GRECIA (Hellas) VII. RELIGIÓN ANTIGUA.


l. Introducción. Caben dos posturas extremas, poco aceptables ambas, a la hora de juzgar el esquema de creencias de los antiguos griegos: una, la que hace del mundo espiritual helénico el eje y centro de todo y que, en el plano religioso, llevaría a considerar la religión griega como una idea difícilmente superable; otra, la que juzga el hecho religioso griego desde un prisma demasiado exclusivista y postula la ausencia de una auténtica fe religiosa insistiendo en la carencia de un Dios único, providente, y de una teoría de la salvación al alcance de todos. En realidad, y ésta es la actitud de los más prestigiosos especialistas, la religión griega sólo puede comprenderse situándola en el ámbito ideológico, social y político que constituye su marco histórico. En principio, era la griega una religión naturalista en la que unos dioses dominaban los distintos fenómenos naturales y otros presidían las diversas ocupaciones y actitudes del hombre. Como señala M. P. Nilsson, religiones de este tipo son propias de muchos pueblos primitivos, pero lo verdaderamente problemático en G. es su desajuste con una cultura intelectual elevada, su inserción en un pueblo civilizado. En efecto, a lo largo y ancho de los varios siglos de historia de la G. antigua, el panorama de creencias religiosas experimentará una constante evolución, en la que serán fuerzas activas de influencia y sentido diversos la poesía, los cambios sociales y económicos, la historia política, la filosofía, la apertura de nuevos horizontes geográficos, etc.; evolución que culminará en la descomposición de la vieja religión y el planteamiento de nuevas direcciones hasta la victoria del cristianismo y la inserción de G. en la civilización medieval.
     
      Dos factores predominantes determinan, al parecer, la religión primitiva de G.: el elemento indoeuropeo, de un lado, congénito a la raza griega; y el factor prehelénico, por otra parte, rico en matices extáticos y místicos, anterior a la llegada de las estirpes helénicas y que se hará notar fuertemente como elemento de sustrato. Estas son para Petazzoni las dos fuentes cuya existencia explica el juego de fuerzas de la primitiva religión griega. Fuentes que Nilsson traduce en un juego de lejanía y proximidad respectivamente del hombre con respecto a la divinidad y que constituye el eje de toda la evolución religiosa del helenismo.
     
      2. Civilización minoica. Ese factor prehelénico a que nos hemos referido y que explica un buen capítulo de la historia religiosa de G. puede detectarse en interesantes aspectos de la religión de Creta (v.), escenario de la llamada cultura minoica (v. EGEA, CIVILIZACIÓN), que conoce su máximo esplendor entre 1700 y 1400 a. C. Religión que sólo podemos conocer a través de los restos arqueológicos (v. III) y de la confrontación con civilizaciones afines, puesto que la escritura cretense no ha sido descifrada todavía. Lo esencial de la religión minoica consistía, al parecer, en la exaltación de la fertilidad de la Tierra Madre (V. DIOS II, 2; TIERRA), la Gran Diosa mediterránea que volvemos a encontrar en culturas afines a la cretense. Personificación de las fuerzas de la Naturaleza, de la fuerza generadora del mundo vegetal y animal, reina de la vida y de la muerte, de la fertilidad como de la vida de ultratumba, con ella deben relacionarse las representaciones pictóricas y esculturillas de terracota de personajes femeninos, cuyo tipo más generalizado presenta senos desnudos, larga falda de volantes y una serpiente (v.) tan característica en concepciones de tipo telúrico (V. MISTERIOS, RELIGIONES DE LOS). El sarcófago pintado de Hagia Tríada muestra una representación de ofrendas y libaciones al difunto, lo cual revela la idea de que el muerto sigue una vida material en el más allá. Por lo demás, la abundancia de descripciones de juegos y acrobacias de tipo deportivo podría atestiguar un precedente del gusto griego posterior por la competición deportiva. Más importante es la existencia de un incipiente ritual del ciclo de la vegetación, en relación con una divinidad masculina nacida de la Gran Diosa y cuya muerte, seguida cada año del consiguiente renacimiento, constituiría un buen precedente de los mitos referentes a la muerte y ulterior florecimiento de la Naturaleza. Tradición constatada después en la base misma de los misterios de Eleusis (v.).
     
