Herejía. Noción de la Herejía.
Etimología y concepto. La palabra griega hairésis, que originariamente significa
la acción de tomar o conquistar (Heródoto, Hist. IV,l; Tucídides, Hist. II,28),
tiene también el sentido metafórico de elección, selección o preferencia, sobre
todo en el ámbito doctrinal, aplicado a las escuelas filosóficas, literarias o
políticas. Con respecto a la religión, el N. T. llama h. a toda concepción
errónea de la fe y a la tendencia de los «falsos hermanos» a separarse de la
Iglesia para formar otra (Act 5,17; 1,5; 24,14; 1 Cor 11, 19; Gal 5,20). Los SS.
Padres y los exegetas no están de acuerdo en atribuir ya a S. Pablo la
distinción entre la h., como concepción errónea y radical de la fe, y el cisma
(v.), como simple disensión pasajera (1 Cor 11,19; cfr. Gal 5,20). S. Pedro
ofrece ya una descripción bastante completa de la h., cuando habla de los
«falsos doctores, que introducirán herejías perniciosas, llegando hasta a negar
al Señor que los rescató, y atraerán sobre sí una repentina ruina» (2 Pet 2,1).
Esta idea de la h. como concepción errónea de la fe y como separación de la
Iglesia se hace definitiva en los SS. Padres, a partir de S. Ignacio de
Antioquía (Epístola ad Eph., 6,2; Epistola ad Trall., 6,1; cfr. S. Ireneo, Adv.
Haereses, 1,1,1; 111,11,9 y 111,12,HEREJtA11-12; PG 7,438.890.905-906;
Tertuliano, De praescriptione haeret., 6 y 37: PL 2,18.50-51; S. Ambrosio, In Ps.
118, serm. 13: PL 15,1.381; S. Epifanio, Haeres., I,1-2: PG 41,173-176; S.
Jerónimo, In Epist. ad Gal.: PL 26, 417; S. Agustín, De Bapt., V,26: PL
43,186-187; etc.).
Definición. El Código de Derecho Canónico da la definición del hereje y por lo
mismo de la h., junto con la apostasía y el cisma: «Si alguien, después de haber
recibido el Bautismo, conservando el nombre de cristiano, niega pertinazmente
alguna de las verdades que han de ser creídas con fe divina y católica o la pone
en duda, es hereje; si abandona por completo la fe cristiana, es apóstata;
finalmente, si rehúsa someterse al Sumo Pontífice o se niega a comunicar con los
miembros de la Iglesia que le están sometidos, es cismático» (can. 1325, § 2).
Esta definición de la h., que será objeto de un análisis más detallado en cuanto
doctrina (problema dogmático), en cuanto pecado (problema moral) y en cuanto
delito (problema canónico), insinúa ya las principales divisiones de la misma.
Divisiones. La h., y por ende el hereje, puede ser: a) material, si la
concepción errónea de la fe y la separación de la Iglesia se realizan sin
malicia, sin pertinacia, por ignorancia invencible o de buena fe, y, por tanto,
sin culpabilidad; b) formal, si eso se hace de mala fe y con pertinacia,
sabiendo que el Magisterio de la Iglesia es la regla única de fe; éste es el
verdadero pecado de h. Más adelante hablaremos de la h. oculta y notoria (v. 4).
2. El problema dogmático. La h., que es una de las especies de la infidelidad
(S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q10 al), implica cuatro condiciones esenciales: 1) el
Bautismo, ya que sólo quien ha recibido ese sacramento puede caer en h. (la
negativa culpable a aceptar la fe cristiana por un no bautizado da lugar al
pecado de infidelidad); . 2) la negación de alguna o algunas verdades reveladas,
es decir, tiene que negar solamente parte de las verdades contenidas en la
Revelación (v.) explícita o implícitamente, las cuales se denominan en la
teología actual verdades formalmente reveladas; en principio no son, pues,
objeto de h. la negación de verdades virtualmente reveladas o las conclusiones
teológicas, deducidas por raciocinio de las formalmente reveladas, si bien en
esto se han de tener en cuenta los problemas que implica el virtual revelado con
respecto al desarrollo o explicitación del dogma (v. FE IV, D) y las discusiones
de los teólogos en torno a la distinción, o no, entre la fe divina y la fe
eclesiástica; 3) propuestas por la Iglesia como tales; la h. se opone directa e
inmediatamente a los dogmas o verdades de fe divina y católica, es decir, a las
verdades reveladas y propuestas como tales por el Magisterio solemne u ordinario
de la Iglesia, según la definición del Conc. Vaticano 1 (Denz.Sch. 3011). Por
eso la negación de otras verdades, que no revisten estas características, lleva
las censuras eclesiásticas de «próxima a la h.», «con sabor de h.» o «sospechosa
de h.»; y 4) manteniendo, no obstante, una cierta admisión de Cristo como
revelador del designio divino; si no, estaríamos en efecto ante una apostasía.
