HEURÍSTICA BIBLICA


Noción. Es aquella parte esencial de la Hermeneútica bíblica (v. INTERPRETACIÓN II) que estudia los principios que deben aplicarse para la adecuada interpretación de la Biblia. Deriva del griego heurískein=encontrar. Tiene un carácter de disciplina introductoria a la Exégesis (v.) bíblica.
     
      Metodología. Según se desprende de la inspiración divina de la S. Escritura (v. BIBLIA III, 3), ésta es efecto fundamental de dos acciones convergentes, de modo que el libro inspirado es todo él obra de Dios y, al mismo tiempo, todo él también obra del hagiógrafo, siendo ambos verdaderos autores (cfr. Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum, n° 11). La H. bíblica no es, pues, una ciencia meramente histórica, sino netamente teológica. Por ello, ante la Biblia, el intérprete debe situarse como un dialogante al que no compete juzgar el texto de modo exclusivamente humano: de un lado está Dios, que le habla en el texto sagrado, que no es un documento arqueológico, sino vivo, plantado en la Tradición ininterrumpida de la Iglesia; de otro, está el propio intérprete, que debe ponerse cuidadosa y humildemente a la escucha de Dios, para entenderle; ese entendimiento es un acto de fe que exige la obediencia del intérprete. Tal actitud hermenéutica no exime, sin embargo, del esfuerzo intelectual de la razón informada por la fe. «Y como la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió, para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender no menos diligentemente al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe. Es deber de los exegetas el trabajar según estas reglas... Porque todo lo que se refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura está sometido en última instancia a la Iglesia, que tiene el mandato y el ministerio divino de conservar y de interpretar la palabra de Dios» (Dei Verbum, n° 12). Por su parte, H. Schlier sintetiza así la actitud hermenéutica: «Quien equipado con todas las técnicas del saber filológico e histórico se acerca a interpretar la S. E. y no se preocupa de añadir la experiencia fundamental, de la que nos habla el mismo N. T., es decir, la fe, ese tal jamás llegará a conocer la realidad que nos comunica en su mensaje el N. T.» (Über Sinn und Aufgabe einer Theologie des Neuen Testaments, Friburgo Br. 1964, 11).
     
      De lo dicho se desprende la doble metodología que debe manejar el intérprete. De un lado, debe ayudarse de todos los auxilios racionales de crítica histórico-literaria: son los llamados principios, criterios o reglas racionales de interpretación, comunes en hermenéutica general. De otro lado están los principios o criterios dogmáticos o de fe, específicos de la interpretación bíblica. La distinción de ambas series de criterios es meto dológicamente correcta y útil, pero hay que. evitar, al hacer la exégesis bíblica, separar como dos mundos distintos ambas series, pues en tal caso se llegaría a una vivisección esterilizante, aun desde la propia perspectiva del saber. Es que la realidad del cristianismo, o quizá mejor dicho, de Cristo mismo, vivo y actuante en la Iglesia, y junto con pl la revelación del Padre y la misión del Espíritu Santo, desborda siempre la imagen fijada en un documento, aunque sea la propia Biblia. En ningún caso puede ser desligado el texto bíblico de la entera vida de la Iglesia, en cuyo seno adquirió su redacción literaria a impulsos de la divina inspiración, y ha sido custodiada e interpretada. Por consiguiente, el exegeta debe aplicar a cada texto los dos tipos de criterios hermenéuticos mencionados: la mejor técnica histórico-crítica y una actitud hermenéutica, que es la puesta en ejercicio de la fe, con todo su complejo dispositivo doctrinal y espiritual.
     