      3. Civilización micénica. Hacia 1600 a. C. aproximadamente irrumpe en territorio helénico la primera oleada de gentes propiamente griegas; ocupan la G. continental y se extienden por las islas (Creta inclusive) y Asia Menor. Son los aqueos (v.), de raza indoeuropea, y Micenas (v.) será uno de sus principales enclaves; de ahí el nombre de «micénica» con que se conoce la civilización que desarrollan a lo largo de unos cuatro siglos. Todos los indicios coinciden en testimoniar una auténtica simbiosis de elementos indoeuropeos y minoicos en la religión de este periodo. Forzosamente el pueblo inmigrante hubo de asimilarse en una cultura superior como la minoica. En todo caso, es característica de esta cultura la presencia de notables sepulcros -de tipo diverso según las épocas- en relación con un culto funerario importante y de carácter heroico cuando de personajes singulares se trata. Por otro lado, las llamadas tablillas micénicas ofrecen la lectura de nombres de tanto relieve en el panteón helénico posterior como Zeus, Atenea (v.), Dioniso (v.) y algunos más. De la lectura de las tablillas pueden desprenderse además algunos aspectos del culto, como la existencia de comidas sacrificiales, de un clero especializado y de un calendario ritual; asimismo consta que el rey desempeñaba funciones religiosas de primer orden.
     
      Hacia 1200 a. C. desaparece violentamente del panorama histórico la civilización micénica. Esta desaparición puede guardar relación con la llegada de los dorios (v.), la última oleada de raza indoeuropea que penetra en G. Siglos de oscuridad siguen a su venida y un periodo de crisis en la evolución histórica del mundo griego. Hasta la aparición de las primeras manifestaciones de la poesía griega, poco sabemos del panorama de creencias que domina G. Parece ser, eso sí, que los dorios aportan la incineración de los muertos y la construcción de templos (hasta entonces sólo se construían pequeños santuarios de la divinidad en rocas, árboles y en el interior de las casas o palacios), hecho importante porque supone, por una parte, una trasposición sociológica del culto, que pasa de privado a público; y, por otro lado, un triunfo de la concepción antropomórfica de la divinidad (V. ANTROPOMORFISMO), al proporcionársele un lugar de residencia a la manera humana.
     
      4. Homero y Hesíodo (v. XII). A partir de aquí, es inevitable seguir el proceso evolutivo de la religión griega a través de los textos escritos. Y para comienzo, los poemas homéricos. Reflejan éstos, de una parte, una tradición de época micénica y son, en efecto, aqueos los héroes griegos de los poemas. Pero, por otro lado, su elaboración entre gente jonia de la costa asiática se refleja indudablemente en el mundo que la Ilíada y la Odisea nos presentan. El contacto de los inmigrantes jonios en la costa de Asia Menor con nuevas costumbres, con nuevas mentalidades, hubo de despertar su conciencia helénica, de forma que su espíritu claro y ordenador se impusiera en el confuso mundo de divinidades ctónicas y rituales orgiásticos de los ciclos vegetativos. Así, pues, un mundo más ilustrado, en el que apenas hay sitio para la superstición, es el que encontramos en Homero (v.). El canon de 12 dioses olímpicos (v. OLIMPO), que ha de presidir el panteón helénico, aparece prácticamente establecido en la Ilíada. Son dioses de forma humana que sienten como los hombres, a quienes superan en fuerza y en inteligencia. Cuando un hombre realiza una acción fuera de lo común, automáticamente ello se atribuye a la presencia de la divinidad. Pero un abismo separa a estos dioses de los hombres: su inmortalidad, que nutren comiendo ambrosía. Viven felices en el Olimpo y ápenas el hombre puede encontrar en ellos protección ni consuelo. Están organizados en forma semejante a las cortes feudales de época micénica, con un primus inter pares que es Zeus (v.). La actuación de esta familia divina garantiza el orden (que depende, eso sí, de un destino superior e inaccesible), vigila su cumplimiento y castiga su transgresión; aunque en su comportamiento individual no difieren de los hombres e incluso, como se ha observado con frecuencia, a veces se comportan con menos nobleza y más crueldad que los héroes de los poemas. En definitiva, dos hechos importantes desde el punto de vista religioso se apuntan en Homero: por un lado, el tono aristocrático de unos dioses lejanos y la ausencia de alusiones a cultos de índole popular cuales aparecerán en época poshomérica; cultos primitivos de índole mágica o mística que, evidentemente, no son ajenos a esta época, pero que han sido eliminados de los poemas en el esquema luminoso de la religión de estos colonos jonios. Un segundo hecho a notar, la ausencia de una mínima interiorización del sentimiento religioso en el hombre homérico, imposibilitado, por lo demás, para sujetarse a una norma moral que ni los dioses siguen y que sólo consiste en el capricho de los mismos.
     
