comenta ampliamente las palabras en que Cristo -sobre todo según el
evangelio de S. Juan- proclama su igualdad y unidad con el Padre, desmonta
las objeciones arrianas que, apoyadas en la unicidad de Dios, querían
eliminar la divinidad del Hijo, y completa una rica cristología tanto del
Cristo mortal que vivió en Palestina, como del Cristo glorioso, resucitado
(V. TRINIDAD; JESUCRISTO).
El De synodis, donde recoge, con comentario personal, documentación
abundante sobre los principales sínodos de aquella accidentada época (v.
SEMIARRIANISMo) es de sumo interés para la historia de la controversia
posnicena.
Aparte de otras obras menores, hay que señalar todavía algunas de
carácter polémico frente a Constancio y Auxencio, con el título,
respectivamente, Contra Constantium imperatorem y Contra Auxentium, y,
sobre todo, algunas de índole exegética: Commentarium in evangelium
Matthaei, obra juvenil, de escasa originalidad todavía;Tractatus super
psalmos, obra más extensa, de madurez, en la que hallamos la faceta
pastoral y ascética de nuestro autor; Tractatus de mysterüs, breve
comentario a las primeras páginas del Génesis. Estas obras exegéticas
traslucen una evidente influencia de Orígenes, cuyos principios
hermenéuticos acepta sustancialmente, aunque sujetándolos a esa moderación
y circunspección que fue siempre característica suya. La común dependencia
de Orígenes explica sorprendentes semejanzas registrables entre H. y
Ambrosio de Milán (v.), sobre todo en la Expositio evangelü Lucae de este
último, semejanzas que permitirían conjeturar el tenor de ciertos pasajes
de la obra origeniana, hoy perdidos.
Pensamiento teológico. H. es el teólogo de Occidente más profundo y
de mayor capacidad sistemática de su siglo. Sabe hablar de las realidades
divinas respetando siempre su carácter trascendente; señala la necesidad
de que nuestra mente opere de continuo en sus representaciones sobre Dios
para no perjudicar a la dignidad de su objeto; pone al descubierto el
mecanismo dialéctico que permite pasar del lenguaje bíblico, imaginativo,
al lenguaje teológico, de cuño metafísico. Así, p. ej., contrapone Is
40,12, donde el profeta dice que Dios «tiene el cielo en la palma de la
mano y la tierra en su puño» (versión Vulgata), a Is 66,1, donde el propio
Dios pronuncia: «El cielo es mi trono y la tierra el escabel de mis pies»,
advirtiendo que estas dos imágenes, de suyo tenderían a excluirse
recíprocamente. En efecto, la primera de ellas hace a cielo y tierra
interiores a Dios, quien los encierra en su mano, mientras la segunda los
coloca exteriores a Él, como sede donde se asienta. Para compaginar una y
otra, nuestro autor dice que esa misma oposición nos obliga a pensar más
altamente de Dios, a concebirlo a la vez como «dentro y fuera» de sus
criaturas, «sobreeminente e interior» a todas ellas, «ciñéndolo todo e
infundido en todo», «de suerte que todo Él conteniendo cuanto existe
dentro y fuera de sí, siendo infinito, no está ausente de nada y todo se
encuentra al interior suyo» (De Trinitate, 1,6). La resolución de la
antinomia es así el resorte que facilita la conversión del lenguaje
bíblico en expresión teológica.
A partir de esta concepción de Dios, espiritual, trascendente,
incomprensible, resulta viable una limpia teología de la consustancial id
ad del Hijo, punto neurálgico en el debate con Arrio. Dios no quiere
recibir de los arrianos esa flaca alabanza que le tributan cuando, so
pretexto de exaltar su unicidad, niegan a su Hijo. El Padre desea ser
reconocido en compañía de su Hijo, a quien ha llenado con toda la plenitud
de su gloria (De Trinitate, IV,41). Las imágenes bíblicas que sirven de
base para la teología hilariana de la consustancialidad de Cristo están
tomadas sobre todo de S. Juan (el Verbo tiene la gloria, la vida del Padre
y es idéntico a Él) y de S. Pablo (Cristo como imagen, figura de Dios). En
un texto lleno de resonancias neotestamentarias, pero traspuestas ya a
registro de teología reflexiva, dice que a Jesucristo hay que considerarle
como «Dios, viva imagen del Dios vivo y plenísima forma de su naturaleza
feliz y unigénito nacido de la sustancia innascible; que si no tuviera la
gloria perfecta de la felicidad del Padre y no reflejara la absoluta
belleza de su naturaleza entera, dejaría de ser auténtica imagen suya» (De
Trinitate, X1,5).