3. El problema moral. El sujeto caído en h. desarrolla una fenomenología
similar, pero opuesta, a la del acto de fe (v. FE IV, c): su inteligencia hace
un juicio erróneo acerca de alguno o algunos de los dogmas cristianos, y su
voluntad interviene adhiriéndose a ese juicio y llevando a la consiguiente
separación del Magisterio eclesiástico (v.) como única regla de fe. La h. es el
pecado más grave de infidelidad, después del odio a Dios del que procede (Sum.
Th. 2-2 ql0 a6), siempre, claro está, que sea una h. formal. La h. material no
constituye propíamente pecado. En el plano especulativo se ha discutido mucho
sobre la ignorancia invencible (v. IGNORANCIA iii) que excluiría de culpabilidad
al hereje. De hecho, en la práctica, la culpabilidad subjetiva depende de un
sinnúmero de circunstancias, cuya justa valoración moral es difícil. Para un
estudio más detenido de la responsabilidad de un católico que pierde la fe, v.
FE v, 4.
La nota característica y tradicional del hereje formal es la pertinacia, es
decir, la negación firme y consciente de alguno o algunos de los dogmas y del
Magisterio de la Iglesia como regla de fe, estando convencido de su autenticidad
divina. Por eso S. Pablo y S. Pedro hablan de falsos hermanos y de falsos
doctores. Y ésta es la tónica que permanece en los SS. Padres, en los documentos
del Magisterio y en los teólogos. S. Agustín lo afirma con claridad al referirse
a los donatistas: «Pero de ningún modo han de ser tenidos como herejes (nequaquam
sunt inter haereticos deputandi) los que no defienden sus ideas con pertinaz
osadía, aunque en sí sean falsas y perversas, sobre todo si no las engendraron
por su propia cuenta y presunción, sino que las heredaron de sus padres
seducidos y caídos en el error; y esto, con tal que busquen la verdad con
prudente inquietud, y estén dispuestos a corregirse cuando la hubieren
encontrado» (Epist. 43,1,1; PL 33,160; De civ. Dei, XVII1,51,1: PL 41,612-613;
Contra Cresconium donat., 11,7,9: PL 43, 471-472; De Bapt. contra Donat., V,16:
. PL 43,186-187). El sentido patrístico de la h. como libre elección, según
vimos, lleva a la misma conclusión recogida por S. Isidoro de que los herejes «perversum
dogma cogitantes, arbitrio suo de Ecclesia recesserunt» (Etymol., VIII,3: PL 82,
296; cfr. Clementinas, De Summa Trinitate, 1,1; De usur., V,5; Conc. de Vienne:
Denz.Sch. 902,906; Decreto de Graciano, c. Dixit apostolus, 29, taus. XXIV, q.
III; S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q5 a3; CIC, can. 1.325, § 2; etc.). El Conc.
Vaticano 11 ratifica implícitamente esta misma doctrina al eximir de
culpabilidad a los que actualmente están de buena fe fuera de la Iglesia
católica: «Pero los que ahora nacen y se nutren de la fe de Jesucristo dentro de
esas comunidades (separadas) no pueden ser tenidos como responsables del pecado
de la secesión, y la Iglesia católica los abraza con fraterno respeto y amor» (Decr.
Unitatis redintegratio, 3), y usa para este caso la denominación de hermanos
separados, en lugar de herejes.
No es fácil a veces descubrir esa pertinacia en los casos particulares. S.
