Vocablo técnico que designa en la Biblia a todos los pueblos del mundo
distintos del Pueblo de Dios (v.). El tecnicismo del término es el
resultado de una evolución semántica dominada por concepciones religiosas
(compárese con la evolución similar de la palabra «bárbaro»).
Antiguo Testamento. Inicialmente significó simplemente «nación» y se
aplicó también al pueblo de Israel. Pero poco a poco la conciencia de
elección (v.) va acentuando la idea de la distinción de Israel de todos
los demás, y eso se refleja en la terminología. La diversificación es más
religiosa que étnica o de raza. Israel es el Pueblo elegido, el único que
conoce al Dios verdadero; los demás pueblos no conocen a Dios, son
idólatras, y en este sentido pueden llamarse «no-pueblo» (Dt 32,21). Con
el fin de precisar la división, se reserva, aunque no con total
exclusividad, para designar a estos pueblos el término «gentiles» (hebreo
góyim, griego etlme), que en este sentido se traduce indiferentemente por
g., gentes, naciones, paganos (palabra que viene del latín pagus, aldea, y
cuya acepción técnica actual se debe a que, en los primeros momentos de
expansión del cristianismo, éste se extiende sobre todo por las ciudades,
de manera que es en el campo donde perdura más la religión romana: v.
PAGANISMO).
La valoración de este término debe partir de una idea correcta de su
causa, esto es, del concepto de elección. La Biblia comienza su relato
detenido a partir de la elección de un hombre (Abraham) llamado a formar
un pueblo (Gen 12 ss.); antes nos da, sin embargo, en los 11 primeros
capítulos del Génesis, un resumen de «historia universal», siempre desde
el punto de vista religioso, lo cual ya indica que la historia del pueblo
bíblico tiene que ver con el destino de la humanidad entera. Se nos dice
que el hombre fue creado por Dios y, por mandato divino, se multiplicó
sobre la tierra formando diversos pueblos. El relato de la creación del
hombre y de su situación en el paraíso (Gen 3) prevé una posesión pacífica
y concorde de la tierra por la humanidad. Pero el hombre pecó y con ello
rompió la concordia prevista entre hombre y naturaleza (Gen 3,17-19) y
hombre y hombre (Gen 4). La lección de ese condensado resumen no puede ser
más elocuente: el pecado domina a la humanidad a medida que ésta aumenta.
Dios se ve obligado a derramar el diluvio, pero no abandona a los hombres.
El mundo se vuelve a poblar a partir de Noé, salvado milagrosamente por
Dios, y vuelve a ser presa del pecado generalizado en idolatría (v.). De
ahí la diversificación de los pueblos y lenguas que, aunque sea un dato
étnico, querido por Dios (Gen 10; Di 32,8 ss.), es también, en cuanto raíz
de la falta de entendimiento y concordia mutua, un castigo del acto de
soberbia, un poco repetición colectiva de la soberbia del paraíso, que
suponía el deseo de «subir hasta el cielo» («ser como Dios») construyendo
la Torre de Babel (Gen 11,1-9).
Todos esos datos han de ser tenidos presentes para evitar una
interpretación errónea de la elección de Abraham, como sería la de ver en
ella una arbitraria repulsa de los demás pueblos. Pues toda la humanidad
había recibido la promesa divina de una rehabilitación universal de su
pecado (Gen 3,15: «el linaje humano»). Lo que ocurre es que, al llegar el
momento del cumplimiento de esa promesa, Dios lo hace pasando a través de
la elección de un pueblo al que confía una misión que afecta a la
humanidad entera. Los planes divinos pueden parecer a veces inescrutables
(cfr. lob 38 ss.). pero tienen un profundo sentido. Ha querido salvar a la
humanidad por un método de testimonio (v.) dado por unos pocos, es decir,
respetando la libertad del hombre. La humildad es tan libre como la
soberbia: la humildad de la fe y de la obediencia serían el modo de
recuperar lo perdido por la soberbia y la desobediencia. Había que buscar
esa respuesta. Una vez obtenida, se había encontrado el testigo, cuya
aceptación es el camino más genuino de la fe: así cumple sus condiciones
de ser a la vez ciega, racional, libre.
