La entrada de Tito (v.) en Jerusalén y la destrucción del Templo judío (se
emplea aquí el término judío como sinónimo de hebreo), en el 70 d. C., fue
consecuencia del levantamiento contra los romanos en Palestina provocado
por los celotes (v.). Los habitantes judíos de Jerusalén fueron
asesinados, condenados a trabajos forzados en Egipto o vendidos como
esclavos en las provincias del Imperio romano, según su mayor o menor
participación en la revuelta. Una vez más, continuaba su diáspora (v.) por
el mundo. De este modo, se extendieron por Italia, valle del Rin, las
Galias, España y Norte de África. Las comunidades establecidas en los
dominios de Roma compraron a sus hermanos de raza y religión a fin de
devolverles la libertad, manifestándose así la solidaridad hebrea de
alcance internacional que ha caracterizado la historia interna de este
pueblo con algunas excepciones. Después del incendio de Jerusalén (v.)
ordenado por Tito, Judea (v.), o sea, el Sur de Palestina, pacificado por
Vespasiano (v.) en el 69, se constituyó en provincia romana. En ella
permanecían aún muchos judíos, algunos de ellos huidos de Jerusalén, antes
de la conquista de la ciudad por Tito, y que habían seguido el partido
prorromano frente a los celotes. Igualmente, en Galilea, que los romanos
habían conquistado en el 67, quedaban judíos que no se habían sumado a la
sublevación, y lo mismo ocurrió en otros lugares de Palestina (v.
PALESTINA III), que los romanos procuraron que no fueran totalmente
despoblados.
1. Bajo el Imperio romano. La posición de los emperadores paganos
frente a los judíos fue, en general, de tolerancia (se exceptúan los
reinados de Domiciano en los a. 81-96 y Nerva desde el 96 al 98) y, en
algunos casos, de protección, como se manifestó en la ayuda prestada a las
florecientes comunidades judías de Alejandría, Antioquía de Pisidia y
Antioquía de Siria frente a los griegos, que ya habían acostumbrado a los
h. a vivir en barrios separados. Ésta será la mayor parte de las veces una
de las características del hábitat judío, en razón de su religión y
costumbres, hecho que ha contribuido a presentarles como algo antisociales
o, al menos, un tanto desplazados de la comunidad social. Por lo que se
refiere al mundo griego y romano, politeísta, ciertamente los judíos,
monoteístas, no podían integrarse totalmente en una sociedad que no sólo
no participaba de sus creencias, sino que las rechazaba, y ello a pesar de
la indudable helenización y romanización del pueblo judío disperso.
Tampoco resultó a veces demasiado viable su convivencia con otros pueblos,
por tratarse casi siempre de grupos minoritarios extraños al cuerpo social
que les ha dadocobijo. En ciudades y países de influencia judía, hubo
casos de personalidades relevantes que velaron por sus hermanos de raza
menos privilegiados. Pero el mismo carácter internacional del pueblo
judío, sin patria fija, que se adapta a cualquier ambiente urbano liberal,
ha chocado cuando se trata de poderes estatales centralistas y
absolutistas.
En la destruida Jerusalén, los romanos crearon la colonia Aelia
Capitolina (ca. 131), prohibida a los judíos, y perteneciente a la
provincia procuratorial de Palestina. Cuando el emperador Adriano (v.)
intentó edificar un templo pagano en el mismo lugar donde se había
levantado el judío, estalló una nueva sublevación (132), dirigida esta vez
por Bar Kokeba, quien consiguió el control de Palestina durante tres años,
hasta la reconquista del país por las legiones romanas. La población fue
diezmada; aunque algunos se refugiaron en las montañas de Galilea y otros
se quedaron en las proximidades de la antigua Jerusalén, en condiciones
desfavorables, prácticamente el pueblo judío se quedó sin patria. Así
perdieron la «Tierra prometida» tanto tiempo disfrutada (más de 1.500
años), es decir, Canaán (v.), adonde les había conducido Moisés (v.) y que
Josué (v.) había conquistado. Palestina se integró en la provincia romana
de Siria (135). Sobre todo a partir del 135, la historia de los h. es una
mezcla de enfrentamientos con otros pueblos, a veces de persecuciones, de
movimientos de comunidades en una casi constante migración, que les ha
llevado a extenderse por casi todo el mundo civilizado, exceptuando
Extremo Oriente.