      Principios generales de interpretación. Suelen llamarse también -«reglas racionales de interpretación» (v.), y son las comunes para todo estudio literario histórico-crítico de cualquier texto. Implican todas las cuestiones filológicas y lingüísticas, con su cortejo de disciplinas colindantes: lexicografía, semántica, semiología, etc., así como el instrumental para situar el texto en su marco histórico (Sitz im Leben) : historia, arqueología, circunstancias personales del autor y de su situación cultural, destinatarios inmediatos, fecha de composición del escrito, crítica histórico-literaria de sus fuentes, género literario (v.) al que pueda reducirse, etc. Desde este punto de vista, el estudio crítico de la Biblia utiliza, en cada época de la historia, los mismos recursos culturales que para cualquier monumento literario. Un mínimo de sintonización entre el lector y el mundo del autor es imprescindible para entender lo que se lee.
     
      Por tanto, todas las disciplinas científicas que concurren en la interpretación de un texto cualquiera, pueden e incluso deben ser aplicadas a la interpretación de la Biblia siempre que haya presunción de su utilidad. A ello hay que sumar otros elementos más subjetivos, como la sensibilidad del lector, desigual desde su capacidad especulativa, artística, psicológica, espiritual, moral, etc. Las varias cualidades de los diversos intérpretes se complementan, y la historia de la exégesis bíblica ha ido adquiriendo una verdadera acumulación selectiva, como ha ocurrido con los grandes monumentos de la literatura universal.
     
      La investigación escriturística contemporánea ha alcanzado un desarrollo considerable en cuanto a las técnicas de hermenéutica racional, en especial por lo que atañe a los auxilios suministrados por la filología, lingüística y algunos métodos hermenéuticos, como son el mejor conocimiento de los géneros literarios de la Biblia (v. BIBLIA Iv), el método histórico-formal (Formgeschichtliche Methode) y el histórico-redaccional (Redaktiongeschichtliche Methode) (v. FORMAS, MÉTODO DE LA HISTORIA DE LAs), que aunque con graves prejuicios y errores históricos, filosóficos y teológicos en sus principios, han ido siendo depurados por los críticos católicos, hasta ser empleados con utilidad para ahondar en el proceso de formación literaria de algunos libros o conjuntos de libros de la S. E. (especialmente el Pentateuco, los Salmos y los Evangelios Sinópticos) y en las peculiaridades del mensaje revelado de algunos de ellos (cfr. Instrucción Sancta Mater Ecclesia de la P.C.B., o. c. en bibl.). Sin embargo, el enorme esfuerzo de la investigación contemporánea en los dominios de la crítica racional no se ha visto coronado en general por un fruto paralelo desde el punto de vista de la profundización teológica. La causa de ello radica seguramente en el defecto de la actitud hermenéutica de fe: no pocos de los investigadores se han enfrentado con escasa sintonización de fe con la Biblia y con la Iglesia. Por esto se hace ahora especialmente necesario fijar de nuevo la atención en los criterios dogmáticos de hermenéutica.
     
      Principios específicos de la hermenéutica bíblica. Son los criterios teológicos o dogmáticos. Tienen su fundamento y exigencia en la inspiración divina de la S. E. De ahí arrancan dos grupos de criterios, basados respectivamente en la condición de Dios como autor y de la Iglesia como intérprete auténtico de la Biblia. Podríamos resumirlos en el cuadro de pie de pág.
     
      Unas breves explicaciones del cuadro expuesto se hacen necesarias: Por analogía de la fe bíblica se entiende la íntima coherencia de las verdades religiosas contenidas en la Revelación escrita. Este principio ofrece un aspecto positivo: merced a la unidad y continuidad de la Revelación (v.), unos textos proyectan luz sobre otros y ayudan al lector a una más honda inteligencia. Ofrece, a su vez, un aspecto negativo: ningún texto de la S. E. puede verdaderamente contradecir a otro; cualquier apariencia de contradicción sería sólo eso, apariencia, como efecto de la limitación del lector. Puede la S. E. mostrar diversos acentos, subrayar aspectos diversos de un mismo objeto (sea éste un relato o un paso doctrinal), como consecuencia del desarrollo progresivo de la Revelación y de la distinta personalidad de sus respectivos autores humanos; se puede dar progreso, como, p. ej., de ciertas imperfecciones morales de las leyes del Pentateuco hasta la perfección suma de la moral evangélica, predicada y vivida por Cristo: pero progreso y crecimiento no significan contradicción.
     