La elección supone una selección, sin duda, pero si lo que se elige
es un testigo, la elección no rechaza a los demás, no es un círculo
cerrado, sino un abrazo abierto en busca de la respuesta general. Tal es
el sentido que da la Biblia a la elección: tanto Abraham como el pueblo
que procede de él, como el Salvador esperado por este pueblo y el pueblo
por Él fundado, son los testigos puestos por Dios para que la salvación
llegue a todos los pueblos (cfr. Is 43,10 ss.; 44,8; lo 3,11.32; 7,7; Mt
24,14; cte.). Ocurre también que el testigo, para poder serlo con
garantía, necesita él mismo alcanzar su propia conversión, lo cual no se
logra sin un cierto tiempo de preparación.
Con estas premisas se comprende mejor el concepto bíblico de gentil.
El primer testigo fue tomado de entre una humanidad idólatra (Gen 11;
12,1), pero su misión era la de llevar la bendición a «todos los linajes
de la tierra» (Gen 12,3; cfr. Ier 4,2; Eccli 44,21; Act 3,25; Gal 3,8). De
Abraham procede el pueblo de Israel, cuya preparación como testigo abarca
toda la historia del A. T. En esta ascensión hacia la madurez, el camino
es accidentado y hay altibajos, que son la ocasión para que la Revelación
(v.) se vaya precisando más. Este pueblo, ante todo, es una realidad
religiosa más que étnica, aunque en la práctica casi coincidan ambas
cosas. Su definición no se basa en la sangre o en la raza, sino en el
hecho de ser el depositario (el testigo) de las promesas universales de
Dios, concretadas de momento en la Alianza (v.) y en el culto al Dios
único. La condición de pertenencia o ingreso a este pueblo es la
circuncisión (v.), que tampoco es un dato étnico, sino religioso: es la
señal de la Alianza (cfr. Gen 17). Los demás, los g. son los pueblos sin
Dios, o adoradores de dioses, y se hallan, por lo mismo, fuera. Pero
tampoco se los desprecia. No hay dificultad en admitir a g., p. ej., los
extranjeros residentes, siempre que acepten la circuncisión (cfr. Ex 12,48
ss.; Num 15,15; Jos 6,25; cte.). El Deuteronomio inculca sin cesar el
respeto y el amor a estos extranjeros.
Pero los g., sobre todo en cuanto naciones, tienen un poder que
degenera en soberbia y en intentos incesantes de suprimir a este pueblo
pequeño y débil (pequeñez ideada por Dios para probar su fe de testigo;
cfr. Dt 7,7 ss.). Ahora bien, quien quiera esclavizar al Pueblo de Dios es
enemigo de Dios. De ahí la acepción de g. no sólo como gente que está
fuera, sino como enemigos de Dios y de su religión (cfr. 2 Reg 18,33 ss.;
19,1-19; 1 Mach 1, 29-42 y pass.) y los deseos y súplicas para que Dios,
como a tales, los castigue (Ps 137,7-8; cte.). Por otra parte, sus dioses,
patrocinadores de este poder y de sus victorias, constituyen una seducción
incesante para el ingenuo israelita, de fe aún débil. Las constantes
censuras de la Biblia a las desviaciones idolátricas de Israel no olvidan
nunca que ellas se deben al contacto y a la influencia de los g., ya
indígenas (cananeos), ya de los pueblos vecinos. De ahí las normas severas
de evitarlos, y los anatemas de destrucción, sobre todo en la época de los
jueces. Con la progresiva debilitación de Israel y su consiguiente
sometimiento a los g., que la condenan a un destierro cruel, se acentúa la
repulsa a los g., unida al particularismo y al separatismo. Ha habido
además una gran lección: el reino del norte ha desaparecido para el Reino
de Dios (v.), es decir, como testigos, por haberse mezclado sus habitantes
con los gentiles (v. SAMARIA; cfr. 2 Reg 17,24-34). Esta tendencia
separatista alcanza cimas especiales en tiempos de Esdras y Nehemías, es
decir, en la hora de restauración del pueblo desterrado (Esd 9-10; Neh
10-13), y en la época macabeica en las luchas contra los g. y sus intentos
de suprimir la religión judía. A partir de aquí toman cuerpo movimientos y
partidos, como los fariseos (v.) y los esenios (v.) que llevaban al colmo
su separatismo, que, en algunas ocasiones, degenera en un nacionalismo
político-religioso.