En el reinado de Antonino Pío (v. 138-161), los judíos del Imperio
se beneficiaron de la política de tolerancia religiosa. Con Caracalla
(v.), consiguieron la ciudadanía otorgada a todos los súbditos (212). La
esperanza que desde entonces les mantuvo frente a toda adversidad es la
promesa del Mesías (v.), obstinados en no admitir el cumplimiento de las
profecías en la persona de Jesucristo (v.). Esta expectación mesiánica no
es la misma para todos los judíos. Ya desde los primeros tiempos de la Era
cristiana, y aun antes, se infiltró entre ellos la idea de un Mesías,
político que les liberaría del dominio extranjero. El mesianismo
contribuyó a la pervivencia del pueblo judío, y a su extraordinaria
proliferación, pues cada familia ha albergado la ilusión de que en su seno
nazca el Mesías anunciado por los profetas y tan diversamente
interpretado. Estas interpretaciones, así como las diferentes tendencias
religiosas y escuelas dentro del judaísmo (v.), constituyen una fisura en
la hipotética unidad del pueblo judío, además de las diferencias de
cultura que han distinguido a unas comunidades de otras. Sin embargo,
puede decirse que han esperado un Mesías que reuniese las tribus de Israel
dispersas, que restaurara la ciudad santa de Jerusalén y reconstruyera su
Templo, que comenzase una época de paz y prosperidad de la que Israel
fuera el principal beneficiario, y que liberara a los oprimidos y cautivos
(v. MESIANISMO).
La situación de tolerancia se mantiene después del edicto de Milán
(v.; 313); y en el breve reinado de juliano el Apóstata (v.; 360-363) se
proyectó reconstruir el Templo de Jerusalén. En la legislación imperial de
finales del s. iv se dan algunas normas que resultan discriminatorias para
los judíos. Así ocurre con el Código de Teodosio (v. TEODOSIO 1 EL GRANDE)
y sobre todo con Teodosio 11 (408-450), que les prohibió la construcción
de nuevas sinagogas y los excluyó de los cargos públicos. Justiniano 1
(v.), en su compilación, recogió algunas de las normas del Código de
Teodosio.
Mucho más dura, sin embargo, fue su situación en e imperio persa,
bajo la dinastía Sasánida (v.), que dominaba en los territorios conocidos
actualmente como Irán e Iraq, y en parte de Armenia, y cuya persecución s
dirigió también contra los cristianos, especialmente en e reinado de
Bahran V (420-440). Con la aparición de Moisés de Creta, alrededor del
440, haciéndose pasar por el Mesías, los judíos creyeron llegado el
momento de recuperar la Tierra prometida, pero el falso mesías y sus
seguidores perecieron ahogados cuando intentaban alcanzar Jerusalén
andando sobre el mar. Otro falso mesías fue Srini, durante el califato del
omeya Yazid 11, en el primer tercio del s. vIII. Consiguió que se unieran
a él judíos procedentes de Europa. Apresado por revolucionario, declaró
que se burlaba de sus correligionarios. Hasta el s. xviil hubo varias más.
Además del exilarca de Babilonia, cuya autoridad religiosa y
cultural, reconocida también en Occidente, se mantuvo hasta el s. xli, y
de la fidelidad a la Biblia, dio bastante cohesión a los judíos la
redacción del Talmud (v.), considerado como el código del pueblo hebreo en
su diáspora. En el primer tercio del s. iII, se fijó la ley oral o Misná,
cuya interpretación y comentarios (Guemará) dieron lugar al Talmud
palestinense y al babilónico, terminados ca. 380 y 499 respectivamente, y
cuya parte común es la Misná; de los dos, ha gozado de mayor predicamento
el segundo. Pero no todos los judíos han aceptado el Talmud. Desde el s.
vIii, la secta de los caraítas (del hebreo qaraim, gentes de la Biblia)
surgida en Babilonia no reconocía más libro sagrado que el de la Biblia.