      Conectado con el principio de la analogía de la fe bíblica está el del desarrollo progresivo y homogéneo de la Revelación: Dios no ha mostrado de una sola vez al hombre toda la verdad, sino que, usando de una divina pedagogía, ha ido desvelando nuevos contenidos, revelándose progresivamente a Sí mismo en acontecimientos de la historia bíblica y en palabras que explicaban el acontecimiento (cfr. Dei Verbum, n° 2), hasta llegar a su Revelación suprema, que es Jesucristo, el Verbo Encarnado. Existen, pues, textos más antiguos que pueden ser mejor entendidos a la luz de textos posteriores.
     
      Del principio básico de que Dios es el autor de ambos Testamentos se desprende también el tercero de los criterios derivados: la interna armonía de los dos Testamentos, íntimamente conexo con el anterior y que fundamenta, a su vez, la «interpretación cristiana del A. T.» y los sentidos «pleno» y «típico» de la S. E. (v. NOEMÁTICA). Con arreglo a tal armonía, las nociones, acontecimientos, cosas y personas del A. T. tienen una cierta correlación o «cumplimiento» en el N. T., de modo que, según fórmula feliz de S. Agustín, «Novum Testamentum in Vetere latet et Vetus in Novo patet». Este modo de entender el A. T. fue ya iniciado por Jesucristo y los Apóstoles, a quienes «abrió la mente para que entendieran las Escrituras» (Lc 24,44-45), y fue intensamente cultivado por la exégesis tipológica de los Santos Padres (v. EXÉGESIS; NOEMÁTICA).
     
      Finalmente, «como la Sagrada Escritura hay que leerla o interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió... » (Dei Verbum, n° 12), lector e intérprete deben como «sintonizar» con ese Espíritu de Dios por medio de la práctica de la vida cristiana, especialmente de la oración, para que la gracia divina y la acción vivificante interna del Espíritu Santo abra el alma a la inteligencia de la S. E. Este criterio interpretativo debe ser usado, sin embargo, con especial humildad y prudencia, persuadido el intérprete de que sólo el Magisterio eclesiástico (v.) posee en última instancia el carisma del discernimiento de Espíritu, tanto para interpretar la S. E. como para enjuiciar las interpretaciones particulares de la misma. Sin caer, pues, en el error de la teoría protestante del «libre examen» (v.), el intérprete católico debe invocar la gracia divina para entender y profundizar lo que Dios dice en los sagrados libros.
     
      El segundo gran principio es la consideración de la Iglesia como custodio e intérprete auténtico de la S. Escritura (v. BIBLIA I, 5). Este principio supone una serie de criterios que hemos agrupado en cuatro, convencionalmente. En primer lugar se ha destacado el criterio de la interpretación auténtica de la Biblia que compete exclusivamente al Magisterio de la Iglesia (v.). Dicho Magisterio puede declarar infaliblemente el sentido auténtico de un texto de la S. E.; tales declaraciones solemnes se han dado pocas veces en la historia de la Iglesia y acerca de pocos textos; pueden reducirse a no muchos más de los siguientes: Mt 16,16-19; 26,26; Lc 22,19; lo 3,5; 21,15-17; Iac 5,14. Esta es la que se llama interpretación directa, que puede ser a su vez positiva, cuando se declara el sentido auténtico de un texto, o bien negativa, cuando se determina como errónea, temeraria, etc., alguna interpretación privada (p. ej., la condenación de la sentencia de J. L. Isenbihel, que negaba el sentido mesiánico de Is 7,14). La interpretación auténtica y directa del Magisterio es el primero y más concreto criterio específicode hermenéutica católica. Tales declaraciones se han dado normalmente ante determinadas circunstancias; por ello, el Magisterio no ha querido definir todas las perspectivas de un determinado texto, sino el sentido de éste respecto a la verdad de fe concreta (p. ej., presencia eucarística, primado de Pedro, mesianismo, sacramento de la unción de enfermos, etc.). Un texto, pues, declarado por el Magisterio puede contener aspectos que no entran en la definición: p. ej., respecto al mencionado texto de Is 7,14, el Magisterio ha definido su carácter mesiánico, pero no ha entrado en la cuestión de si ese carácter debe entenderse en sentido literal o en sentido típico.
     