Sin embargo, los portavoces oficiales de Dios aprovechan estos
desvíos, o exageraciones, para recordar y precisar los planes divinos. Sin
duda, los g., en la medida en que ofendan a Dios, recibirán el castigo
merecido. Los oráculos contra estos g. son una constante de los profetas (Is
13-21; ler 46-51; Ez 25-32; Ioel 4; cte.), así como la predicación de su
aplastamiento final (Ez 38-39; Zach 14; Dan 7; 11,25-45); y si ahora
triunfan, es porque Dios, el Señor de todos, se lo permite y los toma como
instrumentos para castigar a su pueblo (Is 8,6; 10,5; ler 27; cte.). Pero,
al mismo tiempo, predicen para los tiempos escatológicos la salvación de
los g. y su entrada en el único Pueblo de Dios, reunido por la fe única y
no por motivos de raza (Is 2,2 ss.; 19,16-25; 25,6; 60,1-6; Zach 14,16; Ps
87; etc.). Con ello se volverán a reunir todas las lenguas dispersas en
Babel (cfr. Is 66,18-21) y serán el pueblo de Abraham, el primer creyente
(Ps 47). Este universalismo se acentúa, como reacción, en épocas de
exacerbado separatismo (p. ej., Rut, y sobre todo el delicioso libro de
Jonás).
Nuevo Testamento. Jesús, el testigo mediador predicho por Isaías (ls
42,4.6), y lo mismo sus Apóstoles, sus testigos, conscientes de que Dios
había elegido a su pueblo como testigo universal, se dirigen
preferentemente a él, y no a los gentiles (Mt 15,24; 10,55; Mc 7,27; Act
13,45; cte.). Pero ello como etapa cronológica destinada a abrirse a toda
la humanidad: la Iglesia se sabe desde el principio un pueblo religioso,
sobrenatural, al que están llamados a incorporarse todos los pueblos de la
tierra. jesús, consumada la Alianza de su sangre, creó con ella el nuevo
Pueblo de Dios, en el que no hay separaciones ni privilegios, porque todos
han sido reconciliados en su sangre: y mandó a sus Apóstoles a predicar el
Evangelio a todas las gentes (Mt 28,19). Ello era el cumplimiento de las
profecías del A. T., pero los fariseos, que gobernaban a Israel, no lo
entendieron así y rechazaron a Cristo, aislándose así del verdadero Pueblo
de Dios (Lc 13,28 ss.; Mt 21,43; etc.). Incluso entre los cristianos hubo
quienes no acababan de entender del todo las consecuencias del
universalismo predicado por Jesús: son los llamados judaizantes (v. JUDEO-CRISTIANOS),
que pretendían imponer a todos las prácticas mosaicas. Pero la revelación
hecha a S. Pedro con ocasión de la conversión del romano Cornelio (Act
10-11) y el posterior Conc. de Jerusalén (Act 15) clarifican la cuestión.
S. Pablo, «apóstol de los gentiles» (cfr. Act 9,15; Gal 2,8; etc.),
extiende el Evangelio por el Imperio romano, proclamando que a todos se
extienden las promesas de que era depositario Israel (cfr. Eph 2,11-3,21)
y la Iglesia se presenta con toda claridad como Pueblo de Dios en el que
no hay distinción alguna entre judío y gentil (cfr. Gal 3,28).
BIBL.: A. BERTHOLET, Die Stellung
den lsraeliten und der Juden zu den Frenden, Friburgo 1896- C. GANCHo,
Gentiles, en Enc. Bibl. 111,781-784; 1. LAGRANGE, Épitre aux Romains,
París 1931, 21-24, 47-51, 60-80; 1. PIERRON-P. GRELOT, Naciones, en
Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1965; F. ZORELL, Lexicon
graecorum Novum Testamentum, 2 ed. París 1931, 417.
M. REVUELTA SAÑUDO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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