La autoridad del exilarca fue decreciendo a medida que aumentaba la del
gaón, cuyo poder se extendía a los aspectos religioso, legislativo y
judicial; pero también desapareció esta institución en la Edad Media,
quedando al frente de las comunidades un Consejo de ancianos y la única
autoridad religiosa del rabino (v.), figura principal en las celebraciones
de la sinagoga (v.), lugar de reunión de los judíos y centro de su vida
religiosa, que administra un Comité de notables y cuya existencia data
probablemente de Babilonia desde el s. vi a. C. (la palabra sinagoga,
procedente del griego, significa lo mismo que la hebrea kénésset, es
decir, asamblea).
2. Durante la Edad Media. Las invasiones de los bárbaros en el s. v
constituyeron un rudo golpe para las comunidades judías, que, no obstante,
se vieron favorecidas en algunos de los Estados creados por los invasores.
Así, en España (se cree que los judíos llegaron a la península Ibérica
sobre todo a partir de la conquista de Jerusalén por Tito en el 70) los
judíos gozaron de libertad, aunque con algunos límites; así en el tercer
Conc. de Toledo (v.; 589), se impide a los judíos el proselitismo entre
cristianos, la adquisición de esclavos cristianos, el acceso a los cargos
públicos y el matrimonio mixto. Sisebuto (612-621) intentó convertir a los
judíos con un celo excesivo (que censuró S. Isidoro) que podía llevar a
actitudes falsas. Se cree que se bautizaron 90.000 y otros huyeron al Sur
de Francia (Crónica de Moissac, del s. ix); pero los bautizados no se
convirtieron realmente y siguieron practicando su religión en secreto, con
lo que se inicia en España el problema de los judaizantes (v.) que se
mantendría hasta el s. xviii.
La cuestión se complica y hace más difícil en el reinado de Egica
(687-702), el cual denuncia en el XVII Conc. de Toledo (694) la
conspiración de los judíos con los árabes del Norte de África para
derribarle del trono. Se trataba, pues, no ya de un problema de unidad
religiosa abordado conforme a la mentalidad de la época,1 sino de los
intereses del Estado visigodo y de su supervivencia, pues la minoría judía
constituía una especie de Estado dentro del Estado que hacía peligrar ae
éste. Parecidos rasgos tiene a veces el problema en otros 1 países, cuyas
actitudes han sido interpretadas como an s tijudaísmo, cuando su verdadero
contexto histórico y político hace pensar más bien en medidas de
seguridad, en elr derecho de los Estados a su subsistencia. Es cierto, no
obstante, que en algunas naciones se tomaban medidas violentas contra los
h. El papa Gregorio I, hacia el 600, expidióun decreto que prohibía
terminantemente tales violencias; a este decreto siguieron otras muchas
letras pontificias queriendo garantizar la libertad y los derechos civiles
de los judíos; básica en este sentido fue la bula Sicut judeis de Calixto
II, confirmada posteriormente por varios Papas (cfr. García Villoslada, o.
c. en bibl.). Al mismo tiempo, los Pontífices buscaban la salvación de
todos a través de la Iglesia, procurando también que los fieles se vieran
libres del proselitismo de otras confesiones y doctrinas heterodoxas,
bastante frecuentes entonces; de ahí la persistente normativa de
separación entre cristianos y judíos, lo que venía a proteger a unos y a
otros. Por lo demás -también en parte como consecuencia de la misma
historiografía judía- si bien los historiadores suelen fijarse mucho en
las discriminaciones o legislaciones especiales que en esta y otras épocas
se dieron sobre los judíos, conviene no olvidar los aspectos de su
historia interna, que les lleva a difundirse y extenderse mediante
empresas y organizaciones, que constituyen la red internacional de mayor
peso en la historia, desde los primeros siglos de la Era cristiana.
La posición del Islam frente a los h. era de cierta tolerancia. El
califa Omar I (634-644) les concedió el mismo estatuto que a los
cristianos, lo que implicaba que les prohibió la construcción de nuevas
sinagogas y el ejercicio de cargos públicos, discriminándoles socialmente
al obligarles a llevar una vestimenta que les distinguiera. Y esa actitud
se mantuvo en España tanto bajo los musulmanes como en los Estados
cristianos. Hay algunas excepciones, en la etapa de los reinos de taifas
(v.), p. ej., cuando en Granada fueron asesinados 4.000 judíos (1066).