Agustín, y en general todos los SS. Padres, creían poder tachar de herejes
pertinaces a los que habían sido convictos de su error en aquellas célebres
polémicas públicas de su tiempo. Con todo, en esto se impone la máxima
prudencia, y una responsable investigación histórica. Sí se puede decir que el
que, conociendo la verdad revelada y el Magisterio de la Iglesia como única
regla de fe, duda obstinadamente de la veracidad de alguno o algunos dogmas, cae
en el pecado de h. No así el que sufre tentaciones contra la fe, siempre que no
sean consentidas, ya que dichas tentaciones, que son una secuela de la situación
de no plenitud en que aún nos encontramos, son más bien un sufrimiento y, si
llevan a afianzarse en la fe, una ocasión de mérito.
4. El hereje y el Cuerpo Místico. El que cae en el pecado gravísimo de h.
destruye su fe, queda privado de la gracia santificante y deja de ser miembro
del Cuerpo Místico de Cristo, con todas las consecuencias que esto implica.
Teniendo en cuenta la naturaleza íntima del Cuerpo Místico (v.), bajo el punto
de vista teológico no hay distinción entre el hereje oculto, que no ha
manifestado aún su rebelión a la Iglesia de un modo público, oficial y
ostensible, y el hereje notorio o público, que ha renegado públicamente de su fe
católica, adhiriéndose a una secta herética, al llamado librepensamiento, etc.
Teológicamente, todo hereje formal deja de pertenecer al Cuerpo Místico.
Sobre la h. formal como delito, v. 6. Sobre la situación en que con respecto a
la Iglesia se encuentran los h. meramente materiales, y especialmente las
personas que hayan nacido en una confesión cristiana separada y se encuentren en
ella de buena fe, v. CRISTIANOS SEPARADOS; IGLESIA III, 2.
5. Herejías e historia de la Iglesia. La h. es un mal y un pecado y, en cuanto
tal, produce de por sí solo resultados negativos. Ahora bien, Dios es
omnipotente y, por eso mismo, capaz de sacar de los males bienes, lo cual se
manifiesta también con respecto a las h. Podemos decir, en primer lugar, que
toda h., aunque rechace algunas verdades cristianas, conserva otras, de ahí que
pueda tener, en ese sentido, una virtualidad histórica y tanto mayor cuanto más
elementos cristianos conserve. De otra parte, la h. puede dar ocasión a que
quienes permanecen fieles a la fe se reafirmen en ella, como dice S. Pablo en el
célebre texto de 1 Cor 11,19: «es procedente que entre vosotros haya divisiones
o herejías (oportet et haereses esse), a fin de que destaquen los de probada
virtud entre vosotros» (si bien el Apóstol piensa aquí más en divisiones de
orden moral que en h. propiamente dichas). Prolongando ese texto de S. Pablo en
el que se nos dice que Dios supera el mal ordenándolo a un mayor bien en la
Iglesia, diversos Padres han comentado que la h. ha sido aprovechada por Dios
como ocasión para un esclarecimiento mayor de la verdad, y un motivo de prueba y
de práctica de las virtudes para los buenos. S. Agustín lo repite con
insistencia: «Hay muchos puntos tocantes a la fe católica que, al ser puestos
sobre el tapete por la astuta inquietud de los herejes, para poder hacerles
frente son considerados con más detenimiento, entendidos con más claridad y
predicados con más insistencia. Y así, la cuestión suscitada por el adversario
brinda la ocasión para aprender» (De Cívitate Dei, XVI,2,1; PL 41,477); «Así,
con su mal son útiles a los verdaderos católicos, que son miembros de Cristo,
usando Dios bien de los males y cooperando todo al bien de los que le aman» (ib.
XVIII, 51,1: PL 41,613; Contra litt. Petiliani, 11,74,166: PL 43, 310; In Ps.
54,22: PL 36,643). Esta misma consideración teológica se mantiene viva en la
exégesis que los teólogos medievales hacen de los textos paulinos (cfr. H.
Grundmann, o. c. en bibl.).