Para H. la prueba soberana de la divinidad de Cristo la constituye
la deificación de su entero ser, también como hombre, en la resurrección.
Los cristianos no hubiéramos podido creer en un Verbo encarnado que
hubiera permanecido siempre en estado de kenosis, de vaciamiento y
humillación terrestre. La situación del Verbo en un cuerpo mortal,
terreno, es comprensible tan sólo como transitoria, destinada a mudarse en
condición gloriosa. H. establece un triple momento en el Verbo:
previamente a la encarnación era Deus tantum, Dios tan sólo; en virtud de
la encarnación viene a ser Deus et homo, Dios y hombre; merced a la
resurrección queda exaltado a Deus totus, todo él Dios, divinizado
asimismo en su naturaleza humana (cfr. De Trinitate, IX,6,38 y 40-41; XI,
40-41 y 49). Es curioso que H. aplica a Cristo la fórmula paulina de «Dios
todo en todas las cosas» (1 Cor 15,28). En lo que concierne a la vida
terrestre de Cristo, hay un punto delicado y hasta espinoso. El libro X
del De Trinitate, para defender que Cristo sigue siendo Dios a pesar de su
dolorosa pasión, viene a decir que Jesús padeció ciertamente en su
organismo, mas no conoció la pasión del dolor. Unos interpretan que H.
niega en Cristo el sentimiento mismo, la experiencia del dolor,
reconociendo tan sólo que estuvo sujeto a lesión y alteración
físicoorgánica. Otros entienden que, sin negar esta experiencia de dolor
en Cristo, H. quiere excluir de su alma todo desasosiego, toda turbación
que fuera indigna de tan noble espíritu. Según la primera interpretación,
H. se deslizaría hacia el docetismo (v.), pero se antoja más sólida la
segunda, que parece anticipar ciertos rasgos de la doctrina escolástica
sobre la persistencia de la visión beatífica en el alma de Cristo, aun en
medio de los más atroces sufrimientos (v. t. JESUCRISTO III).
Como la mayoría de los Padres, interpreta la naturaleza humana en
términos platónicos; más concretamente, en términos muy análogos a los de
Filón (v.) y Orígenes: eJ hombre está constituido de dos naturalezas, una
celeste, el alma, creada a imagen de Dios, según Gen 1,26-27; otra
terrena, el cuerpo, formada de barro, según Gen 2,7-8. Considera la
condición humana aquí en la tierra de modo más bien pesimista, por lo que
su antropología y su cristología, adquieren, en consecuencia, un sesgo
decididamente escatológico, de novísimos. La resurrección será una
transformación y configuración de nuestros cuerpos conforme a la gloria
del cuerpo de Cristo. El cuerpo resucitado será reformado a imagen de
Dios, según la intención de la creación primera, hecho espiritual y con
recursos autónomos de vida para pervivir eternamente.
Significado de su obra. La figura de H. no ha sido suficientemente
apreciada. La hondura de su pensamiento, la amplitud de su síntesis
teológica, el importante papel que desempeñó en los debates dogmáticos de
su tiempo, le hacen acreedor a más atención de la que ha obtenido entre
los estudiosos de la patrística. Se halla, en el curso de la historia de
la teología occidental, a mitad de camino entre Tertuliano y S. Agustín.
Tertuliano (v.) es el primer teólogo en latín, el forjador del lenguaje
teológico de Occidente. S. Agustín (v.) es la síntesis del genio
patrístico occidental, a la vez que su más alto representante creador.
Entre uno y otro H. es, sin duda, la figura más notable. A él se debe la
primera construcción teológica del dogma niceno en Occidente. En doctrina
trinitaria, S. Agustín apenas añadirá nada nuevo a las reflexiones del
obispo de Poitiers.
BIBL.: Fuentes: Sus obras, salvo
el Tr. de mysteriis, fueron editadas y prologadas por Dom COUSTANT en la
ed. que sirvió de base para la de Migne: PL 9-10; Tractatus super psalmos,
en CSEL, XII, ed. ZINGERLE, Viena 1891; otras obras menores, en CSEL, LXV,
ed. FEDER, Viena 1916.
A. FIERRO BARDAJÍ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
|