Las invasiones de los almorávides (v.) y almohades (v.), en los s.
xI y xtt respectivamente, también fueron muy nefastas para los
hispanojudíos del territorio musulmán, que se vieron obligados a emigrar a
los Estados cristianos. Bien recibidos por Alfonso VII de Castilla y León
(112627), el centro de su actividad se desplaza hacia la España cristiana;
de Toledo hicieron una de sus principales ciudades, en la que eran
considerados tan libres como los demás vecinos, e intervinieron
brillantemente en la llamada Escuela de Traductores de Toledo (v.),
durante el reinado de Alfonso X (1252-84), en cuya época se edificó la
sinagoga de Santa María la Blanca. Las relaciones entre cristianos y
judíos estaban reguladas mediante fueros, de los que fue modelo el de
Teruel. Hubo también muchas conversiones sinceras al cristianismo; algunos
conversos o marranos (término sin sentido peyorativo y que probablemente
procede del arameo maranata, anatema) llegaron a ocupar cargos públicos de
importancia, o consiguieron ser filósofos o teólogos notables, realizando
una intensa labor de atracción entre sus hermanos de raza, al tiempo que
se intensificaron las disputas teológicas entre cristianos y judíos desde
el s. xii, cuando ya el centro religioso del judaísmo se había desplazado
desde Babilonia a Occidente. Fueron famosas las de Barcelona (1263) y
Tortosa (141314); fuera de España, la de París (1240) (v. APOLOGÉTIcA II,
2).
En la España medieval, pasados los primeros tiempos de la
Reconquista (v.), los judíos fueron un valioso elemento repoblador. En
territorio bajo el dominio musulmán como Lucena (Córdoba) y Granada, la
densidad de población hebrea era elevada. Según la teoría de Américo
Castro (v.), la convivencia entre cristianos, musulmanes y judíos forjó el
ser hispánico. En Cataluña, estuvieron bajo la legislación de los francos
hasta la primera promulgación de los Usatges (1070) por el conde de
Barcelona Ramón Berenguer 1. Tarragona era conocida como la ciudad de los
judíos. Juderías o barrios de judíos hubo en las más importantes
poblaciones españolas. Importantes en Navarra fueron las de Pamplona,
Estella, Olite, Tafalla y Tudela. Los reyes cristianos les concedieron
casi las mismas prerrogativas que a los cristianos en las cartas de
población. Se dedicaban principalmente al comercio, trabajos artesanos y
recaudación de impuestos, y también actuaban como prestamistas, al igual
que en el resto de Europa, cobrando intereses elevados, alrededor de un
30%, y parece ser que más. En las ordenanzas de S. Luis, en el s. xiii,
aplicadas en Francia y Navarra, los cristianos podían devolver los
préstamos cuando y como quisiesen.
Sus actividades de prestamistas y recaudadores de impuestos les
malquistaron con el resto de la población. Esta circunstancia explica
muchas reacciones contra los judíos a las que fueron ajenos los poderes
públicos. Ello no obstante, las aljamas (del árabe al-t'a'ba, reunión) u
organizaciones en las que se englobaban los judíos eran poderosas; algunos
de sus miembros ocupaban importantes cargos públicos, y los reyes
españoles se valían de ellos por su poder económico e influencia. Durante
la primera Cruzada (v.; 1095), caracterizada por su desorganización y por
el desbordarse de unas masas populares incontroladas, fueron arrasadas
algunas juderías por la turba que marchaba hacia Bizancio. Ello no impidió
que los judíos intervinieran en la financiación de las siguientes
Cruzadas, interesados como estaban en el comercio con Oriente. Su
intervención financiera en las Cruzadas decayó cuando las órdenes
militares (v.) adquirieron suficiente poder económico. Con la conquista de
Jerusalén por los cruzados, los judíos se extendieron aún más por el
imperio bizantino y países islámicos, internándose luego entre lbs pueblos
eslavos. En casi todas partes constituían una población separada, con sus
propios barrios.
El tecero y cuarto Conc. de Letrán (v.; 1179 y 1215 respectivamente)
renovaron las disposiciones de separación entre cristianos y judíos, cuya
aplicación se suavizó en España, por intervención sobre todo de Fernando
111 de Castilla y León, que en esto siguió la política de sus antecesores.