Una breve reseña histórica, aunque a veces consideremos la h. en sentido amplio,
confirmará esa función indirecta en beneficio de la verdad divina. Frente al
gnosticismo (v.), la Iglesia precisó el símbolo de la fe y el canon de la S. E.,
aunando así la verdadera tradición con la sucesión apostólica de la jerarquía;
los errores del docetismo (v.) y del apolinarismo (v.) contribuyeron a proclamar
la integridad de la naturaleza humana de Cristo; subordinacionismo (v.),
adopcionismo (v.), arrianismo (v.) y macedonianismo (v.) movieron a que la
Iglesia celebrara los primeros Concilios ecuménicos de Nicea y Constantinopla
para defender solemnemente los dogmas referentes a la Sma. Trinidad; el
nestorianismo (v.) y el monofisismo (v.) sirvieron para que los Conc. de Éfeso y
de Calcedonia definieran la constitución ontológica de Cristo, y el nionotelismo
(v.) dio la ocasión para aclarar la constitución ontológico-psicológica del
mismo; los errores del donatismo (v.) y del pelagianismo (v.) africanos
contribuyeronen parte al progreso de la teología eclesiológica y sacramental,
así como al de la teología del pecado original y de la gracia respectivamente;
los errores eucarísticos de 8erengario (v.) dieron origen a los primeros
tratados de teología sacramentaria general; el neopelagianismo de los
nominalistas (v.) medievales, y la reacción a ultranza contra él de los
«reformadores» del s. xvi fueron superados con la riqueza dogmática y pastoral
del Conc. de Trento; el bayanismo (v.) y el jansenismo (v.) dieron ocasión a que
la Iglesia definiera con nueva insistencia la gratuidad del orden sobrenatural;
la continuidad del protestantismo (v.), los restos del conciliarismo (v.), el
liberalismo (v.) y el modernismo (v.) basados en el agnosticismo (v.) y en el
inmanentismo contribuyeron a la celebración del Vaticano I y a la publicación de
diversas encíclicas pontificias; etc.
Todo ello es cierto; conviene, no obstante, precisar dos cosas. En primer lugar,
que esa fecundidad no proviene de la h. en sí, sino de la Iglesia que reacciona
contra ella (la h. se define como carencia, corno negación y, en cuanto tal,
carece de virtualidad); de ahí que los tratadistas al ocuparse del tema suelen
precisar que las h. no son causas del progreso dogmático, sino sólo ocasión. En
segundo lugar, que la h. no es una ocasión necesaria como si sin ella no pudiera
tener lugar el proceso dogmático, de manera que la h. debiera ser considerada
como un elemento constitutivo del proceso del vivir cristiano. En este sentido
deben ser matizadas algunas afirmaciones de autores de la escuela de Tubinga
(v.), que trataron de explicar el desarrollo homogéneo del dogma partiendo de
una concepción orgánico-vital de la Iglesia y con cierto influjo de la
dialéctica del idealismo (v.) filosófico, y según los cuales la h. viene a
desempeñar de algún modo la función de antítesis que prepara la síntesis que
será el dogma proclamado por la Iglesia bajo la dirección del Espíritu Santo.
Como ya vio el representante principal de esa escuela, J. A. Móhler, la h. no es
una antítesis necesaria, sino más bien algo extraeclesiástico y extraño a la
unidad y a la vida de la Iglesia (de ahí que en lugar de gegensatz -antítesis-
hablara de widerspruch -contradicción-). La h. no es resultado de una necesidad
dialéctica de la idea, sino de la pecabilidad humana. Cuando se da porque el
hombre pecador se aparta de la verdad divina, Dios puede tomar ocasión de ese
pecado para reafirmar la verdad por £1 comunicada. Pero esa reafirmación no está
dialécticamente condicionada a la preexistencia de la h., sino que Dios podría
haber llevado a ella por otras vías. Y de hecho numerosos progresos dogmáticos
se han producido en la historia independientemente de toda h. y como fruto del
estudio teológico, de la piedad, de la vida mística, etc., en suma, de la
contemplación amorosa de la verdad bajo la guía del Espíritu Santo que es el
auténtico factor positivo del progreso de la Iglesia en la penetración en la
verdad divina que ha recibido.
V. t.: CISMA; APOSTASÍA; FE; CUERPO MíSTICO; IGLESIA III, 2.
A. TURRADO TURRADO.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991