GREGORIO NACIANCENO, SAN


Escritor y Padre de la Iglesia del s. Iv. Uno de los tres Capadocios (v.) que sobrepasa a los escritores de su época, tanto por la elegancia de estilo, como por su erudición. Los autores bizantinos lo han llamado el «Demóstenes cristiano». Celebra su fiesta el 2 de enero. Declarado Doctor de la Iglesia por S. Pío V en 1568.
     
      Vida. N. el 329-30 en Arianzo, villa próxima a Nacianzo, al sudeste de Capadocia, y m. el 390 en su pueblo natal. Su padre, llamado también Gregorio, vivió sus primeros cincuenta años adherido al parsismo (v.); convertido a Cristo el a. 325, llega a ser obispo de Nacianzo. Su madre, de nombre Nonna, hija de padres cristianos, llegó, en palabras de su hijo, a sobrepasar a los suyos por su piedad; tal era su temple que afirma de ella: «en cuanto a su cuerpo, era simplemente una mujer, mas en cuanto a carácter superaba a los hombres». Una mujer así ejerció gran influjo en la conversión de su marido y tuvo un papel preponderante en la educación de su hijo.
     
      El matrimonio pasó mucho tiempo sin descendencia hasta que Dios les premió con una hija, Gorgonia, y con dos hijos, G. y Cesáreo. G. describe sus primeros años diciendo que «nutrido desde mi más tierna edad de todo aquello que es bueno, gracias a los excelentes ejemplos que yo tenía en la casa, tomé, ya entonces, un poco de la gravedad de un anciano y, poco a poco, sentía que el ardor por todo lo que hay de mejor se agrandaba en mí, como una nube se agrandó incorporándose otras nubes. Conforme avanzaba en edad y mi razón se iba desarrollando, estudiaba con agrado los libros que defienden la causa de Dios y frecuentaba los hombres de vida más santa» (E. Devolder, Saint Gregoire de Nazianze. Textes choisis, Namur 1960, 33).
     
      En su juventud, asistió a la escuela de Cesarea de Capadocia. Más tarde frecuentó la escuela cristiana de Cesarea de Palestina en donde estudia Retórica bajo la dirección de Thesperio y, luego, la de Alejandría, capital de la ciencia y de la erudición. Por último, se dirige a la de Atenas, donde estudia Filosofía bajo la dirección de maestros tanto paganos (Himerio) como cristianos (Proaeresio). En Atenas conoce a Juliano el Apóstata y comienza su amistad con Basilio el Grande (v.) que había de durar toda la vida.
     
      Tales fueron los estudios realizados por estos jóvenes amigos que se pensó en Atenas contratarlos definitivamente como profesores de Letras. Pero ambos habían decidido consagrarse a Dios. Basilio, hombre activo y más fuerte en su decisión, marchó para Cesarea de Capadocia sin dejarse vencer por los ruegos de maestros y condiscípulos. G., más sensible a los ruegos de sus amigos, se quedó todavía por algún tiempo. Pero su resolución no podía ser definitiva pues se sentía atraído por su patria; le parecía que sólo allí podría vivir la verdadera sabiduría que lleva a la perfección a lo que se sumaba la avanzada edad de sus padres. Un día, casi en secreto, abandona Atenas y vuelve a Nacianzo.
     
      En él va tomando cuerpo el deseo de entregarse todo entero a Dios. Ante la perspectiva de elegir entre la vida contemplativa en la soledad o el apostolado en medio del mundo, adopta una solución intermedia con la que así puede participar de ambas. De este modo, aunque compartió durante algún tiempo la vida monacal con Basilio (a. 358-59) no se decidió a abandonar totalmente a sus ancianos padres.
     
      Poco tiempo después, su padre, de acuerdo con el deseo de su pueblo, le ordenó sacerdote (quizá el 25 dic. 361) para que fuese su auxiliar en sus años de vejez. G. describe el hecho diciendo: «Él quiso someterme a las ataduras del Espíritu y honrarme con lo que él más estimaba: me hace ceder y me fuerza a aceptar el segundo puesto después de él». Sufrió tanto por dicha «tiranía» (así la denomina G.), que quiso huir y se dirigió al Ponto para, en compañía de su amigo, procurar poner fin a su dolor. Pocas semanas duró tan grata estancia dado que el sentido del deber y la insistente llamada de su padre lograron que volviese a Nacianzo, donde predicó ante la asamblea de fieles el día de Pascua del a. 362.
     