Jaime I de Aragón (1213-76) acogió bajo su protección a los judíos, a los
que instaló en Mallorca, con la obligación de residir en un call (del
hebreo qahal) o barrio determinado.
A fines del s. xiii, el clima antijudaico era general en casi toda
Europa. Ya Inocencio IV (1243-54) tuvo que defender a los judíos de la
acusación de muerte ritual. Eduardo 1 les expulsó de Inglaterra (1290), en
donde habían penetrado en el s. xt con Guillermo 1 el Conquistador. De
Francia fueron expulsados en 1306 y 1394, durante los reinados de Felipe
IV (el mismo que procesó a los' templarios) y Carlos V I respectivamente.
Los planes de expulsión se producen porque los monarcas siguen una
política de reforzamiento del poder real y disponen de otros ingresos que
los impuestos percibidos por los judíos, a quienes la autoridad real
toleraba por su utilidad económica. Los motivos de expulsión son más bien
políticos y económicos que religiosos. En la mentalidad de los
gobernantes, constituía un obstáculo la existenciade minorías con
influencia que dificultaban conseguir la unidad de los territorios y un
Estado centralizado. Las persecuciones de judíos por casi toda la
península Ibérica y en Navarra en 1320-28 motivó su emigración a África
del Norte. En Polonia, sin embargo, se fueron formando numerosas
comunidades, acogidas al Estatuto de 1264, que les era favorable. La
inmigración en Polonia aumentó durante el reinado de Casimiro 111
(1333-70) y bajo la dinastía de los Jagellones (1386-1572). El núcleo de
judíos que desde Polonia pasó a Rusia ha conservado en parte la lengua
alemana (v. YíDICA, LENGUA Y LITERATURA). En Italia, eran importantes las
comunidades del Sur.
3. Desde la Edad Moderna. La expulsión de los judíos de España,
decretada por los Reyes Católicos el 31 mar. 1492, fue debida a varios
factores. Su permanencia imposibilitaba la unidad nacional que se
proponían los monarcas, pero también las dificultades de convivencia con
los cristianos viejos y nuevos (judíos conversos y judaizantes) suponían
un inconveniente para la unidad política. Se habían puesto los medios para
obtener la sincera conversión de los judíos al catolicismo, pero
masivamente no se consiguió. Acertada o equivocadamente, con una
mentalidad muy de su época, los reyes pensaron que el mejor modo de
eliminar el «trauma» judío era ordenar su expulsión. Desde un punto de
vista económico, la expulsión constituyó un desastre, a pesar de la
prohibición de que sacaran metales preciosos. No se sabe con exactitud los
judíos que salieron de España. Hacia Portugal, según el cronista de la
época Andrés Bernáldez, salieron unos 93.000; de allí fueron expulsados en
1497. Otros judíos españoles (unos 60.000 más) emigraron al Norte de
África, Sur de Francia, Italia (sobre todo Liorna) e Imperio turco,
constituyendo el grupo de los sefardíes (v.), distinto por su lengua y
costumbres de los askenazíes o judíos del centro y Norte de Europa. De
Navarra fueron expulsados en 1498, de Nápoles en 1510 y 1541, y de Milán
en 1591 pasando al Sur de Francia y Países Bajos.
El protestantismo fue en principio tolerante -con los judíos, pero
el mismo Lutero se mostró luego hostil: De principios del s. xvi es el
primer proyecto sionista de conquista de Palestina, para restaurar el
reino de Judá, que David Reubení (1490-1542) llegó a proponer al papa
Clemente VII (1523-34). Con la unión de España y Portugal en 1580, los
judíos portugueses fueron colocados bajo las mismas leyes que en España;
algunos salieron y consiguieron llegar a los Países Bajos. Otros fueron
admitidos en España por Felipe III desde 1601 sin necesidad de bautizarse,
mediante el pago de un donativo. Felipe IV utilizó sus servicios como
banqueros (1627), y fueron protegidos por el conde-duque de Olivares hasta
la caída de éste (1643). Posteriormente, judoo-cristianos portugueses y
españoles se establecieron en los puertos de la Europa atlántica. A partir
de 1648, se constituyeron comunidades judías en Francia, al incorporarse a
este país Alsacia-Lorena. En el mismo año, algunas comunidades de Ucrania
fueron destruidas por los cosacos. Las luchas entre cosacos y polacos, que
se mantuvieron hasta 1655, afectaron a los judíos, que tuvieron que huir a
otros lugares de Europa y Asia. En 1649, O. Cromwell permitió la entrada
de judíos en Inglaterra, por primera vez desde su expulsión en 1290. Desde
1656, se establecieron en Londres banqueros y comerciantes judíos de
Amsterdam. Por ese tiempo, el mundo judío del Imperio turco se vio
alterado por las pretensiones mesiánicas de Sabbetay Seví (1626-76), que
para salvar la vida se convirtió al islamismo.