      Hesíodo (v.) refleja un mundo muy distinto. Cronológicamente posterior a los poemas homéricos, produce en cambio la impresión de ser anterior a los mismos. Y es que la experiencia del poeta beocio es la de una sociedad campesina, apegada a su tradición y a los problemas concretos de cada día. En Los trabajos y los días encontramos normas prácticas para la vida humana que trascienden en ocasiones a la esfera moral y constituyen un buen precedente de la corriente legalista tan característica algún tiempo después. Propugna la práctica de la justicia, derecho que Zeus ha otorgado al hombre y que constituye el fundamento de su vida social; una justicia al nivel humano de problemas muy concretos, aunque goce de la protección de la divinidad. La concepción hesiódica de Zeus difiere de la imagen homérica y nos muestra un dios decididamente más poderoso y, sobre todo, personalización de una fuerza moral y padre de Dike, la Justicia. Por lo demás, en la Teogonía toman forma definitiva los mitos referentes al origen de los dioses y sus luchas hasta el establecimiento de la generación olímpica (v. t. ZEUS; CRONOS).
     
      5. La época arcaica. Si el periodo subsiguiente a las invasiones dorias había visto el florecimiento de la poesía épica, los siglos posteriores a los poemas homéricos presencian un status político, ya preludiado en la Odisea, en el que la monarquía ha sido sustituida por la aristocracia en la dirección política de las ciudades griegas (v. IV, A). Ciudades amuralladas que han surgido del agrupamiento de las gentes inseguras en aquellos años pasados de invasión y que serán escenario de un notable desarrollo económico con la aparición de la industria y el comercio, en íntima relación con una decidida labor colonizadora. De un lado, pues, este nuevo mundo en gestación recibe la herencia ideológica de una aristocracia que preconiza unas virtudes «de nacimiento» no adquiridas y monopoliza así la capacidad de pensar, de dirigir o de hacer justicia. Frente a esa nobleza, las clases inferiores, cuyo nivel medio había subido con el desarrollo económico, siente la necesidad de un reajuste en aquel orden de valores. El individuo toma conciencia de tal y la tensión social va a presidir la vida de las ciudades griegas en esta época que viene a comprender los s. VII, VI y comienzos del V a. C.
     