      En el invierno del 371-372, el emperador arriano Valente había dividido la provincia civil de Capadocia en dos partes: la Capadocia Prima situada al norte y teniendo por capital a Cesarea y la Capadocia Secunda situada al sudoeste siendo Tiana la capital. Con esta división se empiezan a complicar las cosas dado que Basilio había sido nombrado obispo de Cesarea y metropolitano de toda Capadocia (370), mientras que Antimo, obispo de Tiana, se proclamó metropolitano de la Capadocia Secunda arrogándose de este modo jurisdicción sobre algunas sedes sufragáneas de Basilio. Éste, para afirmar sus derechos, para contar con el mismo número de obispos bajo su obediencia, y para evitar que la organización de la Iglesia tuviese como patrón las mismas fronteras administrativas del Imperio, creó nuevas sedes episcopales dentro del territorio en litigio. Sásima fue la sede creada para G. consagrado obispo, por Basilio, el a. 372. G. la describe así: «hay un lugar sobre una gran carretera de la Capadocia en la confluencia de tres caminos; allí no hay agua, ni hierba, ni nada de todo eso que agrada a un hombre libre; es una pequeña aldehuela terriblemente odiosa; solamente hay allí polvo, ruido, carros, lamentos, quejas, cobradores de impuestos, instrumentos de tormento...; de hecho unos habitantes, meros extranjeros de paso y vagabundos; he aquí mi Iglesia de Sásima». Como dice Devolder (o. c. 45, nota 40) «si la naturaleza poética de Gregorio había sido herida por la carencia de encanto del lugar, repugnaba todavía más a su alma al aceptar una diócesis en la que la falta de población estable no le permitía hacer un bien profundo. Todavía más, la creación de la sede de Sásima era un medio de luchar contra Antimo, y Gregorio, ante todo, era un amante de la paz». En efecto, nunca llegó G. a tomar posesión de su sede sino que se retiró a la montaña con la intención de dedicarse a la vida solitaria. Si bien fue capaz de resistir a las invectivas de Basilio, su padre terminó por convencerle, aunque no a que fuera a Sásima, sino para que volviese a Nacianzo y fuera auxiliar suyo.
     
      En la primavera del 374 muere, casi centenario, su padre y al poco tiempo, en ese mismo año, su madre. Continuó durante algún tiempo al frente de la iglesia de Nacianzo mientras intentaba convencer a los obispos de la región de la necesidad de nombrar un titular para dicha sede ya que él había venido sólo para ayudar a su padre y no para sucederle. G., libre ahora de los requerimientos de éste, se retiró de nuevo a la soledad en Seleucia, metrópoli de Isauria, provincia situada al sudoeste de la Capadocia. Estando allí recibió la noticia de la muerte de Basilio (379) que de verdad le afectó como lo demuestra en su carta escrita a Gregorio de Nisa.
     
      Por estas fechas, llega una nueva llamada a G. que lo reclama para la vida activa. Muerto el emperador Valente (378) en lucha contra los visigodos y nombrado sucesor Teodosio (v.), partidario de la fe verdadera, los católicos de Constantinopla, que habían sido oprimidos casi durante 40 años por los herejes, pidieron a G. que fuera a la ciudad para hacerse cargo de su pequeña comunidad. A pesar de todas sus dudas terminó aceptando e hizo su entrada en Constantinopla a principios del a. 379. Pero todos los edificios eclesiásticos, incluida la Iglesia de Santa Sofía, estaban en poder de los arrianos hasta el punto de que, si quiso reunir en asamblea a todos sus fieles, tuvo que hacerlo en la casa de un amigo, casa que desde entonces ha sido llamada Anastasia para recuerdo de la resurrección de la ortodoxia llevada a cabo por el nuevo obispo de Constantinopla. Su prestigio fue grande y le valió la predicación de sus cinco discursos teológicos sobre la divinidad del Verbo ante sus fieles.
     