La llegada de judíos a Norteamérica comienza en 1654, con una
expedición procedente de Brasil que se establece en Nueva Amsterdam
(actual Nueva York). Cuatro años después, se crea en Newport la segunda
gran comunidad judía de América del Norte, con colonos llegados de
Amsterdam. A lo largo de la costa atlántica norteamericana, se constituyen
comunidades sefardíes originarias de las Indias occidentales, Países Bajos
e Inglaterra. Un siglo después, había ya comunidades organizadas en
Filadelfia, Charleston y Savannah (1776), con una población hebrea que no
superaba los 2.500 individuos (1790), pero que en 1860 ascendía a 275.000
aprox. Aunque la inmigración sefardí a Estados Unidos terminó a partir de
1800, la población judía aumentó con nuevas inmigraciones de h. huidos de
Rusia, Polonia y Rumania. En el continente sudamericano, los judíos se han
asentado principalmente en Argentina y Brasil.
Un gran avance para la incorporación de los judíos a la sociedad en
que vivían fue la obra de Moses Mendelssohn (1729-86), que consiguió
elevar el nivel cultural de los judíos centroeuropeos. El ambiente era
propicio por el clima creado por la Ilustración, y se inicia un movimiento
que aboga por el reconocimiento de las minorías judías. Representativo del
mismo es el filósofo irlandés John Toland, autor de Reasons for
Naturalizing the fews (1714). En la misma línea, de la que son excepción
las leyes restrictivas de Federico lI de Prusia (1740-86), se muestran los
enciclopedistas, que piden que se les concedan los mismos derechos que a
los demás ciudadanos. Estas reivindicaciones plantean la casi eterna
cuestión de los judíos: ¿se sienten ellos ciudadanos, capaces de cumplir
las obligaciones propias de la ciudadanía?, ¿cómo compaginar la doble
fidelidad que pretenden vivir los judíos: fidelidad a la propia tradición
y a la propia raza y fidelidad al país en que viven? La cuestión ya
sentida antes continúa sintiéndose después y no deja de suscitar recelos,
si bien la tendencia a reconocerles derechos en cuanto minoría se va
extendiendo. La sociedad norteamericana les asimiló desde un principio,
concediéndoles nlenitud de derechos en la Declaración de independencia
(1776) y en la Constitución de Estados Unidos (1789). La Revolución
francesa les concedió plenitud de derechos (1791). Su emancipación alcanzó
a los residentes en los países ocupados por Napoleón. El concepto de
nacionalidad que entonces comienza a extenderse les plantea el dilema de
elegir la del país que habitan o la hipotética nacionalidad judía. Muchos,
siguiendo la tradición, optan por ésta. No obstante, Napoleón consiguió
que aceptasen la nacionalidad francesa y el cumplimiento del servicio
militar (1806). Un año después, admitían el uso de un apellido y se
organizaba su culto.
Portugal volvía a recibirles en 1821. Prusia les concedió la
ciudadanía en 1812, pero posteriormente les negó el acceso a los cargos
públicos. Afectaba, pues, también a los judíos la reacción de tipo
absolutista. Algo parecido ocurrió desde 1815 en Italia, donde
prácticamente retrocedían a la situación anterior a la emancipación. En
Inglaterra, se reconocen también los derechos de las minorías no
anglicanas: así se concede libertad a los católicos y poco después a los
judíos; en 1860, los h. eran admitidos en el Parlamento. La oposición de
los suizos a la igualdad política de los judíos cesó en 1874.