      En el plano religioso, las consecuencias son directas. Por motivos diferentes, la sensación de inseguridad era común a los dos bandos en pugna, que no encontraban una norma de conducta ni un horizonte definido. En relación con ello está la idea de limitación humana ante la fuerza suprema de los dioses, que será uno de los polos dominantes de la época. Hay un abismo insalvable entre dioses y hombres que es inútil intentar superar. El hombre siente una imperiosa necesidad de estar en paz con los dioses, precisamente por temor a los mismos; tal necesidad está bien satisfecha por la religión de tipo ritual y legalista que preconiza el oráculo de Delfos (v.), verdadero centro religioso de la época, de considerable trascendencia en el decurso histórico de la misma porque a él acudían las ciudades griegas cuando se trataba de elaborar una constitución, de fundar nuevas colonias o de tomar cualquier decisión importante. Ello tiene notable trascendencia: en definitiva, las leyes humanas, en trance de elaboración en estos años y reivindicadas por unas clases inferiores que ascienden en la escala social, se apoyan así sobre una base religiosa y la norma jurídica se asienta en las vigentes necesidades morales. Apolo era el dios de Delfos y esta religión apolínea, de corte aristocrático, prescribía la prudencia en el sentido de no desear superar los propios límites humanos; y exigía además una continua observancia de determinados preceptos rituales, con lo que garantizaba esa «paz con los dioses» a que antes aludimos. Este resignarse a la acción de los dioses que, por supuesto, nada satisfacía el ansia del individuo por el contacto con la divinidad, llevaba al pesimismo o, cuanto menos, al quietismo; hasta que surgió el planteamiento: ¿es justa la divinidad?, ¿existe una justicia divina? La crítica a los dioses y la descomposición de aquel esquema llegarán por sí solas en la época clásica, algunas décadas más tarde.
     
      Esta religión apolínea era en cierto modo una religión a la medida de la comunidad política, una religión de la ciudad (v. RELIGIONES ÉTNICO-POLÍTICAS); y la lírica arcaica ofrece claros ejemplos de un notable sentimiento «ciudadano». Pero frente a esta «conciencia política» el tono de la época estaba matizado por un fuerte individualismo, como más arriba señalábamos; y una religión como la delfia difícilmente podía satisfacer al individuo, deseoso de un acercamiento a la divinidad. El hombre buscaba satisfacer su vacío religioso, fuera de los fríos moldes de una religión colectiva. De ahí el extraordinario incremento que adquiere en esta época el culto a Dioniso (v.), dios de origen oscuro, pero no indoeuropeo, de raigambre popular y que, aunque conocido por Homero, no figuraba siquiera en el canon tradicional de 12 dioses olímpicos. La religión dionisiaca pretendía, mediante ritos orgiásticos, en los que las ménades o bacantes danzaban en las montañas a la luz de las antorchas hasta entrar en estado de éxtasis, una unión mística con el dios, materializada en la comida de carne cruda de un animal previamente descuartizado. Al parecer, esta corriente mística que tanta importancia debió de tener para que el oráculo de Delfos tuviera que acoger en su seno el culto dionisiaco (v. DELFOS), está justificada por un sustrato de elementos extáticos anteriores a la llegada de los griegos, cuyo carácter indoeuropeo era bien lejano a estas efusiones primitivas. Lo cierto es que tal corriente mística encuentra su cauce en el culto a Dioniso y que esta religión dionisiaca entra en conflicto con la religión apolínea de Delfos. Y este dualismo Apolo-Dioniso que Nietzsche ponía en la base del sentimiento trágico griego, explica bien la dinámica espiritual de esta época arcaica griega, de signo tan marcadamente religioso. Dualismo que corresponde, en cierto modo, al binomio ciudad-individuo y que está en íntima relación con esa tensión legalismo-misticismo con que Nilsson explica la evolución de la religión helénica.
     
      La corriente legalista aludida llena la vida políticosocial de este periodo. Es la lucha por el establecimiento de una norma legal justa, al servicio de todos y no de una minoría; y tiende a dar a cada cual lo suyo. En el ámbito religioso se traduce en un deseo de conseguir el favor de la divinidad, precisamente dando a ésta aquello que «en justicia» le corresponde. La doctrina que lleva a sus últimas consecuencias esa tendencia es el pitagorismo, que toma la forma de una escuela filosófica y recibe su nombre del fundador de la misma, Pitágoras (v.). En efecto, los pitagóricos organizaban su vida con arreglo a una serie de prescripciones tan concretas como severas.
     