      El mismo día de la entrada de Teodosio en Constantinopla (24 dic. 380) fueron devueltos todos los edificios a los católicos y el emperador en persona condujo a G. a la iglesia de los Apóstoles. No obstante, los arrianos siguieron molestando: la noche de Pascua del 379, ocuparon la capilla de la Anastasia y atacaron a los asistentes; en otra ocasión, enviaron un joven con el objetivo de asesinar a G. De otra parte, tuvo que resistir las intrigas de un tal Máximo, antiguo filósofo cínico, que fue consagrado obispo en la capilla de la Anastasia por otros obispos de Alejandría y que pretendía la sede de Constantinopla.
     
      Estos avatares no constituyeron impedimento alguno para que G. lograse el máximo prestigio. S. jerónimo, que se encontraba entonces en Antioquía, dedicado al estudio de la S. E., se trasladó a Constantinopla para perfeccionarse en su especialidad, hasta el punto que llega a afirmar que G. fue su guía en el conocimiento de la Biblia.
     
      En mayo del 381 se abría el Conc. I de Constantinopla presidido por Melecio de Antioquía. Además de anatematizar el arrianismo, condenó a Máximo y proclamó a G. como arzobispo de la capital. Muerto Melecio, pasó G. a ocupar la presidencia. Lo que en un principio fue mera disensión, llegó a discusión cuando se trató el tema de la sucesión de Melecio ya que la iglesia católica de Antioquía hacía casi 20 años que estaba dirigida por Melecio y Paulino. G., como no viese secundada su solución y como la jerarquía de Egipto y de Macedonia impugnase su nombramiento de obispo de Constantinopla ya que era obispo de Sásima y canónicamente estaba prohibido el traslado de sede de un obispo titular, disgustado renunció a la sede, siendo aceptada su dimisión.
     
      En julio del 381, después de haber pronunciado su sermón de despedida, abandona Constantinopla para dirigirse a Nacianzo. Se queda al frente de la iglesia de su padre, hasta que es nombrado obispo de la misma su amigo Eulalio (384); cumplida su misión, se retira a Arianzo para dedicarse a la contemplación y a escribir sus últimas obras hasta que le sobreviene la muerte (ca. 390).
     
      Obras. Se puede clasificar su obra literaria en discursos, poemas y cartas.
     
      La serie de 45 Discursos (PG 35-36) que se conservan y que son la más alta prueba de su formación recibida en Atenas, pertenecen al género más diverso. Los más conocidos son los cinco teológicos (27-31), que tienen por objeto el estudio de Dios uno y trino y fueron pronunciados en Constantinopla (a. 380) contra los eunomianos y macedonios (v. MACEDONIO). Del resto, la mayoría son de ocasión entre los que sobresale su Apologeticus de fuga. Otro grupo lo constituyen sus discursos panegíricos pronunciados con ocasión de alguna fiesta litúrgica: Natividad, Epifanía, Pascua, Pentecostés o panegíricos de algún santo, p. ej., S. Atanasio y S. Cipriano de Cartago. Muy famosos, también, son los discursos fúnebres pronunciados con ocasión de la muerte de su hermano, de su hermana, de su padre y de su amigo Basilio. Tiene dos discursos de carácter apologético (4-5) dirigidos contra su viejo amigo de Atenas Juliano el Apóstata.
     
      Escribió numerosos poemas; se conservan en total unos 400 (PG 37-38). De ellos, sobresalen los 206 históricos y autobiográficos. El más extenso, fuente principal para la vida de G., es el De vita sua que puede ser parangonado con las Confesiones de S. Agustín. Tiene, además, 40 poemas morales y 38 dogmáticos que tratan de la Trinidad, creación, Providencia divina, caída del hombre, Encarnación... y libros canónicos de la escritura. Tiene también muchos epitafios en forma de aforismos. Si G. ha escrito en forma poética, como explica en el In suos versus, ha sido para probar que la cultura cristiana no es ya inferior a la pagana en lo que a la forma se refiere y, además, para usar la misma medida en que fueron difundidas ciertas herejías. Entre las obras que se le atribuyen figura la tragedia Christus passus (PG 38,133-338) que, sin embargo, es muy posterior, acaso del s. xli.
     
