Gloria de Dios
 

Esta expresión tan familiar a los lectores de la Biblia en castellano equivale a la fórmula latina gloria Dei, la cual, a su vez, es traducción de la locución griega de los Setenta dóxa (tou) zeou. Fueron los Setenta los primeros que escogieron la mencionada frase griega para traducir el hebreo kébod Yahweh. Pero el término dóxa entre los clásicos griegos no coincide con el sentido subyacente del hebraico kábód, pues mientras dóxa en griego clásico significa la opinion subjetiva de alguien (katá ten emen dóxan) sobre una realidad presente o pasada, o la opinión o parecer que alguien tiene de otro (en cuyo caso dóxa equivale a fama, renombre, celebridad, regularmente en sentido positivo), el kábód hebraico designa esencialmente una cualidad objetiva, una realidad que cuenta y que tiene importancia. Entre los clásicos griegos dóxa encierra un sentido profano e intelectual; en los Setenta se le da un sentido religioso y sensible que encierra, aplicado a Dios, la idea de majestad divina, que se manifiesta con apariciones ostentosas e impresionantes, tanto en los lugares de culto, como en el curso de la historia y en el ámbito de la naturaleza creada. ¿Qué razón indujo a los Setenta a emplear la palabra dóxa para expresar la palabra hebraica kábód?
Quizá fuera el hecho de que ya en la literatura filosófica de los clásicos griegos, desde Parménides a Platón, el término dóxa recibía una connotación teológica, vinculada con el concepto de verdad y de iluminación. De ahí que en el trance de buscar los Setenta un término técnico que expresara la idea de majestad divina inherente a la expresión hebrea kébód Yahwéh, se decidieran por el empleo masivo de dóxa. En realidad, no existe término en castellano, en latín o griego que exprese todo el conjunto de significaciones que encierra la raíz hebraica que se traduce por gloria y dóxa. La etimología de kébód y un recorrido por las páginas de la Biblia que hablan de la kébód Yahwéh serán el mejor guía para comprender el hondo significado bíblico de la expresión gloria de Dios.

Etimología. La raíz hebraica kbd dio origen al sustantivo kébód, al adjetivo kábét y al verbo kábet que connotan el sentido de gravedad, peso, pesantez, ser pesado (1 Reg 12,4.10.11; Prov 27,3; Ps 38,5; Lam 3,7). Dentro del mismo sentido se refiere a algo que resulta gravoso o molesto, como el hambre (Gen 12,10), el trabajo duro (Ex 5,9), un pueblo reacio a dejarse gobernar (Num 11,14), una lengua poco expedita (Ex 4,10), etc. Abraham era kñbét por haberse hecho muy rico en ganado, plata y oro (Gen 13,2); a expensas de Labán se hizo Jacob «con toda esta riqueza» (luibód hazéh) (Gen 31,1). Por extensión la kébód significa la situación privilegiada de un hombre (Gen 45,13), de un rey (1 Sam 15,30) o del hombre en general, como rey de la creación (Ps 8,6). La kébód que pesa sobre estos personajes (riqueza, celebridad, honra) despierta la admiración y el respeto de los testigos de la misma. La kébód del Líbano son sus cedros (Is 35,2) y la de Tiro su comercio próspero (Ez 27,25-36). Resumiendo, la kébód denota una realidad inherente a personas o cosas, que les da peso, realce, prestancia, celebridad y prestigio.

La gloria de Dios en el Antiguo Testamento. La expresión hebraica kébót Yahwéh designa una realidad que forma parte integrante del ser divino en cuanto se manifiesta a los hombres (Is 60,1-2), por la cual llegan éstos al conocimiento de la presencia de Dios que se revela por sus atributos de poder, majestad y santidad (v. DIOS Iv). Toda la tierra está llena de su gloria (Num 14,21; Is 6,3; Ps 72,19). Con sólo su ser y existir «los cielos pregonan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Ps 19,2). Dios, que por un acto de su poder infinito, creó el universo en «medida, número y peso» (Sap 11,21), dejó en su obra vestigios indefectibles de sí mismo, de su gloria, invisible en su esencia a los ojos humanos, pero que se esconde envuelta en una nube (Ex 16,10; 24,16-18), o resplandece como fuego devorador (Ex 24,15), en el fragor de la tempestad (Ps 97,1-6), o en el estampido del trueno (Ps 29,3), o en cualquier fenómeno grandioso de lo que es obra de sus manos. La g. de Dios no debe identificarse con ninguno de estos fenómenos, a través de los cuales manifiesta Dios su presencia, su poder y majestad, especialmente en algunos momentos cumbres de la historia de Israel, como en el paso del Mar Rojo (Ex 14,18; 16,10), en la lluvia del maná (Ex 16,7.10), etc., puesto que todo ello son sólo signos de la riqueza insondable de Dios.