      También el orfismo (v.) es, en apariencia, un compendio de normas y de prácticas ascéticas. Pero, en realidad, va bastante más lejos porque reúne en esencia las principales aportaciones de la religiosidad arcaica. Así, mientras en el aspecto ritual se incluye, como hemos dicho, en el marco legalista, por otra parte su doctrina es de carácter místico y supone una reacción contra la religiosidad colectiva. El orfismo toma su nombre de Orfeo, poeta mítico hijo de Apolo y bajo cuyo nombre circulaban poemas numerosos. El dios de los órficos es el propio Dioniso que aquí recibe también el apelativo de Zagreo. Según la mitología órfica, cuando Zeus quiso entregar el poder del mundo a su hijo Dioniso, todavía niño, éste fue devorado por los Titanes. Salvado por Atenea el corazón del niño y entregado a Zeus, de él pudo ser creado el nuevo Dioniso. Zeus fulminó con su rayo a los Titanes y de sus cenizas nacieron los hombres. Esta antropogonía órfica trata de explicar la doble naturaleza, buena y mala, del hombre, quien, por un lado, posee algo del Dioniso primitivo y, por otra parte, saca a relucir su naturaleza titánica en sus malas acciones. La interpretación órfica de la relación entre cuerpo y alma presenta aspectos interesantes: el alma es la parte divina del hombre y el cuerpo su prisión. Cuando, tras sucesivas purificaciones (de ahí las numerosas prescripciones que regulaban su conducta), el alma se ha liberado de su naturaleza titánica, puede pasar a la eterna felicidad. Recoge así el orfismo la idea de la existencia de un lugar de premio (el Elision ya descrito por Homero), como la idea de la existencia de un lugar de castigo para las almas que no se hubieran purificado de sus culpas. Por otra parte, los órficos, al igual que los pitagóricos, asimilaron la teoría de la trasmigración de las almas o metempsícosis (v.), con lo que las oportunidades de purificación de las almas aumentaban con sus diferentes «estancias» hasta que se las consideraba suficientemente probadas para su premio o castigo. Entre las posibilidades del misticismo dionisiaco y las del ritualismo apolíneo, el orfismo ofrecía una síntesis organizada de las dos tendencias. Pero cuando el optimismo desencadenado años después tras la victoria sobre los persas haría triunfar el luminoso mundo de la religión tradicional, el orfismo fue desterrado por lo primitivo y oscuro de sus formas rituales (escandalizaba entre otras cosas la prohibición de matar animales y comer su carne, cuando tan arraigado en el culto griego estaba el sacrificio animal y consiguiente banquete sacrificial) y lo artificioso de sus explicaciones mitológicas. En cambio, sólo algunos espíritus selectos habían entrado en los rasgos más sustanciosos de su doctrina, en tanto que lo que quedaba del orfismo, al menos de momento, iba a ser su aspecto exterior y precisamente entre los sectores inferiores de la sociedad.
     
      Otro aspecto interesante de la época arcaica griega es la aparición de religiones mistéricas. Es en el s. VI a. C. cuando el antiguo culto agrario a la diosa Deméter se convierte en los famosos «misterios» de Eleusis (v.). Estos misterios (v.) eran un conjunto de doctrinas y ritos tendentes a descubrir al iniciado en ellos los secretos de la vida y de la muerte, o sea, del más allá. La presencia de este tipo de religiones mistéricas se relaciona, según Alvarez de Miranda, con una crisis de la religión nacional. Precisamente el apogeo transitorio de esa religión nacional, tras la victoria sobre los persas y con los logros del s. V, retardará el incremento de las religiones mistéricas en G., que van a caracterizar en cambio el mundo helenístico, una vez que la descomposición de aquella religión nacional haya sido un hecho. No obstante, el prestigio de los misterios de Eleusis fue. tal que, excepcionalmente, no fueron excluidos del cuadro de cultos oficiales de la religión de la polis durante el periodo clásico.
     