      Junto a la interpretación directa, existe la indirecta, cuando no es el texto mismo de la Biblia el que constituye el objeto formal de la declaración, sino que ésta se refiere formal y directamente a una verdad de fe, para cuya ilustración se trae a colación uno o varios textos de la S. E. Estos casos son numerosísimos en la Historia de la Iglesia y no siempre es fácil precisar de qué modo la declaración del Magisterio afecta a la interpretación de los textos bíblicos. La razón es que cuando el Magisterio define una verdad de fe, lo que queda definido es esa verdad misma; al lado de ella el Magisterio puede y suele dar ciertas razones de conveniencia, las cuales sólo indirecta y no formalmente entran en el alcance de la definición, salvo que expresamente se diga. Así, pues, el intérprete habrá de deducir del contexto de la definición magisterial hasta qué punto queda afectada la interpretación del pasaje. En cualquier caso está obligado a no contradecir el sentido en que el Magisterio ha utilizado el texto, y siempre será para él un criterio orientador en su interpretación personal.
     
      Las verdades de la fe tienen entre sí una conexión, más o menos inmediata. Por ello, ante un texto concreto, el intérprete suele tener que poner en confrontación, de alguna manera, todo o parte del discurso general de la fe. En cualquier caso, debe mantener el criterio heurístico de la analogía de la fe católica, es decir, como es lógico, ninguna interpretación particular de la S. E. puede estar en oposición con la doctrina católica; si tal contradicción se produjese, sería indicio de error, y el intérprete deberá reandar el camino de su investigación.
     
      En cierto modo, el principio de analogía de la f e católica puede englobar los otros dos criterios heurísticos de: el sentido de la S. Tradición de la Iglesia y el testimonio moralmente unánime de los Santos Padres. Ambos son por lo general más constatables documentalmente que el principio de analogía; o, dicho de otro modo, pueden constituir pasos previos para establecer tal analogía. Ambos criterios alertan al lector acerca de si su interpretación está en conformidad con lo que la Iglesia ha creído y enseñado a lo largo de su historia, o bien si su interpretación personal es coincidente con'la de los Santos Padres, testigos primeros de la fe cristiana.
     
      El problema epistemológico en la hermenéutica bíblica. Como consecuencia del desarrollo poskantiano de la crítica del conocimiento (v.), se fue introduciendo, en sectores de la intelectualidad, la exigencia de someter a una crítica radical de racionalidad toda afirmación. Así, fue sometido a análisis filosóficos el testimonio bíblico, de modo que, en las últimas décadas, la lectura epistemológica de la Biblia se ha acentuado por algunos pensadores, hasta constituir para ellos la más grave cuestión bíblica, de modo semejante a como a fines del s. xtx lo fue la inerrancia (V. BIBLIA V).
     
      Se ha llegado a afirmar -con toda una gama de matices- que el contenido de la Revelación (v.), de unaparte, y la manera de exponer de los autores sagrados -es decir, la representación o expresión lingüística y literaria de ese contenido-, de otra, no se identifican sin más. Incluso, que la identidad o adecuación de ambos aspectos no queda garantizada por la sola inspiración divina de la Biblia. En otras palabras, se ha planteado el problema de la separación entre contenido y representación -testimonio- de los escritos sagrados. Tal distinción tiene dimensiones legítimas (obviamente no son lo mismo la palabra y la realidad significada por ella); sin embargo, una extremada radicalización del problema ha conducido con rapidez en ciertos ambientes a la separación absolutizada de ambas cosas.
     