      El PG tiene 244 cartas que se atribuyen a G.; en cambio, la 42 pertenece a su padre, la 241 es de S. Basilio y la 243 de Gregorio Taumaturgo. Sobresalen por su brevedad, claridad, gracia y sencillez; es importante la Epístola 101 por haber sido incluida parcialmente en el conc. de Éfeso (431) y por entero en el de Calcedonia (451).
     
      Doctrina. G., lo mismo que Basilio, se atiene rigurosamente en la exposición de dogmas a la S. E. y Tradición, de forma que sus escritos son valiosos testimonios del estado de la fe en la Iglesia griega de aquel tiempo.
     
      Trinidad. Admite un solo Dios, sin principio y sin causa que no puede ser limitado por ningún otro anterior a Él ni por nadie que le siga. Es un Dios repleto de eternidad, infinito. Es Padre porque tiene un único Hijo, pero en su generación no ha sufrido nada de aquello que afecta a la carne, ya que es espíritu (v. DIOS PADRE). El Hijo también es Dios, pero no tiene una divinidad distinta: es el Verbo de Dios. Ambos son iguales en dignidad, pero el uno permanece Padre por entero, mientras que el Hijo es el hacedor y maestro del mundo, la fuerza y el pensamiento del Padre. Cristo es «Uno formado de dos», «dos naturalezas se unen para formar Uno solo en el que no hay dos Hijos»; enseña también la integridad de su naturaleza humana en la que no podía faltar el nous (contra los apolinaristas; v. )ESUCRISTO).
     
      El Espíritu Santo es igualmente Dios; por su medio confiesa G. haber conocido a Dios. Es tan claramente Dios, que Él hace Dios a las personas de aquí abajo. No es Hijo, pero no está fuera del ámbito de la divinidad invisible sino que tiene una gloria igual a la del Padre y del Hijo. G. afirmó siempre, de una manera explícita y formal, la divinidad del Espíritu Santo. Es el primero en designar con las palabras agennesia, gennesis y ekporeusis (ekpempsis) la diferencia de las personas divinas por sus relaciones internas (V. ESPÍRITU SANTO II; TRINIDAD, SANTíSIMA).
     
      Contemplación. G. recomienda repetidamente la unión con Dios. Dios es un ser tan bueno que no puede ser mejor; Él es el sol de los espíritus. Por lo cual, todo hombre, aun el más humilde intelectualmente hablando, está llamado a la familiaridad con Dios para gustar su presencia de intimidad y no para temblar ante su majestad. Dios no necesita para nada nuestra ciencia apologética, sino nuestra vida; si se le estudia es para aumentar la sed que se tiene de su presencia, dado que es imprescindible para aquel que no le ama (v. CONTEMPLACIÓN; ACTIVIDAD Y ACTIVISMO II).
     
      Escatología. Tiene variedad de términos que significan la idea de la muerte. La buena muerte, tal como la entiende G., responde a una serie de condiciones: espíritu de fe, preparación remota mediante una vida correcta y preparación inmediata por la recepción del Bautismo. Si es posible la serenidad en el momento mismo de la muerte ello se explica por la esperanza de una vida superior en el otro mundo que inspira la «filosofía». La muerte física es considerada como el punto de partida y la condición para una situación mejor; la muerte ascética, en cambio, permite renunciar a las comodidades de la vida terrestre para preparar una vida más intensa en el más allá. Para G. el pecado es una especie de muerte puesto que destruye la posibilidad de la vida en el más allá. La suerte del juicio depende de la vida llevada aquí abajo. Si el alma se une inmediatamente con Dios, mientras el cuerpo se corrompe en el sepulcro, vendrá día en que él mismo resucitará de modo análogo a la humanidad de Cristo. La resurrección de la carne, en frase de G., exige una intervención divina (v. ESCATOLOGÍA).
     
      Para su doctrina sobre la Eucaristía, v. EUCARISTÍA II, A,4.
     
      V. t.: CAPADOCIOS.
     
     

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J. IBÁÑEZ IBÁÑEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991