Origen y objeto de esta obligación. El fundamento próximo de estos deberes
radica en la misma ley natural: los h. deben corresponder a todo lo que
sus padres han hecho por ellos, al darles la existencia, educación, etc.
Pero la historia es testigo de que la ley natural (v. LEY VII, 1) se
muestra insuficiente para conducir a los hombres al perfecto cumplimiento
de estos deberes; si falta la referencia a Dios, fundamento primero y fin
último de tales obligaciones, entonces las consecuencias negativas no
pueden menos de darse (cfr. Rom 1,28-31). Por eso, a la ley natural se
añade el correspondiente precepto divino que la reafirma en su valor y
obligatoriedad. El amor, respeto y obediencia a los padres encuentra así
su expresión formulada en el cuarto mandamiento del Decálogo (v.): «Honra
a tu padre y a tu madre» (Ex 20,12; cfr. Eccli 3,7; 7,28-29; Ex 21,17; Prv
20,20), y alcanza su último fundamento en Dios «de quien desciende toda
paternidad en los cielos y sobre la tierra» (Eph 3,15).
Este deber de honrar a los padres, quedó también confirmado por la
vida y la doctrina de Cristo (cfr. Le 2,51; Mt 15,3-6; Me 7,10-13; 10,19)
quien, al mismo tiempo, declara como un deber aun superior a éste, el
honor y la obediencia debidos a Dios (Le 2,49); se muestra también ahí que
el fundamento último de este precepto del Decálogo sólo reside en Dios;
por eso, la honra debida a los padres, se endereza y es reflejo de la que
ha de tributarse a Dios.
Virtudes que comprenden los deberes filiales. Los h., al
corresponder a lo que hacen sus padres por ellos, ejercitan la virtud de
la piedad (v.), derivada y - en íntima relación con la virtud de la
justicia; ésta, a su vez, inclina, entre otras cosas, a tributar a los
padres el reconocimiento y honor debidos, en cuanto que ellos,
participando del poder creador de Dios, son causas segundas de la vida de
los h., a los que, además, mantienen y educan.
Pero la virtud de la justicia (dar a otros lo que es debido según
una igualdad), no puede ejercitarse con perfección en esa correspondencia
de los h. hacia sus padres: «a los padres no se les puede recompensar lo
que a ellos se debe, según una igualdad» (S. Tomás, Sum Th. 2-2 q80 al),
puesto que nunca se les podría devolver cuanto han hecho; al menos,
siempre quedaría como deuda la trasmisión de la vida. Ésta es la razón por
la que los deberes filiales pertenecen propiamente a la virtud de la
piedad como parte potencial de la justicia.
El objeto material de la piedad, en este campo concreto, lo
constituyen todos los actos de amor, honor, obediencia, y ayuda a los
padres. En cuanto al modo de ejercitarse, cabe una pequeña distinción:
algunos de esos deberes, como el respeto y el amor, miran directamente a
la persona de los padres; otros, como la obediencia, se refieren de modo
más inmediato a la autoridad que tienen participada de Dios.
Amor y respeto. Ambos conceptos quedan mejor expresados en el
término honra, pues «sabiamente se puso en la ley la voz honra y no la de
amor o miedo, aunque los padres deben ser amados y temidos. Porque el que
ama, no siempre honra y respeta, y el que teme no siempre ama; pero el que
de veras honra a uno, le ama y le reverencia» (Catecismo Romano, p. III,
cap. V. n. 7).
El amor se ha de expresar por actos internos y externos: ayuda en
las necesidades espirituales y materiales de los padres y en todo cuanto
pueda contribuir a su bien. Serían manifestaciones externas de falta de
amor hacia ellos, el avergonzarse de su formación o condición social; el
adoptar un comportamiento que los ofendiera, o descuidar, en su vejez, la
necesaria ayuda, de acuerdo con las diversas circunstancias, etc... El
incumplimiento de estas obligaciones constituiría un pecado más o menos
grave, según la importancia de la materia.
El respeto hacia los padres manifiesta la posición superior que les
corresponde, no tanto por sus dotes humanas personales, cuanto por el
lugar, querido por Dios, que ocupan en la vida de los h., y exige también
una expresión externa e interna. En los momentos actuales, el aspecto
externo del respeto tiende a debilitarse y puede constituir, según los
actos de que se trate, pecado grave; en estos casos, lógicamente, falta
también la manifestación interna de este respeto.
Obediencia: «Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, como es
justo» (Eph 6,1; cfr. Prv 1,8; 4,1; 6,20; Col 3,20). Este deber recae
sobre todos los mandatos que son lícitos, y es per se grave si los padres
ordenan expresamente alguna cosa en materia grave. Esta se considera tal,
si la omisión del mandato comporta un grave daño a los h. o a la familia:
p. ej., el evitar determinadas amistades que les traerán perjuicios
serios. Sin embargo, la obediencia no debe suprimir la progresiva
formación en los hijos de un sentido de responsabilidad personal, ni ser
un obstáculo para seguir la propia vocación humana o sobrenatural, aunque
los padres actúen muchas veces como consejeros aun respecto a los hijos
mayores de edad.