La g. de Dios se manifiesta especialmente en los lugares de culto. El Sinaí (v.) fue el inmenso santuario al aire libre donde se reveló la g. de Dios. Cuando Moisés subió a la cima del monte «la gloria de Dios se había posado sobre la montaña y la nube la cubrió durante seis días. Y la g. de Yahwéh apareció a la vista de los hijos de Israel como un fuego devorador» (Ex 24,16-17). Después de haberse alejado del Sinaí los hijos de Israel, la g. de Dios les acompañó y posóse en la tienda o tabernáculo de la reunión, santificándola con su presencia (Ex 29,42-43; 40,34-36). Si esta presencia de la g. de Yahwéh era una prueba de afecto y benevolencia hacia su pueblo escogido, era al mismo tiempo muestra de que no abdicaba Dios de ninguno de sus derechos. Mientras la g. de Dios se hizo visible a todo el pueblo y la llama que salía de su presencia consumía, con gran regocijo del pueblo, el holocausto y las grasas sobre el altar (Lev 9,23-24), la misma g. de Yahwéh devoró a Nadab y Abiú por haber cometido una falta ritual (Lev 10,1-2) e hizo que se abriera la tierra y se tragara a Coré (Num 16,19.32).

Esta g. de Yahwéh estuvo presente después en el Arca de la Alianza, que abandonó al caer en manos de los filisteos (1 Sam 4,21-22). Al ser depositada el Arca en el Templó de Jerusalén, la g. de Yahwéh llenó totalmente el recinto sagrado, de modo que los sacerdotes no podían oficiar por causa de la nube que la encubría (1 Reg 8, 10-11). El salmista contemplaba en el santuario el poder y la g. de Yahwéh (Ps 63,3). En la visión de Isaías en el Templo le fue revelado que allí residía el Santo por excelencia, de cuya g. estaba llena toda la tierra (Is 6,1-3). La g. de Dios se halla indisolublemente unida a su santidad. La santidad de Dios expresa su trascendencia, la kébód (gloria) define su inmanencia. Por su «gloria=santidad» (Am 4,2) Dios es el Todo-Otro (Is 40,25; 46,5) y no puede cederla a nadie (Is 42,8; 48,11), ya que Dios es el único Santo y el único que hace maravillas (Ps 72,18). Su g., sinónimo de santidad, es más alta que los cielos (Ps 113,4) y quienes la desdeñan serán juzgados (ls 59,19; Ps 102,6 ss.). La tradición sacerdotal acentúa esta concepción de kébód que pone de relieve la trascendencia de Dios, su poder y el carácter absoluto de sus exigencias.

La g. de Dios se manifiesta a lo largo y a lo ancho de toda la historia de Israel, está presente en sus efemérides más gloriosas y le acompaña en los momentos difíciles, unas veces para perdición y castigo de sus enemigos (Ex 4,17-18; Is 10,16-18; Ez 39,13-23), y otras para elevar el ánimo de sus fieles e infundirles plena confianza en su poder (Ex 16,7.13; Ps 66,1-6), o para recordarles la necesidad de ser santos para acercarse al Dios de santidad y majestad. Aunque la g. de Dios tuviera su morada en el cielo (Am 9,6; Ps 104,3), sin embargo, se derramaba al exterior, manifestándose en toda su magnificencia, suntuosidad, esplendor y majestad de modo que todos los hombres, especialmente los israelitas, pudieran contemplarla. De ahí que el término kcibód vaya unido a verbos de visión (Ex 16,17; 33,18; Num 14,22; Is 40,5) y de aparición (Ex 16,10; Dt 5,24; Is 60,1). Ante estas manifestaciones externas debe el hombre dar gloria a Dios (los 7,19; Is 42,12; Ier 40,5), sobre todo el israelita, ya que Dios creó a Israel para su g. (Is 43,7), para la g. de su nombre (Ps 29,2; 66,2; 72,19; 112,9; Is 4,5). Israel tiene la misión de pregonar la g. de Dios a los pueblos que habitan en las islas lejanas, que no oyeron el nombre de Yahwéh y no vieron su g., para que se dirijan a Jerusalén y la vean de cerca (Is 66,18-19; Ps 97,6), pues la g. de Yahwéh resplandecerá en Sión (Is 60,1-3) y todos los pueblos podrán contemplarla.