      6. La época clásica. La idea arcaica plenamente desarrollada ya en Heródoto de que la hybris humana (o sea, la insolencia de querer superar los límites del hombre e incluso la simple conciencia de la propia felicidad) tiene su correlato en la némesis o vengativa réplica por parte de los dioses y que constituía una aplicación en el plano religioso del principio de «isonomia» o justo reparto, tuvo a comienzos del s. V a. C. una grandiosa confirmación: la derrota de los persas, de la que fueron ejecutores los griegos. La victoria griega coincide con el triunfo de un principio de cohesión en el orden políticc que es la ciudad-estado, la polis. A la victoria, que fue considerada una victoria de la polis dirigida por sus dioses, sigue un periodo de optimismo y en la euforia del mismo ya no tienen cabida aquellas actitudes místicas y ascéticas de las décadas anteriores. Es el gran momento de los dioses olímpicos y la constitución de una «religión nacional» (V. RELIGIONES ÉTNICO-POLÍTICAS) se muestra ahora en toda su significación. Patriotismo y religión marchan juntos. Se celebran solemnes manifestaciones piadosas, se organizan grandes Juegos, se erigen imponentes monumentos. Un poeta del momento como es Esquilo (v.) puede ser el reflejo espiritual de estos años de la victoria y una concepción optimista de la divinidad domina su obra: el Zeus esquíleo es todopoderoso, es el Destino mismo y reparte a cada cual lo suyo. Los dioses son la encarnación de la suprema justicia. Pero al cabo de los años resultará que las ciudades-estado de G. van a utilizar aquellas manifestaciones de religiosidad colectiva al servicio de sus intereses políticos como una pura forma de propaganda. Por otra parte, la espiritualidad del individuo seguía un camino distinto: en el campo, como en las ciudades, tenían vigencia todavía primitivas prácticas supersticiosas. Las almas, necesitadas de protección y consuelo, acudían a divinidades menores, más asequibles a ellas. Los grandes dioses apenas contaban; éste es el momento, en cambio, de una divinidad de segundo orden como Asclepio, hijo de Apolo y que, según el mito, había sido iniciado en los secretos de la medicina por el centauro Quirón. Su centro de culto más importante fue Epidauro, adonde las gentes acudían en peregrinación para solicitar la aplicación de los poderes curativos del dios.
     
      En definitiva, la religión de la polis acabó por convertirse en algo puramente artificial, ajeno a un auténtico sentimiento religioso y quedó reducida al aspecto exterior de un culto con el que se pretendía una protección colectiva por parte de la divinidad. Por lo demás, es significativo que el oráculo de Delfos fuera cada vez menos consultado y es que la fe del pueblo en el mismo no era la de antes. Además, Delfos degenera cada vez más en instrumento político al servicio de las potencias dominantes: primero de Atenas, luego de Esparta, después de Beocia, y, finalmente, de Filipo de Macedonia. Por otra parte, el escepticismo vigente en el ámbito religioso tiene hondas raíces filosóficas. El movimiento de Ilustración había comenzado un siglo antes en las cosmopolitas ciudades jonias de Asia Menor y es ahora cuando sus consecuencias encuentran terreno abonado y se hacen sentir de un modo más directo. Los filósofos jonios se habían preguntado sobre el origen del mundo según criterios físicos y pensaban, por caminos distintos -Tales (v.), Anaximandro (v.), Anaxímenes (v.), Heráclito (v.)-, en una sustancia única de la que proceden los distintos elementos de la materia y que evoluciona por sí misma (v. XI). Más tarde Jenófanes y Parménides (v.) intentarían definir la existencia de un principio supremo, un Dios, asequible a la razón. La corriente racionalista estaba ya iniciada. Pero son los sofistas (v.) quienes hacen verdadero impacto en el siglo ateniense. Enseñaban éstos el arte de la palabra (tan importante en una época en que el hombre es «político» por naturaleza), su influencia fue muy notable y pretendían ser capaces de convertir en el más fuerte el argumento más débil, mediante el arte de la discusión, con lo cual se afirmaba la vanidad de cualquier aserto. Todo era relativo y la ausencia de valores absolutos determinaba, en el plano religioso, un escepticismo completo. Lo único en verdad evidente era la Naturaleza y aquí se apoyaban mutuamente la sofística y la filosofía naturalista jonia. Los dioses no eran ni comprensibles ni necesarios para explicar el origen y desarrollo del mundo; en suma, había que eliminarlos. Los sofistas, en efecto, distinguían entre lo que existe «por naturaleza» y lo que existe «por convención» humana; religión y polis eran incluidas en el segundo apartado y constituyeron el blanco principal de sus ataques. Así, para Critias el nacimiento de la religión viene determinado por la necesidad de orden en la sociedad humana, para Demócrito por el miedo que la contemplación de los fenómenos naturales produce en el hombre. Pródico, Jenócrates y otros, con argumentos diversos, insisten también en el origen estrictamente humano del hecho religioso. En definitiva, el ateísmo hizo presa de la gente culta y también el vulgo debió de respirar estos aires ilustrados, si se piensa en el éxito de algunas burlas a cuestiones religiosas que encontramos en comedias de Aristófanes. Pero, con todo, las formas externas de la religión tradicional se siguieron manteniendo. La larga serie de procesos religiosos que a finales del s. v y comienzos del IV a. C. tuvieron lugar en G. (Alcibíades, Anaxágoras, Sócrates, Aristóteles) se basan en acusaciones de delitos contra el aspecto exterior y práctico de la religión, no contra el doctrinal. Aunque, por lo demás, en todos esos procesos late siempre un motivo político.
     