El deber de obediencia (v.) se refiere directamente a la autoridad
de los padres y sólo de modo mediato a su persona. De aquí que, siendo un
deber fundamental, tenga, sin embargo, determinados límites, esto es:
cuando los padres se arrogan una autoridad que sobrepasa los límites
establecidos por Dios, o cuando se ha realizado el fin esencial para el
que Dios otorgó a los padres esa autoridad: la educación y mantenimiento
de la paz familiar. Por eso, aunque como virtud puede permanecer siempre,
su ámbito queda cada vez más reducido a medida que los hijos alcanzan
mayor autonomía; esto de ordinario sucede en los años que siguen a la
pubertad: al cambiar de estado, cuando se independizan económicamente,
etc...
Problemática actual. En las últimas décadas, la rápida evolución de
la sociedad ha hecho aparecer, con mayor intensidad que en otras épocas,
la llamada crisis de generaciones; lleva consigo una aparente y, en
algunos casos, real incomunicabilidad entre padres e hijos: dan la
impresión de hablarse en diversa lengua, de tener gustos diferentes e
ideales distintos e incluso opuestos. Tal situación obedece, en parte, a
la reducción de la vida familiar por circunstancias de trabajo, estudios,
etc... Y, junto a ello, a las dificultades del ambiente externo que, en
numerosas ocasiones, se oponen a los verdaderos valores inculcados en la
familia (v.). Corresponde principalmente a los padres (v. PADRES, DEBERES
DE LOS) velar por el mantenimiento de la unidad familiar, defendiéndola
contra lo que puede actuar como causa debilitante de ella.
Uno de los medios que más facilita esa unión es el diálogo entre
padres e hijos; se hace necesario desde la misma infancia, acomodándolo, a
medida que pasan los años, a las distintas situaciones de la vida y a la
capacidad intelectual de los hijos. Pero por ambas partes obliga a
escuchar y prestar atención: estar dispuestos a reconocer y aceptar las
razones válidas del otro; esto ayuda a romper la posible estrechez de
horizontes y a rectificar posturas equivocadas.
La rebelión de los jóvenes. Se trata de una manifestación
típicamente juvenil, que surge cuando se empieza a formar con autonomía el
propio criterio personal. Dentro de ciertos límites puede considerarse
como un fenómeno normal, cuando las causas de la rebeldía tienen su origen
en un intento de superar la inmadurez propia de los años de la pubertad.
El idealismo de la juventud cobra entonces una fuerza especial que choca,
en ocasiones, con la actitud más serena y objetiva de las personas mayores
y, por tanto, de los padres.
La libertad de los jóvenes se manifiesta, a veces de manera
revoltosa y sin medida, contra todo lo que juzgan inauténtico y falto de
verdad; y esto, en sí mismo, supone un valor positivo. Pero una rebeldía
que no obedezca a esos principios y que no busque, por tanto,superar lo
que se opone a la formación auténtica de la personalidad, una rebeldía
fruto de factores y elementos irracionales, deja de tener sentido y
desemboca en un nihilismo absurdo; este tipo de rebeldía no es normal ni
se encuentra en todos los jóvenes. Se hace preciso encauzar por parte de
padres y educadores los grandes valores que encierra la juventud porque
ésta «ha tenido siempre una gran capacidad de entusiasmo por todas las
cosas grandes, por los ideales elevados, por todo lo que es auténtico»
(Escrivá de Balaguer, o. c. en bibl.).
La petición de consejo. El binomio libertad-responsabilidad,
esencial en toda actuación que responda a un obrar verdaderamente humano,
es el fruto lógico de una pedagogía de la libertad. Porque cuando hay
verdadera libertad en el sentido antes señalado, se acepta plenamente la
responsabilidad de los actos: soy yo quien respondo de mi actuación. Y
viceversa: respondo de ella porque he obrado libremente, es decir, con un
conocimiento personal de la situación y con los elementos de juicio
necesarios para determinarme en el sentido en el que lo he hecho. Con este
planteamiento, se entiende que la petición de consejo no anule la libertad
y, por tanto, tampoco exime de la responsabilidad; su finalidad es contar
con datos que quizá escapen al conocimiento de la persona que va a actuar;
pero contar con esos nuevos datos no quiere decir que se haya de actuar
con falta de juicio propio, sino todo lo contrario: disponerse a obrar con
un más amplio conocimiento de la realidad. Los h., en asuntos de cierta
importancia, conviene que pidan consejo a sus padres cuando juzguen que
éstos pueden suministrarles -cosa que no siempre sucedeun mayor
conocimiento de la situación que desean afrontar; pero, como es lógico, no
están obligados a obedecer en lo aconsejado. Es más, no es obligatorio
pedir consejo, y a veces ni siquiera será conveniente, si se trata, p. ej.,
del tema de la vocación (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 gl01 a4; CIC, 502).
V. t.: FAMILIA; MATRIMONIO V; PIEDAD; PADRES, DEBERES DE LOS.
BIBL.: S. Pío V, Catecismo
Romano, Madrid 1971, p. III, cap. V ; S. TOMÁS DE AQUINO, Sum Th. 2-2
g101; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, 7 ed. Madrid 1970, nn. 89,
92, 97, 101, 103; J. MAUSBACH y G. ERMECKE, Teología Moral Católica,
Pamplona 1972; I. PALAZZINI, Filii, en Dictionarium morale et canonicum,
II, Roma 1965, 416-424; A. SAUVY, La rebelión de los jóvenes, Barcelona
1971.
A. GARCÍA-PRIETO SEGURA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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