La g. de Dios nunca se ocultó totalmente a Israel, ni aun en el tiempo en que fueron derruidos el Templo y la ciudad de Jerusalén. Sobre un carro celestial, envuelto en la nube, con resplandores en torno y un fuego que despedía relámpagos (Ez 1,4), la kébód de Yahwéh fue al encuentro del profeta en tierras extranjeras para encomendarle la misión de levantar el ánimo de los judíos cautivos e infundirles confianza en el Dios que les había escogido como pueblo suyo predilecto. La presencia de la g. de Dios en el país extranjero donde gemían los deportados (Ez 3,23) era una señal inequívoca de que, una vez purificados de sus pecados, la contemplarían de nuevo en el reconstruido templo. El concepto escatológico de la g. de Dios reaparece en la literatura apócrifa. Henoc contempla a Dios sentado en su trono de gloria (22,14). Y los escogidos de la comunidad de Qumrán aspiran a alcanzar una participación en la gloria del hombre a quien Dios le concederá participar de la sabiduría divina y conocer los misterios de la Creación (1 QH 7,24-25).

Gloria de Dios en el Nuevo Testamento. El concepto predominante de g. en el N. T. es continuación de la kábód hebraica, que, siguiendo a las Setenta, expresan con la voz dóxa. La g. de Dios rodea con su luz a los pastores (Le 2,9), y los ángeles la celebran como un hecho real (Le 2,14; cfr. Le 9,30-34; Act 1,9; 22,11; Apc 18,1). S. Juan vio el templo celeste «lleno del humo que salía de la gloria de Dios y de su poder» (Apc 15,8), y la ciudad santa de Jerusalén «que bajaba del cielo, de junto a Dios, con la gloria misma de Dios» (Apc 21,1). La g. de Dios (Apc 7,55; Rom 6,4; 9,4), o la g. del Padre (Me 8,38) se identifica con su poder y majestad. Dar gloria a Dios (lo 9,24; Act 12,23; Rom 4,20) significa reconocer y acatar su poder sin límites. Llegada la plenitud de los tiempos la g. de Dios se manifiesta sobre todo a través de Jesucristo. Pero antes de que el mundo existiera, el Logos del Padre gozaba de la misma g., es decir, de la misma naturaleza y poder que el Padre. Si el que ve a Jesús ve también al Padre (lo 14,9) que le envió (lo 12,45), se comprende que el mismo misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, toda su vida terrestre (lo 17,4), cuanto obró (Mt 9,8; 15,31) y enseñó fue obra divina con la cual manifestaba a los hombres toda su «gloria y poder» (lo 2,11; 4,34; 11,4; 17,4). Los que han creído en Jesucristo por su Encarnación «vieron su gloria, gloria como del Unigénito, del Padre, lleno de gracia y verdad» (lo 1,14).

Cristo, que en todo tiempo fue «esplendor de la gloria del Padre», después de una breve humillación será «coronado de gloria» (Heb 1,3; 2,7.9). La g. que Cristo adquirió con su pasión (Le 24,26; 1 Pet 1,11.21) estriba en el poderío real, que se comunica a su humanidad, y que aparecerá en todo su esplendor al fin de los tiempos (1 Pet 4,13; 5,1; Tit 2,13). Después de su resurrección, Cristo es constituido Señor de la g. (1 Cor 2,8). La g., o sea, el poder divino, opera su resurrección (Rom 6,4), y así Esteban lo vio en la g. de Dios (Act 7,55). Al fin de los tiempos volverá Cristo en la g. del Padre con los santos ángeles (Me 13,27), con «gran poder y majestad» (Me 13,26). Como se ve por lo dicho, reaparece en el N. T. el concepto escatológico de gloria, que hallamos en Is 60,1-3; 61,1; 66,18, en Bar 4,24; 5,1.9, etc. El triunfo escatológico de la gloria consiste en que el hombre participará de la g. de Cristo (lo 17,24). Los cristianos son llamados a gozar de la g. de Dios, y a esta finalidad última deben tender sus esfuerzos (1 Cor 10,31; 2 Cor 4,17; 8,9; Thes 2,12; 2 Tim 2,10; 1 Pet 1,7; etc.). Cristo a los que creen en El comunica la g., que Él mismo había recibido del Padre (Rom 3,23).

Del tema de la gloria de Dios se deduce claramente la voluntad salvífica de Dios que, de muchas y variadas maneras en toda la historia de la salvación, manifiesta a los hombres su gloria, a fin de atraerlos a Sí y hacerles partícipes de la misma.


LUIS ARNALDICH.

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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991