      7. La época helenística. Tras los años de confusión que siguieron a la guerra del Peloponeso, Macedonia se hizo con el dominio del mundo griego. Alejandro Magno (v.) abre con sus conquistas los horizontes del helenismo. Muere el año 323 a. C., fecha que suele tomarse como principio de la época helenística (v.), cuyo final, en sentido estricto, coincide con la anexión del mundo helénico a Roma el año 146 a. C. Pero en realidad la personalidad del helenismo supera esta fecha de la conquista romana y perdura varias décadas más. Desde el punto de vista religioso pueden distinguirse asimismo dos épocas distintas: una primera en la que culmina la disolución de la antigua religión, y otra en la que sobre nuevas bases se intenta construir una nueva religiosidad. Son las dos grandes crisis de la religión helenística a que alude Nilsson.
     
      La primera época helenística constituye un periodo de crítica de las principales aportaciones de la G. clásica. En el ámbito religioso, la crítica de la religión tradicional sigue cada vez con más fuerza desde Evemero, quien afirma que los dioses no son sino hombres muy antiguos divinizados, hasta Teofrasto, que califica de injusto e impío el sacrificio animal. Faltan auténticos reformadores y la incredulidad hace presa de los intelectuales. El historiador Polibio (v.), por su parte, opina que la religión no debe ser desterrada, sino que es necesaria como disciplina de la masa; no cabe más fría y sutil incredulidad. Los cambios de fortuna en un mundo de tanto movimiento eran frecuentes y un principio abstracto, la Tyche -Fortuna-, sustituye ahora a aquel Destino que siempre había sido relacionado con los dioses. En este nuevo mundo cosmopolita y materialista, se había agravado la soledad del individuo y la religión ya no daba solución satisfactoria a sus problemas. En este sentido la religión es sustituida por la filosofía a través de dos escuelas: el estoicismo (v. ESTOICOS) y el epicureísmo (v EPICÚREOS). Uno y otro se dirigían al individuo, pero de maneras diversas: el primero para aconsejarle el cumplimiento del deber y la firmeza ante los avatares de la vida. El segundo para prescribirle el placer y una tranquilidad sin ambiciones. Así la filosofía, a falta de un sentimiento religioso vivo, señalaba al hombre culto un norte y un horizonte para su conducta, pero no era camino adecuado para el hombre corriente, ajeno a la especulación filosófica, que buscaba salida en las religiones mistéricas cuando no en la superstición o la magia. Los misterios de Eleusis siguen en vigencia y al contacto con nuevas civilizaciones se importan de Anatolia y Egipto cultos mistéricos de Cibeles, Isis, Attis, etc. El hombre, abrumado por el miedo al «más allá», buscaba en la «iniciación» a estos misterios asegurarse una vida feliz en el mismo (v. SAMOTRACIA, MISTERIO DE; INICIACIÓN, RITOS DE).
     