Prácticamente, en toda Europa central y occidental les fueron reconocidos
sus derechos desde 1870. En España, se les otorga régimen de tolerancia
desde Isabel 11 (1833-68). Alejandro 1 (1801-25) y Alejandro 11 de Rusia
(1855-81) se mostraron liberales, pero con Alejandro 111 (1891-94) y
Nicolás II (1894-1917) se renovó la discriminación y se atribuyó a ellos
la derrota de Rusia por el Japón (19041905). En los Protocolos de los
sabios de Sión, publicado en ruso (1903), se pretendía la existencia de un
complot judío de dominio del mundo, lo cual sirvió de pretexto para
organizar persecuciones. Al fin, el 2 abr. 1917 fueron emancipados en
Rusia.
En esta época nace el antisemitismo (v.), término que se emplea por
primera vez en Zwanglose antisemitische llefte, de W. Marr (1881), como
expresión de un antijudaísmo de motivos étnicos y no políticos. Este
antijudaísmo étnico aparece en Alemania, Polonia y Rusia. Contra él
reacciona el sionismo (v.) de T. Herzl (v.), quien responde a los escritos
antisemitas del francés Édouard Drumont, autor de La France juive (1886),
Le testament d'un antisémite (1891) y Les Juifs et 1'affaire Dreyfus
(1899). La actitud antisemita se difunde bastante en Rusia, donde se
populariza la palabra pogrorns para significar una persecución antijudía.
De todas formas la campaña antisemita más fuerte tiene lugar en la
Alemania nazi (v. NACIONALSOCIALISMO). Ya desde 1935, por las leyes de
Nuremberg, los judíos alemanes habían perdido la nacionalidad y se les
prohibieron los matrimonios mixtos. También B. Mussolini persiguió a los
judíos desde 1938, inspirado por A. Hitler. La Santa Sede procuró
protegerlos. En España fueron admitidos judíos que huían de la
persecución. Parecida acogida favorable les dispensaron países no
beligerantes, neutrales y aliados. Muchos de ellos formaron parte de los
movimientos de Resistencia en Francia, Italia y Polonia.
Terminada la guerra, la Organización Int. de Refugiados se hizo
cargo de millones de personas fuera de su hogar. Existen varias
organizaciones internacionales, creadas y dirigidas por judíos, que
defienden sus intereses: Alianza Israelita Universal (1860), Agencia Judía
para Israel (1897), Congreso Judío Mundial (1936), etc. Al mismo tiempo
numerosas publicaciones judías, entre ellas Universal Jewish Encyclopedia
(10 vol., Nueva York 1939-43) sirven de propaganda.
El hecho más importante es la creación del Estado de Israel (v.),
favorecido por la Declaración Balfour (v.) y establecido en 1948, y que ha
absorbido a judíos de todo el mundo, principalmente de los países árabes.
A pesar del nuevo Estado judío, los Estados Unidos de América del Norte
continúan con el mayor porcentaje de población judía (5,5 millones).
Numerosas son las colonias judías en toda Europa; menos conocidas y de
escasa importancia son las comunidades judías de India (los BeneIsrael) y
Etiopía (los falashas).
BIBL.: F. JOSEFo, Las guerras de
los judíos, Barcelona 1952; W. KELLER, Historia del pueblo judío. Desde la
destrucción del templo al nuevo Estado de Israel, Barcelona 1969; R.
NEHERBERNHEIM, Histoire juive de la Renaissance á nos jours, París 1963;
S. WITTMAYER, A social and religious history of the jews, Nueva York 1952;
B. BLUMENKRANZ, Juifs et chrétiens dans le monde occidental (430-1096),
París 1960; P. RASSINIER, Le drame des juifs européens, París 1964; J.
MADAVIE, Les juifs et le monde actuel, París 1963; B. Z. GOIDBERG, Los
judíos en la Unión Soviética, Buenos Aires 1962; C. ROTH, Historia de los
marranos, Buenos Aires 1946; L. GARCÍA, Los judíos en América, Madrid
1966; F. TORROBA, Los judíos españoles, Madrid 1967; J. COLL-CUCHI, La
cuestión secular del pueblo hebreo, México 1945; R. GARCÍA VILLOSLADA, Los
judíos en la Edad Media, en Historia de la Iglesia católica, 11, 3 ed.
1963, 737-740.
CARLOS R. EGUÍA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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