      Tropezamos aquí con una cuestión en la que inciden temáticas gnoseológicas y eclesiológicas de fondo. a) Gnoseológicas, ya que el tema es diversamente enfocado según se haya alcanzado un realismo (v.) del conocimiento o se haya derivado hacia el agnosticismo (v.) o el idealismo (v.). Desde una posición realista se advierte que el conocimiento (v.) de cada persona es limitado, pero verdadero, es decir, versa auténticamente sobre la realidad extramental de la que capta su ser y sus cualidades, etc. El problema de la intercomunicación -y, por tanto, el de la hermenéutica- se presenta así como un problema a veces difícil (no siempre es fácil traducir de un lenguaje a otro, expresar y captar un pensamiento, etc.), pero no angustioso: el pensar y el hablar de los diversos hombres versa sobre la realidad y en ella comunican. Si, en cambio, se ha caído en una interpretación agnóstica o idealista del conocimiento se puede acabar sosteniendo que cada hombre está encerrado en el círculo de las propias ideas y condenado a la incomunicación. b) Eclesiológicas, ya que según se reconozca o no la presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia se estará en condiciones de advertir la íntima unidad que reina entre todos los momentos de la historia de la Iglesia, a la que el Espíritu Santo no ha dejado de asistir para que captara y trasmitiera la palabra revelada, o se estará expuesto a caer en un criticismo eclesiológico con la consiguiente pretensión de acceder a la S. E. por encima de la historia de la Iglesia y sin más garantías de verdad que las que ofrezca la personal inteligencia.
     
      Una deformación en ambos puntos -tal y como se encuentra en la teología protestante liberal (v.) y movimientos similares- lleva a pensar que el «hombre bíblico» y el «hombre moderno» representan universos mentales incomunicables, lo que desemboca en una hipertrofia del problema hermenéutico y en intentos de «reinterpretación» del mensaje bíblico y cristiano que implican en realidad su transformación o su reducción arbitraria (como ocurre, p. ej., en la desmitologización, v., de R. Bultmann, v.; el método de la reducción henológica de H. Duméry, v.; la reinterpretación ontológica según el método de la correlación de P. Tillich, v., etc.). Una adecuada comprensión de los dos puntos señalados lleva, en cambio, a advertir que el «hombre antiguo» y el «hombre moderno» no están separados por un abismo y que el cristiano, en la medida en que está unido vitalmente a la Iglesia, ha estado siempre en comunión con la verdad de la palabra divina. Y, por consiguiente, a enfrentarse con la tarea exegética y hermenéutica con el interés y el afán de quien quiere penetrar en la comprensión de la palabra divina para poder así expresarla y difundirla cada vez con más fidelidad y eficacia, pero con la serenidad de quien sabe que esa palabra era ya poseída por él, aunque tal vez con menor hondura, y era ya susceptible de ser comunicada.
     
      V. t.: INTERPRETACIóN II; BIBLIA 1, 4-13; 111; IV; V; NOEMÁTICA; PROFORíSTICA; MITO.
     
     

BIBL.: 1) Fuentes: CONC. TRIDENTINO, Sessio IV, 8: Denz.Sch. 1507; CONC. VATICANO I, Sessio 111, Const. «Dei Filius», cap. 2: Denz.Sch. 3007; CONO. VATICANO II, Const. «Dei Verbum», n° 2-13; LEóN XIII, Ene. Providentissimus Deus: Denz.Sch. 3281-3289; Pío IX, Ene. Qui pluribus: Denz.Sch. 2784; S. Pío X, Ene. Pascendi: Denz.Sch. 3490; S. Pío X, Motu proprio «Sacrorum antistitum»: ib. 3546; BENEDICTO XV, Ene. «Spiritus Paraclitus»: ib. 3652-3654; Pío XII, Ene. Divino Altlante Spiritu: ib. 3826-3831; íD, Ene. Humani Generis: ib. 3884,3886-3889; PAULO VI, Instrucción Sancta Mater Ecclesia de la Pont. Comisión Bíblica de 21 abr. 1964: ib. 3999.

 

J. M. CASCIARO RAMÍREZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991