      El incremento de los «misterios» se hará notar en los años siguientes y constituye un capítulo más de esa afanosa búsqueda de la divinidad que caracteriza la crisis religiosa subsiguiente a la disolución definitiva de la religión tradicional y a la decadencia política de los estados helenísticos hacia el 200 a. C. La búsqueda de una verdad definitiva se había planteado ya desde Sócrates (v.) y de maneras distintas pero luminosas ambas por Platón (v.) y Aristóteles (v.), para continuar ahora tan confusa como inquieta. La astrología (v.), p. ej., va a deslumbrar al hombre helenístico por la precisión y matemática realidad del movimiento de los astros; se pensó que el mismo determinismo que los regía afectaba también a los movimientos humanos y que éstos podían ser previstos estudiando el movimiento astral. Por otra parte, el vulgo, ajeno a estos planteamientos, se maravillaba también del orden del Universo y divinizaba las fuerzas planetarias, con lo cual la astrología se hizo popular en todos los frentes (v. ASTROLATRÍA). De todas formas, la contemplación del Universo había de tener una consecuencia trascendental: la idea de que aquel orden maravilloso debía de tener un rector supremo. Unido esto a la experiencia de los sistemas monárquicos de la tierra y a las conclusiones de la filosofía sobre la necesidad de un Dios único como principio supremo, quedaba trazado el camino hacia el monoteísmo, ya favorecido por la tendencia helenística al sincretismo de los distintos dioses (v. TEOCRASIA). Al final de un largo recorrido, el hombre griego había buscado la Verdad, casi la había intuido y del cristianismo iba a recibir la solución definitiva (v. ix).
     
      V. t.: APOTEOSIS; ASCETISMO I, 4; BAUTISMO I; DELFOS II; DELOS II; DIONISOS; OLIMPO; TEOCRASIA II; ZEUS.
     
     

BIBL.: M. P. NILSSON, Geschichte der griechischen Religion, 2 vol., Munich 1955; O. KERN, Die Religion der Griechen, 3 vol., Berlín 1923-38; H. J. RoSE, La antigua religión griega, en Historia de las Religiones, dir. E. O. JAMES, 3 vol., Barcelona 1963; M. P. NILSSON, Historia de la religiosidad griega, 2 ed. Madrid 1969; R. PETAZZONI, La religion dans la Grèce antique, dès origines à Alexandre le Grand, París 1953; A. HOs, Las religiones griega y romana, Andorra 1963; L. R. FARNELL, Cults ot the Greek States, 5 vol., Oxford 1896-1909; U. vox WILAMOWITZMÖLLENDORF, Der Glaube der Hellenen, 2 vol., Berlín 1931-32; P. GRIMAL, Diccionario de la mitología griega y romana, Barcelona 1966; J. ALSINA, La mitología, Barcelona 1962; G. MURRAY, Five Stages of Greek Religion, Boston 1955; FONDATION HARDT (Entretiene sept. 1952), La notion du Divin depuis Homère jusqu'à Platon, Ginebra 1954; A. J. FESTUGIÈRE, Personal Religion among the Greeks, Cambridge 1954; J. ALSINA, Nuevos métodos en el campo de la religión y de la mitología griegas, «Emerita» 25 (1957) 279-310; J. S. LASSO DE LA VEGA, Ideales de la formación griega, Madrid 1966; ID, Religión homérica, en Introducción a Homero, Madrid 1963; M. P. NILSSON, The Mycenaean Origin of Greek Mythology, California y Cambridge 1952; ID, The Minoan-Mycenaean Religion and its Survival in Greek Religion, 2 ed. Lund 1950; W. K. C. GUTHRIE, Early Greek Religion in the Light of the Decipherment of Linear B', «Bulletin Institute Classic Studies», n° 6, Londres 1959, 35 ss.; W. SCHADEWALDT, Der Gott von Delphi und die Humanitütsidee, Atenas 1965; A. ÁLVAREZ DE MIRANDA, Las religiones mistéricas, Madrid 1961; L. GERNET-H. BOULANGER, El genio griego en la religión, México 1960.

 

J. L. PÉREZ IRIARTE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991